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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Éline Rimbaud Jue Abr 25, 2013 8:31 am

“Tic tac. Tic tac. Tic tac” Todo era tic tac en aquella sala llena de aparatos. “Tic Tac, Éline. No hay tiempo” Tic tac. No hay tiempo.

“No hay tiempo. La Muerte lo devora” Aquel pensamiento la asaltó con el ímpetu de mil flechas bárbaras. Era cierto, no había tiempo. La pelirroja se lo repetía una, dos, tres veces. “¡Llegamos tarde!”, gritaba el señor Maspero, robándole de los labios aquella famosa frase a cierto conejillo blanco no menos famoso aún. Y como si corriendo estuviesen delante de un ejército de naipes enfurecidos, la pelirroja Alicia, inconsciente, no hacía más que caer en el agujero negro de una madriguera mal iluminada y lúgubre, donde todo era al revés de lo que debería ser.

Y sí. Efectivamente, si había un calificativo apropiado para describir aquel lugar debía ser “madriguera”. Mil artilugios, cachivaches y libros se amontonaban. Uno detrás de otro. Uno encima de otro. Arriba, abajo. Mirase donde mirase. Todo estaba lleno de un olor dulzón, meloso. No era el olor metálico al que la pelirroja estaba acostumbrada. No sabía distinguirlo. Era demasiado extraño, como extraño era todo él, en realidad. Todo estaba dispuesto en un orden desordenado, como la mente del dueño que lo ostentaba.

”¿Qué es eso? ¿A qué huele? ¿Por qué no es rojo?”
”No todo es rojo aquí, Éline”

No hay tiempo. Salir de las entrañas de la Víbora había sido difícil, imposible. Y como todas las cosas imposibles que podían ser posibles, había sido una cruzada, sólo que sin espada ni cruz. Había sido una batalla contra sus tripas, su mente y su corazón. Pero con la armadura que el señor Maspero le había regalado, la pelirroja se hizo paso por entre las escamas y los colmillos envenenados, por el bosque de espinos y el cementerio de almas, y esta vez no hubo luz ni ser feérico que la llevase, porque ella ya se conocía el sendero que llevaba directa a la boca del lobo. Y ella lo seguía como el otoño sigue al invierno. ”Suicida”



Se había convertido en una necesidad. Ni ella misma lo sabía, pero, ¿qué podía ser si no aquella serpiente, aquella culebra putrefacta, que por tanto tiempo había permanecido muerta en sus entrañas y ahora silbaba y sibilaba a todas horas?

El lobo estaba ahí. Aullaba y enseñaba las fauces, y de vez en cuando, muy de vez en cuando, la miraba. Cristal. Eran dos cristales claros que nunca parecían desquebrajarse. Tan seguros de lo que veían. Loco inconsciente. Y sin embargo, irónicamente, era ella -y no los dos cristales claros del lobo- la que se rompía con el susurro de su presencia.

”¿En qué piensa el lobo?”, le preguntó Éline al señor Maspero. Y al ruiseñor imaginario, por primera vez en mucho tiempo, se le acabaron las respuestas sabias y las plumas de colores. No podía, no sabía qué contestar a una pregunta tan complicada y formulada, sin embargo, con una candidez que encogía el corazón. No sabía qué contestar porque no había nada en este mundo más negro, triste y descorazonador que lo que estaban haciéndose el Lobo y el Pajarito. ”Tal vez se lo debas preguntar a él, Éline. Y tal vez conteste y aúlle”

Lo miró, lo palpó, lo escuchó, lo saboreó. Todo desde el mismo lugar donde estaba; lo estudió, curiosa. Ella a él, esta vez. Sin necesidad de nada más que sus sentidos.
-Piensas en negro, ¿verdad? A veces piensas en gris, pero hoy en negro. Aúllas en negro -afirmó, con la convicción de que decía lo que pensaba y lo que pensaba tenía sentido y era valedero.
”Está cansado. De tanto enseñar las fauces y aullar. Está cansado”


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Mensaje por Fausto Jue Mayo 02, 2013 10:30 pm

