En el punto de inflexión [Oscar Llobregat]

RESIDENCIA MIYAGI
18.13 p.m


Asentí con la mirada gacha y tomé la mano que el señor Miyagi me extendía, alzándome con elegancia para dejarme guiar por Kaname, quién me llevó al jardín de su residencia y cerró la puerta corrediza de telas y maderas. Él llevó mi mano hacia su brazo, enlazando nuestras extremidades mientras paseábamos en silencio, preguntándonos probablemente si el acuerdo entre nuestras familias lograría cerrarse hoy, pues ya sólo discutían los asuntos económicos de nuestro próximo enlace, sobretodo el precio de la dote que los Miyagi debían pagar a los Morel para unirme a su primogénito.

El hombre me llevó al puente rojo de su jardín que unía la zona residencial con la zona de culto en el que una pequeña capilla edificada de tal forma que recordaba a un templo nipón. Kaname se detuvo en el punto de inflexión de aquél puente, girando su cuerpo hacia mí para tomar mis pequeñas y delicadas manos entre las suyas, mirándome con severidad pese a que mis ojos permanecían clavados en las zori que calzaba. Ante mi sorpresa y confusión, las palabras del joven japonés me desarmaron por completo, pues no esperaba que me preguntara si le amaba.


- Deme tiempo, mi señor.- respondí con voz trémula, insegura de que pudiese cumplir esa promesa.

Él pareció relajar aquella máscara serena, esbozando una sonrisa de… ¿alivio? Confusa, me atreví a alzar la vista hacia su rostro, justo antes de que él me confesara algo que no esperaba, mostrándome su faceta más humana y sensible, pues decía estar enamorado de otra persona, aunque por supuesto me desposaría para honrar a su familia y brindarles los herederos que ellos deseaban. ¿Por qué me decepcionaba la idea de un matrimonio sin amor? Al fin y al cabo, eso ya lo sabía. Sayuri me habló de ello cuando era una niña, quitándome de la cabeza aquél amor idílico del que hablaban las poesías y la literatura. Sin embargo, supongo que siempre mantuve esa idea utópica y ahora, la cruda realidad había golpeado mi mejilla. Kaname se dio cuenta de ello y quizás por eso me tomó del mentón para que le mirara, temiendo que su sinceridad fuese más allá, pues no estaba preparada para escuchar nada más. Pero sí, él prosiguió, prometiéndome una feliz unión a su lado, entregándome su admiración, cariño y respeto. Pero pese a sus palabras, el muchacho me suplicó que cubriera sus espaldas, prometiéndome que regresaría a ese puente en una hora. Parpadeé sin comprender nada, hasta que sus manos soltaron las mías y le vi marchar hacia el muro que rodeaba el recinto de su mansión, trepando por las piedras hasta que le vi caer al otro lado, probablemente corriendo para encontrarse con su amada. Aquél pensamiento me dejó un sabor agridulce en la boca, pues si me alegraba saber que no era la única obligada a casarse con alguien a quién no amaba, me dolía saber que sólo aspiraría a una persona así, buena conmigo pero que me sería infiel de por vida, mientras que yo debería idolatrarle en todos los sentidos y callar. Sobretodo callar; haciendo alarde de la sumisión que le prometería en cuanto desapareciera mi apellido Kuran y se sustituyese por el de Miyagi.

Suspiré y me aproximé a la baranda del puente, clavando mis ojos en un nenúfar que se mantenía a flote en aquellas aguas tranquilas. Kaname había elegido un camino para su vida, un lado del río. Pero yo seguía estancada en aquél puente, titubeando hacia qué paraje dirigirme. ¿Lo correcto o lo que anhelaba? Decisiones, decisiones… ¿Realmente dudaba? Si lo hacía, no podía permitirme ese lujo. Era una mujer, nipona, geisha y con un destino ya escrito desde mi nacimiento. Y mi camino era ir de la mano de Kaname Miyagi.

El sol poniente tiñó las aguas de un color anaranjado casi carmesí, haciendo que algunos destellos iluminasen mis ojos tristes. Mientras, a mi alrededor, perdida en aquél extenso y frondoso jardín, los pájaros tarareaban una melodía nostálgica, acompañando el sonido de las cañas chocando contra las rocas y devolviendo el agua a una fuente cercana. De pronto, mis ojos adivinaron las formas de un rostro reflejado en el río. Y no era el mío.

- ¿Osgar?- jadeé, deteniéndose entonces mi corazón por unos segundos.

Seguía al cartero todas las veces que le era posible y atisbar a Aya a contraluz de una ventana o escuchar cómo respondía a los mandatos de sus amos le era suficiente. Pero ese día todos los movimientos eran sospechosos, la visita a esa otra residencia, la cantidad de personas allí metidas, la apariencia ceremonial y cumbre del ambiente, el hecho de que Aya se quedara a solas con ese tipo... Decidió actuar en consecuencia y una vez allí tras seguirles, permaneció oculto en las pequeñas sombras de los matorrales, cercano a la posición del diálogo lo suficiente como para poder escuchar lo esencial. Y en ese instante comprendió porqué había optado por llegar hasta allí; aquella era una situación única.

