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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Éabann G. Dargaard Lun Ago 08, 2011 12:40 pm

¿Qué hacía una gitana en un lugar como el Palacio Royal? ¿Qué hacía moviéndose por aquel lugar como si perteneciera a este? ¿Cómo si llevara en la sangre el encontrarse en ese lugar? ¿Qué le hacía pensar que podía estar codeándose con la crême de la crême de París y de otros lugares? La cadena de casualidades que la habían llevado a ese momento se remontaban a hacía un par de días, cuando de pura casualidad se había cruzado con una jovencita de alta sociedad. En aquel momento no se hubiera imaginado ni en sus más oscuros sueños que terminaría con una invitación. Era cierto que no habían invitado a la gitana, sino a la mujer de clase media que había ayudado con un par de remiendos, un consejo y un enfrentamiento a unos caballeros muy poco amables a una joven que estaba más perdida en las calles de París de lo que ella misma había estado a su llegada.

Era de Austria, al menos hablaba su idioma natal, por lo que había sido fácil comunicarse con ella. Había sido una especie de agradecimiento por parte del padre de la chiquilla que resultaba ser parte de la comitiva del embajador de su patria. En cierta manera esa era la razón por la que se encontraba allí, paseándose por entre los bien vestidos invitados que se encontraban a su alrededor. En parte había sido agradable encontrarse con personas de su mismo lugar aunque fueran tan diferentes a ella. No, no era tan estúpida como para pensar que podía encajar allí, ni siquiera soñaba con ello, pero era algo bueno el separarse un tanto de lo que se había convertido al final su vida.

Había comenzado a evitar la noche, al menos en la ciudad. Se había movido siempre por el día por ella y en cuanto veía que el sol comenzaba a descender recogía sus cosas y se marchaba hacia donde se encontraba su carromato, ligeramente alejado de todo y de todos. No, no se había vuelto una antisocial de repente, seguía hablando con la gente, comunicándose, había hecho algún que otro amigo en lo que llevaba en París, se había encontrado con su mejor amigo de su vida en Londres, y en definitiva había tenido una vida bastante tranquila. Lo suficientemente tranquila como para que se comenzara a relajar. Lo suficientemente relajada como para que hubiera aceptado aquella invitación.

El lujo que había su alrededor la deslumbraba. Había estado en fiestas antes, pero la verdad es que ninguna se podía comparar a aquella. Se sentía un tanto torpe con su sencillo vestido de color azulado de muselina a la moda Imperio que era la que se encontraba en auge en ese momento, aunque con muchos menos detalles que los que había a su alrededor. El cabello oscuro estaba recogido en lo alto a la moda y llevaba una pequeña máscara como el resto de los asistentes que le daba una privacidad que agradecía. Jugueteó por un momento con los guantes largos que llevaba puestos mientras se movía escuchando la música que provenía de un cuarteto de cuerda.

Su mirada se paseó por los presentes con curiosidad, viendo cómo se hablaban entre ellos, cómo interactuaban. Era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que observaba todo como si fuera lo más interesante del mundo. Aquella fiesta difería completamente de las fiestas gitanas, donde el alboroto, los bailes, las risas y los gritos estaban al orden del día, donde la música sonaría con fuerza incitando a todo el mundo a bailar. Por lo que parecía en ese momento en vez de bailar, la gente se dedicaba a hablar mientras que el centro del salón donde se encontraban estaba prácticamente vacío. Por lo que parecía cada momento tenía su tiempo y era el tiempo de sociabilizar.

Siguió caminando por la zona más apartada, la más cercana a las paredes y desde donde tenía una vista perfecta de todo lo que sucedía delante de ella. En la mano llevaba una copa de champán, un líquido ambarino y burbujeante que solo había probado una vez en su vida en el pasado y que aunque le gustaba, reconocía que no estaba entre sus preferidos como pasaba con el resto de las bebidas alcohólicas por lo que solo la llevaba para aparentar.

Era como encontrarse en mitad de un baile de cuento de hadas, aunque en su caso ella no era ni una princesa ni una campesina destinada a convertirse en reina. Estaba segura de que en cualquier momento aparecería la verdadera protagonista de aquello y a ella le iba bien el papel de espectadora.


Última edición por Éabann G. Dargaard el Vie Sep 23, 2011 3:46 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Invitado Mar Ago 09, 2011 3:27 pm

Aquella noche, incluso aunque apenas llevara un par de horas despierto desde que se había puesto el sol, tenía ganas de algo diferente. Algo diferente bien podía significar un hombre, en vez de una mujer, cuya yugular sería rasgada por mis colmillos para que el torrente sanguíneo pasara a mi cuerpo; algo diferente bien podía significar un niño o alguien aún no en edad núbil en vez de alguien más maduro; algo diferente bien podría significar alterar la media de las características que siempre me empujaban a elegir una persona u otra que actuara como mi cena. Algo diferente significaba, aquella noche, probar el sabor de la clase más alta parisina.

Mi capricho de aquella noche suponía romper con la fachada que llevaba manteniendo desde hacía varias décadas, en París, de ser un miembro más de la clase más ínfima de todas las clases para adoptar por fin una posición que era más acorde con mi rango: la de alguien de la clase alta. Al fin y al cabo, y por mucho que lo disimulara, llevaba la nobleza en la sangre, tanto la humana que había corrido en tiempos por mis venas como la vampírica que seguía dándome la vida después de la muerte como humano, y esa clase de cosas no era tan fácil disimularlas durante mucho tiempo o, al menos, el suficiente para que no se volvieran aburridas... y aquella noche lo estaba, mucho además.

Desde hacía ya un tiempo llevaba, noche sí y noche no, siguiendo a Éabann sin que se diera cuenta de que lo hacía y observando sus movimientos, anotando sus lugares de paseo y las zonas que frecuentaba y viéndola pasearse entre la inmundicia de los callejones y el bullicio del campamento gitano, o al menos así lo hizo hasta que un día aparentemente aleatorio lo abandonó por su propia seguridad... y la sola idea me hacía reír, porque ninguno de esos gitanos me interesaba lo suficiente como para arriesgarme por ellos cuando sabía que podía tener a aquella gitanilla traviesa cuando y donde quisiera, ya que al fin y al cabo era de mí de quien estábamos hablando y no de otro intento de vampiro que no valiera tanto como lo hacía yo. Aquella noche, no obstante, seguía con la rutina inaugurada hacía más o menos una semana de no vigilarla y dejarla a su libre albedrío y simplemente me limité a tomar mi camino tras despertar del largo sueño del día anterior... con la diferencia de que aquel capricho iba a marcar el transcurso de la noche.

En vez de vestir ropas humildes, hice acopio de mis mejores galas y un traje negro de la tela más exquisita fue lo que cubrió mi cuerpo aquella noche, amén de una máscara de finas filigranas también negras, al más puro estilo carnavalesco veneciano porque el destino de aquella noche fue el Palais Royal, donde se celebraba una fiesta... como siempre. La realeza siempre estaba celebrando fiestas, fuera por la causa que fuese, y aquella noche no era ninguna excepción, así que ni siquiera necesité buscar un lugar en el que inmiscuirme porque la excusa ya la tenía: ser un invitado más. No preguntaban demasiado por las invitaciones, aunque yo hice pasar un simple trozo de pergamino por una de ellas en la entrada, ni tampoco se interesaban demasiado por la gente... los seres, ahora que estaba yo allí que había en aquella celebración, mas yo sí que lo hacía.

Mi atención siempre estaba centrada en los de mi alrededor, y a la vez que mantenía conversaciones intrascendentes con una copa de rojo vino de la ribera del Ebro en la mano estaba pendiente de la gente que entraba en aquel recinto... y mi atención dio sus frutos cuando, contra todo pronóstico, Éabann hizo acto de presencia. Era perfectamente reconocible, sobre todo por aquellos ojos verdes suyos y la actitud que tenía de total rebeldía frente a la sumisión de los de su alrededor, por mucho que fuera con el rostro parcialmente tapado por una máscara, además de que su olor hablaba por sí solo más que lo que la vista podría llegar a revelar nunca por muy propia de un vampiro, y por tanto superior, que fuera la mía.

Se mezcló con los presentes en aquella celebración con rara habilidad propia de alguien más experto que ella en esa clase de asuntos sociales, y de reojo mis ojos iban captando todos sus movimientos por aquella sala, hablando con unos, con la copa de champán en la mano, riendo con otros... y esperando al momento preciso. La partida había comenzado, de nuevo, y sólo era cuestión de tiempo, algo que por otra parte me sobraba, que las fichas estuvieran en la posición perfecta para poder dar el jaque... y por suerte para mí, pronto lo estuvieron.

No sé cuánto tiempo pasó exactamente antes de que la orquestra llamara a los presentes al centro de la sala y empezara a tocar aquel suave vals que pronto llenó cada rincón del salón con sus notas claras, frías y bien ejecutadas, y una persona totalmente aleatoria, mujer que no llegaría a la treintena como tantas de las que había por allí, tocó que fuera mi pareja en aquel baile que pronto comenzó y que ejercimos con fría racionalidad antes de introducir una original variante con la que yo contaba: el cambio de parejas. Así, la mujer con la que yo me había movido hasta ese momento pasó a otro hombre y a mí me correspondió otra mujer... La mismísima Éabann Gealach Dargaard, que en cuanto me reconoció bajo la fina máscara negra, con mi sempiterna sonrisa torcida grabada a fuego en los rasgos y presa de nuevo de mi fuerte agarre, con la excusa de que en aquel baile los caballeros guiaban, puso una cara de sorpresa simplemente deliciosa.
Buenas noches, Éabann... ¿Pensabas, acaso, que con evitar la noche te bastaría para alejarte de mi vista? Bueno... piensa de nuevo. – murmuré, sólo para ella, justo antes de que llegara un momento de dar una vuelta en aquel baile que, a partir de aquel instante, tenía pinta de convertirse en algo mucho más interesante.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Miér Ago 10, 2011 4:15 am

Estaba siendo una fiesta divertida, lo suficientemente divertida como para que la gitana no tuviera deseos de marcharse. En algún momento había terminado en el círculo de amistades de la joven causante de que estuviera allí hablando, riendo y divirtiéndose. Liza, que así se llamaba la otra muchacha, había cogido a Éabann prácticamente como una responsabilidad propia y la estaba paseando por la saca con facilidad mostrándole a otras personas, presentándoselas y, en definitiva, integrándola. La morena se dejaba llevar con una ligera sonrisa ante el ímpetu juvenil de la muchachita que llevaba a su lado y que seguramente estaría en su primer año de presentación social. Había algo pícaro en aquella belleza rubia que impulsaba a la gitana dejarse envolver por su ambiente.

Podía casi sentirse parte de todo aquello, aunque siempre mantendría los pies sobre el suelo y se daría cuenta de que no era así. Pasaba de grupo en grupo como quien cambiar de pareja de baile en una composición de grupo y en algún momento la cambiaron de copa por una llena de esa delicada bebida. Tuvo que contenerse para no seguir bebiendo al mismo ritmo de antes porque sabía que podría llegar a subírsele a la cabeza no demasiado acostumbrada a beber. La fachada de mujer de clase media mantenía intacta, cosa que agradecía, pero al mismo tiempo despertaba más curiosidad que rechazo. Se imaginaba que se había convertido por aquellos que se encontraban a su alrededor en una extraña muestra de entretenimiento para unas noches que imaginaba que terminarían siendo exactamente iguales a las anteriores.

Agradecía que tuviera la suficiente experiencia como para no dejarse engatusar por lo engañoso que era todo aquello. Sí, aquella noche era aceptada, pero al día siguiente los mismos hombres que coqueteaban con ella y las mismas mujeres que la hablaban como si fuera una igual no la mirarían salvo para decirle a algún criado que le fuera a preguntar cuánto valía algo o para echarla de donde quisiera que estuviera por tratarse de algo que no querían ver. Vivían tan encerrados en sí mismo, tan pagados en su riqueza, que era como si se movieran por una especie de burbuja que los alejaba de la realidad. Y sabía que si se daban de frente con ella arrugarían la nariz, se moverían hacia un lado, y seguirían hacia delante porque resultaba demasiado burdo para su sensibilidad.

Aun así, Éabann se estaba divirtiendo. Lo suficiente como para que cuando comenzó el baile en sí dejara la copa en manos de uno de los camareros y aceptara con una suave reverencia la invitación de un caballero a bailar un vals. Llevaba en cierta manera la música en la sangre por lo que no sería un problema, pero había que añadirle que en Londres había aprendido a desenvolverse en esas situaciones con facilidad, lo que significaba que sabía perfectamente los bailes que se encontraban de moda. Se encontró pronto en el centro del salón tras haberse dejado guiar por el hombre que sería su pareja.

Los movimientos eran sencillos, lo suficiente como para recordarlos perfectamente y dejarse llevar por la música. En su mente estaba perfectamente orquestado cada uno de los movimientos que tenía que hacer. Era una música que le resultaba en cierta manera demasiado frío, demasiado artificial, nada que ver con la que solía haber en las fiestas a las que estaba acostumbrada a ir donde muchas veces la improvisación formaba parte esencial. Allí todo estaba orquestado de tal manera que solo había que seguir unos movimientos prefijados e intentar no pisar a la otra persona. El un, dos, tres casi estaba marcado a su cabeza con fuego, pero en esta ocasión hubo una variación, predecible a fin de cuentas porque muchas veces sucedía, que era el cambio de pareja.

Pronto se vio cambiada de brazos y cuando alzó el rostro con una sonrisa se dio cuenta de que quien estaba con ella no era precisamente un príncipe de cuento de hadas sino que se trataba, si hubiera sido cristiana, del auténtico Lucifer. No pudo evitar que la sonrisa desapareciera de sus labios como si se la hubieran borrado de un plumazo algún tipo de pintor caprichoso, ni que su cuerpo se tensara hasta el punto que estuvo a punto de fallar uno de los conocidos pasos del baile. El rostro se la palideció, el corazón estaba segura de que se saltó un latido para después desbocarse y sintió sus palabras como si se trataran de algún tipo de caricia en la piel que provocó que se le erizara cada centímetro de su cuerpo.

¿Qué hacía allí? Es más, estuvo a punto de saltárselo en la cara. Lo que prometía ser una buena noche se había oscurecido de pronto con nubarrones que hicieron que evitara por un momento su mirada, apartándola hacia un punto indefinido a la altura de su hombro. Sabía que si hubiera sido encontrada en otro momento se hubiera desembarazado de él de la mejor manera posible, pero no podía dar un escándalo: a fin de cuentas ella no era nadie en aquel lugar, pero sus anfitriones sí, y no quería provocar alguna falta para ellos. Respiró hondo, lentamente, al tiempo que bajaba la voz porque sabía que el vampiro podría escucharla de igual forma.

No esperaba encontrarte en un lugar como este.—contestó con el tono ligeramente tenso mientras que sus cuerpos se movían con facilidad por la pista de baile una vez que la gitana había recuperado la concentración en los movimientos que estaban haciendo. — ¿Acaso me estabas siguiendo o todo ha sido fruto de la casualidad?

No creía en las casualidades cuando se trataba de aquel ser que le había demostrado que necesitaba que todo estuviera bajo control. En ese momento se daba cuenta de lo rápido que un momento brillante podía oscurecerse, pero estaba dispuesta a pasárselo bien, aquella noche se había convertido en cierta manera en su noche “libre” de preocupaciones aunque se había ido a chocar con la mayor de todas ellas. ¿Cuántos problemas podría causar el vampiro en una fiesta llena de gente?


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Mensaje por Invitado Miér Ago 10, 2011 5:15 pm

A todo el mundo que me había conocido en apenas un momento, quizá un encuentro fugaz (aunque no tanto como mis breves cenas) en el que se habían intercambiado un par de palabras, le sorprendía que yo bailara vals, o cualquier forma de baile en general. Pensándolo fríamente y con algo de juicio no era tan extraño que lo hiciera, no si tenemos en cuenta que en la educación de mi época la música había sido una parte fundamental del programa que nos tocaba aprender, amén de que a fin de cuentas el baile era algo muy parecido al combate, sólo que en vez de armas se utilizaban los compases y ritmos de la música y en vez del fragor de la batalla, ensordecedor en sí mismo, lo que predominaba era la música con cuyo ritmo tuviera que bailarse.

Habiendo pasado por diferentes cortes a lo largo de los milenios había terminado por aprender cosas como aquellas, tanto valses como diferentes usos sociales que habían terminado por convertirme en un experto en el arte del mimetismo... aparentemente, porque si había alguien lo suficientemente observador en la sala siempre se podía saber, o al menos intuir, que yo no pertenecía a aquel ambiente porque tal manera de superarlo no podía provenir de alguien inmerso en dicho estrato temporal del largo camino que era la historia.

En aquel momento, no tenía ni siquiera que disimular y podía esbozar sin miedo alguno (o, al menos, sin preocupación, porque cosas como esas no me daban precisamente miedo) aquella sonrisa torcida de triunfo, con dejes taimados, que estaba dedicándole a Éabann en aquel momento y que combinaba perfectamente con el aire que tenía mi máscara, tan elegante como en cierto modo peligrosa porque ocupaba gran parte de mi expresión pero no ocultaba los ojos... y mis ojos solían ser como témpanos de hielo que sólo se modificaban en cuanto a expresiones gracias a los rasgos que quedaban tapados por la máscara, razón probable, entre otras tantas, por la cual ella se puso a casi temblar y se tensó inmediatamente después de que la cogiera “accidentalmente” como pareja.

Una risa musical y breve, tanto como falsa porque había sido una simple reacción para relajar la carga de pesadez del tono de sus palabras, siguió al comentario y se fusionó magistralmente con el ritmo de la música, aportando algo de vida a la frialdad antinatural que demostraba tener aquella orquesta que dominaba la sala de baile forzando a hacer giros y pasos, giros y pasos sin aparente variación que sacara a la sala de la monotonía de aquel baile en el que yo dirigía el cuerpo de Éabann, aún con la sonrisa grabada en el rostro, y a ella no le quedaba más remedio que obedecer... como siempre que estaba conmigo, y si aún no se había mentalizado de que esa era su posición conmigo no iba precisamente bien.

Te dije la última vez, Éabann Gealach, que estaría vigilándote... Aunque particularmente hoy no ha sido así, ha sido pura coincidencia encontrarte en el Palais Royal pese a que deberías saber que no iba a ser tan fácil librarte de mí. ¿Acaso creías que iba a ser tan obvio como para llegar a observarte de una manera que incluso tú notaras? Por favor, ¿por quién me tomas? Te creía mejor, Éabann... Mucho mejor. – murmuré, acercándome a su oído y rozando deliberadamente el lóbulo con los labios con cada palabra, en alemán por haberme mimetizado tan bien con el ambiente y con la temática de la celebración, encuentro o lo que fuera que quisieran llamar los humanos a aquella celebración social, como tantas otras a las que había asistido en toda mi vida y como tantas a las que iría en lo que quedaba de eternidad porque otra cosa no, pero tiempo tenía.

El baile continuó, con aquella música que pese a los cambios de ritmo orquestados por el autor de la pieza seguía siendo igual de monótona, pero sujeto sin embargo a ciertas variaciones que personalmente me encargaba de darle a la pieza de baile. Los movimientos en sí eran los mismos, pero la manera de ejercitarlos, muchísimo más viva y elegante que simplemente seguir unos movimientos prefijados, logró que enseguida llamáramos la atención de las parejas de alrededor, porque ella no había tardado, fruto de su sangre gitana, en unirse a aquella manera de bailar.

Los vestidos, con su frufrú, pronto se detuvieron en sus giros para dejar más espacio a los giros de Éabann y yo en aquel baile en el que no sólo nuestros cuerpos se movían, sino que también lo hacían nuestras miradas, cruzándose sólo de cuando en cuando para producir un estallido por su parte, que se juntaba con el chispazo de diversión en la mía por su manera de evitar mirar a la muerte a los ojos... qué sabiduría, para alguien tan joven, y qué manera de hacerlo a la vez que bailaba el vals que bien podría suponer su muerte o, al menos, el interludio a esta. Depende de cómo se comportara aquella noche... Todo se vería.