Las paredes de la gruta de Fausto no habían dejado de rugir desde que había entrado con su prisionera, y el cazador las oía en todo momento sentado en su inminente trono. ‘Oía’ porque hacía rato que había dejado de escucharlas como tal, insistentes y, sobre todo, estúpidas. Estúpidas, sí, porque lo que decían no sólo carecía de una base contundente y mínimamente lógica que por costumbre no conseguiría ni alzarle una ceja, ni siquiera sabía qué demonios las había impulsado a ser tan insistentes en sus profecías de tres al cuarto. Mejor dicho, no tenía ni idea de en qué momento su propia guarida se había vuelto tan disparatada, calumniadora, ridícula; indigna de él. Si fuera supersticioso o tan absurdo como ella, pensaría que su nueva probeta, pelirroja y pordiosera, había maldecido el piso con su sola llegada. En ningún momento inicial consideró que aquellos avisos tuvieran un motivo de peso. En realidad, ni tan sólo le parecieron reales. Con dos presencias tan contranatura como las de ellos, por fin encerradas en un mismo sitio, era difícil de distinguir entre tantos tipos de realidad. Incluso para la superioridad del alemán, a pesar de que más adelante ese detalle (ah, y muchísimos más) alimentara la eternidad de sus torturas.

El escritorio de Fausto (al que ya habían llamado ‘trono’ en la lírica de aquel tétrico cuento de hadas) se erguía por encima del resto del espacio, dominante de una perspectiva que aunque no fuera especialmente destacada por matemáticos o arquitectos, le permitía resaltar antes que cualquier cuadro, escultura o montaña de libros. Había que culpar a la destructiva presencia con la que el dueño de aquella vivienda influenciaba cada pequeña e insignificante partícula a su alrededor, igual que el mago puntilloso que consigue hilar la paja en un suntuoso collar de oro macizo sin mayor esfuerzo que un resoplido. A nadie escapaban los escalofríos de un poder desmesurado y constante, resistente desde que algo dentro de él llegó a romperse años atrás. Nadie podía verlos ya, hasta él mismo habría dejado de hacerlo, si no se hubiera topado con aquella mujer. Otra fragilidad que se arriesgaba a obtener.

Atrapada allí, la chiquilla ya no tenía escapatoria física con la que entorpecer más sus experimentos. La mental… bueno, obviamente seguía sin controlarla, pero todo era cuestión de tiempo y paciencia. Se conformaba con que no le incordiara con intentos de huída y que en todo momento pudiera escuchar el helor de su voz, tan paralizante como el destino de un carnero indefenso que se hunde lentamente en el falso río de hielo que lo ha rodeado. El resto del edificio donde se encontraban estaba prácticamente vacío, únicamente conformado por una amable viejilla bastante dura de oído y un joven estudiante de clase media que apenas se atrevía a mirar a Fausto a la cara, así que daba igual cuánto gritara o se quejara, no era la primera vez que el teólogo realizaba asuntos poco ortodoxos en su pequeño refugio sin que hubiera repercusiones. Aquel barrio no le importaba ni a quienes lo habitaban, no en vano había permitido que la fatídica pareja se conociese.

Cállate –ordenó secamente a las agitaciones de su voz curiosa y se puso en pie sin dirigirle la mirada, en tanto abandonaba su asiento tras la enorme ventana para moverse por otras zonas del lugar-. Ahora éstos son mis dominios, retarás a su silencio sólo cuando yo te lo permita.

Fausto, como en tantas otras, tenía un vasto conocimiento en las ciencias que intentaban clasificar y tratar la mente, pero no poseía interés alguno en partir de teorías ya establecidas, pisar donde otros habían pisado (o creído pisar) y valerse de escalas de medida o instrumentos mecánicamente administrados y, en su opinión, molestos para lo que pretendía. Siempre podría echarles una ojeada cuando el estudio hubiera avanzado y dependiendo de si se aproximaban o alejaban del rumbo que él había tomado, cambiaría o no sus críticas y, tal vez, les diera una oportunidad en un futuro. Por el momento, sus ideas eran bastante claras, así que cuando se introdujo brevemente en una puerta y volvió a salir segundos después sosteniendo una jaula metálica supo que la patética curiosidad de su conejillo de Indias había vuelto a ser burlada. Dicha jaula estaba aparentemente vacía y tras asegurarse de que ella la seguía con los ojos, la depositó sobre la mesa del escritorio, dotándola de un intencionado dramatismo.