Aya -le respondió, sonriendo un poco al oír cómo continuaba pronunciando su nombre. Al resultar tan generalmente poco extraño, nadie lo pronunciaba así-. No te asustes, no voy a matar a nadie aunque tenga todas las ganas de hacerlo -suspiró y terminó de caminar hasta situarse junto a ella, tocando el borde de madera del pequeño puente-. Sabes lo que opino, sabes que... -apretó los dedos hasta hacer rasgar el listón entre sus uñas- Aya, ¿no lo entiendes? No te estoy pidiendo que te cases conmigo, ni siquiera que... te enamores de mí, porque yo apenas entiendo de esas cosas -cerró los ojos, debido a la sensación que causaba pronunciar aquello por primera vez en voz alta-. Quiero que seas feliz, porque no me importa que nacieras predispuesta a aquellos que te la proporcionaron, ni que tu 'destino' ya estuviera escrito. Nada está escrito, nada, porque nadie puede predecir una mierda... Podrán hablar de 'matrimonio', pero con esto hasta ellos mismos se están contradiciendo, porque en los matrimonios se habla de amor, se jura amor, y él no puede jurártelo, ya te lo ha dicho. Ni él, ni tú -se acercó del todo a Aya y le rodeó la mejilla entera con una mano, agachándose un poco para que sus frentes rozaran-. 'Deme tiempo, mi señor', pero sabes que ese tiempo ya lo has invertido conmigo... y no es algo que una unión forzada vaya a borrar de tu cuerpo ni de tu mente. Te debes algo más a ti misma que una vida que han elegido otros, porque podrán ser tus mentores o tus amos los que interfieran, pero nadie más que tú puede vivirla -la contempló desde allí, a centímetros, a rasguños, a caricias, a almas... de ella-. Y la prueba está en que ellos ni siquiera me conocen, pero tú has calado hondo en mí. Quiero que también formes parte de mi vida, me da igual el cómo, sólo quiero conocerte. A Aya, ni Kuran ni Miyagi. A la Aya con la que me encontré en aquella callejuela... -paseó sus labios por encima de su frente y una vez allí, cerró los ojos- Te seguiré molestando incluso si te cambias de apellido, de modo que en tus manos está permitir que ese tal Kaname sea un puto cornudo o no.

Le miré con los ojos cristalinos, conteniendo el aliento y maldiciendo mi mente por aquella mala jugada basada en la reversión de un recuerdo. Aquello no era posible. Su imagen, su aroma e incluso su voz, no podían ser más que una mera ilusión producto de mi imaginación, quizás movida por los hilos de la desesperación. Sin embargo, su aliento contra mi rostro y su tacto sobre mis mejillas, devolvieron aquella vida a mis moribundos ojos rasgados, sacudiendo mi corazón como si empezara a latir por primera vez, como si sus brazos me hubieran devuelto el alma que él me robo tras aquella última despedida. Y le escuché. Le escuché en silencio, dejando que sus palabras calaran en mi ser y me hicieran reaccionar. ¿Era posible? ¿Me estaba pidiendo una oportunidad, quizás? Mordí mi labio inferior, agachando la mirada antes de alejarme de él y darle la espalda, suspirando disimuladamente. Aquello era una locura, pero cuánta razón había en esa locura…

- Es cierto que no puede pedirme que le ame…- murmuré con voz trémula.- Pues vos sois el único propietario de mi corazón.

Fruncí los labios, maldiciéndome por haber dejado hablar a aquella parte irracional que habitaba aun en mi ser, generalmente ahogada por las normas y las leyes que debía acatar en silencio. Pero ahora, ya lo había dicho. Y estaba segura de que había sido un error, que probablemente él se reiría de mí y que se marcharía no tanto del jardín, sino de mi vida. Y aun así, sin girarme para asegurarme de que él seguía junto a mí, quise añadir algo más a esa confesión. Algo que me torturaba por dentro desde que le había conocido.

- Pero eso no cambia nada, señor.- repliqué con el ceño fruncido y dejando que unas lágrimas tomaran el terreno de mis mejillas.- Simplemente… no puedo.- y se quebró mi voz.

Mi mirada empañada por las lágrimas no impidió que el anillo de compromiso reluciera bajo el crepúsculo y ahora, la mano me pesaba, como si mis fuerzas hubieran flaqueado, como si llevase a cuestas el peso de un matrimonio que no deseaba, como si el anillo estuviese alrededor de mi cuello y me asfixiara, como si… como si Osgar sólo fuese un espejismo. Movida por aquella estremecedora idea, me giré en redondo en busca de sus ojos.

Algo se resquebrajaba poquito a poco dentro de él... Pero ya eran muchos decenios, toda una existencia. No iba a dejarse amedrentar por nada. Ni siquiera por el supuesto destino de Aya.

Y yo tampoco puedo dejarte en paz, te cases o no.

Frunció el ceño y apretó sutilmente los dientes, porque era incapaz de mantener la dignidad de aquella manera, en un rechazo tras otro, en un hundimiento que a pesar del frío gélido y redundante y oscuro... era tan difícil de quitar de en medio como el olor del tabaco cocido con el que conseguía dormirse en la cama de niño. Ni siquiera se había imaginado nunca en aquella situación, tan desvividamente implicado, como si él mismo estuviera contra los barrotes de oro entre la barbilla de la japonesa que ya sangraba a través de los años.

Claro que eso cambia algo -insistió, dando un paso más al frente, sin dejar de embestirle a los ojos-. Claro que puedes, sigues sin quererlo comprender. Has podido desde el preciso instante en que te interpusiste entre mí y aquel hombre, desde el preciso instante en que me diste ese beso y desde el preciso instante en que te gustó, de principio a fin -se paró a dos centímetros de ella y se colocó las manos en los bolsillos-. Lo único que puedes hacer ante ello es dejarlo pasar o engañarte a ti misma, pero no las dos cosas. Así que... no -soltó una pequeña risotada amarga, mas no débil. Por el contrario, segura-. 'Eso' no sólo cambia algo -flexionó la espalda y acomodó el contorno de sus labios sobre el principio de su oreja-. Lo cambia todo.

Tragué saliva ante sus palabras, su expresión severa y sus gestos ante mí, no pudiendo evitar contener el aliento cuando se acercó a mí, susurrándome que todo lo cambiaba el hecho de sentir algo por él. Aun así, había demasiadas cosas que me ataban a aquél destino que él no lograba comprender. Alcé los ojos y tomé su rostro entre mis manos, gesto demasiado atrevido pero que ya no me importaba quebrar.

- Dame una buena razón para no casarme y no lo haré.- le pedí con un centello especial en mis ojos.

Pero… realmente, ¿qué esperaba que me dijese? ¿Quizás una promesa de amor eterno? ¿Quizás una declaración de amor? ¿Qué? Y aunque me dijese algo que me desarmara… ¿estaba dispuesta a arriesgar aquél matrimonio que tanto beneficiaría al apellido Kuran? Me sorprendió percatarme que así era. Que pensaba apostar todo cuanto poseía, por él.