En cuanto la música se detuvo, el cuerpo de Éabann en mis brazos dejó de estar apoyado contra mi cuerpo para pasar, doblada su espalda como un junco mecido por el viento, a estar echada hacia atrás, con mi mano sosteniéndola por la cintura y mi propio cuerpo echado hacia delante para dar cierta intimidad en aquel ambiente que, débil y recatadamente, comenzó a aplaudir por el baile que había tenido lugar delante de sus narices y que, de hecho, podría servirles para diferenciar lo que era un baile de verdad de algo más propio de marionetas con titiriteros mancos.
Mi motivo es que me aburría y me apetecía cambiar de aires. ¿Cuál es el tuyo para honrar al Palais Royal con tu presencia, gitanilla? – inquirí, aprovechando para aquel susurro la cercanía de la posición de baile y que garantizaba intimidad justo antes de volver a poner nuestros cuerpos en posición vertical y, con la mano aún en su cintura para reforzar mi sujeción sobre ella, dedicarle una sonrisa un momento antes de, en el momento en el que iba a hablar, llevar un dedo a sus labios para callarla.
No, aquí no... Las paredes tienen oídos y son demasiado indiscretas. Sígueme. – añadí, cogiendo al vuelo un par de copas de vino con una mano mientras, con la otra, seguía sosteniendo el cuerpo de Éabann en dirección a uno de los balcones de aquel Palais, que daba a un jardín perfecta y racionalmente cuidado, al estilo francés, y cuyas fuentes refulgían con el brillo de diamantes en la noche estrellada de luna creciente. Le alargué una copa, con expresión que no admitía negación o réplica por lo regia que había sido, y tomé yo la otra, brindando con la suya antes de dar un sorbo suave al líquido carmesí que contenía.
¿Y bien? – pregunté, una vez más, con la vista clavada en ella y, con mi cuerpo, anulando cualquier posibilidad de escape que se le pasara por la cabeza.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Vie Ago 12, 2011 3:36 am

Tormenta que se desataba, que amenazaba con devorarla por completo. De nuevo estaba ahí la sensación de pérdida de control, una sensación que únicamente le provocaba el vampiro que tenía delante. La risa que el ser dejó que se escapara no era para nada alegre, sino que le recordaba exactamente dónde se encontraba y con quién. Su cuerpo, tenso, seguía los pasos de música con la artificialidad de los movimientos que provoca el temor. Respiró hondo por un momento sabiendo que tenía que contestar a sus palabras. Una sonrisa que no tenía nada de natural se posó en sus labios mientras sus cuerpos giraban.

Se mordió la lengua para no contestar lo primero que se le pasó por la cabeza porque sabía que tenía que andarse con pies de plomo. No podía decir lo primero que venía a su mente, sino que tenía que ir lentamente y poco a poco. Se había descubierto desconfiando más de lo habitual en las personas con las que se iba cruzando, ya no se lanzaba a ayudar si no tenía una verdadera motivación y siempre procuraba mantener una especie de distancia. Se había visto a sí misma intentando descubrir si lo que le decían era verdad o mentira, incluso en ocasiones arqueando la ceja con ironía cuando era demasiado obvio lo segundo por mucho que se lo hicieran pasar por una verdad universal. Aquel pequeño ejercicio sabía que no le serviría de mucho, pero quería pensar que estaba mucho mejor preparada que la última vez.

Dicen que la ilusión es lo últimoo que se pierde, ¿verdad? Éabann no se podía decir que se tratara de una soñadora nata, en absoluto, pero sí que tenía esperanza. Respiró hondo por un instante, esbozando una media sonrisa que no llegaba a iluminar sus ojos verdes y clavó estos en los que se podían ver a través de la máscara, fríos como el hielo y que hacían que su cuerpo reaccionara con pequeños escalofríos que se esparcían con rapidez por todo su cuerpo.

Es verdad, lo dijiste al despedirte, aunque una mínima parte de mí consideró la posibilidad de que hubieras encontrado algo lo suficientemente divertido y emocionante como para olvidarte de mí.—comentó mientras amoldaba rápidamente los pasos a los del vampiro, manteniendo en todo caso la estricta distancia que se requería en aquel baile. — Los depredadores no se dejan ver hasta que la presa no puede escapar o se han cansado de mantenerse quietos y expectantes, por lo que estoy segura de que no te hubiera visto venir.—apretó los labios por un momento, borrando la sonrisa por completo y dejando que su rostro se pusiera serio. — No soy tan ingenua como para pensar lo contrario.

Había hablado lo suficientemente suave como para que él pudiera escucharla, pero no lo suficientemente alto como para que el resto del baile pudiera oír nada. Su cuerpo se movió con suavidad llevada por los brazos de él y pronto se amoldaron. La frialdad del baile que había tenido momentos antes desapareció por completo. Si tenía que reconocer algo era que Escipión —nombre que seguía sin cuajarle en absoluto— se movía como los dioses. Un baile que podía resultar aburrido y monótono se convirtió de repente en algo mágico que deseaba bailar.

La música era una parte esencial de la forma de vida de la gitana. La música era algo que se calaba en el interior de su cuerpo y se deslizaba por él con facilidad. La música la activaba, la daba vida, hacía que se moviera con facilidad, que sus pasos se adaptaran con total comodidad sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Vibró en sus brazos, se amoldó y se sintió más liviana de lo que llevaba sintiéndose desde hacía semanas. En ese momento no importaba que quien la hacía girar de aquella manera fuera un ser que podría romper su cuello sin el mínimo esfuerzo o beber su sangre hasta dejarla vacía.

La música hacía que toda racionalidad desapareciera y eso que era un baile de salón que podía convertirse en algo completamente artificial. Tuvo que contenerse para no reír, como sucedía cuando bailaba con su gente, cuando se dejaba llevar por completo y era como si todo su cuerpo se sintonizara con lo que sonaba. Sabía, además, que no caería. Algo le decía que por mucho que tropezara, por mucho que fallara un paso, aquel ser que tenía sujetándola impediría que se fuera al suelo.

Sin embargo todo placer tenía su final y de pronto, con un último movimiento sintió cómo su cuerpo se arqueaba hacia atrás y su mirada se posó en los ojos del vampiro. Ese fue el momento en el que la ilusión desapareció por completo al tiempo que la música daba su último sonido antes de extinguirse. La ilusión se extinguió tan pronto como había aparecido mientras le miraba a los ojos y notaba cómo la realidad la golpeaba con fuerza. A punto estuvo de hablar cuando sintió sus dedos en los labios.

Un gesto que provocó un ligero cosquilleo en los mismos mientras su ceño se fruncía por un momento. Se dejó llevar porque sabía que si se resistía acapararía unas miradas indiscretas que no le hacían nada de gracia. Respiró hondo porque de todas formas no era lugar aquel para comenzar a discutir los motivos por los que se encontraba paseándose como si fuera una más por el Palace Royal. En algún momento debería hablar con él, aquel era tan bueno como otro cualquiera, al menos había la suficiente gente —importante— como para sentirse un mínimo de segura. Un mínimo porque sabía que si él se lo proponía podría terminar con el cuello roto o con muchos menos litros de sangre en el cuerpo.

Y la verdad es que le gustaba mucho su cuerpo tal y como estaba, con el cuello en su sitio y con la sangre circulando por su interior. Se movió con él hacia el balcón que daba hacia el hermoso jardín que había bajo sus pies. Tomó la copa mientras se ponía ligeramente de medio lado para poder mirarle con comodidad, atenta a sus movimientos. De poco le serviría si de todas formas decidía atacarla, pero dejar de mirarle solo provocaría más motivos de nerviosismo y ansiedad. Miró la copa por un momento, observando el líquido carmesí de su interior y finalmente clavó sus ojos en los suyos.

Necesitaba cambiar de aires y por…—no sabía exactamente cómo explicarse por lo que terminó por fruncir el ceño mirando hacia el jardín un instante. — un asunto que solucioné hace unos días terminé con una invitación para este baile, por lo que decidí que era una buena forma de pasar la noche y despejarme.—se encogió suavemente de hombros mirando hacia el jardín. — La monotonía puede ser mortalmente aburrida y siempre he sentido curiosidad por cómo era este lugar por dentro.


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Mensaje por Invitado Vie Ago 12, 2011 6:21 am

Podía parecer totalmente interesado en las líneas barrocas del edificio, el Palais Royal, en el que nos encontrábamos, tan inmerso por lo curvilíneo de sus materiales en pos del movimiento pese a estar alojadas en algo estático que me iba la vida en tratar de descubrir todos y cada uno de los detalles que se escondían en los grutescos que decoraban la rica piedra, en las hojas de acanto de los capiteles corintios de las pilastras adosadas que fomentaban aquel ritmo de luces y sombras, de movimiento y quietud, que el reflejo de la luna en la blanca piedra aumentaba por momentos, sobre todo cuando las nubes dejaban de ocultar a la compañera del astro rey; podía parecer fascinado por la arquitectura del edificio... mas no lo estaba.

A unos ojos observadores no se les pasaría el detalle de que pese a estar con la mirada clavada en la piedra que conformaba aquel lugar no estaba prestando apenas atención al emplazamiento de aquel palacio, que me había bastado apenas un golpe de vista para abarcar en su totalidad; a unos ojos observadores no se les pasaría, tampoco, mi actitud acechante, a la espera, y totalmente en guardia que contrastaba con la relajación que tendría que suponer admirar una obra de arte nacida de las manos hábiles de algunos hombres; a unos ojos hábiles no se les pasaría, tampoco, el detalle de que allí quien dominaba la situación, tanto por la estratégica posición de mi cuerpo como por el simple ambiente que nos rodeaba a Éabann y a mí, era precisamente yo... y Éabann tenía los ojos más observadores que había visto en una humana en mucho tiempo, por lo que tendría que ser totalmente consciente de aquello.

Que fuera consciente de que estaba en absoluta inferioridad de condiciones frente a mí, sobre todo sin promesas de no matarla de por medio porque aquella noche no iba a hacérselas, no significaba sin embargo que lo demostrara con palabras o achantándose visiblemente, sino que más bien su respuesta corporal era la pura tensión, el evitar mirarme a los ojos y establecer contacto visual prolongado y, en general, comportarse como un avestruz que en cuanto ve algo de peligro hunde la cabeza en la tierra como si así fuera a defenderse o como si así el peligro fuera a detenerse... qué ilusa, aunque demostraba que de ilusión también se vive y para muchas personas resulta, incluso, una manera legítima de vida sin serlo realmente.

La copa de vino danzaba entre mis dedos, sin correr auténtico riesgo de estrellarse contra el suelo de frías baldosas pese a sus movimientos, con los que el vino de su interior dejaba caer sus lágrimas en el cristal casi de bohemia e indicaba lo bueno que era, pese a que su sabor no tenía nada que envidiar al de la sangre de Éabann, en aquel continente que estaba de buen ver y a temperatura humana normal... aunque con los escalofríos y la tensión que recorrían su cuerpo, dudaba de que su temperatura fuera normal y no fuera a afectar a lo delicioso de su sangre... una auténtica, pena, sin duda, sobre todo para ella, porque si su sangre no era buena podría dejar que se desperdiciara y manchara el suelo de aquel palacio para darle un toque de color que la propia estética barroca del mismo, casi rococó, agradecería.

Mi mirada se clavó en ella en cuanto escuché su respuesta alegando a una monotonía que realmente no conocía. ¿Cuánto tendría? ¿Veintidós, veintitrés años como mucho? Y se quejaba de la monotonía, algo que un simple humano no podría conocer en su vida. Ironía de la vida donde las hubiera, como todas aquellas pretensiones que todos los de su raza tenían siempre y resultaban tan aburridas e injustificadas.
Así que monotonía... No me hagas reír, Éabann. La excusa de la curiosidad por el interior del edificio me la creo, de verdad que sí, pero la otra... Estás hablando con alguien que no sólo dobla, sino que multiplica tu edad varias veces, ¿y crees saber lo que es la monotonía por haber pasado unas cuantas noches iguales? Prueba a vivir tanto tiempo como lo he hecho y entonces te darás cuenta de lo ridícula que suenas... – dije, con tono mordaz y una sonrisa a juego y sólo buscando tentarla porque mantener una conversación como dos seres civilizados era la mar de aburrido... demasiado, diría yo.

Para alguien que no sabía nada de la vida, ella se permitía demasiados juicios respecto a ella, y era tal soberana estupidez como intentar hablar al maestro de algo sobre su propia materia de conocimiento, aunque no hice nada al respecto aparte de aquel comentario salvo esperar su reacción, porque llegaría... siempre llegaba. Ella era incapaz de mantener la boca cerrada o de callarse, estando yo seguro de que lo haría hasta debajo del agua, eso de hablar, y yo no era tan como ella al respecto, así que decidí atajar el momento de espera bebiendo un trago de vino y, sin poder evitar la tentación de jugar con ella (además de no queriendo hacerlo de todas maneras), empezando a concentrarme en ella, en traspasar las frágiles barreras de su mente y con la precisión de un titiritero manejando a una de sus marionetas alzar su copa de vino hasta sus labios y hacer que bebiera un trago, que “accidentalmente” dejó caer una de las gotas por la comisura de sus labios.

Veloz como un pensamiento, me emplacé a su lado y sostuve su cabeza por la nuca, acercando su rostro al mío y echando su cabeza hacia atrás lo suficiente para tener la superficie perfecta para recorrer la gota de líquido carmesí con la lengua, saboreando el vino en un continente mejor que la copa y sin perder la ocasión de delinear también sus labios para recoger las gotas que quedaban del líquido en ellos.
Puedes correr, Éabann. Puedes huir de la noche, abandonar el campamento gitano y rezar a los dioses en los que no crees que vas a poder conseguir huir de mí, pero sabes tan bien como yo que la esperanza es inútil porque si quiero encontrarte lo haré, aquí o en cualquier mísero rincón de esta ciudad. Huye, pequeña... Huye como un animal herido y escondido y haz peor el momento de tu captura. ¿Quieres huir de la monotonía? Acepta el juego. Es tu vida lo que está en riesgo... – dije, torciendo la sonrisa de antes a una muchísimo más peligrosa y soltando su nuca para separarme de ella justo después y hacer una reverencia burlona.

El camino al interior de la sala estaba vetado por mi cuerpo, que actuaba como barrera inquebrantable e insuperable, y la única salida que tenía eran las escaleras talladas en la piedra que unían aquel balcón con la enorme superficie de los jardines sumidos en la semipenumbra de la noche, sólo iluminada por la luna. Mi gesto dejó clara su única salida hacia los jardines, y mi mirada dejaba clara también la intención de aquella partida, de que se diera y de que se entretuviera... Así no volvería a quejarse de la monotonía, que encima de que la entretenía...
Corre... y aprovecha los segundos de ventaja, Éabann. Pueden significar la diferencia entre vivir y morir. – murmuré, afilando la mirada aún clavada en ella y volviendo a mi posición vertical habitual que, pese a todo, seguía en guardia... a la espera de que ella huyera para salir en su persecución. ¿Quería diversión? La tendría... a mi manera, por supuesto.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Sáb Ago 13, 2011 4:19 am

La música, que una vez más había comenzado en el interior en un vals, llegaba ligeramente amortiguada hasta el exterior, hasta ese pequeño balcón en el que ambos se encontraban. Desde fuera parecerían cualquiera de las otras parejas que se iban desperdigando por el lugar hablando, conociéndose, sociabilizando, siempre bajo la atenta mirada de una Dama de compañía que impediría que se diera una situación demasiado comprometida. En su caso, la gitana no tenía nadie pendiente de sus movimientos, menos cuando se trataba de alguien que no debería estar allí. No creía en casualidades, ni en motivos cuando menos extraños para que sucedieran cosas como aquella. Había un motivo para que ambos hubieran acudido a aquella fiesta o quizá los Astros se habían alienado de la peor de las maneras en una burda burla.

Como fuera, Éabann sabía que tenía que lidiar con todo aquello de la mejor manera que pudiera. Como un esgrimista tendría que hacer las fintas propicias para esquivar las estocadas, tener un buen juego de pies para moverse con agilidad, bailar con el entrechocar de las espadas y esquivar la muerte que estaba claro que una vez más se balanceaba sobre su cabeza. Si tenía suerte saldría viva de aquella contienda, si no era así, nadie podría decir que no lo había intentado. No le gustaba intentar las cosas, le gustaba hacerlas. En su mente las medias tintas no tenían mucho sentido, pero sabía, como ya había sabido aquella otra noche, que jugaba con claras desventajas.

La primera y más visible era la diferencia de tiempo sobre la tierra. Él tenía una serie de experiencias que por mucho que ella hubiera buscado tener simplemente eran inexistentes. Experiencias que habían forjado una forma de ser, de pensar, de vivir, de existir y le había dado unos conocimientos que podían ser utilizados. Éabann era una clara defensora de que la mayor parte de aquello que se necesitaba para vivir estaba provista por la experiencia. Por mucho que te lo dijeran, había cosas que se tenían que probar de primera mano. Lo que tenía delante no era precisamente algo que hubiera elegido, pero tenía que vivirlo.

No era resignación, era posiblemente una forma de adquirir algo. En su caso descubrir más del ser que tenía delante, que seguramente no la llevarían a ningún lado más allá que a la tumba, pero que la atraía, la embelesaba, la seducía en definitiva. Había intentado pensar las razones por lo que ocurría algo así con un ser que debería producirla un rechazo intenso y directo, pero la verdad es que todas las razones habían sido inexplicables. Sucedía y punto. En algún punto de su cerebro, lo más soterrado posible, había deseo de acercarse a él, admiración quizá, salpicado por el temor que la recorría como una serpiente fría y espesa.

Seguramente sabrás la respuesta a la monotonía, además de cambiarla, modificarla, y puesto que parece ser que estás en eterno proceso de hastiamiento, me pregunto el por qué decides entonces seguir hacia delante cuando…—se encogió por un momento de hombros. — no estoy a favor de ello, pero hay una solución clara que terminaría, para siempre con ese problema.—no se había podido callar, estaba ahí danzando y se terminó por poner de espalda a la barandilla para poder mirarle con más comodidad mientras jugueteaba ligeramente con la copa de vino. — Mi monotonía de momento tiene fácil solución, esta es una forma de romperla, marcharme de aquí sería otra tan eficaz como esta. Como bien dices no he vivido tanto como tú y aun tengo muchísimo que ver, aprender y descubrir.—sonrió de medio lado. — Qué suerte la mía.

Sí, habían sido dichas con cierta ironía, sí, estaba deslizándose lentamente por un territorio que no la correspondía. Sí, estaba claro que aquella noche estaba jugando con fuego hasta el punto que podría terminar por quemarse por completo. Miró al hombre, mientras que se llevaba la copa a los labios por una compulsión que no se paró a analizar en ese primer momento porque a fin de cuentas tenía sed ¿no? Era normal la necesidad de beber. Notó el sabor del vino en el paladar, era ligeramente afrutado, suave, un verdadero vino de España. No conocía mucho, sin embargo el sabor de aquel líquido le corrió feroz por el paladar.

Un sabor que se mezcló pronto con los labios de él. Tuvo que sujetarse en la barandilla de piedra para no mover la mano hasta posarla en su cadera. Tuvo que esforzarse en parecer lo más impasible posible, pero la verdad es que con un simple roce se había vuelto a desatar de nuevo la tempestad como le había sucedido ya con anterioridad, aquella otra noche. El contacto de sus labios, fríos pero aterciopelados, su sabor que se mezclaba con el del vino que había tomado, se deslizó como algo conocido. Su cuerpo reaccionó durante esos segundos al contacto, contacto que desapareció tan pronto como había llegado.