Toma asiento –pronunció, con una firmeza tan suave como escalofriante y decidió no mostrar paciencia en comprobar si obedecía a eso, levantándola del suelo por su cuenta y obligándola a sentarse en la silla del otro lado del escritorio. De ese modo quedó prácticamente frente a la pequeña celda, con el cuerpo de Fausto a sus espaldas-. Sé que puedes ver el pájaro que hay dentro. Dudo que conozca a tu querido Máspero, pero eso no va a repercutir en lo que ocurra –le sostuvo de las mejillas para que no tuviera más remedio que mirar fijamente hacia esa ave invisible y encarcelada-. Ahora, escúchame con atención: te haré varias preguntas y cada vez que no me respondas a una con la mayor claridad de la que dispones en tu tormentosa cabecita –hizo una breve pausa y asegurándose ya de que sus palabras la habían paralizado, descendió las manos de sus mejillas a sus hombros con lentitud- le cortaré una parte del cuerpo. Primero serán las plumas, después las patas, el pico, los ojos… lo último que quedarán serán las alas. ¿Lo has entendido? Aunque intentes apartar la vista, tu plumoso amigo lo verá todo. No quedará nada de su congénere y será sólo culpa de tu estupidez, de tu cobardía -desde su posición tras el respaldo del asiento, se inclinó sobre la demente, pasando por su nuca y deteniendo los labios a unos centímetros justos de su oreja-. Primera pregunta: ¿Cuál es tu nombre?


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Mensaje por Éline Rimbaud Sáb Mayo 18, 2013 11:10 am

La engañaban las horas, distantes y desconectadas, carentes de toda transcendencia o provecho, cuando él estaba en la habitación. El reloj parecía confundirse de tiempo, y las manecillas se volvían locas hasta que se paraban, sin interés alguno en querer ponerse en marcha otra vez. El “tic tac” incierto había muerto hacía un minuto. Un minuto eterno, cuando el Lobo apareció con esa jaula vacía y ese corazón roto. Todo se volvía más frívolo cuando él hablaba; congelaba las palabras y las almas con cada orden autoritaria, con cada aullido amargo. La pelirroja hubiese jurado que había muerto de frío cuando el Lobo le habló, escupiendo palabras secas y asonantes en una rima que, en su mundo, no tenía sentido.

Si el Cielo hubiese gritado cinco veces su nombre, por cinco veces Éline se habría quedado sorda. Pero el Cielo no grita, y mucho menos a esta pelirroja a la que una Víbora había engañado para robarle lo único preciado y hermoso que tenía; su nombre. ”Tu nombre. ¿Cuál es tu nombre?”
En la jaula no había nada de valor, salvo su vida. Su vida con alas que no podía echar a volar. El Lobo la había capturado a ella, sin saberlo, y su estómago se retorcía por dentro mientras él la forzaba a mirar ese calabozo para sus entrañas, y cada vez que él la tocaba, Éline moría un poco por dentro.

El Lobo buscaba respuestas y hacía preguntas, pero no eran las acertadas. Podrían pasar así todos los años y siglos que tornasen, podrían quedarse en ese mismo punto hasta que el mundo se desmoronase y las tierra se abriese. Y aún todavía, con el fin del mundo bajo sus pies, él no alcanzaría a formular la pregunta correcta, porque sólo después de la tormenta llega la calma, y sólo con la calma la serenidad de espíritu.

-Te estás equivocando. No es esa la respuesta que quieres saber -contestó, y sus pupilas eran dos escudos retadores que buscaban provocar al Lobo para que soplase más y más fuerte, hasta derribar la casa de ladrillos-Tampoco es la respuesta que puedo darte, porque no la sé. Mi nombre me lo robó la Víbora hace mucho tiempo. Lo que estás haciendo no te sirve de nada; si matas al Señor Maspero me matas a mí, y no es eso lo que quieres. Todavía no.


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Mensaje por Fausto Miér Ago 07, 2013 8:17 pm

La loca no tenía remedio. Algo debía sonar a tópico alguna vez, aunque sólo fuera para construir las frases que describían todo aquel colapso de tormentos (y de poco servía a fin de cuentas, pues dichas frases seguían aventurándose en lo más indómito del huracán). Ni qué decir que a Fausto no le sorprendía lo más mínimo, por supuesto, su encuentro en las calles no había sido precisamente tranquilo, tampoco iban a serlo los primeros retales de su relación, que venían conectados desde el primer intercambio de miradas que terminó por escupir fuego y desgracia. Seguramente entre los dos nunca fueran a dejar de repeler la calma y la salud, no había ocurrido algo semejante en la mayor parte de sus vidas, era iluso presuponer que ahora que se habían conocido iba a suceder lo contrario. Y probablemente el doble de catastrofista, esperarse un refugio en mitad de una tormenta que no amainaría, ni bajo la opresión de aquella autoritaria guarida.