Un cúmulo de murmureos cercanos me devolvió a la cruda realidad, obligándome a tomar a Osgar de la mano y guiarle hasta la orilla del riachuelo, justo bajo el puente rojo sobre el que momentos antes, nos habíamos reencontrado. Para evitar que nos viesen, le arrinconé contra la estructura de madera, ocultos entre las sombras. Llevé la yema de mi dedo índice sobre sus labios para pedirle silencio, mientras nuestros ojos destellaban por aquella cercanía de nuestros cuerpos, aquella penumbra tras la puesta de sol que enrojecía las aguas. Nos miramos durante tiempo, mucho tiempo, sin movernos de aquella posición hasta que unos pasos que caminaban por el puente nos indicaron la presencia de las familias Miyagi y Morel, buscando a Kaname y a mí. Mis amos exigían mi regreso mientras que los inquilinos de la residencia insistían en que la pareja estaría paseando y conociéndose dentro de aquél laberíntico jardín, invitando a los Morel a regresar a la mansión hasta el regreso de los prometidos. Tras refunfuñar y negarse al principio, mis amos decidieron acceder a regañadientes, siendo mis oídos testigos de cómo sus pasos se alejaban al fin, devolviéndome el alivio.

Sólo entonces aparté mis dedos de la boca de Osgar, dejando de sellarla así. Recorté distancias entre nuestros rostros hasta rozar su mejilla con mi pómulo, susurrándole junto al oído de forma muy tentadora, casi provocativa. Y juraría que el vello de su cuello se erizó al contacto con mi aliento… o quizás fue por mi voz.

- Hagamos una locura.- le reté, torciendo una sonrisa que bien podía confundirse con la de un loco.

Aunque quizás pensar eso no fuese una confusión. Quizás… había perdido el norte. En tal caso, frente a mí tenía al ladrón de mi cordura.




Wiii logré colgarlo desde la Uni! *-*

Oscar se permitía corretear muy lejos de su mente siempre que los dedos de Aya rozaban algo de su piel. Poseían una naturaleza titubeante, acariciadora, casi rígida debido al atrevimiento que lograba sucumbir tras el ansia de llegar hasta el cortesano. Lo apreciaba como si la desorientación del vuelo de un pajarito eligiera sus dedos para recuperar el equilibrio, igual que si la rama más enclenque de un árbol retrasara su caída final al suelo sólo para estar un ratito con él. Y alguien que fuera a retener a la geisha de por vida debía poder sentir algo de eso. De lo contrario, sería una falta de respeto, un desperdicio, una desgracia, un crimen imperdonable. Y algo le decía que el puto Kaname jamás llegaría a apreciarlo.

¿Qué mejor razón puede haber que el simple hecho de que no quieras hacerlo?

Tras responder a aquella pregunta, la japonesa la guió con cuidado para ocultarse frente a la llegada a escena de las dos familias hacia las que empezaba a acumular tanta aversión. Desde su posición escondida fulminó cuanto pudo discernir de cada miembro y lo memorizó dentro de su odio para asegurarse de que un mal de ojo iba a ser posible. Se centró en la nueva cercanía que regresaba a compartir con Aya después de aquella noche en el burdel y aspiró el suave aroma a deseo de los cabellos de la chica.

Además, te aseguro que no ibas a quedarte sola... -prosiguió, retomando las razones para no venderse en cuerpo y alma- En cambio, si te comprometes con ese hombre lo estarás el resto de tu existencia.

Sonrió al recibir la diminuta ráfaga de la boca de Aya cuando ésta le susurró por sobre su oreja y cerró los ojos tras lamerse los labios con la punta de la lengua.

Precisamente de locuras yo entiendo un rato...

Con todo el brazo le rodeó de la cintura y sin soltarla, se arrodilló hasta que su barbilla quedó a la altura de sus caderas. Y con la mano libre, se introdujo en el interior de su falda hasta acariciarle un tobillo con el dedo pulgar y el índice.

Tastarías la libertad... Tu propia libertad. ¿Acaso no te merece la pena más que cualquier otra cosa en el mundo?

El cortesano hablaba de libertad, pero… ¿cómo podía hablarle a alguien de aquella idea cuando nunca antes la había saboreado? Era como hablar de los colores a un ciego; como describir la música a un sordo; como pedirle que cante un mudo; como ser acariciado por un manco.

- Ni siquiera sé lo que significa eso.- susurré con un suspiro, justo antes de observar confundida sus gestos, su acariciar mi tobillo de forma que me hizo estremecer y reír suavemente, percatándome que tenía cosquillas en esa zona.

Me arrodillé ante él y tomé su rostro entre mis manos, acercándome hasta que la punta de nuestras respectivas narices se reencontraron. Sonreí y meneé la cabeza.

Quería una locura con mayúsculas. Algo que me hiciera ver que sigo viva. Algo que me proporcionara adrenalina como aquella vez en la que él me había besado. Algo que poder recordar y sonreír cuando la tristeza o la realidad me asfixiaran entre sus brazos. Algo que sólo supiéramos Osgar y yo; nuestro pequeño secreto. Pero para ello, sólo disponía de una hora hasta que Kaname regresara a mi encuentro y fingir un acuerdo entre ambos para llevar a cabo aquella boda. Una hora para ser yo misma, olvidando las normas y cadenas que me ataban a esa sociedad clasista y machista, llena de estúpidos tabús y silencios. Una hora para cometer el más loco de los errores humanos. Sólo una hora para desplegar mis alas.

Y volé, liberándome de aquella esclavitud… momentáneamente.



Disculpa que sea TAN corto… mi inspiración me abandonó T_T

Precisamente, Aya. Si no la conoces, ¿qué mejor modo de empezar a hacerlo que desencadenándote de un matrimonio no deseado? -prosiguió, a la vez que formaba pequeñas formas acaracoladas con sus dedos sobre el largo de la pierna de la mujer que se estaba haciendo poco a poco con lo mínimo que restaba de la cordura del cortesano- Pero no importa cuánto te lo continúes negando, porque sí que sabes lo que significa. La experimentaste al conocerme y la estás experimentando ahora mismo, amándome, deseándome... - comenzó a depositarle pequeños besos por toda la zona de la cintura que aún seguía al alcance de su boca, traspasando a través de aquella tela ceremonial, la punzada inescrutable de su aliento, que escarbaba hasta agujerear de placer contra la piel desnuda de Aya- Y te encanta... Y porque te encanta, deberías poder tenerla a tu disposición más de una hora, más de un minuto, más de una realidad. No la rechaces, porque es el regalo más preciado que puedes hacerte. Ni yo ni nadie, sino tú...