Alzó la mirada hacia él, tensándose al escuchar sus palabras y notando cómo el corazón latía con rapidez. Estaba prácticamente segura de que él también podría escucharlo. Y esa era una de las razones por las que intentó tranquilizarse, por las que intentó serenarse lo suficiente como para pensar y no seguir el primer instinto que la decía que tenía que entrar hacia donde había más gente. Algo improbable porque sabía por experiencia que su rapidez era mucho mayor de la de cualquier humano. Ante cualquier intención que tuviera de moverse la atraparía.

El jardín, tal y como él esperaba, era la más viable de las opciones. No era tan estúpida como para pensar que podría librarse de él. Seamos sinceros, era un juego perdido de ante mano, pero por otro lado era una opción que no pensaba desaprovechar. Nunca se sabía lo que podría pasar o lo que podría haber. Era más fácil hacer cualquier jugada en campo abierto que en un lugar encerrado. Miró por un momento hacia el jardín antes de que hablara por segunda vez. Jugaba con menos ventajas que la vez anterior, para empezar le vestido resultaba bastante incómodo aunque el estilo imperio permitía no llevar corsét —de forma disimulada, como hacía la gitana— y no era tan pesado como otros vestidos, aun así las faldas no eran tan flexibles como sucedía con la ropa de su etnia. Por otro lado maldijo el haberse puesto aquellos zapatos que con un pequeño tacón apropiado para el baile seguramente serían un incordio más que una ayuda. Y por tercer lugar, aunque la daga no había servido de nada la vez anterior, en esta ocasión sería mucho más difícil de alcanzar entre tantas capas de ropa.

Buen momento para preocuparse por la moda.

Si me lo pones así… no hay forma de rechazarlo.—susurró, mirándole un instante antes de que el movimiento comenzara.

Era entrar en su juego, lo sabía, pero había entrado en él desde hacía demasiado tiempo ya. Alzándose las faldas para impedir que pudieran provocar que se tropezara y, por otro lado, para permitir mejor movimiento, Éabann se lanzó hacia las escaleras de piedra que daban al cuidado jardín que había abajo. La información llegaba con rapidez, los senderos que había vislumbrado le daba un mapa más o menos nítido por lo que se dirigió hacia la zona de setos que había hacia la izquierda de los bancos con parretes de flores que se extendían con delicadez entre árboles. Si no la podía ver, sería más difícil de encontrar, ¿no?


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Mensaje por Invitado Sáb Ago 13, 2011 9:35 am

Efectivamente, no había manera de rechazarlo. No me importaba en absoluto que estuviéramos en un balcón a la vista de todo el salón de baile del Palais Royal, porque con una velocidad sólo propia de un depredador consumado como lo era yo podría eliminar a todos aquellos potenciales testigos y causar una carnicería más grande que la de los guillotinados por Robespierre en la Revolución Francesa de hacía tan pocos años. No me importaba, tampoco, que ella quisiera gritar y pedir ayuda a los del interior de la sala porque con aquella copa de vino que había tomado y mi labia natural, uno de mis muchísimos talentos, podría estar segura de que ella parecería una mujer ebria y yo un hombre honorable que protegía un alma descarriada del sendero del señor... como a la moral de aquella época al parecer tanto le gustaba hacer. No me importaba que aquel jardín fuera extenso como él solo, de acuerdo a la época, o que hubiera un sinfín de grutas artificiales, fuentes y monumentos que se extendían, asemejando puertas, por las paredes... porque sólo las asemejaban.

Uno de los elementos barrocos que más captaba mi interés era el trampantojo, trompe-l'œil para los franceses, y que consistía en, mediante pinturas y diversos efectos ópticos, fingir una perspectiva que no existía en realidad. Aquel palacio era barroco, hijo perfecto de su tiempo, y el jardín, pese a estar sometido a los cánones más racionales en cuanto a la distribución y corte de las plantas, era en su diseño barroco... con aquellas trampas que ella desconocía. Podría acercarse a una de las puertas que parecían estar en la pared, pero sólo allí se daría cuenta de que las arquivoltas eran pintadas y el efecto de la salida hacia su libertad era fingido totalmente por la mala idea, mezclada con talento, de algún escultor y arquitecto barroco con demasiado tiempo libre y muchas ganas de seguir las modas imperantes en la época. Podía perderse por alguna de las grutas falsas que había por allí, pero sólo para volver a salir a la espesura de la vegetación imperante, en diversos tonos de verde. Podía huir, en definitiva... pero no escaparse de mí.

Como alma que lleva el diablo, o como gitana que es tentada por un vampiro, Éabann echó a correr por las escaleras en dirección al cuidado jardín para evitar, probablemente y a juzgar por la dirección que había tomado para ser tapada por unos setos, que la viera, y sólo pude entrecerrar los ojos y torcer los labios en una sonrisa maliciosa y a la vez divertida... porque era hábil, sin duda alguna, pero no lo sería lo suficiente si quería vencerme en mi propio juego. Mi mano, sin enguantar por cierto, fue a una de las copas de vino y de un trago vació su contenido, degustándolo en mi paladar un momento y disfrutando de sus efluvios afrutados antes de acompañar al líquido que danzaba en mi boca como el agua del mar azotada por una tormenta con lo que contenía la otra copa, la de Éabann. Con toda la calma del mundo, incluso cogí ambas copas en la mano y me acerqué a un camarero que merodeaba para devolvérselas y, con una sonrisa, comentar en tono jovial lo impetuoso de las jóvenes damas austriacas.

Aquel tono de confidencia le hizo reír y lo alejó de allí lo suficiente para que yo volviera al balcón y, tras respirar hondo y llenarme de los aromas de la noche (el agua humedeciendo las rocas de las fuentes cuyo chorro se escuchaba desde la distancia, si lo escuchabas bien; las flores que habían despertado tardías y que acompañaban a las fragancias dulzonas de las frutas que colgaban de los árboles; el rocío humedeciendo las hojas de los árboles y de las plantas que dominaban en el ambiente; la tierra también humedecida...), comencé a ejercer la sinfonía de acordes que compondrían la mejor música de aquella noche: el sonido del silencio.

Bajé las escaleras con paso rápido, preciso y silencioso, controlando cada uno de mis movimientos para que no fueran audibles para el oído humano. Mis sentidos estaban alerta, especialmente el del olfato, que sería el que antes atraparía a Éabann en el laberíntico trazado de aquel jardín al más puro estilo barroco francés pero con toques exóticos y salvajes, como un laberinto de hiedra que se alzaba, imponente, bajo la luz de la luna que teñía los páramos de colores blancos, grises y negros en diferentes escalas. Por mi parte, y una vez bajé las escaleras, no reduje en absoluto el cuidado que tenía de no hacer ruido, ni siquiera cuando con mayor velocidad me escabullí entre los arbustos decorados con flores de colores, todas iguales con aquella luz lunar mas variando en apenas matices indistinguibles por el ojo humano. La caza de Éabann había comenzado, y de ella dependía ser capaz de librarse durante un rato y entretenerme o caer en mi trampa antes de tiempo.

El ruido de la tela de su vestido contra los matorrales, cada vez más estrecho, era fácil de escuchar si me concentraba, y aún más fácil de seguir con mi antinatural silencio, sólo roto cuando quería que ella lo escuchara. Así, por cada diez pasos que daba cada vez más cerca de ella, Éabann podía escuchar la gravilla que levantaba en sólo uno, y con cada movimiento de su cuerpo que se escuchaba yo había dado diez que no se notaban, y que me permitieron acercarme a ella muchísimo más, tanto que incluso podía vislumbrar mi sombra en su huida... que continuaba, pese a todo.

No esperaba que se rindiera. De hecho, tampoco esperaba que dejara de correr como alma que lleva el diablo por aquellos jardines ni tampoco que pensara que aquello no era sólo una carrera con destino a huir de mí, sino algo más... porque ella no lo sabía. Ella no podía saber que la estaba guiando, con aquellos pasos que sí se escuchaban, en una dirección determinada que había visto en cuanto había examinado el jardín antes de ir en su busca; ella no podía saber que se estaba desviando hacia una de las zonas más oscuras y peligrosas para ella pese a estar iluminada, incluso, con antorchas... Ella no supo, hasta que no estuvo metida, que la había conducido hasta una de las grutas que había por allí, artificiales mas no por ello menos admirables.

La entrada de piedra de la gruta, excavada y esculpida hasta el más mínimo detalle para que pareciera carcomida por el agua, mostraba unos colores verdosos propios de la dura brisa marina de una tormenta estival y mostraba, también, el camino hacia el interior del pequeño y artificial recoveco, húmedo como él solo. Un camino de piedra excavada, con antorchas encendidas a los lados, separaba la piedra susceptible de ser atravesada de la cubierta por el agua como en una especie de lago interior y, sujetándose las faldas como iba, Éabann atravesó dicho camino hasta que quedó acorralada contra una estatua de la diosa Venus, que la había aprisionado entre sus brazos. Era la única copia que conocía de la Venus de Milo que poseía brazos, y la habían atrapado entre ellos, permitiéndole sólo girarse para verme cruzar la entrada y el camino en dirección a aquella explanada más amplia y semicircular hasta quedar plantado a su lado.

Unos segundos de silencio se alzaron entre nosotros. Ella, rompiendo aquel silencio con su respiración entrecortada por la huida y los latidos de su corazón, mezcla de miedo y adrenalina segregada en la carrera, mirándome a la cara a mí, su depredador, que estaba clavado frente a ella con los brazos cruzados y una mueca de suficiencia en el rostro, que la examinaba de arriba abajo en busca de alguna herida o algún corte que le hubiera hecho el camino... y eureka.

Con paso rápido, de nuevo, y muchísimo más elegante que cualquiera que le hubiera podido enseñar hasta aquel momento acorté la distancia que nos separaba hasta quedar plantado frente a ella, con los brazos de piedra de la Venus rozando lascivamente mi pecho y ella atrapada entre la fría estatua de piedra, mármol blanco concretamente, y yo... y probablemente le diera más miedo yo que un trozo inerte de piedra, pese a que era quien la estaba atrapando y quien le había hecho varios cortes en los brazos, que impregnaban la estancia de olor a su sangre y que se sumaba al olor a humedad reinante por corrientes de agua que discurrían tras las piedras y por las gotas que caían de ella. Otro corte, en su mejilla, hecho por una rama de un arbusto mal cortado, también estropeaba su piel dorada e hizo que chasqueara la lengua contra los dientes.
Éabann, Éabann... Tienes que aprender aún tantas cosas... – murmuré, recortando aún más la distancia que nos separaba y rompiendo toda posibilidad de huida por su parte porque los brazos de la Venus ya se clavaban en mi pecho, sin hacerme daño, y ya no disponía de espacio que nos separara.

Alcé una mano en dirección a su mejilla, a su corte concretamente, y recogí la sangre que caía de él, llevándosela al labio inferior y depositándola en él antes de acudir a sus brazos y rozar sus cortes para, también, recoger su sangre y volver a depositarla en sus labios como si de carmín se tratara... carmín, no obstante, que hice desaparecer con un beso en el que incluso ella participó después de que la limpiara de sangre, con su lengua jugando con la mía y mezclándose, como nuestros cuerpos antes, en un baile intenso y caótico que, más bien, simulaba una lucha grecorromana.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Lun Ago 15, 2011 3:07 am

La expresión “correr por la vida” había tomado una dimensión que iba más allá de unas palabras flotando en el viento. Para Éabann era una clara realidad. La incomodidad del vestido, la oscuridad de un jardín parcialmente iluminado además de desconocido, el retumbar de su propio corazón, todo ello se unía para dificultar una huída que sabía perdida de antemano y que sin embargo necesitaba reafirmar. Sí, reafirmar. Eso es lo que estaba haciendo. Reafirmarse ante él, aunque en el fondo sabía que era ante ella misma. Reafirmar que seguiría huyendo en el momento en el que tuviera un mínimo de ocasión, que se alejaría de él como quien se aleja del Diablo de los cristianos. Reafirmar que por mucho poder que tuviera sobre ella, nunca se terminaría de doblegar.

Era una afirmación que le hacía hacer la tremenda estupidez de moverse por un jardín, por un laberinto de setos que en más de una ocasión cortaban su paso como si la mano del creador de aquel lugar se estuviera burlando de ella. Era una afirmación que le hacía quedarse quieta, en ocasiones, buscando escuchar unas pisadas que apenas llegaban audibles pero que estaban allí: el sonido de la grava al moverse, de la chaqueta, lejos en todo caso y a la vez tan cercano que hacía que la piel de sus nuca cosquilleara con la sensación de que alguien tenía clavada la mirada en todo momento en ella, viendo, divirtiéndose, burlándose de los vanos intentos que estaba haciendo por desprenderse de un vampiro que sabía que podría alcanzarla en menos de una décima de segundo.

Lo sabía, sabía que estaba jugando con ella, sabía que era lo suficientemente rápido —tal y como había demostrado en aquel pequeño callejón unas noches antes— como para llegar a su lado en lo que tardaba un parpadeo. Sabía que todo aquello no era más que un intento por separarla del resto de los habitantes del Palacio que seguían con sus diversiones, con sus bailes, con sus conversaciones, sin saber que la Muerte había estado caminando entre ellos y que la habían esquivado porque había encontrado algo mucho mejor en lo que entretenerse. Casi podía imaginarse a Escipión —¿hemos dicho ya lo mucho que le costaba relacionar ese nombre con el rostro del vampiro? — alimentándose de la sangre de cualquiera de los hombres y mujeres que había en el interior del lugar.

No entendió del todo por qué el estómago se le encogió y por qué el ceño se le frunció durante unos breves instantes. Una maldición se escapó de sus labios sin poder evitarlo cuando se dio una vez más con un paseo sin salida y se movió para recular un par de pasos antes de tomar otra arista del laberíntico juego de los setos. Podía notar con total claridad cómo alguna que otra rama chocaba contra su piel hasta provocar lacerantes heridas que en realidad solo escocían en el momento de producirse. Era como si, sin consciente al cien por cien de lo que estaba haciendo, fuera dejando un camino de migas de pan —en esta ocasión de gotas de sangre— que haría que el vampiro se acercara cada vez más hacia su posición.

En algún momento de su carrera salió del laberinto, guiada en la locura de sus pasos por los movimientos que intuía a su espalda. Una especie de furia se adueñaba de ella notando cómo jugaba con ella a sus espaldas, cómo cuando parecía que le había alejado lo suficiente de sus pasos volvía a aparecer de nuevo. Era consciente del juego, de ese juego cruel y macabro que se presentaba ante ella. Era consciente de cómo jugaba con ella, con su mente, pero no podía otra cosa más que adentrarse en el juego que él había dictado una vez más. Las normas eran inexistentes o al menos no conocidas en ese momento salvo una fundamental: corre por tu vida. Y eso estaba haciendo. Correr, moverse con la rapidez que daba el sentimiento de necesitar preservar lo único que sabía suyo y que podía ser sesgado con la misma facilidad que un jardinero segaba la hierba o cortaba aquellos malditos setos.

Un camino de antorchas la llevaba directamente hacia una gruta finamente puesta. A una gruta que parecía natural con un paseo escavado en la misma piedra, humedecido como si se encontrara cerca del mar, como si fuera el producto de un acantilado que por obra y gracia de algún dios hubiera sido sesgado de aquel lugar para ponerlo en mitad de un jardín parisino. ¿Habría una salida? En realidad no llegó a pensar de todo en la respuesta sino que se lanzó hacia delante con las fuerzas que le quedaban aún, manteniendo el vestido en alto y procurando por todos los medios no pisárselo notando debido al agua que había en el ambiente, a la humedad, cómo sus zapatos resbalaban ligeramente haciéndola pensar que en cualquier momento podría perder el equilibrio.

Su impetuoso avance la hizo quedar atrapada en los brazos de una escultura romana, desconocida para ella en tocos caso. Al girarse provocó que la pulida piedra donde había diminutas aristas lacerara unos brazos desnudos en la zona alta, allí donde la manga del vestido terminaba y la fina tela de los guantes no llegaba por quedarse a la altura de codo. Entonces le vio mientras luchaba por recuperar la respiración, el corazón acelerado y la presencia del vampiro cada vez más cerca. Su respiración casi estaba segura de que en cualquier momento formaría volutas notando con claridad el frescor provocado por el agua que hacía que el ligero sudor que se deslizaba por su espalda debido a la carrera y a unas vestimentas más pesadas de lo habitual para la gitana.

Sus palabras rompieron el silencio haciendo que se estremeciera una vez más, a un paso de él, una vez más en la posición de apresada. Una vez más en una jaula hecha por una superficie demasiado dura para ser atravesada a su espalda y el cuerpo de un ser que parecía hecho en puro mármol. Sus ojos verdes siguieron los movimientos hechos por el vampiro, notando su propia sangre en sus labios y no contestó, ni tuvo oportunidad, ni quiso hacerlo, en el mismo instante en el que se inclinó sobre ella y volvió a tomar lo que parecía que por derecho le pertenecía. Su boca se abrió a él, su cuerpo se entregó de nuevo como había hecho semanas atrás, su mente dejó de funcionar.

Alzó las manos para sujetarse en la fina tela de la traje del hombre como si de esa manera pudiera mantenerse en equilibrio sobre unas piernas que resultaban, cuando menos, temblorosas. Su cuerpo reaccionaba a lo conocido en un estallido de fuerza que la dejó sin aliento por unos instantes hasta que finalmente quizá recobrada de esa locura o quizá porque ella sí que necesitaba respirar por mucho que su acompañante sobrenatural aquella noche no lo hiciera, logró separarse. Su respiración acelerada lo mismo que su corazón ya no era producto de la alocada carrera que la había hecho alejarse de una fiesta que prometía ser una especie de Cuento de Hadas aunque no creyera en ellos para encontrarse en aquella gruta que parecía más el escenario perfecto de unos piratas malintencionados.

Has estado jugando conmigo todo el camino.—susurró, afirmando, no reprochando. Era afirmar lo evidente, pero en cierta manera necesitaba que él supiera que ella se había dado cuenta. Se lamió los labios donde había aun pequeños rastros de su propia sangre buscando una mirada que resultaba más peligrosa incluso tras la máscara que llevaba ocultando su rostro de la misma forma que sucedía con el suyo y en aquella tenue iluminación que hacía que las sombras se movieran a su alrededor. — ¿Por qué este lugar?—hubiera mirado más allá, pero la verdad es que en una vez más sus anchos hombros impedían que mirara a otro lugar que no fuera a él mientras sus dedos se mantenían sujetos, sin ser reamente consciente de ello, a la fina tela de la chaqueta que llevaba.

No necesitaba decir nada más cuando luchaba por mantener la respiración acelerada en un descenso paulatino. Los dedos de sus manos se abrieron por fin posando las palmas sobre el torso del hombre notando la dureza de su cuerpo a través de la cuidada ropa mientras que sus ojos se clavaban directamente en los suyos. En ese momento era como si el tiempo no hubiera pasado, como si aun siguieran en aquella noche aunque recuerdos se mezclaban con un bosque austriaco en el que también había tenido que salir corriendo, escondiéndose, perdida entre ramas que la rasgaban la piel y apresada… igual en parte, pero distinta por completo en otra.


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Mensaje por Invitado Lun Ago 15, 2011 9:06 am

Por mucho que lo quisiera, o por mucho que sus esperanzas siguieran pulsando con fuerza en su cabeza, resonando y rebotando en las paredes de sus huesos para dar más carácter a una idea que era en todo punto inútil, ella no tenía ninguna opción contra mí. Mirando la situación con frialdad, aunque ella careciera de esa capacidad al estar siendo besada por alguien como yo de la manera que lo estaba haciendo, Éabann era una simple humana, joven y asustada por mucha fuerza interior que poseyera o por mucha rebeldía que la hiciera diferente al resto de personas con las que convivía diariamente, mientras que yo era un vampiro milenario que había vivido muchísimas cosas, más de las que ella podría imaginar nunca, ni siquiera si por azares del destino se convertía en una vampiresa y vivía una eternidad... porque yo aún seguiría sacándole una ventaja de más de dos mil años de la que ella carecería. Pasara lo que pasara, ella siempre sería inferior a mí. Pasara lo que pasara, ella siempre estaría en desventaja tanto intelectual como carnal o directamente corporal. Pasara lo que pasara, ella estaría bajo mi control... y ya iba siendo hora de que dejara de afirmarse a sí misma que tenía un control del cual carecía, porque las causas perdidas al principio gustaban pero, al final, cansaban.