El teólogo no esperaba refugio, pero tampoco ponía atención alguna en protegerse.

La loca seguía sin tener remedio, y muy en su interior, al alemán eso le sabía a incentivo antes que a insolencia, o más bien, absorbía todo lo que obtenía de ésta última hasta quedarse con el regusto más tirano y estimulante. Al fin y al cabo, estaba haciendo todo aquello por él mismo, por su propio beneficio e interés, por la presencia innata de poder, y no había forma más visceral y auténtica de aproximarse a ello que el conocimiento, porque en el lenguaje de un ser como Fausto eran exactamente el mismo concepto y si el mundo se empeñaba en intentar separarlos, él se encargaría de reencontrarlos una y otra vez, aunque el choque se lo llevara todo por delante. Vivir surcando entre los destrozos que salían volando de la más pura adrenalina tras combatir por la perfección, ésa había sido siempre su razón de ser y el motivo por el que su existencia había adquirido la forma más arrolladora posible. El rumbo más pedregoso y nocivo. La mayor expresión del hombre que vendió su alma al diablo, incluso si su historia real era mucho más complicada que eso.

Eres tú la que se está equivocando al no hacer lo que te ordeno –replicó y movió la cabeza de un lado a otro, negando con una condescendencia tan mortífera que a pesar de que la chiquilla no pudiera verla desde su posición, bastó con que siguiera el movimiento de la sombra de su captor para estremecerse-. No me hables de 'víboras' ni de figuras ensalzadas y simbólicas en ese teatrillo mental de poca monta desde el cual prefieres verlo todo, porque es el chistoso señor Maspero quien todavía te sigue recordando muchas cosas y quien todavía no te ha sido robado. Y aunque creas que la memoria no te sirve de nada en tu eterna locura, la echarás en falta cuando él ya no esté y con el paso del tiempo no logres ni recordar el propio caos en el que vives desde que te arrebataron el alma.

Fausto agarró a la pelirroja de la nuca y le estiró del pelo mientras la ponía en pie junto a él y en esa postura tan dolorosa, la obligaba a no apartar sus ojos de la jaula.

No me interesa matar a tu pajarraco, eso es cierto, pero tengo mucha curiosidad por ver tu reacción, con eso en mente sabes que sería capaz de todo y en cualquier caso, puedo torturarlo hasta dejarlo tan chiflado como lo estás tú –continuó hablándole, esa vez con la barbilla pegada a su sien y las sílabas correteando entre escalofríos por su frente y sus mejillas-. Y quién sabe, si de verdad consigues enfadarme, puede que sí lo mate y me quede yo contigo, nada de esto se aleja de los experimentos que ansío realizar –desde ahí, con la mano derecha empezó a arañarle la cara, lentamente y con fiereza, desde más abajo de los ojos hasta el comienzo de su barbilla-. Como te había dicho, primero van las plumas y ya no queda ni una. ¿Quieres que pruebe a dejar igual a tu compañero de aventuras? –de la piel de la mujer empezó a brotar sangre y, por un diabólico instante, también pareció que de la jaula- Te lo volveré a preguntar: ¿Cuál es tu nombre?


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Mensaje por Éline Rimbaud Vie Ago 23, 2013 12:06 pm

"The lion's claws are sharpened for war
The wolf's teeth are red

And what a monstrous sight he makes
Mocking man's best friend
And both the wolf and lion crave
The same thing in the end"

               (The lion and the wolf, Thrice)



Una vez la pelirroja soñó con tres puertas custodiadas por dragones, y en una de ellas estaba su nombre enrarecido por el tiempo. La flauta sonaba y el lobo se enfadaba. Sería de pajarito estúpido no temer la ira de aquella bestia tanto como la de la Víbora. Fijó la vista en la jaula con el ave imaginaria en su interior. ”Sus plumas de colores”. Había sido tan bello una vez que a Éline le dolió las entrañas cuando su desplumado señor Maspero gorjeó lastimeramente en su desquiciada mente. ”No puedo hacerlo. No puedo hacerlo si te mueres. Si te mueres, lo haré contigo yo también”. Brillo cristalino asomó por el iris azul de la pelirroja, como atravesado por un relámpago. ¿Caería la lluvia esta vez?