La flácida vegetación a su alrededor comenzaba a prenderse de una humedad calcitrante, degolladora. La empezaron a sentir por todas partes cuando se dieron cuenta de que buscaban liberarse del estorbo de los atuendos, del amarre de un convencionalismo que no les otorgaba vida alguna.

Aunque si ya tienes pensado rendirte tan pronto, te aseguro que yo voy a seguir al acecho para recordártelo cada día que pase.

Oscar se incorporó raudamente y aferró a la japonesa de los dos hombros antes de pasear sus dedos por su cabello recogido para empezar a soltárselos, a desmelenárselos... Y a medida que las facciones de Aya recuperaban los mechones largos que le correspondían, adelantó su boca hacia su cuello y empezó a mordisqueárselo con contundencia, sin abandonar un solo instante la tersura que era necesaria (y es más, casi inconsciente con ella).

Sus palabras hacían encoger mi corazón y tiritar mi piel erizada tras cada caricia de su aterciopelada voz varonil. Jadeé de pronto cuando su aliento penetró en mi kimono de seda japonesa e hizo cosquillas en mi piel virgen de todo contacto sensual. Seguí los movimientos del joven hasta que se enderezó y sus dedos se deshicieron de aquél enorme moño que coronaba mi cabeza y poco a poco, mi cabello cayó por mi espalda y mis pechos, formando una espesa y negra cortina que me aislaría de aquellos convencionalismos. Alcé mi rostro para mirar a Osgar y sonreírle ante su comentario. Realmente… ¿no pensaba darse por vencido? ¿Por qué? No me importaba. No tenía miedo de él, confiaba ciegamente en aquél hombre de tacto estremecedoramente cálido. Llevé una de mis manos hacia su mejilla derecha, deteniendo el roce a unos milímetros, creando unas chispas de anhelo. Mi rubor coloreaba mis pálidos pómulos, delatando aquellos pensamientos morbosos que asaltaron mi mente por primera vez en la vida. Tragué saliva y entre abrí mi boca, abriendo los ojos centelleantes y clavándolos en los suyos, sin importarme si era o no correcto ese gesto inocente.

- Tú y yo… -empecé, dejando atrás el hablarle de vos para acercarme de algún modo más a él.- … no somos tan diferentes.- objeté con una media sonrisa nostálgica, casi triste.- Tu deber es vender tu cuerpo a unos clientes… y el mío también, sólo que a una sola persona y por el resto de mi vida.

Meneé mi cabeza entonces, pues no deseaba pensar en ello ahora. Ni siquiera quería plantearme la duda que seguía planeando por mi parte racional sobre Osgar: ¿qué era lo que realmente deseaba de mí? ¿Qué le empujaba a seguir cada paso que daba? ¿Por qué ahora prometía luchar por mi libertad? ¿Por qué yo?

Había vacilando, titubeado por aquellas dudas que poco a poco se cernían alrededor de las entrañas de mi pecho, y él lo percibió. Para evitar que me preguntara por aquél cambio de actitud, decidí alejar aquellas dudas y centrarme por primera vez desde que había visto el sol, en mí misma. Sus besos en mi cuello me hacían estremecer de… ¿placer? Dejé escapar un gemido con los ojos cerrados y apoyando mi cabeza sobre su hombro, dejando que mis sentidos se relajaran y mi alma sobrevolara por mi piel, ajena a mi cuerpo y a mi ser. Me deleité con las caricias que sus labios me brindaban, deslizando las yemas de mis dedos por su cuello, su pectoral, su abdomen... deteniéndose al tropezar con su cinturón. Suspiré sobre su garganta y me apegué a su cuerpo, casi como si deseara fundirme con el suyo.

¿A caso no lo deseaba realmente? Había dejado de autoengañarme.

El chico volvió a sonreír contra su piel y comenzó a pronunciar la intervención de su lengua al enésimo beso. La paseó desde la nuca hasta derramarla en sus clavículas, mientras retiraba las porciones de tela que dificultaban el total control sobre los estremecimientos del cuerpo de la chica. Dentro del maldito incordio que suponían aquellas prendas, le gustaba embelesarse en ellas, en cómo su tacto era casi etéreo y se enredaba a sus dedos una y otra vez con la misma timidez evasiva con la que su dueña le salía desde su primer contacto íntimo hacía días.

Había aprendido ya a lidiar con ello y es más, llegados a ese punto decisivo junto a la geisha de desinhibirse frente al estatus deforme de una sociedad que los reprimía antes del primer parpadeo de sus vidas, resultaba más incitante que cualquier afrodisíaco que se hubiese inventado hasta el momento; ese momento en el que engullía el sabor a Aya como si no hubiera más alimento a su disposición en el planeta.

Te equivocas, hay una gran diferencia entre nosotros. Yo elegí a lo que dedicarme y siempre soy libre de dejarlo cuando quiera -replicó, al tiempo que descendía las manos más abajo de la cintura de la japonesa-. Vender tu cuerpo a gente que paga por ello no implica entregarte emocionalmente, eso sólo me está ocurriendo ahora contigo... Te aseguro que no soy infeliz con mi trabajo y sin embargo, contigo esos hijos de puta pretenden que tu destino sea dedicarte enteramente a una persona, que ni siquiera paga por ello y que además ya te ha confesado su amor por otra. Eso es machista y degradante, mientras a él no le juzgarán cada vez que se marche a fornicar con su amante, a ti te señalarán con el dedo sólo por buscar esto que compartimos tú y yo ahora...

Empezó a levantarle poco a poco el vestido, esperando a que ella le ayudara con aquellas ropas tan extrañamente difíciles de retirar.

Y no pienso permitirlo... -reincidió, acariciándole los labios con el pulgar a la vez que le mordisqueaba la barbilla- ...porque de cuantas personas he llegado a conocer, tú eres de las poquísimas que se merecen retener la felicidad.