A ella no le convenía que yo me cansara. No le beneficiaba en absoluto que eliminara el factor de la curiosidad, del interés y de la atracción en nuestra relación porque eso significaría su muerte, ya que con todos sus esfuerzos parecía estar poniendo a prueba mi paciencia y parecía, también, querer buscarme las cosquillas aunque estuviera haciéndolo inconscientemente, sólo porque ella era así. Si yo me hartaba de ella y de sus desplantes (intentos de ello, en realidad, porque mucho tendría que llover para que ella fuera capaz de humillarme a mí, y no al revés), su vida terminaría con mayor velocidad y dolor de lo que ella podría imaginarse, y la idea no le beneficiaba... aunque, por suerte para ella, no tenía pinta de que se me fuera a acabar la paciencia. Cosas de los caprichos, suponía, pero aquel tenía pinta de que no iba a ser precisamente corto.

En cuanto el beso terminó, y su cuerpo pudo volver a enfriarse algo, pese a que la cercanía entre nosotros revelaba perfectamente que le costaría mucho volver a una temperatura más o menos normal y alejada de lo febril, ella tuvo que volver a abrir la boca y recordarme aquella estúpida manía que tenía Éabann de hablar en los momentos menos adecuados para tratar, así, de ganar tiempo y de aclararse unas ideas que estaban tan enredadas en su cabeza como hilos de pensamiento, similares a las hebras de un ovillo de lana, que nadie podría ser capaz de poner orden a aquel caos nacido de la dicotomía entre lo que ella era y lo que ella se esforzaba por ser. No dijo mucho: apenas una afirmación de un hecho obvio y una pregunta, queriendo saber la razón de haber elegido aquel lugar y no otro. Y ya estábamos con ella y su afán por encontrar la racionalidad hasta donde no la había.

Buena pregunta... ¿y por qué no aquí, vamos a ver? Es como si hubiéramos viajado varios cientos de millas en dirección a las escarpadas costas de la Bretaña y nos encontráramos en una cueva natural de allí, de esa zona tan melancólica y romántica. ¿Por qué no aquí? Este lugar puede ser lo que desees... Quizá una gruta en la Bretaña, quizá un metido en un acantilado de la costa griega... Quizá algo diferente. ¿Sabes quién es la mujer que te está abrazando, Éabann? No, ¿verdad? Ella es Venus... Afrodita para los griegos, la diosa del amor sensual y de la belleza, pero es tan fría... Tan marmórea, tan perfecta, tan inalcanzable y alejada de la auténtica belleza... Es un contraste interesante veros a ambas, la diosa y la mortal, y resulta ciertamente irónico que superes en belleza a una diosa... – dije, acercándome a ella aún más que lo que estábamos, porque aún se podía, y con expresión taimada pese a haber compartido con ella una perla de conocimiento que, en mi época, había sido de cultura general. Había crecido rodeado por el panteón griego en todos sus aspectos, con sus dioses, tanto los más arcaicos como los clásicos posteriores, y las relaciones entre ellos, pero para la gente de aquella época esa clase de conocimiento suponía una estupidez sobrevalorada por alejarse de lo racional, que empezaba a estar en boga... Con lo estúpido que era creer que se podía alcanzar aquella supuesta racionalidad.

Sí, he estado jugando contigo todo el camino, pero eso ya lo sabías, así como también sabes en tu interior que pese a todo, e incluso aunque te dejara escapar, no querrías... volverías a buscarme. Es también curioso ver que no has cambiado tu concepción desde la otra noche, ¿sabes? Sigues engañándote a ti misma pensando que me temes, que huirías de mí y que de no ser por tu situación actual, atrapada contra una estatua y contra mi cuerpo, podrías huir, pero en tu cabeza sabes tan bien como yo, por mucho que quieras engañarme, que no quieres huir... El peligro te atrae; el morbo te llama como la miel a una mosca que revolotea sobre ella, y yo... te causo curiosidad, te causo una mezcla de sentimientos que no comprendes ni tú y pese a que te convences de que es mejor huir de ellos sabes que no quieres. Admítelo, preciosa, la vida sin mí se te ha vuelto muy aburrida. – espeté, con tono suave y susurrante que termino con mis dientes atrapando su labio inferior antes de volver a cerrarle la boca de un beso, para nada casto y puro sino más bien al contrario, y que sólo terminó cuando mis labios bajaron por su mandíbula, su cuello e incluso su escote, a base de caricias y mordiscos suaves que no tuvieron que ver con los mordiscos que le daría a alguien a quien quería drenar. Pese a mi aparente delicadeza, sin embargo, hice otro corte medio tapado por la tela del vestido sobre uno de sus pechos y lamí la sangre que salía de él, sonriendo y relamiéndome antes de volver a atrapar su mirada.

Y, como decía, aún tienes muchísimas cosas que aprender. La primera es no negarte a ti misma y a lo que quieres hacer; la segunda, que deberías hacer caso a tu cuerpo cuando lo que te pide es más fuerte que la vocecita en tu cabeza recordándote lo que en teoría es correcto; la tercera, que por mucho que quieras huir de mí siempre volveremos a encontrarnos pase lo que pase; la cuarta... la cuarta y las demás podemos dejarlas para otra ocasión, porque tenemos toda la noche y muchas otras noches más. Quizá el deseo que me haya impulsado a conducirte precisamente a esta gruta sea la estatua, porque siempre hay estatuas antiguas en esta clase de lugares y, en general, en la mayor parte de las edificaciones barrocas. Me recuerdan muchas cosas... Y es una de las razones por las que me gusta este estilo de construcciones. – añadí, entornando los ojos al final y clavando la mirada aún en ella, interrogante, porque sabía que vendrían preguntas después de aquello... con ella siempre venían preguntas, era inevitable, y no todas ellas susceptibles de ser contestadas. Aunque, teniendo en cuenta que había atraído su curiosidad casi con toda seguridad, quizá así hasta se convenciera de que tenía razón cuando decía que me deseaba... y no sólo físicamente.

No di tiempo a que reaccionara, sin embargo, porque aumenté la distancia que nos separaba y me alejé un par de pasos de ella, girándome en dirección a la salida de aquella gruta y comenzando a caminar hacia la luz de la luna que, pronto, me iluminó por completo y recorrió el camino conmigo, uno sin rumbo fijo y que se guiaba por una especie de impulso o intuición por volver a ver algunas estatuas que había conocido, pese a ser posteriores a mi época, y que habían reflejado mitos con los que yo había crecido. El camino era serpenteante, sinuoso y estrecho, cubierto de gravilla y rodeado por unos verdes setos cuya altura indicaba la entrada al laberinto de setos y flores que había en medio del jardín francés del Palais Royal, siempre tan lleno de colorido y de formas que contrastaban con lo racional y sumamente exacto, matemático incluso, de los cortes de los arbustos y setos.

Ni un instante más de concentración necesité para comprobar que los pasos de Éabann habían salido de la gruta, y sabía que después de todo volver a aquel palacio con tantos mortales planos y aburridos le resultaría insuficiente: tal era su ansia de conocimiento y de experiencias nuevas pese a que se negara a darse a sí misma el capricho en tantas ocasiones. Mis pasos se adentraron en aquel laberinto que poseía muchos caminos cerrados que evitaba, con apenas un breve vistazo al diseño de los setos para orientarme por él, y al final terminé llegando al mismo centro del laberinto, donde había una explanada circular dominada por una fuente, en cuyo centro se hallaba una copia del Ares Ludovisi de Lisipo. Había bancos de piedra rodeando la longitud de la circunferencia de la plazoleta aquella, pero en lugar de eso me acerqué a la fuente con paso firme y veloz hasta que me planté justo en el borde, con la mirada clavada en los ojos de piedra del Ares Ludovisi y a quien, por pura costumbre, hice una breve y regia reverencia, más por respeto que por sumisión, bajando la cabeza un momento antes de subirla y clavarla de nuevo en la figura de mármol que tenía delante de mí. Ares, el dios de la guerra... El dios al que más había alabado en mi juventud.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Mar Ago 16, 2011 5:22 am

Era cierto, ¿por qué no allí? Porque resultaba completamente fuera de una lógica que Éabann mantenía o quizá porque como siempre y para no variar la tónica general de sus encuentros con Escipión, le había sorprendido por la elección del lugar. Quizá porque estaba apartado y sabía perfectamente que era perfecto para que hiciera cualquier cosa con ella, quizá porque a pesar de la belleza del lugar había algo que la provocaba un escalofrío, quizá porque se sentía arrinconada como siempre le ocurría cuando estaba cerca de él. Quizá porque, simplemente, necesitaba saber las razones porque eso era algo que estaba en su curiosidad incesante, en esa forma de meter la nariz en todo, de preguntar, intentando comprender el por qué. Era esa actitud más infantil de Éabann o quizá la que ansiaba el conocimiento.

Quería saber, quería entender, quería comprender. Quería ser capaz de llegar ella misma a las conclusiones sin tener que estar de forma continua haciendo malabares para que le contestara a las preguntas. La había atrapado de forma más férrea aún por esa ansia de conocimiento de lo que hubiera hecho por la simple atracción física —que existía y no era tan estúpida como para decir lo contrario—. Esa afirmación era algo que le había llevado su tiempo admitir. De la misma manera que jamás admitiría en voz alta que había pensado más en él desde que le había visto de lo que hubiera sido prudencial. Había analizado la conversación una y otra vez, había vivido el momento mientras pensaba en las posibles formas de variarlo. Había vuelto a recordar cada una de las sensaciones que le había producido. Y la conclusión había sido tener que admitir que había algo en él que provocaba una confusión que no terminaba de entender. Una confusión que estaba segura de que podría desembocar en algo que prefería mantener enterrado y bien enterrado, tan enterrado como fuera posible.

El verle de nuevo cuando ya estaba comenzando a olvidarse de él —¿a quién pretendía engañar? —solo había provocado que todos los recuerdos se lanzaran hacia ella como una marea que no era capaz de parar. Una marea catastrófica donde las hubiera porque una vez más, en apenas unos minutos, había hecho que su mundo se quebrara para volverse por completo, para que se diera cuenta de que por mucho que intentara mantener un control sobre sí misma, sobre sus emociones, sobre su cuerpo era completamente imposible cuando él estuviera cerca. Hacía que su cuerpo aceptara mucho antes que su mente lo que estaba claro que deseaba. Nunca había puesto tantas trabas a tomar lo que se le ponía delante y que estaba claro que en cierta manera anhelaba, si lo hacía era porque un hecho fundamental estaba rondando a su alrededor, un hecho que hacía que no pudiera olvidar aunque quisiera que el ser que tenía delante hablándole de Diosas —y haciéndola un cumplido que no pudo evitar que la sorprendiera— era un vampiro milenario.

Si había algo que provocaba que Éabann bufara era que él la conociera excesivamente bien, que diera cosas por hechas aunque fueran verdad. Los ojos verdes no pudieron evitar entrecerrarse apartándose de la imagen de la Diosa que la tomaba en sus brazos y que sabía ahora de quién se trataba. Afrodita, Venus, había escuchado hablar de ella o quizá hubiera leído en algún momento de su vida el nombre. Eran dioses completamente ajenos para ella que no le decían en realidad nada, que no eran más que nombres vacíos, estériles, como la marmórea figura que se encontraba a sus espaldas. Una cosa era aceptar para sí misma que tenía razón, que la vida se había vuelto monótona, sin una chispa que le hiciera moverse, otra muy distinta era aceptarla y expresarla en voz alta. Su cabezonería se lo impedía, su necesidad de no hacerlo ganar aunque en aquella mano —como muchas otras por no decir en todas— él había sacado las mejores cartas.

Sus manos se sujetaron a él con fuerza mientras que notaba sus labios recorrer su cuerpo de aquella forma que provocaba que todo su cuerpo se incendiara. Un débil gemido se escapó de entre sus labios antes de que pudiera detenerle cuando sus colmillos rasgaron la piel hasta tomar la sangre que latía de forma furiosa a pocos milímetros de la superficie. La sensación fue arrolladora en los segundos que duró y cuando volvió a separarse no se movió sino que le miró a los ojos mientras las palabas seguían goteando sobre su cabeza lentamente, haciéndola ver todo lo que había en su interior y que se negaba a expresar en voz alta.

¿Cómo demonios la conocía de aquella manera? Era frustrante y atemorizante al mismo tiempo. Las palabras que estaba a punto de pronunciar se murieron en sus labios al tiempo que se alejaba. Por un momento se quedó sin saber qué hacer hasta que finalmente sus pies comenzaron a moverse. Se dijo que le seguía porque era una forma segura de llegar hasta donde quería llegar: el Palais. Se dijo que se movían en la misma dirección, no que le atrajera hasta el punto de que necesitara escucharlo de nuevo hablar o rozar su piel. Se convenció a si misma de que lo hacía por pura lógica aunque en el fondo sabía que no era así. Recorrió los mismos recovecos que él cuando bien podría haber tomado otra dirección. Cada crujido de sus pies más fuerte que los demás sobre la gravilla hacía que una mueca aparecía en su rostro, como si en realidad lo estuviera espiando aunque eso no tenía ni una pizca de sentido.

Sabía que la dirección no era la misma que habían tomado para llegar porque a pesar de que en su loca carrera bien podría había haber olvidado por dónde se movía al ser todo aparentemente igual había pequeños detalles que no habían pasado desapercibidos. El sonido del agua caer volvió a aparecer mientras que con curiosidad ya poco disimulada le seguía hasta llegar al mismo centro del laberinto formado por los setos.

Debería volver hacia el Palais y salir de allí lo más rápido que pudiera y sin embargo se quedó quieta donde estaba dejando que su mirada se deslizara por la espalda de él mientras que se movía hasta el centro mismo donde una estatua se encontraba. En esta ocasión era un hombre el que coronaba la fuente, un hombre sentado en una postura de relajación aunque igual que le pasaba al vampiro había algo en él que indicaba a la gitana que podría moverse en cualquier momento. El realismo era fantástico y sin darse cuenta de lo que hacía se movió hacia delante al mismo tiempo que él inclinaba en forma de saludo la cabeza. ¿Sería otro Dios? Sus conocimientos no eran tantos como para poder saberlo con exactitud, pero aun así había algo en su rostro que impulsaba a pensar eso.

Sin darse cuenta en realidad comenzó a moverse rodeando la fuente mientras observaba los detalles con curiosidad. Cualquiera que la vería casi podría quedarse sorprendido de que alguien como ella estuviera interesada de aquella manera en una obra de arte situada en mitad de un jardín, pero sentía curiosidad. Curiosidad por saber quién podría ser aquel Dios, porque cada vez estaba más convencida. Si la figura de la gruta era Afrodita, aquel tenía que ser un Dios guerrero. La espada que llevaba en su mano y el escudo que descansaba a un lateral así se lo indicaba. Se detuvo a unos pasos hacia la izquierda del vampiro mientras alzaba la mirada para toparse frente a frente por primera vez con el rostro de la estatua que le devolvió la mirada vacía.

Su mente intentaba darle un nombre, un solo nombre, algo que le indicara de quién podía tratarse. De la misma forma que el de Afrodita resonaba en su mente como un cántico de sirena, otro comenzó a formarse en su mente aunque no estaba segura de si sería el adecuado. En cierta manera le resultaba un tanto frustrante todo aquello, el sentirse una auténtica inculta delante de él. No sabía la razón pero quería mostrarle que en el fondo ella también podría tener conocimiento. Apartó la mirada del rostro para fijarlo en la mano donde descansaba la espada.

¿Marte? —preguntó en un hilo de voz como si al hablar fuera a romper la atmósfera. Quizá ni siquiera esperaba que se encontrara allí, quizá hubiera esperado que se alejara directamente hacia el Palais dejándolo metido en sus pensamientos, quizá hubiera perdido la única oportunidad de alejarse y sin embargo no deseaba hacerlo. — Por la espada y el casco, es un dios guerrero y bueno… no sé mucho de la cultura antigua, pero sí me acuerdo de ese nombre.— ¿por qué demonios estaba dando explicaciones cuando posiblemente a él ni le fuera ni le viniera lo que se le pasaba por la cabeza? Mantuvo la mirada fijamente clavada en la estatua dispuesta a girarse, sin embargo, para alejarse de aquel lugar ante el mínimo movimiento que le indicara que quería estar solo.


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Mensaje por Invitado Mar Ago 16, 2011 6:42 am

Esparta no había sido siempre una cultura guerrera. Un par de siglos antes de que yo naciera en su seno, las artes y las letras habían sido la tónica predominante en la polis mucho antes que las armas y el fragor de la batalla, y de aquella época de esplendor quedaban resquicios en la que me había configurado a mí tal y como era, resquicios como la importancia de la música además del deporte en la educación o resquicios como aquella base mítica debajo de la cual todos mis compañeros y yo nos habíamos criado, de niños y luego también de adultos. Creíamos en el mito de Troya, en la historia del Laocoonte castigado por los dioses por tratar de destruir un regalo de la deidad, mito que pese a estar recogido posteriormente por Virgilio tenía bien asentadas las bases de la tradición en nuestra época; creíamos en los amoríos de Zeus con las mortales: con Leda, con Alcmena, con Europa, con Ío... Creíamos en el panteón tal y como pasó a ña historia posterior y como se había configurado en el Renacimiento, si bien con algunas modificaciones... y creíamos, también, en Ares, el dios de la guerra violenta en vez de en Atenea, la diosa de la guerra psicológica. Particularmente yo siempre había tratado de mezclar ambas líneas de batalla en mis propias acciones, y por eso siempre me había ido tan bien en el combate... y en todo en general.

El culto a Ares, sin embargo, siempre había sido una constante en la historia de los hoplitas de mi polis. Confiaban en él para que les diera el valor ciego que necesitarían para, incluso, morir por la patria si era necesario; le alzaban oraciones, súplicas y plegarias para que su habilidad en la lucha fuera siempre la máxima, casi incluso propia de un dios; lo alababan, lo respetaban y lo divinizaban más que lo que la propia tradición lo hacía... y costumbres como aquellas las tenía grabadas tan a fuego en mi mente que aquella muestra de respeto que le había dado, apenas una breve inclinación de cabeza que en el pasado se habría visto acompañada de oraciones vacías murmuradas en perfecto dialecto dórico, el mío, ya desaparecido. Aquellos gestos automáticos revelaban mi pasado mejor, incluso, que lo que las palabras habían podido decir de haberlas pronunciado, pero no me avergonzaba de ellos porque, a fin de cuentas, mi pasado era tan brillante como lo era mi presente y como lo sería mi futuro, precisamente por ser míos y de nadie más que de mí.

Éabann no tardó en llegar a donde yo estaba, con la mirada clavada en los fríos ojos marmóreos de Ares y tratando de ver en él los rasgos tan familiares de a quien se suponía que había alabado sinceramente durante mi juventud, pero mi atención no estaba puesta, sin embargo, totalmente en los rasgos grabados en la piedra del frío Ares. En cuanto llegó, Éabann se ganó parte de mi atención, y por el rabillo del ojo examiné sus movimientos circulares alrededor de la fuente, examinando la estatua de mármol como lo había estado haciendo yo y, probablemente, haciéndose juicios mentales que no compartiría conmigo hasta que no quisiera encontrar una confirmación o una negación sobre ellos... como siempre nos ocurría.

