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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Mikhail Argeneau Miér Ene 16, 2013 4:39 am

‘Cada rompecabezas, tiene sus piezas.’


La caída de uno de sus mejores peones había sido motivo de celebración en el castillo de If. Sus vástagos habían sido partícipes de una de las orgías nunca antes vista. No había habido reglas. Mortales e inmortales eran invitados a luchar por la supervivencia. Mikhail había estado observando – desde su trono – a sus marionetas moverse sin él controlándolos. Al principio, había ordenado llevar a solo un limitado número de humanos. Nada le excitaba más que el caos. Los vampiros habían enloquecido, luchado entre ellos en su afán por marcar a las presas. No escatimaban en hacer uso de sus habilidades y, como comprobó con una sonrisa petulante, ninguno de ellos dejaba pasar la oportunidad de demostrar cuán mejor eran. Su ejército, que había crecido considerablemente los últimos años, estaba dividido en grupos. Cada uno seguía órdenes de un solo hombre. Les había advertido que si podían vencer a su líder, tendrían el derecho de reclamar su posición. Rafael, quien unía a todos ellos, había estado a su lado, disfrutando del espectáculo. Él ignoraba que ya había sido desechado. Sus servicios habían dejado de ser necesarios. La llegada de Darius no solo había significado la derrota de Lucian, también la suya. Las paredes habían sido completamente cubiertas de rojo. Los humanos habían muerto en el primer asalto. No quedaba nada de ellos, más que trozos por todas partes. El olor a sangre solo los había vuelto más agresivos pero, ¿qué podía esperarse? Sus vástagos habían sido asesinos antes de abrazar a la oscuridad por completo. Después de eso, Tiberius había permitido que eligieran a su víctima de entre los prisioneros. El sonido del sexo y la alimentación pronto sustituyeron los ataques brutales. El salón principal había sido el escenario de una de las mejores obras de teatro. Se encontraba en medio de su propio festín cuando le fue comunicado que Hannes había puesto fin a la maldición. En el pasado, ellos habían recorrido el mundo, haciendo que sus nombres alcanzaran fama al cometer las más terribles hazañas. Su éxito, solo podía ser festejado como antaño.

Se adentró a las oscuras calles de Paris, sin poner atención a los humanos que se encontraban en las cercanías. No necesitaba mezclarse ni jugar a ser uno de ellos. Su arrogancia no se lo permitiría. La forma en que se movía dejaba en claro su naturaleza depredadora. Los rayos plata de la Luna eran devorados por el rubí que colgaba de su cuello. La camisa estaba desabotonada lo suficiente como para que se mostrase una uve de su piel marmórea. Rafael se había quedado atrás para capturar y reemplazar a los humanos que habían muerto la noche anterior. Mikhail no era el único que se divertiría. Su boca se torció en una sonrisa cruel al escuchar a una pareja copular en uno de las cuadras vecinas. ‘Quizás estés interesado en rastrearlos’. Emitió el pensamiento con facilidad. La telepatía era un don que había perfeccionado con cada uno de sus vástagos. ‘Lo haré tan pronto tenga a estos a bordo’. Su segundo al mando no perdía el tiempo tan pronto aflojaba sus riendas. Alguna que otra familia que se creía a salvo bajo techo, estaban por descubrir lo equivocado que era ese pensamiento. Nada era seguro, ni siquiera la muerte. La noche parecía pasar con completa tranquilidad. Las voces alrededor eran amenas. Los corazones palpitaban llenos de vida, invitándole a unirse, a ponerle fin a su fúnebre sonata. El juego no podía empezar sin Hannes, así que los peones tenían que esperar. ¿Qué mejor que su amigo eligiendo a la víctima? Cruzó las puertas de la taberna con un porte que cualquier rey con trono envidiaría. Las miradas pronto se posaron en él. Había algunos vampiros con quien se había cruzado en su larga vida como mortal, pero para Mikhail, todos eran menos. A pesar de que había un par de mesas desocupadas, el vampiro se dirigió rápidamente a una que se encontraba en el centro. Tres caballeros jugaban a las cartas. – Me temo que estáis en mi mesa. Quien había llevado la mano para reclamar el botín, levantó la mirada para enfrentarlo. En ese simple gesto, había entregado su alma al diablo.


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Mensaje por Mstislav Lèveque Vie Ene 18, 2013 12:14 am


Un vulgar vacío. Ese fue el precio que pagó por obtener la libertad.