Dejé escapar otro suspiro sobre su piel, dejando que sus dedos trazaran aquél camino por el que nadie antes había caminado: mi piel. Cerré los ojos y gocé del momento, del silencio, de las caricias y del vagabundeo de su lengua por mi nuca, bajando por mis clavículas mientras sus manos intentaban desprenderse de mi kimono, no pudiendo evitar sonreír al percatarme de sus esfuerzos casi inútiles, pues no sabía cómo desabrochar aquella prenda nipona. Pero antes de que pudiese hacer nada más, él habló de nuevo, y abrí los ojos como si eso me permitiera ejercer mayor atención en sus palabras.

- Dime, Osgar… ¿a caso dejarías tu trabajo si yo te lo pidiese?- pregunté entonces con la nariz fruncida, intentando hacer una analogía de lo que significaba mi vida como esclava.- Y en realidad… sí pagará por mí, pues en estos momentos ambas familias están discutiendo el valor de la dote que los Miyagi deberán pagar a los Morel para firmar mi enlace con Kaname.

Sin quererlo, mis labios se torcieron en una mueca de disgusto, pese a intentar disimularlo con mi cabello ocultando parte de mi rostro. Y pensé que ahí había quedado el asunto, que simplemente Osgar se daría por satisfecho con aquella situación y que probablemente soltaría mi cuerpo y desaparecería de aquél paraje, viéndome como alguien imposible. Aunque… ¿a caso no lo era? Mi mente vagó entonces a aquellos poemas tradicionales en los que hablaban de un amor cortés, un amor platónico. ¿Era ese nuestro caso? Ni siquiera sabía lo que él sentía por mí y yo ya empezaba a imaginarme el desenlace… Meneé la cabeza frenéticamente para expulsar esos pensamientos y alcé de nuevo la vista hacia el muchacho que aún me tenía firmemente agarrada por la cintura, mientras una de sus manos buscaba algo debajo de mi falda. Me sonrojé y tragué saliva, sin saber qué hacer. Pero él habló de nuevo y sus palabras me llenaron de una calidez jamás antes saboreada. Con su simple “no pienso permitirlo” había logrado despertar un sentimiento extraño para mí, el sentirme protegida y casi, casi… querida. Era una sensación jovial, fresca pero cálida como un abrazo, como el propio calor corporal que Osgar irradiaba ante aquél roce de nuestra piel.

- Esto es lo más parecido a la felicidad que jamás he sentido… y te lo debo a ti, Osgar.- le aseguré en un suspiro, antes de alejarme de su cuerpo de sus manos, dándole la espalda para admirar el agua que bajaba por aquél riachuelo ya con tintes azabaches y enviando destellos a mis ojos provenientes de la luna que poco a poco iba escalando por aquél firmamento violáceo.

Y sin decir nada más, llevé mis manos hacia el cinturón de tela que sostenía el kimono con un fuerte lazo a mi espalda. Con sutileza y elegancia tiré de él hasta que cayó sobre el césped de la orilla. Sin mirar al joven y con un pequeño gesto de mis hombros, dejé caer la tela del vestido a mis pies con un leve estremecimiento, pues la brisa nocturna empezaba a hacer mella en mi cuerpo y ahora no poseía el calor de Osgar. Y entonces, hice un movimiento de mis tobillos hasta que las zori se vieron abandonadas, así como el resto de la ropa. Y así, completamente desnuda y sin ningún pudor por primera vez en la vida, empecé a girarme lentamente hacia él, algo temerosa de lo que pudiese ver en sus ojos.

Y le sonreí dulcemente.

No siempre era capaz de escucharlo con palabras, más bien conseguía sentirlo y adquirirlo y extraerlo de las caricias y leves arañazos excitados que derramaba por cada zona de Aya que sus manos alcanzaban. Pero fuera como fuere, podía captar las dudas de la chica sobre él; lo que haría o dejaría de hacer, lo que significaba ella, como persona y como objeto de deseo.

No te esfuerces... -rebatió tras un suave y duradero lengüetazo por el largo de su cuello- Pagará por ti, pero no a ti... Serán esos cabrones de los Morel quienes se enriquezcan a tu costa, de modo que no me sirve.

Si algo había acabado absorbiendo a Oscar a lo largo de los años era la comunicación no-verbal, esa forma de transmitir la verdad irrevocable no con la volatilidad del habla, sino con la realidad objetiva de los hechos. No le había dicho que el lugar que ocupaba ella en su vida podía compararse a su declaración de amor, pero no la había dejado en paz desde la escena en el burdel y ahora estaba allí, tratando de satisfacerla a toda costa con la ímpetu desgarrada de sus movimientos carnales... De modo que no necesitaba abrir la boca más que para pronunciar su nombre entre leves jadeos o convencerla de una libertad por naturaleza, porque bajo sus manos y boca y lengua yacía la manifestación de sus sentimientos más profundos.

Respecto a lo de dejar mi trabajo, desde luego sería una decisión muchísimo más compleja que el mero hecho de que me lo pidieras, empezando por el tema económico... Pero, al menos, puedo garantizarte que no lo descartaría.

Y entonces, Aya le hizo otra confesión; que ya era feliz gracias a él... Reparó en aquel preciso instante de que había estado todo el rato hablando de felicidad, pero para el propio Oscar era un tema que había experimentado en contadas, borrosas ocasiones... Había pensado que lo único que le haría falta a ella para ser feliz iba ligado a ser libre, pero saber que además él como individuo era responsable de aquella utopía enrebesada, después de días de esclavitud y reglas...

Contempló el cuerpo totalmente desnudo de Aya cuando ésta terminó de retirarse toda la ropa y se volvió hacia Oscar con la sonrisa más cegadora con la que se había topado hasta ese putísimo instante. Y no fue ni antes ni después... que supó que él también era inmensamente feliz.

El rostro de Oscar pareció iluminarse entre aquella oscuridad que empezaba a ocultarnos de aquellos quienes bien podían volverse nuestro público. Di unos pasos al frente y posé la yema de mi dedo índice sobre los rebeldes labios de mi compañero.