Su camino terminó a mi lado, mirando la estatua a los ojos antes de preguntar si era Marte y, después, decir la justificación por la que creía que era Marte y no cualquier otro dios que se le hubiera podido ocurrir. La miré a los ojos, apartando la vista de la estatua, y alcé las cejas, haciendo un gesto con la cabeza que no era ni de negación ni de afirmación, sino más bien como un quizá.
Sí... y no. Grecia vino antes que Roma, tanto temporal como culturalmente, y Roma absorbió de Grecia muchísimas más cosas que las que, en su día, estaba dispuesta a admitir. Los romanos se creían superiores cuando sólo eran simples herederos de los griegos, tanto en formas de vida como en religión, sociedad y cualquier cosa que puedas imaginarte. Marte es una muestra de ello, una de las más claras para alguien que no conoce en detalle ambas sociedades. Ares fue el dios griego de la violencia, de la fuerza bruta y de la guerra entendida como fuerza pura, en contraposición a Atenea que era la diosa de la guerra llevada desde la sabiduría. Para los griegos aquel dios no era de fiar, porque tan pronto estaba en un bando como lo estaba en otro y, además, su carácter violento lo hacía imprevisible... y fuera de control. Los romanos asimilaron a aquel dios, con sus características propias y todo eso, pero lo asimilaron con un dios etrusco de la agricultura y, en general, era mejor visto que el Ares griego. Por eso sí y no, Éabann... Porque pese a que en principio parezca sí, nunca es totalmente sí. – dije, cruzando los brazos sobre el pecho y, en cuanto terminé aquella lección rápida sobre religión griega, girando sobre mis talones para rodear a Éabann y quedar, en vez de a su derecha como hasta aquel momento, a su izquierda.

Ares era el dios, en teoría, del que descendían los lacedemonios, los que se conocen como espartanos. Hay un viejo mito al respecto, relacionado con la fundación de Tebas. Se dice que Cadmo mató a un dragón acuático cuyo padre era Ares, y que de los dientes de ese dragón nació una raza de guerreros conocidos como los espartos para vengar al dragón y luchar contra Cadmo. La revuelta se solucionó cuando Cadmo se casó con la hija de Afrodita, Harmonía, y fundó la ciudad de Tebas, pero en teoría el padre de los lacedemonios quedó como Ares. Solían, antes de cada combate, pedirle valor a él y a Zeus, el padre de todos los dioses... Viejas costumbres. – añadí, dotando con otra pincelada de conocimiento mítico de más color a la imagen que tenía Éabann del dios Ares para que pudiera separarlo de su burda copia romana y que no lo considerara como Marte, sino como quien verdaderamente era.

Hay más mitos respecto a él, sólo tienes que buscar en los libros y podrás encontrarlos. Uno de los más conocidos es su relación adúltera con Afrodita, a quien has visto antes. Ella estaba casada con Hefesto, dios de los herreros, y el dios del Sol, Helios, pilló in flagrante delito a Afrodita cuando estaba entregándose a Ares, por lo que se lo contó a Hefesto para que este los atrapara y fueran la vergüenza de todo el panteón. Ares huyó, después de eso... Una soberana estupidez, en realidad, porque huir por una mujer nunca ha sido demasiado inteligente por parte de nadie. También se dice que fue padre de los dos fundadores míticos de Roma: Rómulo y Remo. Todo mitos... – concluí, sonriendo de medio lado al final y dando media vuelta hasta quedar frente a Éabann, mirándola a los ojos y yo sin los brazos cruzados ya sobre el pecho, sino uno de ellos en su cintura apretándola contra mi cuerpo y el otro en su barbilla para que alzara la mirada y la mantuviera clavada en mis ojos, no pudiendo así ocultarme la verdad... como si de alguna manera pudiera hacerlo, en realidad, pero en fin.

Con un preciso y ágil movimiento, alcé su barbilla para tener su cuello a mi total disposición y empecé a delinearlo con los labios, mordiéndolo con saña aunque sin hacerle heridas y depositando algún beso anecdótico en él para que hiciera juego con las marcas que no tardarían demasiado en irse de su piel morena. Con aquella escasa luz, la de la luna, apenas se notaban de todas maneras, por lo que tampoco iba a esforzarme demasiado en disimularlos. Aquel recorrido por su cuello concluyó, de nuevo, sobre el corte que le había hecho sobre uno de sus pechos hacía apenas unos momentos, en la gruta, y lo reabrí con los dientes para tomar, de él, más gotas de aquella sangre tan exótica suya y que, a su manera, tan deliciosa sabía...

Con apenas un momento de beber su sangre, cerré la herida succionando con más fuerza y volví a subir hasta encontrar sus ojos, que seguían clavados en mí con aquella expresión tan suya y tan particular fija en mí, con lo que alcé una ceja, divertido y a punto de echarme a reír porque parecía tan enfurruñada como una niña pequeña que no había conseguido el dulce que quería, sino un castigo... pese a que su cuerpo dijera, más bien gritara, que quería que siguiera con aquello y que haber separado mis labios de su piel significaba la peor de las torturas. Así de fácil podía leer en ella, en su mente y en sus expresiones.
Te estás muriendo de curiosidad, Éabann, se te ve en la cara. Esa expresión sólo la pones cuando quieres saber algo y algo en tu cabeza te impide preguntarlo, produciéndose así una lucha de intereses entre lo que deseas y lo que te ordena tu cerebro. ¿Qué quedamos la última vez acerca de lo racional? ¿Te suena de algo que esté sobrevalorado? Satisface tu curiosidad, pregunta... Y quizá obtengas alguna respuesta. No tienes nada qué perder... Bueno, en realidad sí, pero quien no se arriesga no gana y, a fin de cuentas, no muerdo... Vale, sí muerdo, pero es parte del riesgo... Y sabes que te encanta, digas lo que digas. – agregué, con una sonrisa torcida aún más amplia que las de hasta aquel momento y con ella aún firmemente sujeta contra mi cuerpo, que le resultaría una presión tal que no podría escapar de ella ni aunque lo intentara... y lo haría, porque no era de las que se rendían fácilmente pese a todo.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Sáb Ago 20, 2011 5:14 am

Éabann sentía una curiosidad insaciable, un tipo de curiosidad y sed de conocimiento que en cierta manera era una de las razones por las que se encontraba allí, aunque no se podía decir que fuera la única. Necesitaba saber, conocer, analizar y comprender. Pero también reconocía que él la fascinaba de un modo que no había sucedido antes hasta ese momento. Un reconocimiento que no iba a admitir en voz alta. Era una estupidez porque sabía que él estaba al tanto de ese hecho. El vampiro siempre iba como varios pasos por delante de ella hasta el punto que parecía entender mucho mejor que la gitana lo que quería o lo que necesitaba. En ese momento, por ejemplo, cuando volvió la mirada hacia él se le encontró mirando.

Y entonces llegó la explicación. Como una niña curiosa Éabann escuchó mientras que sus pasos se movieron ligeramente hacia delante, hacia él, como la mosca que se acerca a la araña con cierta fascinación por la hermosura de la telaraña que estaba tejiendo a su alrededor. Una telaraña magnífica de historias y conocimientos que eran mucho más fácil de aprender para ella de aquella manera, mucho más fácil de dejarse caer en lo que él decía. Su cultura era oral, sus leyendas, sus historias, sus cuentos siempre habían sido trasmitidos de boca en boca. En ese momento tenía la misma sensación que cuando su abuela se encargaba de educarla y de enseñarla.

En su mente casi podía imaginarse sentados en torno a un fuego mientras su abuela susurraba las palabras y ella tenía que echarse hacia delante para poder escucharlas. Era ese mismo ambiente que Éabann casi podría definir como mágico en el que todo se podía convertir en realidad. Estaba encandilada y no le importaba admitirlo. En un movimiento que casi pareció un paso de baile él se movió para ponerse a su izquierda y ella le siguió para poder mirarle mientras hablaba. Era interesante, aunque sabía que solo era la punta del iceberg. Estaba claro que esos dioses, griegos, habían tenido una vida apasionante. O al menos toda la vida que uno podía otorgarles.

No era como el Dios cristiano, sino que tenían sus propias motivaciones, sus fortalezas y defectos. Era como adentrarse en la vida de alguien. Se preguntó cómo habría sido vivir en aquella época donde parecía claro que los dioses eran considerados como entidades que prácticamente se habían codeado con los humanos. Se preguntó cómo habría sido poder pasearse por esos lugares que en su mente eran míticos, exóticos incluso por no haber estado nunca. Jamás se había acercado a las cosas del Mediterráneo algo que cada vez tenía más ganas de conseguir. Jamás había podido ver ese mar que todos decían que era maravilloso y que había sido la cuna de las más hermosas culturas.

Le gustaría poder ir a Roma, a Grecia, incluso a ese lugar que no conocía hasta hacía unos instantes y que había llamado Esparta. Quería conocer más, siempre más. París podía llegar a quedársele pequeño en cualquier momento, podría intentar encontrar más cosas, más vida, más de todo. Otra forma de pensar, de vivir, de soñar. Odiaba sentirse atada a un mismo lugar, estando demasiado en ese punto podría llegar a ahogarse, sentir como si las cadenas se apretaran en torno a su cuerpo y la asfixiaran. Demasiado libre, quizá, pero como fuera Éabann gustaba de la libertad de movimientos de aquellos que no tienen un lugar único al que llamar hogar.

Era una nómada, una transeúnte, un pies polvorientos. En el movimiento estaba la clave de toda su vida. En ocasiones se preguntaba cuánto tiempo estaría entre aquellas calles antes de sentir la necesidad de salir de allí. Le había pasado en Londres, en donde había encontrado una vida más o menos cómoda, donde había llegado a echar lo que podría llegar a ser llamado raíces y sin embargo había terminado por irse de allí. Pensó por un solo instante en el ser que la había cuidado desde que la había salvado la vida en los bosques de Austria, pero descartó pronto ese pensamiento demasiado interesada en lo que decía el vampiro como para acodarse de nadie más. En ese momento, en aquel instante, no existía nadie.

No pudo evitar una breve sonrisa cuando le contó el último de los mitos, negando para sí. Definitivamente estos dioses tenían los mismos problemas que los seres humanos, los mismos deslices y los mismos defectos. Era una tontería pensar que eran iguales a ellos, pero aun así en cierta manera le hacía sentirse un poco mejor. No se le pasó por alto el tono acerado de la voz del vampiro cuando consideró la huída de Ares como una soberana estúpidez, en palabras textuales, y la verdad es que Éabann estaba totalmente de acuerdo. A fin de cuentas, bien podría haber movido el culo para hacer algo.

Sin darse cuenta estaba pensando en los dioses como seres reales. Su mirada se deslizó de nuevo hacia la estatua de rostro pétreo mientras fruncía delicadamente el ceño en ese gesto tan suyo que indicaba a los que conocía que se encontraba pensando en algo. Un pensamiento que en realidad no llegó a formularse porque de repente se volvió a encontrar en los brazos del vampiro y la verdad es que durante unos instantes no tuvo ni pizca de ganas de luchar. Solo se permitió durante unos segundos que la marea de sensaciones la dejara sin aliento.

Sus manos se aferraron una vez más a las solapas de la chaqueta como si de esa manera pudiera permanecer erguida al tiempo que los labios recorrían su piel y aquellos mordiscos provocaban que su cuerpo se tensara por el dolor y una especie de placer que no llegaba a entender del todo. Se sentía como una copa en la que él pudiera degustar el más delicado de los licores, sobre todo por esa manía suya —comprensible por otro lado puesto que se trataba de un vampiro— de alimentarse de ella. Había terminado por acostumbrarse a ello, por sentir esa punzada de dolor que la atravesaba antes de una mucho más deliciosa, más… placentera. Porque sí, causaba un placer delicioso que le daban incluso ganas de ronronear.

Abrió los ojos cuando se separó y le miró con el ceño por un momento fruncido a punto de hablar hasta que se la interrumpió. Las manos que sujetaban las solapas se soltaron para poder apoyarlas con comodidad en su torso y en cierta manera provocar de esa forma un tanto de espacio entre ambos aunque sabía que si el vampiro se lo proponía terminaría completamente pegada a él. Aun así, lo necesitaba. Necesitaba esos instantes de aire, de libertad fingida. Se movió ligeramente hacia atrás aunque no pudo hacer mucha distancia porque sus brazos eran como presas que la sujetaban por la cintura y encorvó por un momento el cuerpo hacia atrás mirándole con el ceño más fruncido todavía.

Hablas como si lo conocieras, como si hubieras convivido con estos mitos e historias.—desvió la mirada hacia la estatua con el gesto pensativo, mientras se mordisqueaba el labio inferior en un gesto muy suyo cuando se encontraba en un estado de confusión o concentración. —Incluso les muestras respeto. Quiero decir…—volvió de nuevo sus ojos a los de él con gesto pensativo. —sé que eres antiguo, estoy casi segura que estuviste en época de los romanos, pero creo que eres incluso más antiguo.—vale, no sabía por qué se lo preguntaba otra vez, se encogió finalmente de hombros como si no le diera importancia. ¿Qué más daba? Estaba claro que se encontraba en un punto muy superior al suyo en todos los aspectos. Apretó los labios por un instante. —Y no veo más posibilidades de que Ares, conociéndolo tan bien, significara algo, incluso…—negó una vez más. —Bueno, no importa, seguramente no me contestarás y me quedaré como una tonta preguntándote.

Hizo una ligera mueca que se terminó por convertir en un mohín apartando la mirada de él. Esa necesidad de saber detalles sobre él no sabía de dónde demonios venía, pero estaba allí. Alzó la mano entonces para apartarse un mechón de pelo que se había escapado del recogido que llevaba cayendo sobre su frente para ponérselo detrás de la oreja desviando la mirada hacia un lado y moviéndose apenas unos milímetros hacia atrás por no poder hacer mucho más notando sus manos en la espalda proporcionando una extraña sensación al ser duros como piedra los brazos que la mantenían en su lugar.


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Mensaje por Invitado Lun Ago 22, 2011 9:19 am

Éabann no era estúpida, en absoluto. Que no poseyera la inteligencia de los conocimientos en estado puro, aquella que guardaban los libros que se amontonaban en las estanterías de madera de alguna biblioteca de cualquier ciudad del mundo, llenos de polvo por la falta de uso por parte de una sociedad demasiado anclada en la religión y poco en el conocimiento, no significaba que Éabann fuera estúpida, al contrario. Era lista, que no inteligente, pues sabía moverse en la vida y sabía, siempre y cuando su camino no se topara con el de alguien superior a ella en cualquier aspecto imaginable, comportarse de la manera adecuada para sortear el peligro. Era, también y en cierto modo, muy limitado pese a todo, inteligente, pues bebía de cada una de mis palabras como quien bebe de un manantial capturado en un oasis, en medio de un desierto, en busca de ampliar así su conocimiento que, después de todos aquellos mitos sobre Ares, tenía que haber aumentado sustancialmente respecto a la primera vez que nos habíamos encontrado y, por ende, conocido.

Por esa carencia de estupidez en ella, y pese a estar atada de cuerpo por mi contacto y por mis brazos que, como piedras más duras e insalvables que los mismos brazos de piedra de la estatua de Venus que la había aprisionado antes, impedían que se moviera, de mente estaba totalmente desatada... en todos los aspectos en los que ella se permitía estarlo, claro está, porque limitando sus deseos racionales a los impulsos racionales dejaba ver que, en parte, no estaba tan libre de cadenas como quería creer. Aún así, su inteligencia era tal que poco le costó darse cuenta de que mis conocimientos en cuanto al dios Ares, como lo eran respecto a todo el panteón griego en general y espartano, con sus propios mitos y leyendas, en particular, no venían de los libros que había, de hecho, devorado con los años, sino que venían de la convivencia... y no se equivocaba.

Los lacedemonios nos habíamos convertido en el único pueblo de Grecia, al menos de lo que posteriormente adoptó la unidad suficiente como para ser lo que la Grecia del momento presente más o menos era, que adoraba al dios Ares como tal. Nos encargábamos de apaciguarlo con oraciones y sacrificios, humanos incluso, antes de cada batalla; murmurábamos plegarias (aunque en mi caso fueran más por costumbre que por devoción) alzadas al cielo y que tenían como objetivo calmar su ira y que nos dotara de su experiencia y habilidad en la batalla para ganar las nuestras; lo respetábamos y lo conocíamos pese al carácter traicionero que los demás pueblos, especialmente los estirados de los atenienses, rechazaban de él. Aquel respeto, cuando menos, se había reflejado en mi voz, en mis palabras y en mis actitudes respecto a él, sobre todo en aquella especie de reverencia, y a ella no le había pasado desapercibido que no podía venir sólo de haber leído sobre él... Un premio para la señorita avispada, aunque no iba a serle tan fácil comprenderme sólo por saber mi edad, de dónde venía o quién había sido como humano en la gloriosa Esparta.

Reforcé el agarre con el que la tenía sujeta y dominada, casi como una fiera acorralada por otra mayor a quien la más pequeña ha de mostrar respeto y con quien ésta, en su juventud, juega para tratar de encontrar el límite, y la acerqué más a mi pecho, ignorando sus manos tratando de poner distancia entre nosotros. ¿Para qué? La distancia estaba totalmente sobrevalorada, y no por estar más lejos de mí iba a librarse de mi influencia, algo que debía tener siempre en mente si no quería infravalorarme y exponerse al peligro más que lo que sólo por estar allí se estaba exponiendo, que era ya bastante, precisamente porque nunca ha sido demasiado sabio salir por la noche cuando se conoce la existencia de seres como yo, y mucho menos si de quien estábamos hablando persiguiéndola, vigilándola y sin perderla de vista era yo y no otro.

En la época en la que los dos nos hemos terminado encontrado, Éabann Gealach, llamar antiguo a alguien, por muy eufemismo que sea, se considera de muy mala educación, pero tanto tú como yo sabemos que ni a mí me importa tu educación ni, tampoco, me interesa lo que me llames o me dejes de llamar. ¿Sospechas que soy romano, como poco? Interesante tu capacidad de deducción, de hecho mucho... Porque no te equivocas, aunque saber de dónde vengo, cuál es mi edad o cuál fue mi nombre siendo humano no te va a cambiar en absoluto la realidad de que aquí quien tiene el poder de facto soy yo. Sólo satisfará tu curiosidad por un rato, hasta que encuentres algo más interesante en lo que poder centrarla y aumentar, así, tus conocimientos, porque estás sedienta de más, estás tan sedienta de averiguar cosas de mí como llegado el caso puedo estarlo yo de tu sangre, y no tiene sentido que intentes negarlo porque los dos sabemos que es verdad, así que ni te molestes en malgastar saliva. – dije, como reprendiéndola y evitando que dijera palabra al respecto, que intentara negarse o incluso rebelarse (¿a mí? Vaya una niña estúpida si aún mantenía esperanzas de que iba a conseguirlo...) de la mejor manera posible, además de con palabras: recortando de nuevo la distancia que nos separaba y robándole un beso que sólo fue robado cuando ella lo recibió, porque después de buen grado respondió, jugueteando con mi lengua y agarrando las solapas de mi chaqueta para propiciar esa cercanía que a cada momento anhelaba aún más.

Era inevitable que se sintiera atraída por mí. No me cortaba a la hora de tentarla, de beber de ella, de seducirla y de besarla, y eso por parte de cualquiera que no gozara de un encanto como el mío, propio incluso hasta cuando se había visto aumentado sobrenaturalmente con mi muerte y posterior renacimiento como vampiro, no tendría ni la mitad de efecto sobre ella que el que yo, sin proponérmelo del todo, tenía. No era sólo porque era atractivo (como también lo había sido durante mi humanidad... si es que había tenido de eso, entendida la palabra en sentido no estricto), sino también por lo que yo significaba: el peligro. El morbo atrae, eso es una verdad universal, y Éabann superaba su rechazo inicial al morbo y su aparente racionalidad para dejarse caer totalmente en mis redes, en parte porque no tenía otra opción y en parte porque disfrutaba de sentirse atrapada, siempre y cuando fuera por mí. La manera que tenía de anular su libertad le resultaba tan atrayente que me dejaba hacerlo sin resistirse demasiado, y rechazaba la parte de ella misma que no quería que la dominara para dejarse llevar por la de los impulsos, que me exigía que lo hiciera. Ella estaba a mi merced... y no podía engañarse durante mucho tiempo al respecto, pues su cuerpo hablaba por ella como lo hizo cuando, pese a haberme separado yo de ella una distancia nimia, apenas inexistente, tan poca que nuestros labios aún se rozaban, ella casi automáticamente volvió a besarme, forzando una sonrisa torcida en mi expresión que no afectó al desarrollo de aquel contacto, pasional como todos los nuestros.