La vida de Hannes es un completo misterio para los hombres comunes, antes de Aria sólo existe una persona con la cual él podría poseer confianza. Su nombre Mikhail. Pero ni siquiera él supo lo que hubo antes de que ese hombre perdiera su humanidad. Nunca supo lo que era perderlo todo porque jamás había poseído algo que amara más que a su propia vida, sólo ella. «Oh, Aria. ¡Soy un maldito egoísta! Prefiero tenerte yo a que tus hijos te encuentren en el otro mundo» Hannes, a diferencia del resto. Reconoce que la melancolía golpea a los vampiros de la misma forma en que acaba consumiendo la felicidad del hombre, pero nunca ha dejado que esta desuelle la dignidad del vampirismo. Como los cuervos, el hombre siempre ha sido orgulloso por naturaleza, tan creídos de su fortuna, de la belleza oculta en el negro azabache de sus alas y la indiferencia al juicio sobre el sinónimo de maldad que su nombre representa. El vampiro, como leyenda mitológica no es diferente. ¿Por qué detenerse al alba y llorar a una mujer que no sólo le salvó la vida, sino que con su sacrificio había acabado con la maldición que lo ataba a una puta silla? Así fue como esa jodida mujerzuela llegó hasta su cama. No era la primera, tampoco sería la última.

El cuerpo de la pelirroja descansó sobre a cama después de copular con el falo perfectamente restituido de Hannes. La juventud de antaño, por fin logró vestir su esencia, esa jodida y maquiavélica pinta del mismísimo demonio. Cabello negro, piel blanca y ojos tan azules como el color del zafiro. ¡El amante perfecto! Alcanzó a escuchar de los labios de la cortesana antes de que esta expirara su último aliento bajo las fúnebres embestidas del varón. Su necesidad, su hambre, tardó casi trescientos años para probar los líquidos lujuriosos de una mujer, casi tres malditos siglos en los que sus únicos deseos poseían el nombre de ella. Su aterradora acompañante. Después de su muerte, desarrolló la obsesión por las melenas rojizas y cuyos cuerpos se asemejaran al de Aria. Pero ninguna de ellas podría resistir el frenesí del hombre que las penetraba con tan vehemencia y furia que, al primer rose, sus entrañas se removían en el interior de la frágil humana. Sustituirla era una reverenda estupidez, más el hecho de compararla con simples mortales. Las paredes de la habitación se bañaron en sangre, la peste de esta provocó la llamada de esas aves rapaces que esperan impacientes la oportunidad para tragar la carne putrefacta de los cuerpos. Moscas en los cristales de la ventana, ratas intentando arrancar un pedazo de carne. Las marcas de sus uñas en el suelo, el ángulo en que la sangre fue a parar hasta el techo, la forma de sus ojos semi-abiertos inclinados ligeramente hacia arriba y los moretones en la piel pálida de la joven. Todo el conjunto hacían del lugar un espectáculo comparativo con una pesadilla. ¡Pero nada de eso tenía sentido! Ni siquiera estaba a la mitad de su perturbada mente, de su maldad y el deseo incontenible por callar esas jodidas voces que gritaban dentro de su cabeza.

El casero, había recibido bastantes quejas por parte de sus inquilinos con respecto a un olor repugnante que emanaba de la habitación de Hannes. El vampiro, asesina a sus víctimas y las esconde en una trampa escondida debajo de la cama. De ahí la peste. La cortesana actual y sobre la cama, era la décimo novena. ¡Sólo tres días! Es el tiempo que lleva metido en ese hostal y una semana completa desde que la maldición se rompió. El casero no respetó y abrió la puerta repentinamente. Su terror al observar a la joven muerta sobre la cama fue excitante para el hambriento vampiro. Quería más, siempre más. Fue acusado. Las carcajadas de su boca estallaron por la habitación. La demencia era la explicación más lógica al verlo postrado a los pies de la cama adorando a la muerte de aquella mujer. Con una patada azotó la cama y la movió para descubrir la trampa. El hombrecillo regordete y calvo la abrió rezando entre labios un padre nuestro. Su sorpresa fue desgarradora, su grito ahogado y la repugnancia tal que no soportó el impacto y se desmayó. Patético. Las campanadas del reloj resonaron desde la recepción del lugar, indicaron que la hora había llegado. Su pequeña reunión con Mikhail no podía esperar. Arrojó un par de billetes al cuerpo del hombrecillo para que cuando despertase, encontrara cubierta la deuda por los días que estuvo y la restauración de la habitación ¡Que vampiro más considerado!