- Shhh…- le pedí en un susurro casi inaudible, demasiado parecido a un soplido de la brisa.

Y sin agachar la mirada ni rehuir de él, retrocedí paulatinamente sin borrar aquella sonrisa delicada de mi rostro, hasta que uno de mis pies desnudos se sumergió en la gélida agua del riachuelo, haciéndome soltar un jadeo y un estremecimiento que recorrió mi cuerpo de principio a fin. Metí el otro pie dentro y seguí retrocediendo hasta que el agua me cubría las rodillas. Me senté junto a una roca, aún bajo aquél puente de madera roja como escenario y testigo de los hechos. Extendí mi mano derecha hacia él como indicador de mi deseo de que imitara mis gestos y se acercara a dónde me hallaba. Ladeé mi cabeza, sonriéndole tímidamente antes de hablarle con dulzura y una pizca de picardía.

- Libérame esta noche… más que el alba devore el recuerdo de estos besos platónicos.

Sí, tal y como le estaba implorando, le pedí que provocara en mí la más disparatada de las locuras, el error más difícil de remediar, el quebramiento del tabú más arraigado. Y luego, en cuanto el sol bañase con su luz la esplendorosa París y nos descubriera en aquél precipitado escondite, lanzara aquellos recuerdos y momentos en el más profundo océano del Olvido. Aquello era hipócrita por mi parte, bien lo sabía y consciente estaba de mis palabras. No obstante, también era conocedora de mi realidad, de mi esclavitud y del no poder negarme a aquello que mis amos decidieran hacer con mi cuerpo. Osgar no parecía querer entenderlo y yo no deseaba romper aquél mágico e inolvidable retal de una libertad que desde que había nacido me había sido arrebatada. Tan sólo podía ofrecerle eso, un pellizco de mi vida. La cuestión era… ¿nos bastaría?

Aceptó la mano de la chica que tiraba de él hacia el agua y cuando estuvo tan hundido como ella, usó la mano sobrante para empezar a retirarse la camisa… Sonrió de lado al comprobar cómo Aya volvía a perder sus ojos por su torso desnudo y permitió que el pequeño riachuelo bordeara los recovecos de su cuerpo hasta limpiarlo de todas las impurezas posibles que tanto estaban de más junto al calor de esa mujer. Podía sentirlo con toda su esplendor, a pesar de que estuvieran mojándose en el agua y desde allí, atrajo a la japonesa para apegar sus pieles, asfixiarse en el néctar acuoso de un destino entonces sí al alcance compartido de sus dedos unidos.

Dieron unas cuantas vueltas sobre sí mismos, explorando así el terreno, acostumbrándose al frío glacial del otoño, ahuecándolo todo en el tacto de sus poros apenas conscientes de una realidad que los convertía en témpanos de hielo masoquistas, que se derretían juntos hasta hundirse en lo más recóndito de un lago. Cerró los ojos cuando ella se aferró a su pelo, deslizó las yemas húmedas por su nuca y él aprovechó para regresar a su cuerpo, mas esta vez con el líquido ardiente de su saliva que la recorrió en un escalofrío, cual apetitoso contraste con el frío en el que se hundían literalmente.

Cogió con suavidad las muñecas de Aya y poco a poco las guió hasta llegar al borde de sus pantalones. Notó la tensión proveniente del contacto que redirigía los escalofríos preocupados de la geisha, pero la correspondió con otra sonrisa, sincera, apaciguadora, sanadora… Así que Aya no logró más que relajar los músculos, más calmada, y empezar a retirarle también la zona de abajo al chico.

Así, con Oscar exactamente igual de descubierto que ella, descendió las manos y se hizo delicadamente con las piernas de la chica. De un pequeño impulso, la subió a lomos de sus muslos y de nuevo pecho contra pecho, aliento sobre aliento, la besó lentamente en un mordisco largo y un paseo terrenal por su lengua, que depositó con firmeza la huella del agujero negro, demoledor, irresistible, que representaba el descaro de su deseo amoroso.


Conseguí conectarme con el pen de mi madreeee, ¡pero no me da tiempo a enviarte MP, sorry! ;O;

Era su mirada la que inundaba mi condena. Era mi mirada la que sufría en mí esa pena en que sus ojos eran oscuros para mí. Hipnotizada por sus gestos y embriagada por el aroma que su piel desprendía al abrazarme, nuestros cuerpos se entrelazaron bajo la radiante luz de la luna. Mis dedos recorrían cada poro de su piel, explorando un terreno insospechado, cubriéndome de sabiduría. Pese a la frialdad del agua, en su cuerpo era verano. Un cálido y excitante verano que me amarraba a él. Suspiré sobre su cuello, deseando que nunca me liberase de aquella prisión en la que sus brazos eran los barrotes y sus besos mis carceleros.

De algún modo, olvidé que Osgar se trataba de un ave de paso que el amanecer se llevaría consigo. Olvidé las ataduras de mi cuerpo y aquellos juramentos de fidelidad casi divina a un hombre sin rostro. Borré de mi mente cualquier retal de razonamiento, desnudándome también como persona, dispuesta a entregarle la flor que había cuidado toda mi vida a la espera de hallar maceta que la regase con caricias y amor cada noche.

- Quiero apagar en tus labios la sed de mi alma.- musité, antes de perderme en su boca y naufragar en aquella saliva que beso a beso, contaminaba mi interior, esclavizándome a los suspiros que de sus labios escapaban, acompasando mi pulso al suyo, compenetrándose perfectamente en la melodía más maravillosa con la que mis oídos jamás se habían deleitado antes.

¿Dónde se escondía aquella Conciencia que siempre me regañaba? ¿Aquella que me gritaba con cada error que cometía? ¿Aquella que me pellizcaba siempre que en mis retinas aparecía el rostro de Osgar? Por una vez… ¿había sido ahogada en aquél charco de rosas con el que su elixir cubría ahora mi cuerpo? En mi interior todo era silencio… lo que me confirmó que incluso mi conciencia me había abandonado ahora a mi suerte.