Te noto ardiente esta noche, Éabann... ¿Será el calor estival que se cuela entre los pliegues de tu vestido? – inquirí, deslizando mi propia mano por entre la tela de su vestido, largo y de estilo imperio que favorecía la huida frente a los artificiosos (y difíciles de quitar) vestidos barrocos, hasta que su piel ardiente pudo hacer contacto con mis dedos, que lograban erizar su piel y enfriarla con mi tacto... momentos antes de calentarla por las caricias que no evitaba depositar en su cuerpo.
¿Será el viento húmedo y cálido que prevé una tormenta? – añadí, llevando mis labios a su oreja y respirando, pese a no necesitarlo, sobre su lóbulo, acariciando de cuando en cuando la zona con mis labios e incluso dándole pequeños mordiscos que no buscaban hacerla sangrar, sino más bien que junto a la acción de mis manos toda resistencia por su parte resultara absolutamente inútil.
¿Qué será, será? – canturreé, pasando a mi griego nativo un momento antes de separarme de ella y caminar en dirección a uno de los arbustos, de los que las rosas blancas y rojas colgaban y cuyos pétalos acaricié antes de arrancar una y sostenerla en la mano por la parte que carecía de espinas, justo donde la flor.

Un instante después, alcé la mirada al cielo y cerré los ojos, con una sonrisa amplia llena de lo más parecido posible a alegría, al menos para alguien que no me conocía, apartando con la mano libre la máscara de mi rostro para que la primera gota de agua cayera sobre la superficie blanca, fría, pétrea y marmórea de mi rostro antes de ser acompañada de muchas más en aquel chaparrón de verano que, no obstante, tenía pinta de que iba a continuar cayendo por más tiempo que una simple tormenta y con más fuerza que como tal, ya que en cuestión de segundos estuvimos empapados, ella con el vestido revelando todas y cada una de sus formas al pegársele a la piel y yo disfrutando de la lluvia, como fascinado porque me encantaba, antes de acercarme a ella y alargarle la rosa, que se vio obligada a coger por la parte de las espinas. Apreté su mano para que se las clavara en los dedos y empezara a correr la sangre, mezclando su aroma con el de la humedad y con el de la propia rosa en una variada mezcla de esencias y efluvios que conformaban el aire nocturno en aquel jardín del parisino Palais Royal.
Ten mucho cuidado con lo que quieres saber, Éabann, pues pese a que el conocimiento es útil también puede serte como un arma de doble filo. Es bello, sí, pero posee las mismas espinas que la rosa que sostienes en la mano. ¿Quieres averiguar más cosas sobre mí? Cuéntame tú más cosas sobre ti, es lo que te toca, porque no vas a salir impune de tu búsqueda. Si no, siempre puedes quedarte con tus intuiciones y convencerte, sin datos, de que son reales cuando puede que no sea así... – dije, en perfecto alemán como el que llevábamos intercambiando desde que la había encontrado aquella noche y mirándola a los ojos, con el reto implícito en los míos.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Jue Ago 25, 2011 3:55 am

La gitana tenía un serio defecto y ese defecto se llamaba “Orgullo”. Un orgullo que apareció automáticamente a sus ojos cuando le dijo que no se equivocaba en su deducción. Estaba cansada, en cierta manera, de dar palos de ciego y teniendo aunque fuera una pequeña referencia, una pequeña referencia, tenía saciada su curiosidad durante unos minutos al menos. Esa sensación de orgullo hacía que los labios se curvaran en una ligera sonrisa y que sus ojos verdes brillaran con fiereza mientras le miraba. No, no podía mirarlo de igual a igual porque no era tan estúpida como para considerar que el ser milenario —doblemente milenario si hacía caso a lo que sabía de historia — era su igual. Y algo que no era Éabann por mucho que pecara de orgullo era el ser estúpida. Aun así, por un momento, se permitió un ligero gesto con la barbilla alzada mientras él hablaba.

Y después llegó la realidad como un mazazo en plena cabeza. ¿Cómo demonios pensaba superarlo? Y lo que era más importante, ¿qué era lo que había vivido en todo ese tiempo? Se había encontrado, en el pasado y de lejos, con vampiros relativamente jóvenes, pero él era un espécimen completamente diferente. Más todavía se sentía como una pequeña mota de polvo. Apartó la mirada solo un instante con el ceño fruncido en un claro gesto de consternación. Ya había adivinado que era antiguo y que seguramente no sería más que una especie de entretenimiento contra el aburrimiento eterno, pero aun así se sentía molesta y no entendía muy bien las razones. ¿Por qué demonios se sentía así? Bueno, si se iba por la razón más simple era, básicamente, porque no le interesaba una mierda terminar en una tumba sin una gota de sangre —o quizá mucho peor— cuando se aburriera de ella y podía ser en cualquier momento.

No debía olvidar que era un depredador —cosa que olvidaba en el mismo instante en el que él tomaba sus labios, la acariciaba o simplemente estaban en esa posición en la que se encontraban en aquel momento—, un depredador que jugaba con sus presas como un enorme felino que en el fondo de su mirada era. Un felino que podía destrozarla simplemente por estar jugando. El peligro estaba ahí, el temor se adhería a ella, pero aun así su mente, la más irracional, seguramente, porque de otra manera no entendía esa pequeña ¿obsesión? ¿necesidad?, por estar cerca de él y escucharlo.

Desgraciadamente también la irritaba sobre manera, muchísimo más de lo que podría haberlo hecho cualquier otra persona. Bufó por un momento a punto de responder, pero la verdad es que no tuvo oportunidad y en el momento en el que sus labios se encontraron perdió por completo el razonamiento necesario como para hacerlo —o como para que le importara siquiera—. La hacía encenderse como una llama, brillar, ascender y bajar. Era como si con cada uno de sus gestos la avivara mientras que ella solo podía mantenerse sujeta a él para no caer y derrumbarse. No quería caer, no quería dejar que él ganara —¿y es que acaso había otro posible final? —y aún así se aferraba a él como si fuera la última tabla de salvación de aquel infierno particular. Seguramente más tarde se odiaría por aquello, pero en ese momento solo sentía.

Y sentía una miríada de sensaciones diferentes que la dejaban por completo sin aliento. Caía en espiral, y sin un lugar blando donde hacerlo, desde una altura considerable y solo le quedaba esperar que el golpe al menos le dejara con vida. Cosa que dudaba la mayor parte del tiempo. Aun así, se sujetaba con fuerza a las solapas de su traje como si la vida le fuera en ello y finalmente, cuando sus labios se separaron y le miró no pudo por menos que fruncir el ceño un breve instante. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, ese traicionero que tenía, cuando notó sus manos deslizándose por el interior de la tela del vestido.

Como si no lo supieras.—susurró sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta cuando se movió para alejarse.

Frío, eso fue lo que sintió y se abrazó a sí misma con el ceño fruncido. Aquello era… ilógico y frustrante, porque todo su maldito cuerpo le anhelaba como si fuera una puñetera droga. Su frustración se podía notar en los pensamientos de la muchacha. Negó un instante para sí mientras observaba la imponente figura del hombre.

Con curiosidad se fijó en sus rastros cuando se relajaron con la sonrisa. Atractivo era quedarse corto porque la impresión fue como un golpe en pleno estómago. No era atractivo, no era esa la palabra necesaria para describirlo. La primera de las gotas la cayó en la mano cuando la alzaba para quitarse la máscara, la segunda lo hizo en la punta de la nariz provocando que la arrugara por un momento y finalmente alzara el rostro para dejar que las gotas de lluvia comenzaran a caer cada vez con más ritmo sobre ella. Le gustaba la lluvia. Le gustaba moverse, bailar bajo ella, respirar la tierra humedecida. Le gustaba sentir que en cierta manera era una especie de purificación que lo limpiaba todo a su paso y en cierta manera eso era algo que necesitaba.

Era estúpido pensarlo, en realidad. Miró por un momento la estatua de Ares apartando de forma significativa la mirada del vampiro porque necesitaba centrarse. Necesitaba pensar que mantenía algún tipo de control sobre si misma aunque eso fuera poco probable. Afrodita y Ares. Frunció el ceño pensando en lo dicho por el vampiro sobre ellos. Amantes trágicos, dioses completamente diferentes: ella diosa del amor, él dios de la guerra. Parecía irónico ¿no? Que dos personas con intereses supuestamente tan diferentes terminaran liándose entre las sábanas. Negó por un instante mientras volvía a alzar el rostro para notar las gotas deslizándose por su rostro, empapando su vestido. Una mujer de buena cuna seguramente se hubiera sentido aterrorizada por ello, pero Éabann no era una mujer de buena cuna y para ella solo era una expresión de la Naturaleza, algo bueno, deseable y necesario para que la vida continuara.

La tregua proporcionada por la lluvia se rompió pronto, de forma rápida, cuando él volvió a su lado con una rosa. Una hermosa rosa que puso en su mano y apretó. El dolor fue instantáneo y provocó que Éabann apretara los dientes con fuerza mientras le miraba a los ojos sin emitir un solo gemido de dolor aunque las espinas se habían introducido en su carne hasta hacer que gotas de sangre comenzaran a deslizarse por su mano en dirección del suelo. Gotas de sangre rojas que contrastaban con las traslúcidas de la lluvia.

Apretó los dientes mientras le miraba con el ceño fruncido mientras negaba por un momento. Un solo instante antes de mantener su mirada, moviéndose ligeramente hacia delante hasta quedar solo a unos centímetros de él. Tenía que echar el cuello hacia atrás porque era mucho más alto que ella, pero le daba lo mismo. La cuestión era mantener un poco de orgullo y la postura necesaria. No, no eran iguales, pero aun así Éabann no iba a dejarse pisar por él ni por nadie, no estaba en su naturaleza. Si se volvía sumisa, callada, acatando cada una de sus normas, entonces dejaría de ser ella misma. Y eso no quería hacerlo porque en parte tenía la sensación de que si seguía con vida era precisamente por aquello.

¿Qué es lo que quieres saber? ¿Qué datos te interesan?—le preguntó entonces, dejando en ese momento la puerta abierta para que él pudiera preguntarle. Otra cosa es que le contestara. ¿No estaba haciendo él exactamente lo mismo? Aunque algo le decía que era mucho mejor ir con los pies de plomo mientras caminaba a su lado. En realidad no era “algo” sino que sabía que tenía que hacerlo. — El conocimiento es poder y como tal tiene sus pros y sus contras, nada es fácil y lo sé. Y aun así también sabes que si me pones algo delante de la nariz voy a moverme a por ello.—la verdad es que no sonaba del todo bien, pero se imaginaba que él podría imaginárselo perfectamente a qué se refería. — Quiero saber, quiero entender aunque sea una parte nimea lo que es vivir todos los años que has vivido, saber qué es el ver los acontecimientos por los que los humanos hemos pasado.—frunció el ceño un instante bajando la mirada hacia la rosa que aun no había soltado llevando la mano libre para tomarla con delicadeza y abrir finalmente la dañada donde se notaba la sangre y las heridas provocadas por las espinas. — Si me tengo que herir en el proceso… bueno, a fin de cuentas no puedo estar en una situación peor a la que estoy en estos momentos ¿no?—preguntó con cierta insolencia mientras arqueaba las cejas para poder mirarle con un gesto interrogativo.


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Mensaje por Invitado Sáb Ago 27, 2011 4:20 pm

Esparta era la tierra más yerma y seca que había conocido. Lo árido de la zona en lo que estaba había servido para configurar un escenario en el que mi vida, mi crecimiento y mi desarrollo como mortal, con la consiguiente fragua de mi mente, se habían llevado a cabo y se habían visto sometidos a unas determinadas condiciones que lo habían transformado en algo diferente a lo que podía haber sido de haber nacido, por ejemplo, en Atenas. Mis antecedentes, persas, habían sido también un pueblo nacido de lo seco, lo estéril y lo muerto, lo que apenas gozaba de la presencia del agua como dadora de vida y de libertad, y en lo más profundo de mi ascendencia, además de mi ser, estaba grabada a fuego una especie de obsesión por sentir el agua sobre mi piel que hacía que me fascinara la lluvia y que, siempre que pudiera, fuera a zonas de costa donde me bañaba a medianoche, al margen de ojos indiscretos que me impidieran disfrutar de mi libertad más que merecida.

En aquel momento, por tanto y teniendo en cuenta mis circunstancias, lo que a cualquier persona falsamente recatada (porque sus propios anhelos e interiores deseos los traicionaban, visiblemente ante los ojos de quienes supieran observar a través de los modales autoimpuestos y de las costumbres adquiridas) le hubiera parecido una situación moralmente inaceptable en presencia de alguien del sexo contrario, me dejaba claro que tenía una ventaja importante respecto a Éabann: no me importaba, en absoluto, ni la lluvia tratando de impedir la elasticidad y flexibilidad de nuestros cuerpos ni el recato que, llegado el caso y cuando se diera cuenta de que con el aire que se levantaría se le transparentarían todas las curvas del cuerpo, pechos incluidos, ella mostraría. ¿Que yo enseñaba? Por mí perfecto: mi cuerpo estaba forjado con precisión divina por la batalla y la guerra y no me molestaba en absoluto...

Y mi buen humor era tal, por la lluvia, que ignoré sus palabras por su bien. Ignoré aquel intento de desafío que dijo al final, tras su perorata sobre el conocimiento como poder y sobre la obvia curiosidad que le producían mi vida y mis circunstancias, e ignoré todo excepto el permiso que había obtenido para preguntarle lo que quisiera, permiso que, por otra parte, ya sabía que tenía porque ella no tenía la oportunidad de negarse, quisiera o no hacerlo... No estaba en condiciones de tratar de encontrarse superior ni tampoco de pretender que podría salir de la situación porque, a decir verdad, no podría... no si el enemigo al que tenía que enfrentarse era yo y estaba enardecido por el aroma de su sangre mezclado con el de la rosa y por la lluvia, que intensificaba la propia esencia de Éabann hasta el punto de que me daba ganas de arrancarle la tela del vestido y olerla directamente de ella... buena idea.

Ah, Éabann, no te confundas... Si algo puede ir mal, por supuesto para ti y para cualquier mortal indefenso, irá mal... e incluso peor. Las cosas siempre pueden torcerse más de lo que te imaginas, y si te estás enfrentando a un vampiro evidentemente podrá sorprenderte de maneras que tú nunca habrías podido prever porque estás limitada por tus circunstancias. Ahora mismo, de hecho, estás gozando de una suerte que no te mereces y que en cualquier momento puede quebrarse, ¿sabes? Con una facilidad pasmosa. Casi tan fácilmente como tu vestido podría romperse... – murmuré, con un tono perfectamente audible para ella mientras con una mano volvía a clavarle las espinas de la rosa contra su mano y, con la otra, me deslizaba por el río de suave y húmeda tela de su vestido y rompía las costuras que mantenían su escote en su sitio, tapando lo terso de su piel dorada a la altura de sus pechos y, de pronto, enseñando muchísimo más, tanto que visiblemente incluso me relamí, clavada la mirada en ella.

Con la humedad creciente, además de las propias gotas de agua que resbalaban por su piel y por la mía, humedeciendo nuestras ropas así como también humedeciendo la tierra a nuestro alrededor, tanto que impregnaba el aire de aquel olor a césped húmedo y a barro que empezaría a formarse en breves momentos a nuestro alrededor, el roce de nuestras pieles, por nimio que fuera, resultaba de un lascivo que podía resultar casi ofensivo ante los ojos de la sociedad excesivamente conservadora en la que ambos estábamos inscritos... pero, por desgracia para los anhelos más oscuros de aquella sociedad, nadie excepto ella y yo tendría la oportunidad de apreciar el auténtico significado del erotismo en una caricia que ni siquiera se había realizado en ausencia de telas cubriendo las pieles y los cuerpos de los participantes.

Quiero saberlo todo, por supuesto. Lo que yo sepa de ti o deje de saber es asunto mío, Gealach. – dije, llevándome su mano herida a la boca y lamiendo las gotas de sangre que, mezcladas con la lluvia, poseían un sabor diferente, mucho menos concentrado y en cierto modo que daba más ganas de abrirle el cuello para disfrutar de aquel delicioso sabor que ella encerraba en el interior de su cuerpo, del cual gracias a lo roto del vestido y a lo pegado que estaba a su piel por la lluvia, cada vez veía más y que, además, cada vez me daba más ganas de relamerme como un gato hambriento ante un cuenco de leche en el que va a hundir la naricilla para alimentarse.
Ante la duda, no omitas ningún detalle que puedas recordar porque sabré si estás mintiendo o no, tu lenguaje corporal va a hablar por ti con más claridad con la que lo harán tus palabras, de eso puedes estar segura. Para alguien experto en juzgar a las personas, eres tan abierta que no puedes guardar ningún secreto. Toda tu psique está expuesta y se muestra en tus acciones, pequeña gitana... – dije, sonriendo con mi sempiterna expresión torcida y manipuladora que se complementó con mis ojos clavados en los suyos, examinando cada parte de aquellos verdes torbellinos cuya parte central estaba dilatada por la falta de luz, casi como la de un gato al que han soltado en la oscuridad y se ve obligado a encontrar el camino.

No había mentido, por una vez. Éabann era tan fácil de leer como un libro infantil, de esos que se utilizaban en las escuelas para que los infantes aprendieran a leer y cuyo contenido más profundo es una moraleja absurda sobre las costumbres infundadas de una época que doblegaría a la criatura hasta hacerla dócil y sumisa: dependiente. Su cuerpo hablaba por ella mejor que lo que lo hacían sus palabras, y por ende no las necesitaba para saber nada respecto a sus estados de ánimo. Estaba atrapada, era consciente de ello y además disfrutaba del depredador que estaba jugando con ella como si le divirtiera incumplir la regla que todas las madres contaban a sus hijos cuando éstos eran pequeños: con la comida no se juega. A la vez, se culpaba por su falta de libertad y ansiaba saber más del depredador por el que se sentía atraída, y la lucha constante entre su mente y su cuerpo por ver quién gozaba del control de su cuerpo estaba desatada en su máximo exponente, y más encarnizada que nunca, a la vista de mi acción de antes de romper su vestido, a la vista de que mi propio traje revelaba cada músculo definido de mi cuerpo y cada parte de él y a la vista de que ella empezaba a aumentar su temperatura corporal cada vez que me acercaba a ella... como hice en aquel momento.

Con un mordisco en su labio inferior que la pilló por sorpresa, atraje su atención lo suficiente para que no se resistiera (como si quisiera hacerlo...) al beso que le di, atrapando sus labios con los míos y entreabriendo su boca para que su lengua se diera el gusto de juguetear con la mía, instaurando una especie de batalla campal que terminó conmigo como vencedor en cuanto la atrapé con los dientes y los colmillos desgarraron, en un corte suave y sin apenas importancia, la tierna y húmeda piel de esta, desbordando un río de sangre del que comencé a beber con la sed de un depredador, el mismo cuyas manos volvieron a deslizarse por su piel, bajo su vestido, y empezaron a apartar capas de ropa hasta que tules y telas cayeron al suelo, dejando sólo la capa más exterior de su vestido, la más húmeda también, cubriendo su piel y tapando lo que ella quería que yo explorara, pese a que se negara racionalmente a sus deseos más oscuros... otra muestra más de lo sobrevalorada que está la racionalidad.