Pudo haber volado hasta la maldita taberna, pero no. Quería correr. Correr como nunca lo había hecho. Sentir la tierra debajo de sus pies, las piedras intentando roer parte de su dermis. Deseaba poder apreciar el dolor en sus piernas, el frío o el calor. ¡Imposible! Pero nada se lo sacaba de la cabeza. Recorrió las calles, cada esquina más deprisa. Su atavío estaba un poco sucio debido a los restos de la mujerzuela, apestaba a sexo y sangre. Le hubiese podido llegar un poco exhausto al lugar, inhalar el aire con sus pulmones sintiendo como el frío de este le calaba en las fosas nasales, pero llegó con la normalidad de siempre, como si un carruaje lo haya arrastrado hasta ahí. Entró a la taberna sacudiéndose un poco el polvo que levantó con la carrera. Observó al excéntrico hombre discutir con alguien que ocupaba su lugar. Mikhail era un exhibicionista, siempre gustoso de mostrar cuan jodidamente rico era, Hannes por su lado, era más corriente. El problema es que tienen el mismo desorden mental. No por nada eran los mejores amigos. –Déjalo Mikhail ¿No me digas que tu corazón se ablandó con el tiempo?- Se mofó de la forma en que ‘amablemente’ se refería al intruso. Caminó con paso firme hasta llegar a ellos, evaluó al hombre con la ceja en lo alto y pateó su cuerpo hasta el otro lado del sitio. Fue notable la fuerza descomunal, pero no le importó, ¿Quién le creería a un puto ebrio? La sensación del golpe en su pierna y la excitación de adrenalina, lo condujeron a un éxtasis que había olvidado. –¡Así se trata a las ratas!- Exclamó levantando los brazos y en alegoría a su poder. –Pero vamos, siéntate… estas en tu casa- Terminó con una sonrisa de medio lado. Abrazaría a ese maldito infeliz e incluso podría besarlo, pero era mejor golpearlo en la cara y regalarle una esclava.


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Mensaje por Svetlana Metanova Vie Ene 18, 2013 11:54 pm

El diablo tiene aroma de mujer y se viste como una ramera


El crujido de los huesos rotos retumbó en las paredes mohosas del callejón oscuro y maloliente. Unos ojos encendidos como una hoguera brillaron en la penumbra, extasiados de placer y de muerte. El cuerpo sin vida cayó pesado y sin ninguna parte ósea que no estuviese rota. El piso se bañó, inmediatamente, de la poca sangre que quedaba en el joven y los bichos no tardaron en congregarse sobre él. Svetlana sonrió, hambrienta e insatisfecha, quería más y más. Se atavió con su vestido color púrpura, de escote profundo y provocador, con manos expertas se ajustó el corsé disminuyendo su cintura aún más, y se acomodó las enaguas con pericia. La delicada tela del atuendo no se había ensuciado ni siquiera un retazo, era muy cuidadosa en ese aspecto…en ese único. Retiró el collar de diamantes que descansaba entre los nervios expuestos de la mano de su víctima y lamió las gotas del líquido escarlata que lo habían salpicado antes de ponérselo. Chasqueó la lengua, disgustada. Se ajustó los aretes que hacían juego con el género y se retocó el cabello, que llevaba semirrecogido y con una tiara de la misma piedra preciosa. Se encaminó por la calle con paso lento, respirando el profundo aroma de la noche y llenándose de la fresca brisa nocturna que le acariciaba el pecho, el rostro y los brazos desnudos. Los pudo sentir a varios metros, el latido de sus corazones le llegaba a los oídos como música sacra y hacía crecer la ansiedad, que se apoderaba gradual y pausadamente de su ser, su mente era una estela de ideas, su imaginación volaba y le regala imágenes que deseaba llevar a la realidad. Eran tres, pudo olerlos, escucharlos, y cuando los tuvo a pocos pasos no fue necesario incitarlos, solos cayeron bajo el influjo de la belleza pagana de la pelirroja. Le gustó el trío que formaban esos hombres, fornidos, fibrosos y atractivos. Ellos le cerraron el paso y la rodearon, al encontrarse sin resistencia, de manera automática, cambiaron las expresiones perversas y las reemplazaron por unas de pura complacencia. Imaginaron lo que ella quería, que era una prostituta, una cara, como se encargó de remarcar el moreno, y los dos rubios lo secundaron con asentimientos. La vampiresa se encargó de provocarlos con comentarios sugerentes, que recibieron risas de los hombres. Ella les indicó con su mano otro de los tantos callejones que formaban la Francia del diecinueve, intrincados, profundos y lúgubres, como el camino que se escondía entre las piernas de Svetlana. Los cuatro se encaminaron hacia el interior y a los pocos segundos, el coro de gemidos, de ropa rasgada y de risas no tardó en hacerse oír. A las dos horas los caballeros salieron tambaleándose, semidesnudos y satisfechos, la vampiresa salió detrás de ellos, con una mueca divertida y acomodándose los senos. Uno de los rubios dijo que invitaba un trago, y lo cierto es que la oriunda de Varsovia, todavía tenía planes muy divertidos para esos tres.