Cerré los ojos cuando mis piernas se amueblaban a las caderas de Oscar y mis brazos se colgaban del cuello del varón. Suspiraba por el hecho saborear el cielo por primera vez, sintiendo que mi cuerpo reaccionaba a cada roce de sus labios sobre mi piel, haciéndome estremecer cuando cada beso gravaba a fuego en mi piel el nombre de Osgar. Él era mi único dueño… en cuerpo y alma. Él era el ladrón de mi cordura y de mi corazón. Todo cuanto era y poseía le pertenecía a él. Cada retal de mi ser ahora ya no lo sentía como mío. Pero aquella sensación no era desagradable.

El resbalar de su ternura sobre mi cuerpo había abierto el cerrojo de mi silencio, descubriendo en el interior del cofre de mi entrepierna un tesoro puro y casto como probablemente nunca antes había admirado. Y naufragué, perdiéndome en el profundo mar de su boca, bañándome con su esencia como si fuese la primera y la última vez en la que podría colarme por aquella rendija de sus labios e infiltrarme en su cueva desierta pero llena de un amor infinito que ni tan siquiera sospeché que fuese enmascarado.

Mi alma tiritaba bajo aquella pálida piel que vestía, sintiendo el desprendimiento de mi corazón cuando mi amante me lo arrebataba con cada caricia, con cada suspiro, con cada roce, con cada beso… con cada segundo que permanecíamos entrelazados, dando rienda suelta a una pasión desmedida y sin más control que el que la locura nos ofrecía. Y así fue como caí en el abismo de la lujuria…




Don’t worry, my love (: Te esperaré…

Oscar sonreía frente a la escucha de todas aquellas frases que iban surgiendo tan poéticamente de labios de Aya. Bien era cierto que tiempo atrás, habría arqueado las cejas como en otras tantísimas ocasiones y habría hecho un pacto con el mismísimo Belcebú solo para que le hubiera permitido aguantar la risa que tan descomunal y demente se preveía. Casi prefería los gargajos basureros, sin lógica ni fundamento, que se publicaban como novelas románticas de desgañitada entrega y obnubilada visión, completamente idiotizadas de la realidad que implicaba conocer de más de un día a la otra persona antes de confirmar todo aquel amor desproporcionado e inverosímil (por no hablar de paradójicamente superfluo).

Y sin embargo, de lo único que tuvo ganas en aquel preciso instante y tras aquellas apasionadas afirmaciones, fue de arrodillarse como un falso prosélito y responderle con un buen corte de mangas al infierno.

Vaya, para toda una vida de jaulas de oro y obligaciones milimetradas, dices cosas muy... -y se interrumpió a sí mismo al pasearse la punta de la lengua por el borde de los labios a un suspiro de la boca de Aya-... indecorosas.

No desaprovechó ni un solo jadeo ni frase dejada en el aire para detener su lengua o el recorrido resbaladizo, aunque sujeto a toda firmeza en los movimientos, para cesar sus yemas y dedos y marcas de aquel ardor que a aquellas alturas evaporaría el agua. Recreó toda la imagen en su mente mientras volvía a besarla y se decidía a profanar suavemente el espacio crucial entre sus piernas:

Se imaginó el lago convirtiéndose en vaho humoso que se perdiese entre los matojos que poblaban el jardín o entre el propio cielo con sus nubes de mentira, igual que la maldita pretensión de Aya a resumir su existencia a una incapacidad que la condenaba bajo el temblor mongólico de unas manos controladoras que ni siquiera estarían pensando en ella. Pudo ver al otro lado de su mente, cuando sus dedos verdaderamente tangibles exploraban toda la zona virgen de la japonesa, la forma en la que sus cuerpos desnudos quedaban al descubierto y las gotas del río se escabullían a través de sus poros con el único consuelo de que no se marcharían sin haberles tatuado el frío en las sienes...

Mas no pudo concebir ningún otro elemento menos candente que el fuego cuando consideró que podía empezar a retorcer sus actos con sumo cuidado sobre su clítoris a pesar de todo expectante. Y una vez incidido, marcó el compás latente de unas caricias súbitas que derrochaban tanta experiencia en el mapa humano del placer que se dieron el lujo de percatarse de que, en aquella situación, con aquella chica y aquella intención movida por un sentimiento, la satisfacción no era otra cosa que enteramente mutua.

Sonreí ante la sorpresa de Osgar, asombrándome yo cuando él usó sus dedos para explorar el interior de mi cuerpo, una zona inaccesible y que de algún extraño modo, ahora deseaba ser descubierto justamente por la persona que tenía entre mis brazos, bañándome con su olor, sus caricias y sus besos, luchando por adueñarme de sus labios y de su mente, para que aquello no fuese un simple brote de libertad, sino algo más que eso… quizás un recuerdo, pues no podía aspirar a nada más sólido que eso.

Mis labios anunciaron un gemido placentero aunque algo doloroso, el que, a continuación, siguió un jadeo excitante al percibir la humedad en mi entrepierna, más allá del agua del riachuelo que cubría parte de mi cuerpo desnudo, aun entrelazado al de Osgar. Me aferré entonces a su cuello, jugueteando con algunos mechones de su cabello a la vez que sus movimientos se profundizaban y aquello que tanto había cuidado, aquella flor, empezaba a marchitarse poco a poco, sin que eso perturbara mi deseo de ser poseída por Osgar. Mis latidos palpitaban a un ritmo casi frenético, haciéndome cerrar los ojos y conteniéndome de gritar de puro placer. Así, sin darme cuenta de ello, me vi moviendo mis caderas siguiendo el compás que las caricias del hombre brindaba a mi vagina, enfatizando así la profundidad y el goce.

Fue entonces cuando unos gritos alarmados me devolvieron a aquella cruda realidad en la que la libertad, no existía para mí. Parpadeé un par de veces y entorné mis ojos hasta hallar el dueño de aquella voz ahogada, justo sobre el puente rojo bajo el que Osgar y yo nos encontrábamos demasiado cariñosos a vista de cualquiera. Tragué saliva y aunque quise que mis manos soltasen al joven y mis piernas corrieran del riachuelo ahora que aún podía, mi cuerpo no se movió, ignorando aquellas órdenes internas. Y allí, con los ojos descompuestos, lleno de ira y herido en lo más hondo de su dignidad varonil, Kaname aullaba una multitud de insultos nipones que perforaron mi alma como quinientos sables envenenados. Me estremecí, luchando por despegar mis labios e intentarle explicar lo sucedido, sin éxito alguno. Él se agarraba a la baranda de madera, haciéndola añicos por la fuerza que le aplicaba.