”Dime qué debo hacer”
”La puerta”, escuchó al otro lado de la jaula.
”La puerta con los dragones”

El Lobo la agarró y la mordió con sus fauces. La sangre caía por la mejilla de la loca mientras él hablaba. Pero no fue el daño físico el que la oprimía. El golpe de la traición olía a veneno. ”Me prometiste que no me haría daño. Que él no era el villano aquí. ¿Me mentiste, señor Maspero?”. Él no contestó.

La pelirroja se detuvo un instante para observar su propia sangre que caía limpia y escuetamente por el suelo de aquella madriguera infernal. Se puso en pie y se enfrentó al Lobo cara a cara cuando se soltó de su garra hiriente y cínica.
-¡¿Es esto lo que quieres?! ¡¿Derramarías sangre por destapar una verdad que sólo desencadenaría más de este líquido pútrido?! El orgullo vacío te pierde. Un simple lobo no puede saberlo todo. No puede -se acercó a él con la sangre en las manos. Sus manos temblaban pero no sus ojos. Sus ojos sólo eran dos esferas firmes y seguras. Sus labios también habían dejado de vacilar. Alzó los dedos y untó la frente del Lobo con aquella sangre envenenada, dándole lo que quería.

-No eres el villano en esta historia -susurró-Deja de hacer daño -se separó de él sólo unos metros, dejó caer los brazos, las manos todavía con restos de rojez flamígera.  Respiraba con pesadez, su pecho subía y bajaba con celeridad, como si estuviera dispuesta a atacar a aquel lobo maldito. ”¿Lo haría alguna vez? ¿Sería capaz?”. La luz escueta de la vela lo pintaba todo con sombras y figuras oscuras, y le otorgaba a la escena un halo de misticismo mágico, como si lo que estaba pasando en aquellos momentos no fuera real. Sólo imaginaciones de un par de bardos desquiciados.

”El pájaro se ha convertido en león”
-¿Quieres saber mi nombre? ¿Qué le puede importar a un lobo el nombre de un pájaro? Si fuera un león, un dragón. Garras contra garras. ¿Estaría entonces a la altura, eh, lobo? -casi escupió la última palabra-Suelta al señor Maspero. Él es el único que sabe dónde se guarda mi nombre, donde se lo llevó la Víbora.


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Mensaje por Fausto Mar Oct 15, 2013 4:54 pm

Y así sucedió todo, la primera fisura, el primer rugido en el aire que lo contaminaba de verdad. No con pequeñas dosis de aviso como había estado haciendo hasta ese momento, no: una pútrida nube de oscuridad que empezó a envenenarles, que dio el primer empujón a la necesidad de tocar y estrujar y confirmar de la manera más definitiva, bajo el reflejo unido de sus sangres, que aquella aventura no tenía vuelta atrás. Claro que eso no podían comprenderlo entonces, pero era de esperar, dado que se trataba de la aventura más peligrosa de sus vidas. El cambio más drástico que desbancaría a todos los que habían estado tambaleándoles hasta ese momento.

Si la obsesión por su identidad, el orgullo, la ambición de Fausto se habían cerrado en banda a contemplar con detención las señales que continuamente les lanzaba el destino, de repente notó cómo tiraban de sus párpados con fuerza y le obligaban a descubrir la obviedad, tras sentir cómo los dedos de la pelirroja se vertían sobre su frente y la usaban de lienzo para pintarrajarle con el hilillo color carmesí que él le había extraído de su mejilla. Contacto de pieles, músculos y huesos, pero el que también fuera un contacto de sangre lo paralizó todo de arriba abajo. Porque era el primero, o el primero con una intención directa, que la mujer le hacía a él y no a la inversa. Porque volver a sentir que tenía acceso a su cuerpo, que podía contaminarlo con sus fluidos rojos de clase baja y lo último que le preocupara de todo eso fueran las enfermedades físicas le obligó a darse cuenta.