Ingresaron a una taberna y fueron testigos del momento en que un hombre pateaba a otro y lo hacía llegar hacia otro extremo. Svetlana miró de soslayo hacia donde se dirigía el tipo y lo pudo ver junto a otro. Era fácil distinguir a los de su misma especie, pero les restó importancia, no recordaba haberlos visto antes, ¿o si? ¿Qué importaba? Ella estaba sedienta y no saciaba la lujuria que la había invadido, quería probar más de esos humanos que se habían ofrecido sin necesidad de manipularlos. Eran tan estúpidos que veían una mujer y corrían tras ella en celo, sólo respondiendo al impulso carnal que los acometía. ¿Svetlana no era exactamente igual, con su constante libido en alto? Por supuesto que no, siempre se jactaba de estar en un nivel superior, porque era capaz de controlarlo todo, hasta su mismo descontrol era objeto de su dominio. Se sentaron en una mesa alejada y una señorita con demasiada piel expuesta se acercó a atenderlos. El instinto de la vampiresa se activó inmediatamente, el cabello negro y largo, los ojos oscuros y penetrantes, la dermis morena y sus curvas generosas le quitaron el aliento. —Quiero que se una a nosotros —exigió viéndola contornear su cadera, lo que arrancó vítores en sus acompañantes. Cuando la muchacha regresó con tres cervezas y una copa de vino le acercaron una buena suma de dinero que acompañó la propuesta, que en un primer momento la intimidó, pero al ver los francos, fue hasta donde su jefe y luego volvió, secándose las manos. Se sentó junto a Svetlana, que rápidamente la olisqueó en el cuello, pasó su lengua y percibió como se le erizaba la piel, lo que la excitó. Sonrió y se incorporó, luego, una de sus manos tomó la rodilla de la joven y la instó a separarla de la otra y a colocar su pierna sobre el regazo de la vampiresa, que ante la docilidad de la mesera no pudo más que sonreír. Sus dedos recorrieron el camino hacia su intimidad y allí se perdieron, la pelirroja le ordenó a uno de los hombres que miraba con su expresión desencajada que observara por debajo de la mesa, y obedeció. El moreno, que era uno de los que aprisionaba a la camarera junto a Svetlana, sostenía a la pelinegra de la nuca, que gemía y se movía en el asiento. Cuando llegó al clímax, el hombre la besó para acallarla y la vampiresa se relamió los dedos cuando los retiró. Le dio un trago a su copa de vino y regresó su mirada hacia aquel dúo particular que en un principio había subestimado, pero con el pasar de los minutos consiguió captar su atención; no dudó ante el hecho de que no eran vampiros ordinarios y se preguntó qué harían en un lugar como ese. “¿Lo mismo que tu, Svetlana?” pensó sin encontrar respuesta. La charla de los humanos se volvía muda y su afán por jugar con ellos iba mermando lentamente. Un desafío superior había surcado su inconsciente.


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Mensaje por Gédéon Lémieux Mar Mayo 14, 2013 12:02 am

Es curioso observar, como algunos rituales siguen estando presentes en el día a día, pese a reconocer la verdad sobre los hechos. Por ejemplo, el visitar un sepulcro vacío con un par de rosas en las manos y hablar, hablar con el difunto que nada puede escuchar, que nada puede hacer para dar su consejo cargado de sapiencia. Hombres, mujeres, de todas las edades, visitan el cementerio con el afán de recurrir a un sitio en donde, simbólicamente, pueda encontrarse con sus seres queridos. Lidérc no fue diferente. Pese a entender que esas piedras sólo eran eso, estoicas rudimentarias, él pretendía dejar una rosa en cada lápida cada mes, durante el resto de su eternidad. Había llegado a arrepentirse de su arrebato colérico, pero la decisión estaba hecha y ese par conocía las consecuencias que acarreaba la traición. Primero fue Ishtar, la joven, la más pequeña y quebradiza de sus hermanas, aquella que no tenía ningún parecido con él y que, sin embargo, este amaba más por su repentina y contradictoria inocencia. Después estaba Sorha, una puta adicta al opio y que regalaba sus caricias al mejor postor, siempre con ganas de más, siempre insaciable y violentamente perfecta. A esta última la devoraba con la mirada, con sus manos y con su sexo cada que tenía la oportunidad. Una sonrisa juguetona asomó en sus comisuras al recordar las orgías con sus hermanas como protagonistas. Mujeres vírgenes siendo la cena, hombres maduros vistiendo el festín y, de postre la sangre vampírica de ambas. Gruñó. Esos tiempos pudieron ser mejores, pudieron durar toda la vida y más allá, pero tenían que traicionarlo.