¿Y bien, Éabann? ¿Vas a decirme algo o prefieres que siga con lo que tengo entre manos? – inquirí, en una pregunta más retórica que otra cosa porque ambos sabíamos la respuesta pese a que ella probablemente no la daría, al menos no la sincera y la que significaría dar el control a la parte instintiva de su cuerpo, la que era regida por sus deseos y sus anhelos y aquella a la que prácticamente le faltaba gritar desde la máxima capacidad de sus pulmones que quería que le terminara de deshacer el vestido con manos tan expertas como lo eran las mías (y expertas en vestidos de todas las épocas, desde la Grecia modernamente llamada Arcaica hasta la época en la que nos encontrábamos, con el dominio de Napoleón en toda Francia)... exactamente lo mismo que yo quería hacer. Todos ganábamos... y, como siempre, yo más que nadie.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Dom Ago 28, 2011 4:32 am

Prácticamente se arrepintió en el mismo instante en el que dijo aquellas palabras y pudo ver un brillo peligroso en los ojos del vampiro. Sabía, entendía y comprendía que tenía que andar con cuidado a su alrededor, que cualquier palabra podría desencadenar algo que la empujara un poco más allá. Otra persona seguramente hubiera callado, asentido, dejándose hacer, el problema es que Éabann no era ese tipo de personas. Así que a pesar de que casi se arrepintiera de lo dicho, la clave estaba en el “casi”. No lo haría. Sabía que estaba caminando por una cuerda floja, haciendo malabarismos con su propio cuerpo, intentando no caer al abismo.

El agua seguía cayendo sobre ambos, empapándolos, haciendo que la ropa se pegara y provocando que por un momento la máscara que había llevado hasta hacía unos minutos cayera al suelo cuando la gitana abrió lo a mano. No pudo evitar que un escalofrío circulara espalda abajo cuando una gota de agua se deslizó por el interior de su vestido recorriendo toda aquella superficie con su fría caricia. El recogido que había hecho con cuidado para la ocasión comenzaba a deshacerse producto del peso de su pelo provocado por el agua y sabía por experiencia que comenzaría a ondularse en cuanto se soltara del todo de las horquillas y pasadores que lo recogían manteniéndolo en su sitio.

Aun así, no estaba pensando en su pelo, sino en el momento. La lluvia siempre le había gustado. Desde pequeña. Muchas veces su abuela y su madre se habían desesperado cuando como una pequeña ninfa se deslizaba fuera del carromato y se dedicaba a corretear por entre los árboles bajo la lluvia. A saltar, bailar y simplemente disfrutar del líquido elemento. El agua en todas sus formas siempre le había gustado, esa era una realidad. El agua significaba vida y aunque se había criado en un lugar donde los árboles, la hierba, la Naturaleza en sí, era inmensa, frondosa, cargada de todo aquello, la realidad es que sabía que a vida podía ser truncada en apenas unos segundos. Lo había sabido antes de los quince años cuando todo cambió dando un brusco giro en su camino. Su abuela le había hecho darse cuenta de la misma, de lo que significaba, de lo importante que era y Éabann había sido una interesada aprendiz.

En ese momento le daban ganas de abrir los brazos y recibir el preciado líquido que caía lentamente del cielo. Quería girar sobre sí misma y dejarse llevar de la misma manera que lo había hecho dentro mientras bailaban al son de una música que junto al vampiro que estaba allí en aquella parte del jardín había cambiado y se había vuelto diferente, única. Tenía que dejar de pensar de aquella manera pero se le hacía difícil cuando se daba cuenta de que de una manera que no llegaba a comprender del todo él se iba colando en cada uno de los aspectos de su vida. Ni siquiera la separación había hecho que olvidara. Y eso que solo había estado en su presencia una sola vez.

Había algo que no funcionaba demasiado bien en su cabeza y lo sabía de sobra. Había algo que había hecho una especie de mala conexión. Se estaba deslizando hacia el abismo por su propio pie y se terminaría por asomar en él, más aún, terminaría por lanzarse a él sin siquiera darse cuenta. En cierta manera eso era algo que la aterraba. Era como si todas las barreras que había hecho a su alrededor se hubieran derrumbado dejándola desnuda por completo. Era como si no pudiera mantener ni siquiera una mínima parte de ella misma oculta al escrutinio de esos fríos ojos claros que la miraban con la intensidad de un gato delante de su plato más apetitoso y delicioso. Y sabía, porque lo sabía, que estaba viva por algún capricho del Destino —en este caso del vampiro— que no entendía del todo.

Podía cansarse de ella y entonces todas las malditas oportunidades para seguir hacia delante se esfumarían con rapidez. No tendría ni siquiera tiempo para pensar aunque si tenía que ser razonable, seguramente tendría demasiado tiempo. Algo le decía que no se andaría con sutilizas y que podría terminar por destrozarla por completo. Torturarla, hacerla vivir durante días hasta que finalmente se dejaría llevar por el vacío y por la oscuridad. Ese retrato se aparecía en su mente en más de una ocasión. Un retrato fiel de lo que podría ocurrirla en cualquier momento, incluso esa noche si daba un traspié que la enviara directamente al suelo.

Las espinas clavándose de nuevo en su piel hicieron que volviera a mirarlo y que saliera ligeramente del mundo en el que se había adentrado. Sus palabras provocaron que se tensara sin darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo y su ceño se frunció en el acto. El desgarro de la ropa se escuchó con claridad y no se molestó en bajar la mirada para darse cuenta de que en ese momento seguramente le dejaría a la vista buena parte de sus pechos. Oh, sí, iba a ser una magnífica salida la suya… si es que conseguía salir de allí. La comidilla de todos los círculos sociales durante meses: “La mujer que sin ningún tipo de decencia se había ido al jardín con un caballero desconocido, había terminado empapada, con el vestido desgarrado, el pelo destrozado y la virtud por los suelos”.

Casi tuvo ganas de echarse a reír. Si tenía que ser sincera, le importaba poco aquello. Su “virtud”, como ellos decían, había desaparecido hacía tiempo ya. En vez de taparse, que casi estaba segura de que ese sería el gesto que cualquiera hubiera esperado, Éabann se mantuvo firme mientras le miraba. Mientras escuchaba esas palabras que hacía que se estremeciera sin poder evitarlo. Quería saberlo todo y eso sería desnudarse delante de él. ¿Todo? ¿Qué significaba todo? Podría darle un resumen escueto de los años de su vida —no es que fuera excesivamente larga—, podría hablarle de su familia o de su tiempo en Londres, pero no estaba del todo segura de que aquello le importara lo más mínimo. Ojalá fuera capaz de atrapar su atención, alargando cada noche la historia y haciendo de esa manera que siguiera siendo útil, que él esperara un capítulo más, enredarlo en ella.

Y sin embargo algo le decía que eso sería imposible. Éabann no sabía nada sobre Sherezade y el sultán Shahriar, sobre las historias de Las mil y una noches y cómo se había entrelazado toda aquella trama que quedaba tan alejada para ella. Y aunque lo supiera, hubiera sido inútil por completo con el vampiro milenario que tenía delante. Sentía la mano adormecida allí donde había sujetado la rosa, los gestos de él siempre provocaban ese entumecimiento un instante antes de desatarse todo de golpe, cosa que no tardó en ocurrir. Besos, caricias, sentir cómo el peso del vestido iba disminuyendo hasta el punto de que se arremolinaban a sus pies y solo una fina capa la separaba de sus ojos. Las palabras llegaban lentas, precisas, oscuras, sensuales y peligrosas a sus oídos mientras ella intentaba sostenerse.

Se esforzó por hablar. Era algo que tenía que hacer antes o después ¿no era cierto? Hablar era una capacidad innata del ser humano que parecía que en algún momento de aquel escrutinio de las manos de él se había esfumado entre volutas de niebla. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, mirándole a los ojos en todo momento, desató los botones de la chaqueta del traje que él llevaba porque sentía curiosidad y detuvo entonces las manos antes de hacer lo mismo con la blanca camisa, camisa que seguramente se estaría ensuciando con la mezcla de sangre de su mano y lluvia que seguía cayendo aumentando ligeramente de intensidad como si los cielos hubieran decidido que la tierra aun no había tenido suficiente de ese líquido purificador.

Nací en los bosques de Austria.—contestó entonces, sin necesidad de hacerlo, a su pregunta mientras le miraba a los ojos con gesto ligeramente pensativo. —En el seno de una familia de gitanos, de una Kumpanya. A veces se me olvida que no fue todo risas y alegría, pero es como si mi mente hubiera preferido guardar únicamente esos recuerdos dejando de lado los malos momentos.—una suave mueca se deslizó entonces por sus labios mientras le observaba con atención. —¿Es esto lo que quieres saber? ¿Un listado de hechos y de nombres? ¿De acontecimientos?—le inquirió manteniendo la mirada en los fríos rasgos que parecían esculpidos en piedra como ocurría con la escultura de Ares que estaba siendo mudo espectador de aquel encuentro. La mano que se mantenía en su pecho bajó apenas unos centímetros por su torso mostrando su curiosidad, pero se detuvo.

¿En qué estaba pensando? Había bajado la guardia sin darse cuenta, mostrándose durante unos instantes, segundos apenas, como si fuera la amante dispuesta de aquel vampiro. Y aunque reconocía que en el fondo aquello la estimulaba, la llamaba, la atraía, algo se encogió en su interior durante unos segundos.


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Mensaje por Invitado Dom Ago 28, 2011 6:44 am

Sus actos traicionaban lo que su mente quería decir que era racional, lo que ella se gritaba a sí misma que había pensado y que era más apropiado en la situación en la que estábamos, y si eso era visible para los ojos de cualquier espectador atento, ella parecía aún más querer demostrármelo con aquellos mismos actos que iban tan en contradicción con lo que le decía su mente o con lo que, más bien, le ordenaba a gritos. Casi podía escucharlo, pese a que careciera de la sobrevalorada habilidad, si se sabía cómo analizar el lenguaje corporal, de entrar dentro de las mentes de los demás. ”Déjate llevar, Éabann.” “Pero es peligroso.” “Y tú te sientes atraída.” “No me conviene que él vea mi debilidad.” “Pero existe, y tú quieres continuar con el juego de ese ser milenario que tienes delante.” O algo así, pero el rumbo de la conversación sería, sin duda alguna, ese mismo en el que una parte de su interior negaba a la otra y se enzarzaban ambas en una batalla sin fin cuyo ganador estaba por ver... pese a que en aquel encuentro pareciera que lo que ganaría serían sus anhelos.

A fin de cuentas, sus gestos así habían hablado. No me había pasado desapercibido que con la misma facilidad con la que yo me estaba moviendo lo estaba haciendo ella, movida por la lascivia del momento y por el increíble erotismo que, se mirara por donde se mirase, desprendía la situación. Mucho menos me había pasado desapercibida su acción de lanzarse al vacío, complacer por fin uno de sus anhelos más profundos y a la vez satisfacer su curiosidad racional... una especie de tregua entre ambas partes de su mente que le permitiría gozar de unos segundos libre de la lucha de su interior, tan encarnizada como visible lo era en cada una de sus acciones. Muy aguda, pero a la vez muy inexacta.

Adelantar las manos y desabrocharme la chaqueta, además de la camisa, había supuesto que me manchara ambas de la sangre de sus manos y que, también, mi pecho marmóreo quedara al descubierto, iluminado solamente por la luz mortecina de la luna dado que la lluvia intensa que caía sobre el jardín, y por ende nosotros, había apagado las antorchas. Sólo las sombras y la luz plateada coloreaban la escena, que por su carencia de colores lograba que las dos figuras que allí nos encontrábamos destacáramos sobremanera en la escena nocturna que estaba teniendo lugar en el jardín tan salvaje y a la vez tan comedido de aquel palacio barroco en la ciudad de París, tan salvaje y comedido como Éabann que, en aquel momento, tenía que encontrarse en su salsa ya que hasta el ambiente en el que se estaba desarrollando la escena iba acorde con ella.

No conmigo, sin embargo. Yo no era comedido, no me negaba ni un solo capricho y si quería algo lo hacía. Así lo revelaba cada vez que la besaba, cada vez que arrancaba partes de su vestido y levantaba los puntos del bordado de su vestido como quien arranca una costra sanguinolenta en la piel de algún herido. Así lo revelaba cada vez que deslizaba mis manos por su piel, quitando estorbos de en medio y apartando de mi camino la incómoda tela que tenía que hacer que su ropa pesara más que lo que ya de por sí pesara, menos que un vestido barroco pero mucho más que la desnudez con la que su madre la había alumbrado en aquella Kumpanya austriaca que ella había mencionado en cuanto recordó que le había hecho una pregunta y era su obligación contestarla.

No había ninguna amenaza directa que la forzara a que me contara todo sobre ella. No había puesto un cuchillo contra la tierna piel de su cuello, ni había jurado que su cabeza rodaría sobre el césped como un balón para que los niños jueguen de no contestarme, ni tampoco había prometido que de no escuchar lo que quería oír me bañaría en su sangre y en sus vísceras y el insultantemente verde césped de aquel jardín de teñiría de un osado rojo escarlata, además de la variedad de tonos tan amplia que el interior del cuerpo humano poseía en cada uno de sus componentes, pero la amenaza en sí era tácita. Venía de la obvia superioridad que yo estaba mostrando en aquel momento, de su inferioridad por raza a mí y de lo dominada que estaba por sus propios deseos y la contradicción entre estos: suficiente para que, por mi parte, no necesitara nada además de mi presencia para someterla a mis deseos. Podía no matarla, podía hacerlo, pero era la incertidumbre lo que la encadenaba a mí y lo que la sometía a algo que no comprendía: mi superioridad.

Ni yo mismo sabía si la mataría o no lo haría. No era algo que fuera a pensar, sino que como todo lo demás lo dejaría a que mis propios caprichos lo decidieran... y a que las propias acciones de Éabann, quizá desde la perspectiva de un animal herido que lucha por desasirse de la sujeción de quien la está atrapando o simplemente desde la perspectiva de una humana que no comprendía la clase de ser que tenía delante. Probablemente desde la perspectiva naciente de la mezcla de ambas: aquello sería lo más exacto posible en aquella situación.

Mis manos se dirigieron a la chaqueta, y después a la camisa: ambas desabrochadas y que mostraban algo que no me importaba que se viera porque no era nada que ocultara. Mi cuerpo no me avergonzaba; de hecho, todo lo contrario: era algo que me llenaba de orgullo. Era heredero de mi pasado como guerrero y de mi propia esencia, algo que había forjado como humano en una vida admirable y perfecta que había acabado convirtiéndose en algo mucho mejor que eso cuando Abaddon me había otorgado la vida eterna, un regalo de valor incalculable y por el que contaba, como mis hermanos de sangre, con mi lealtad... Una lealtad tan difícil de obtener como valiosa porque haría lo que fuera necesario por mantenerla, mientras que de no poseerla, como pasaba con Éabann, serían mis caprichos los que decidieran sobre su vida... Y yo era un ser caprichoso y voluble, que tan pronto quería una cosa como quería otra, y con esa decisión tomada en apenas un momento retiré ambas prendas de mi pecho para dejarlas en el suelo, donde reposaban las partes desechadas de su vestido.

Con las mismas manos la agarré de la cintura y la levanté de aquel asiento en la fuente del Ares Ludovisi, sumergiendo las manos en las profundidades que ocultaba la única capa de tela de su vestido y con la mirada, gélida por lo demás, clavada en ella.
Un listado, sí... Un conjunto de nombres, de acontecimientos, unidos entre sí por azares del destino o por el orden en el que sucedieron... Sus consecuencias, lo que hizo que te forjaran como la mujer que eres hoy y que tengo delante de mí. Mujer para cánones humanos, por cierto, pues apenas eres una niña... – respondí, encogiéndome de hombros al tiempo que mis manos, que ascendían por sus muslos, encontraban la parte más alta de su ropa interior y empezaban a desabrochar los lazos que se encontraban en ella...

En aquella época, la ropa interior era extremadamente complicada. Cuando yo había sido humano apenas había consistido en finas capas de tela que cubrían lo necesario, sin necesidad de barroquismos que parecían inundar la de la misma época barroca, y eso cuando las mujeres llevaban y no iban sólo cubiertas por los peplos... o ni eso, que en mi polis había sido extremadamente corriente. No obstante, mi experiencia me permitía ser capaz de desanudar aquellos lazos en apenas segundos y también dejarla caer al suelo, con su cuerpo expectante y finalmente sólo cubierto por el vestido.

Porque habrá algo más que lo que me has contado, ¿no? Ahora estás aquí y no en Austria, que es donde has nacido y donde tu idioma natal revela que has crecido... – pregunté, tanteando el terreno recién descubierto con mis manos, que danzaban bajo la tela por sus muslos, sus ingles y entre sus piernas apenas y con la mirada divertida clavada en ella, en su turbación, en su excitación y en lo perdedora que se veía frente a lo victorioso que estaba yo... aunque aquella victoria sería dulce para ella por las consecuencias que traería, y que ambos sabíamos de sobra a raíz de los acontecimientos.

Sabía de ella. Me había informado de su vida en Austria antes de atacar la Kumpanya y beber de ella, marcándola como mía, pero quería oírlo de sus propias palabras, me apetecía escucharlo de sus labios y verla luchar contra las sensaciones que yo despertaba en ella para encontrar la concentración que le estaba robando con mis dedos rozando su cuerpo con la precisión de un experto que la haría derretirse frente a mí más aún de lo que ya lo estaba haciendo sin siquiera haber entrado propiamente en materia.

Aunque, al paso que iba, no lo haría. Unos pasos rebotaron en el silencio de la noche, obscenamente audibles para alguien con los sentidos tan desarrollados como los tenía yo y haciendo que siseara, molesto, antes de apartar las manos de Éabann y separarme de ella, con expresión burlona grabada en el rostro.
Me va a encantar ver cómo te las apañas para volver ahí dentro sin que los que han venido a buscarte sospechen que has perdido tu virtud, esa que los dos sabemos que ya no posees... El jardín carece de salida, Gealach: el Palais es tu única alternativa. Adelante, gitana. Sorpréndeme... o inténtalo. – murmuré, en tono sólo audible para ella antes de agacharme para coger la ropa que había caído en el montón que se alzaba en el suelo y girarme sobre mis talones, avanzando con velocidad sólo propia de alguien como yo, que me convirtió en un borrón ante los ojos de cualquier humano, en dirección a una especie de templete cerrado de piedra que imitaba un templo de mi época y que sabía, porque no era la primera vez que iba al Palais, que contenía ropa, parecida a la que yo misma llevaba calada por la lluvia hasta un punto tal que nadie vería la diferencia. Ni que lo hubiera planeado...

No quería voyeurs entre Éabann y yo, y quería ponerla a prueba. Jugar con ella se había convertido en la única diversión de aquella noche y la aprovecharía hasta su más mínima esencia, aquella oportunidad única incluida. En apenas segundos cambié las vestimentas húmedas por las secas y también retiré la mayor parte de la humedad de mi cabello: cualquier rastro que indicara que había estado en el jardín. También rápida y velozmente volví al balcón en el que había estado antes con Éabann, con el camarero abriendo las puertas que conducían al salón con tono jovial y una sonrisa amplia al verme solo y con la mirada de la multitud puesta en mí, mezcla entre admiración por mi porte y desconfianza por haber vuelto solo y que se convirtió finalmente en sólo curiosidad cuando mis pasos me condujeron hasta una joven dama austriaca, sonrojada, y cuya mano sostuve con una de las mías mientras palabras vacías acerca de su belleza, nada extraordinaria, se escapaban de mis labios hasta el momento culminante: llevar su mano hasta mis labios y rozarla con ellos, en una muestra de galantería que arrancó los suspiros de todas las damas de aquel baile y que coincidió con el momento en el que la esencia de Éabann volvió a impregnar la atmósfera de aquel salón de baile.
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Mensaje por Éabann G. Dargaard Lun Ago 29, 2011 6:24 am

Las sensaciones se entrelazaban en su cuerpo lentamente, haciéndola que se estremeciera con cada una de sus caricias. Se había adentrado en su propia burbuja y en cierta manera no quería salir de allí. No pudo evitar entrecerrar los ojos ligeramente producto del agua que caía sobre su rostro y de algo más cuando vio cómo se desprendía de la chaqueta y de la camisa dejando que cayera al suelo. Sintió por un momento un nudo en el estómago y una especie de expectación, de cosquilleo agradable, al observar los anchos hombros y los músculos que parecían moverse con cada uno de sus gestos.