Y cuando ya estaba al borde de sufrir un síncope, aparecieron la familia Miyagi al completo, alarmados por los sucesivos gritos del primogénito, desviando la vista de su rostro enfurecido al río del jardín, donde contemplaron una escena erótica entre la que ya era la prometida oficial de Kaname y otro hombre sin identificación aparente. Agaché la mirada, llena de vergüenza, temor, horror, decepción y un cúmulo de sensaciones que nunca antes había sentido de golpe. Me alejé entonces de Osgar, avanzando hacia el público que en silencio me devoraba con la mirada. Alcé mis brazos como súplica y luego les dediqué una reverencia, aunque mi desnudez poco ayudó a la situación y ellos se tomaron aquél gesto de disculpa como una osadía más por mi parte. Y allí fue cuando todo se volvió negro y oscuro para mí, más incluso que la misma noche que se había convertido en nuestro aliado momentos antes.

El patriarca de la familia hizo llamar a un sirviente y éste le ofreció un majestuoso y espeluznante látigo formado por varias láminas de metal con espinas de acero incrustadas en ambas caras de estas. Sin decir nada ni mirar a Osgar, salí del agua desnuda como me encontraba y caminé hacia el puente, cabizbaja. Ante el padre de los Miyagi, me arrodillé y apoyé mis manos en la madera, cerrando los ojos antes de que un gemido de dolor rompiera el silencio que el látigo había dejado tras el primer azote. El primero, de noventa y nueve.

No me alcé cuando su mano de hierro lanzó el arma lejos de mi magullado y sangriento cuerpo. No deseaba que nadie viese el sufrimiento en mi rostro, aquellas enormes lágrimas que manchaban la madera de aquella pasarela junto con las salpicaduras de mi sangre que se confundía con el rubí de la pintura. Entonces, el patriarca se dirigió hacia su hijo mayor, dejándole a él el derecho a decidir qué hacer conmigo pues, visto lo visto, los Morel habían firmado ya mi noviazgo con Kaname Miyagi, lo que había propiciado que ellos hubiesen dejado de ser mis dueños y por lo que escuché, se habían marchado sin tan siquiera una despedida. Mis articulaciones adoloridas por soportar aquellos golpes brutales resonaron cuando mis dedos se movieron para cerrarse en un puño de impotencia, pues Kaname me estaba repudiando como al deshecho más pestilente que hubiesen sus ojos conocido jamás. Así, me echó de su casa y me maldijo por el resto de la vida. A Osgar, ni siquiera le dedicó una mirada despectiva, nada. Hasta que sus pasos se alejaron y la soledad, se cernió sobre mí sólo por unos momentos. Sólo hasta que los guardias de seguridad nos tomaron de los brazos y nos expulsaron a empujones, cerrándose las puertas de aquella fortaleza que en un principio había soñado con que fuese mi cárcel.

Se arrepintió fieramente de habérselos imaginado al descubierto hacía apenas un instante, porque la intervención de aquella familia del diablo era muchísimo más gélida que la sensación de frío tras el agua del lago evaporándose de entre sus cuerpos. Mientras acontecía toda la escena, la humildad y humillación de Aya, el espectáculo del orgullo haciéndose trizas, la posesión del arma verduga que mostraba sus colmillos a la "pecadora" primeriza... Oscar empezó a pensar que sus divagaciones de antes se harían realidad, pues sintió la rabia arder de tal forma que sabía que el agua a su alrededor no tendría otra opción que burbujear como si acabara de transformarse en lava.

Surgió del pequeño lago lentamente, permitiendo al descender de las gotas inundar cada recoveco desnudo de su figura, incluso con muchísimo menos pudor que el que sentía frente a la escasez total de ropa. Su andar era templado, con la silueta robusta y perlada digna de encontrarse entre los cuadros masculinos del propio Caravaggio y si bien los jodidos propietarios de aquel recinto no podían fijarse en él tanto como en la reciente desgracia de Aya, fue innegable afirmar que su impuesta presencia se había hecho un hueco destacable en la contienda.

Por cada latigazo que el patriarca propinó a Aya, recibió un puñetazo del muchacho más sangrante que el resultado macabro sobre la piel de la japonesa. Detuvo cuanto dolor pudo para con ella y en más de una ocasión, fue apresado por el resto de hombres a su servicio que lo alejaban de seguir magullando al jefe de familia. Mas como un resorte estropeado, pero todavía en funcionamiento, volvía a la carga con más puños y saña. Porque no únicamente estaba defendiendo el cuerpo y el alma de la muchacha a la que había metido en eso, también se estaba encontrando a sí mismo en la cantidad de marcas violentas, propias y ajenas; en una mezcla de castigo impuesto y ansias de abrirle los ojos a alguien que los tenía tan pegajosos de abominable demagogia que no se daba cuenta de que todavía vivía en la retrógrada era de los samuráis.

Mucho antes de que los guardias se acercaran a ellos para echarlos, no se olvidó de agarrar las ropas que fuera de la residencia les servirían de cobijo frente a un convencionalismo casi más acuciante. Cuando las puertas quedaron cerradas, se mantuvo abrazado a la figura de Aya sin dejar de clavar sus pupilas ardientes en la denigrante tiranía que ahora se ocultaba al otro lado de la madera. Con suma delicadeza y cuidado en sus nuevas heridas, vistió a Aya con la ropa del chico, pues podía manejarla mucho más fácil y rápido que la de la japonesa. Para sí mismo se bastó únicamente con cubrirse los hombros con el kimono y de cintura para abajo con parte de las demás telas complementarias.

De ese modo, agradecido de que los inicios del cielo oscuro volvieran a convertirse en sus aliados, llevó nuevamente el cuerpo magullado de la japonesa en brazos y se marchó del lugar con paso ausente, pero firme.



Doy por cerrado el tema, querida, abriré otro en un sitio distinto y te pondré el link por MP