Las piedras tenían una especie de cámara de cristal incrustada, los espejos de la parte posterior a la vista, reflejaban y destellaban la cálida colorización de las llamas en el candelabro a mitad de la habitación. A diferencia de los humanos, Lidérc montó el sepulcro dentro de su casa, más específicamente, en el interior de su habitación. Lo que la urna transparente contenía en cada una de las piedras, era nada más y nada menos que el corazón de sus hermanas respectivamente. Los adoraba, los idolatraba y les había puesto un altar tras su muerte para venerarlos y, de forma indirecta, aún siendo su dueño. -Ustedes eran todo lo que tenía; saben perfectamente que esto me dolió más a mí.- Se encogió hacia delante para depositar un frío beso en la urna que correspondía a Ishtar; sus labios continuaron hasta posarse en la segunda. Se quejó. Las echaba mucho de menos y, aunque el arrepentimiento tocaba a su puerta en noches como esta, su nostalgia desaparecía al instante, casi como si solo hubiese sido una terrible pesadilla. Se incorporó dejando la flor sobre la base cristalina y observando su inmaculado rostro en el reflejo del espejo, justo detrás de la visión de un órgano seco, marrón y putrefacto. –Mis niñas, esta noche saldré a pasear, ya lo saben, me dedicaré a celebrar su aniversario; mientras tanto cuiden la casa. No quiero intrusos… ah, sí, casi lo olvido. Tampoco quiero que ustedes se diviertan. ¡Comportense!- Su sonrisa fue oscura, un pésimo chiste personal que giró en torno a su autoritarismo, su control y, por supuesto, a la muerte de ambas.

Salió sin ningún rumbo fijo en realidad, dentro de pronto se aburriría de esa ciudad y exploraría otros lugares. Le resultó difícil poder encontrar a una mujer con la cual pudiese relacionar a sus hermanas. En ocasiones se decantaba por la virtud de Ishtar y entonces escudriñaba cada rincón de Paris en busca de alguien que pudiese obsequiarle esa pureza. No importaba si el físico contradecía el recuerdo que tenía de ella, pues lo único que pretendía era el bálsamo inocente de su esencia. Esta vez, había decidido refugiarse en la depravación de Sorha, así que necesitaba a cualquier mujerzuela que estuviese disponible para sus más sádicos pensamientos. Era evidente que, después de eso, el saco de carne, no sobreviviría a menos que… Sus pupilas se ennegrecieron ante la idea, sostuvo esa sonrisa retorcida en su rostro y, sin darse cuenta, cruzó las puertas de la taberna. Ese lugar tenía una reputación de lo peor, desconocía al dueño, pero sin duda, a ese infeliz no le importaba que su negocio se llenase de sexo en cada maldito rincón. Al postrarse sobre el umbral, pudo olerlo. Había alguien ahí que estaba rebosando en éxtasis. Aspiró profundamente el aroma del lugar, llenando sus pulmones con ese característico hedor. De repente, el hambre punzó en su garganta recordándole lo vulnerable que era a este tipo de ambientes. Su miembro se puso rígido, clamando y expectante a cualquier movimiento de su dueño. Lidérc no pudo evitar emitir un rugido de reclamación. Siempre debía tener el control y, justo ahí, no lo tenía. Con grandes zancadas, se apresuró hasta la mesa donde la camarera recibía el placer en su entrepierna. Clavó la mirada en la mujer pelirroja, sus orbes ennegrecidos advirtieron algo, oscuro y perverso. Sin recibir respuesta de la vampiresa, atacó a la mortal. Sus colmillos se enterraron directamente en la yugular de la mujer, su sangre era cálida y apremiante. Lidérc se embebió de ella hasta que no hubo ni una sola gota de su sangre. Los hombres que rodeaban a la mujer lo observaron con terror reconociendo al instante, al condenado. En algún tiempo, trabajaron para él.


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