La oscuridad reinaba en el lugar, pero a Éabann le daba lo mismo. Más o menos podía ver lo que le interesaba y con eso se conformaba. La visibilidad era prácticamente nula entre la noche, las nubes que tapaban la luna y las estrellas, y la cortina de agua que seguía cayendo sobre ellos de forma continuada. Debería haber tenido frío, pero la verdad es que ni siquiera lo sentía. El contraste del agua con su cuerpo cálido, en el cual aumentaba de forma progresiva la temperatura con cada una de sus caricias, hacía que lo desechara con facilidad.

Las barreras mentales de Éabann estaban tan bamboleantes que cualquier racha de aire —metafóricamente hablando— las hubieran derruido y eso era precisamente lo que estaba sucediendo. Por unos segundos se estaba dejando llevar por los instintos y no por lo que tenía que hacer. Su voz llegaba, lenta, como si la acunara, con ese acento extraño que haría que nunca olvidara su tono. Esas cosas eran algo que la hubiera preocupado, pero que en ese momento directamente no tenían cabida.

Hasta que llegó el jarro de agua fría que la dejó por un momento mirándolo y finalmente entendió lo que estaba pasando. Apretó los labios observando sus movimientos incapaz de moverse durante unos instantes preciosos que él utilizó para salir de allí abandonándola a su suerte. Magnífico, simplemente magnífico. Allí estaba ella vestida únicamente con la parte más superior del vestido, sin siquiera ropa interior, empapada hasta los huesos y seguramente con un aspecto deplorable y estaba claro que llegaba alguien.

Al menos no le iban a pillar en pleno delito.

Maldito cabrón, esto te pasa por bajar las defensas, Éabann, a ver si aprendes de una puñetera vez.—susurró para sí.

El sonido de la lluvia podía llegar a impedir saber con claridad por dónde venían los pasos de los hombres que por lo que parecía habían decidido que tardaba demasiado en volver. Odiaba ese tipo de cortesía. La rosa quedó flotando en la fuente mientras que se movía para coger la máscara que se puso de forma automática. No es que fuera a darle la mayor de las protecciones pero podía hacer que tuviera un poco de… ¿de qué? Oh vamos, no seas estúpida, se reprendió a si misma mientras miraba a su alrededor.

Salir de allí era el primero de los pasos que tenía que hacer. Salir de allí y que no la vieran. Se escabulló por uno de los pasajes de setos del laberinto mientras los recorría evitando encontrarse de frente con quien fuera que estuviera por allí. Se miró por un momento, agradeciendo que el tono del vestido hubiera sido azul y no blanco. Aun así, mostraba mucho más de lo que la decencia de la época consideraba como apropiado. Mierda para la decencia de la época y a la mierda el vampiro también.

Estaba furiosa. Y en ese estado Éabann podía hacer absolutamente cualquier cosa. A punto estuvo de maldecir a los dioses, fueran los que fueran, mientras se escondía cuando pudo escuchar cómo un grupo de hombres se acercaba demasiado a donde se encontraba viendo sus sombras pasar gracias a lo que parecían lámparas de aceite bien cubiertas y capas largas. Frunció el ceño un poco más pensando en las distintas posibilidades que tenía, intentando aplacar la ira y pensar de forma racional. O al menos, pensar en alguna salida factible para todo aquello.

Oh, sí, le iba a despellejar en cuanto tuviera oportunidad. Y lo más triste de todo es que sabía que aquello no iba a ocurrir ni aunque pasaran otros mil años. Se sentía como una niña que estaba moviéndose en contra de los dictados de un padre que sabía perfectamente qué hacer para molestarla. Y lo estaba consiguiendo. Bufó, apartándose un mechón oscuro del rostro que caía directamente sobre su cara y que provocaba que apenas pudiera ver. Al ver que no se movía como debía se lo apartó de un manotazo. Oh, por los Dioses que iba a matarlo.

Deja de pensar en él y busca una puta salida.—se susurró a sí misma.

No podía estar más tiempo allí parada y avanzó mientras se movía directamente hacia el palacio. Sabía que tenía razón y que solo había una maldita manera de salir de allí: atravesando el salón donde todo el mundo estaría bailando y de allí a la calle. Y se entraba a través del balcón en el que habían estado. También sabía algo más: tenía que haber alguna forma de que los criados se movieran sin que lo vieran. En un lugar como aquel, en esa época, donde no se podían ver a los criados, tenía que haber una forma para que se deslizaran por el lugar sin ser vistos, inexistentes, fantasmas, como si todo se hiciera por sí mismo sin mayores preocupaciones. Un chasquear de dedos y ya estaba.

Cómo le gustaría poder hacer eso en ese mismo instante. Tomó uno de los pocos pasadores que todavía se encontraban en su pelo, moviéndolo lo justo como para ser capaz de juntar las dos partes superiores del escote del vestido que con el peso y con los actos de él amenazaba con dejar por completo libres sus pechos y lo sujetó como buenamente pudo. No es que tuviera la apariencia más decente, pero en ese momento comenzaba a importarle una mierda. Alzó las manos para terminar de deshacerse el recogido, dejando que las hebras oscuras cayeran con rapidez por su espalda hasta prácticamente las caderas de forma desordenada y exótica, salvaje dirían algunos y miró hacia el balcón, hacia las luces que se podían ver desde los ventanales y por donde se veían las sombras moverse al son de la música. Es más, se escuchaba esta y las risas que la acompañaban.

Parecía que llegaba justo en el momento más álgido de la fiesta. Lo lamentaba, lo lamentaba especialmente por aquella jovencita y su familia que la habían invitado a la fiesta. Podría engatusar quizá a alguno de los hombres que la estaban buscando, taparse, hacer parecer que se había caído, tenido un accidente, comportarse como una dama en apuros, pero la verdad es que la furia le impedía pensar con claridad. Y no sabía exactamente por qué demonios estaba furiosa cuando en realidad sabía perfectamente cómo era él. Sabía que no podía confiar en el vampiro, si había hecho aquello... Oh por los Dioses, allí estaba de nuevo.

Apretó los labios con fuerza y firmeza mientras que sus ojos verdes seguramente echarían chispas. Se irguió en toda su pequeña estatura, que tampoco es que fuera excesivamente elevada, cuadró los hombros y finalmente se decidió a moverse. Iba a dar el escándalo del siglo, pero al menos así tendrían algo de lo que hablar en las revistas de sociedad. Nadie sabía su nombre, así que… ¿qué importaba? Y cambio lo sentía por aquella muchacha, por su familia y esperaba que no repercutiera demasiado sobre ellos. En realidad esperara que fueran lo suficientemente inteligentes como para hacer que no la conocían.

El pobre hombre que se encontraba en el balcón fue el primero que la vio y no supo exactamente cómo reaccionar. Bonita facha debería tener completamente empapada de agua, con la mano herida donde aun seguramente se vería sangre, el cabello oscuro deslizándose por su espalda y parte de su pecho cubriendo incluso más que lo que hacía la fina capa superior del vestido que estaría completamente pegada a su cuerpo. Tomó aire un solo instante y entonces entró. No se molestó en buscarlo porque prácticamente todo su cuerpo le indicó dónde se encontraba, pero no miró en aquella dirección sino que alzó la barbilla con orgullo y se dirigió directamente hacia el lugar donde se encontraba la salida sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Como si fueran las aguas del Mar Rojo la marea de hombres y mujeres parecían abrirse a cada uno de sus pasos. El sonido de la música siguió durante un instante mientras que los susurros, los murmullos y las críticas se extendían por el lugar con la rapidez que lo haría la dinamita haciendo una especie de explosión magnífica. De algo estaba segura: no volvería a ser invitada a una fiesta en lo que le quedaba de vida. Lo bueno es que ella no era una persona que se codeara con aquella capa de la sociedad y con suerte no relacionarían a la gitana con la provocadora de aquel escándalo.

No corrió, ni se movió con prisa, sino que se esforzó por andar con el aplomo habitual, con esa habilidad innata que tenía de andar como si estuviera bailando. Algunos dirían más tarde que parecía una diosa pagana llegada de algún lugar para deleitarlos, otros la considerarían como una furcia, una díscola o una mala influencia. Le importaba una mierda. La furia era la que había tomado el control de su cuerpo y esa misma era la que la hacía andar en dirección de la puerta, cruzando solo por un momento la mirada con el vampiro que se encontraba junto a una belleza como la persona más inocente del mundo.

Oh, sí, le iba a matar con sus propias manos en cuanto tuviera una oportunidad.


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Mensaje por Invitado Mar Ago 30, 2011 9:33 am

Clavado en una conversación insulsa sobre lo violentamente cambiante del tiempo de París en verano, que tan pronto asaba como si fueran las llamas del Averno como mojaba con tanta fuerza que uno parecía salido del Mar Mediterráneo, parecía la imagen más pura de la inocencia, la definición gráfica de aquello que un ángel tendría que ser para ser considerado como tal con mis exquisitos modales, mi presencia elegante y mi actitud desinhibida como correspondía a un caballero de la clase que fingía ser en aquel palacio sin ser en ningún momento víctima de las más bajas pasiones que desviarían mi mirada de los ojos de la aburrida chica con la que mantenía una conversación plagada de clichés y modales falsos hasta su escote, algo bastante más interesante por la manía que tenían en la época barroca de aprisionar sus senos con los corsés que, si no se rebelaban demasiado, tanto que era necesario hacer acopio de fuerza y destrozarlos, resultaban divertidos a la hora de desatarlos.

Todo eso lo resultaría, claro, para todas aquellas ovejas sin razón ni mentalidad propia, evidentemente inferiores al lobo atrapado entre ellas, y que no eran capaces de distinguir absolutamente nada de lo que el ángel caído del cielo delante de ellos escondía. Eran incapaces de ver la sutil amenaza en cada una de mis palabras, en el tono correcto y sensual que a la vez utilizaba y que sólo servía para atraer a la víctima con más efectividad para que, así, el cazador pudiera llevarla a su terreno y devorarla hasta dejar sólo los huesos mordisqueados, hasta con el tuétano extraído de ellos. Carecían de la capacidad de atención suficientemente desarrollada para ver la precisión felina detrás de cada uno de mis movimientos y la actitud del cazador al acecho en los giros, el peligro en la sutileza de mis movimientos y todos los rasgos que estaban hechos para cumplir la función que estaban realizando: cautivarlos, seducirlos, llevarlos a mi terreno y de ahí hacer que formaran a ser parte de la cadena alimenticia cuya cúspide era yo.

De tanta efectividad de mis propias habilidades o de tan adormilado que tenían el instinto de supervivencia, aquello resultaba aburrido. No era un reto seducir a quien no se muestra reticente a la seducción sino que, por la falsa mojigatería de la época, se lanzaba en picado a cualquier muestra de la habilidad innata para llevarse a cualquier mujer a la cama que tenía yo, quisieran en un principio o no; no era divertido, en absoluto, convencer a borregos de cuál es su lugar y ver cómo lo aceptan sin lucha ni rebelión pese a que todos acaban, tarde o temprano, aceptándolo... No era un reto que me permitiera pasar el rato, no era original, no era divertido, y ni siquiera el sopor que me producían a mí mismo las palabras vacías que estaba pronunciando parecía ser lo suficientemente intenso como para que ella lo notara, de tan absorta que estaba en mí y en mis gestos y en pensar que tenía toda mi atención cuando, en realidad, hasta una mosca que cruzara la sala de baile volando me entretendría más que ella.

Por todo aquello, la entrada triunfal de Éabann supuso un cambio de actitud que sin que nadie me viera me hizo esbozar una media sonrisa. ¿Una imagen triunfal de una diosa pagana, como empezaron a decir los cuchicheos previsibles (de hombres) frente a los cuchicheos, de las mujeres llenas de envidia por lo salvaje, exótico e indudablemente sexual de la aparición de Éabann, poniéndola de prostituta para arriba? Ambas. Su aspecto era el del salvajismo más puro, con un matiz que despertaba los apetitos de los hombres presentes en la sala (el mío no incluido porque esa clase de apetitos llevaban milenios despiertos) y los rechazos de quienes la envidiaban, y favorecieron la excusa de cambiar el insulso tema del tiempo por el de la indecencia de las jóvenes de hoy en día, acusándola de haber perdido su virtud frente a algún hombre poco decente (momento en el que yo negué con la cabeza, como culpando a la impulsividad juvenil de semejante ofensa contra la moral de las personas de bien... y tuve que aguantarme la risa por mis propios pensamientos, dicho sea de paso) y con el tema de conversación fluyendo con la misma facilidad con la que el agua se deslizaba por los conductos reservados a ella en el techo de pizarra del Palais.

Ella estaría enfadada. Su paso así lo había revelado; su mirada bestial y felina también, y pese a todo carecía de la capacidad efectiva para hacerme daño o provocarme algo más que risa o deseo, ya fuera de sangre o de su cuerpo o, más bien, de ambos combinados. Sin embargo, la perspectiva de enfrentarme al enfado de Éabann me resultaba bastante más atractiva que la de presenciar sin fin una charla sobre lo poco remilgado de las mujeres seguramente de etnia más baja, gitana, pues en sus rasgos se veía grabado a fuego ese origen casi plebeyo y ante todo moralmente incorrecto.

Con las palabras adecuadas, llenas de respeto, educación y sobre todo un aire muy seductor y convincente que la llenó de placer por lo bueno de mi compañía y borró en su mente el hecho de que me fuera al regalarle las falsas esperanzas de que volvería a verme... porque en salir de allí la recordaría sólo para ser su peor pesadilla y para bañarme en su sangre tras darme un banquete con su cuerpo: aquel era el pago por aburrirme y por hacerme perder unos segundos de mi valioso e infinito tiempo, fruto de mi vida como inmortal. La sonrisa taimada que acompañó a mi despedida, producida en el tiempo suficiente tras la fuga triunfal de Éabann para que nadie nos enlazara a ambos como conocidos de tan centrados que estaban en criticar lo malvado de ella y lo bueno de mi actuación como un ángel caído del cielo, también acompañó a mis elegantes pisadas, llenas de calma por cierto, por la sala en dirección a la salida.

Cada paso que daba levantaba cuchicheos de admiración por parte de los caballeros, que carecerían de mi encanto natural y de la fuerza que impregnaba todos mis movimientos por mucho que buscaran ponerla en sus gestos y de admiración por las damas, que increpaban a sus caballeros, pidiéndoles ser más como yo... pese a que eso fuera imposible. Era único en mi especie y nadie podría alcanzarme, pues nadie aparte de mí podía ser sinónimo de perfección de la manera tan adecuada como lo era yo, y mucho menos un simple humano con ínfulas como lo era el espécimen medio de aquel salón de baile y que, por lo pronto, me recorrió con la mirada buscando que le sirviera de ejemplo, de uno que jamás aprenderían, antes de que el mayordomo me abriera las puertas y yo lo agradeciera con una regia inclinación de cabeza que, más que respeto, era como si me hubiera dado cuenta de que estaba allí.

En aquel momento, los cuchicheos sobre mí sustituirían a los cuchicheos sobre Éabann y salvaría parte de su maltrecha reputación, si es que le quedaba algo de eso, pese a que ninguno de los dos nos importara lo más mínimo aquello que a los demás tanto parecía importarles... porque no tenían otra cosa con la que entretenerse en sus patéticas vidas, como no era el caso ni de Éabann ni de mí. Yo la tenía a ella para entretenerme, y ella tenía la oportunidad de su vida al ser partícipe de mis atenciones por pura diversión... y su enfado daba toda la impresión de convertirse, en cuanto me alcanzara, en algo simplemente hilarante y un motivo más para volver a ella y no conformarme con los intentos de diversión que me proporcionaba el Palais Royal y que no se quedaban en nada salvo en agua de borrajas: algo inútil, soso y absolutamente no susceptible de ser aprovechado ni siquiera para pasar el rato. Y con aquellos pensamientos, comencé a caminar por las callejuelas de París, las que rodeaban al Palais, que era por donde más se percibía el olor de Éabann y por donde sabía que había podido irse dado que tampoco es que hubiera gozado de demasiado tiempo para separarse, no con la lluvia que seguía cayendo pese a no encontrarnos ya en el jardín en el que bajo algún templete, o la misma cueva artificial, podría refugiarse.

Feroz como una pantera y silencioso como una sombra, continué mi camino siguiendo el olor de Éabann que manchaba el aire nocturno y que lo llenaba de su sangre, de aquella esencia que me hacía la boca agua y que me daba ganas de terminar con lo que había empezado al morderla aquella noche en Austria hacía lo que para ella era tanto tiempo y, para mí, tan poco. El olor de su humedad, la que se mezclaba con la lluvia y con la de entre sus piernas, se fundía con el ambiente y con el de la piedra mojada hasta dar con una esencia única, un rastro perfecto que seguí hasta que la tuve prácticamente de frente, de nuevo acorralada en un callejón sin salida por no ser ella conocedora de la zona en la que se estaba moviendo mientras que yo sí, conocía perfectamente los recovecos de aquellas callejuelas que, en momentos como aquellos, me otorgaban una superioridad aún más visible sobre ella, que parecía proyectar su ira como un haz de luz que impedía que pasara desapercibida para cualquiera de los dos.

Una salida digna de ti, Éabann... Vas a ser la comidilla del círculo social austriaco en París durante meses, si no durante varias temporadas, y tu interrupción del baile perdurará en la memoria colectiva hasta que ni siquiera reconozcan los rasgos de aquella que hizo la diversión de un baile tan... ¿cómo decirlo? Porque aburrido es quedarme muy corto... – musité, con tono de alabanza que escondía más, mucho más, y que acompañó a mis pasos acercándome a ella y cortándole toda vía de posible salida que pudiera con mi simple presencia, que la atraía tanto como su mal humor hacia mi persona pretendía repelerme. Tarea inútil, por cierto, pero ella parecía ser aficionada a luchar contra causas perdidas de antemano y lo demostraba con creces siempre que podía, como en aquel instante... y como en todos los que pasaba conmigo.

Dado lo limitado de tus posibilidades has hecho una salida digna de una reina pagana, ¿lo sabías? Cualquier hija de un sátrapa persa habría envidiado tu manera de moverse y eso que eran las reinas de la sensualidad, o al menos eso se dice... Así como también se dice que eran expertas en someter los anhelos de los hombres y desviarlos a su favor... leyendas respecto a ellas, si me lo permites, aumentadas por el afán que el exotismo oriental posee para los ojos de alguien ajeno a él. – añadí, encogiéndome de hombros y rozando su perfil por encima de la tela de su vestido, con los dedos, subiéndolos muy lentamente hasta llegar a sus pechos y el apaño que había hecho en el escote desgarrado de su vestido con un adorno para el pelo y que, con apenas un breve y eficaz tirón, aparté de ahí, dejando a la vista prácticamente la totalidad de lo que el vestido había tratado de ocultar... inútilmente.
Mucho mejor así. – añadí, relamiéndome visiblemente, de una manera que asemejaba la de un felino ante el banquete que devoraría en breves momentos y que aún más lo hizo en el instante en el que sin aviso alguno deshice la distancia que nos separaba y pasé a estar con las manos en sus caderas, aprisionándola contra una pared, y con la cabeza en su escote, apartando la tela con los dientes para dejar toda su piel a la vista y, momentos después, empezar a recorrer la nueva zona de su cuerpo con labios y dientes, a base de mordiscos, caricias y algún beso ocasional que eran lo que menos y que lograba erizar su piel, como todo... Y como cualquier cosa que le hiciera.
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