De modo que sí, cuanto más supiera las pocas alternativas que tenía, más se rebelaría contra ellas. Más se indignaría, más se descontrolaría, y de súbito se encerraría más y más en ese círculo vicioso que estaban creando entre los dos, porque si Fausto, el alemán, el cazador, el teólogo, el que regateó su alma con el mismísimo Diablo para después quedársela y bautizarla con más ahínco y más conocimiento y más poder a cada paso que daba, se descontrolaba sólo podía significar una cosa. Una única cosa. La misma cosa que rechazaba y cuyo rechazo le llevaba al descontrol y el descontrol le llevaba a la revelación y ya no había forma alguna de escapar a la evidencia. Una evidencia que lo enfurecía, que le hacía perder los estribos… una evidencia que se materializaba en el cuerpo y en el alma de aquella chiquilla que, a pesar de todo lo anterior, él había retenido como conejillo de Indias. Y ni siquiera hacía unas horas que la conocía… ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo conseguía todo aquello con esa apariencia tan débil y destruida? ¿Cómo lograba causar semejante efecto en alguien tan frío, tan calculador, tan nocivo como Fausto?

Ignoró todas sus palabras, ignoró toda la psicótica sabiduría que se percibía en ellas sin importar que fuera una mendiga, o una loca, o una desconocida, y caminó hacia la muchacha, placó todo el espacio que había entre sus cuerpos hasta que las piernas de ella dieron contra la mesa, y el golpe seco que hizo tambalearse a la jaula les recordó que aún estaba ahí. Porque esos dos pares de ojos devorándose en mitad de la masacre no tenían más camino por recorrer que el que hiciera falta para colisionar entre ellos. Muchos libros y hojas y objetos cayeron, o chocaron con otros, y aun así, el sonido más estridente surgía de la mirada y del tacto y de la ira insaciable de aquel hombre. Si la demente y su pájaro no habían tenido miedo, en aquellos estremecedores instantes debieron dejar de esquivarlo.

Pero tú y yo sabemos que no soy un simple lobo –dijo, en un primer murmullo que retumbó en toda la estancia con la sonoridad de un trueno, y su mano se hundió en las clavículas de la chica, y se elevaron hacia su cuello, y desde ahí la sentó a medias en la mesa, sin dejar de invadir todo el espacio personal de su cuerpo con el suyo propio-. Mírame a los ojos, míramelos bien porque en su reflejo vas a poder verlo todo sin necesidad de girar la cabeza –rugió, y sin lugar a dudas, ése era el rugido de un lobo-. Mira atentamente cómo decides que sigan despedazándose partes de su cuerpo: cómo le extraigo las patas, cómo le corto el pico, cómo le arranco los ojos… ¡Míralo! –después de violarla con todo el reflejo de su cara, le agarró de la mandíbula con toda la mano y le obligó a girar únicamente el rostro antes de estampárselo, sin medir la fuerza del choque, contra los gélidos barrotes de la jaula- ¿Qué seguían ahora? ¿Las alas? –La libertad- Primera pregunta, última oportunidad: ¿Cuál es tu nombre?

Lo que más le desarmaba de todo aquello, lo que más le frustraba, era saber que hiciera lo que hiciera, tarde o temprano descubriría que sólo podría acabar de una manera.


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Mensaje por Éline Rimbaud Lun Oct 21, 2013 6:12 am

”Basta. Déjalo. Basta. Basta. Basta. Basta”

El lobo aulló. ”Mírame a los ojos. Míramelos bien porque en su reflejo vas a poder verlo todo sin necesidad de girar la cabeza”

Y Éline los miró. Y lo más abstracto de todo aquel encuentro fue verse, efectivamente, reflejada en los ojos del lobo. Pero no era [/i]ella[/i]. Porque ella sólo era una muchacha desgarbada, triste, incapaz si quiera de acordarse de un simple nombre. ”Fue una serpiente. Una serpiente me lo robó, y luego se fue riéndose”. Era toda la respuesta que podía darle porque era la única que tenía. Y, aún así, no era suficiente. Con él, nunca era suficiente.

”Quiere tu alma”

Pero la niña huesuda que no se reflejaba en las pupilas del lobo tampoco tenía de eso. ”Sólo podrás darle tu nombre. Eso, y un corazón”.

Era extraño. Ella era extraña. Ella no era ella, si no una ilusión de luz mortecina en una cascada de absurdeces. La chica en el reflejo del lobo era otra. Más fuerte, más entera, valiente. Guerrera con escudo de león. ”Pero sin alas”. Era una Éline más nítida y clara. Real. ”¿No soy una sombra, pues?”. No. Ahora, una luz.

”Había una vez....


El Sol le daba de frente. El cristal bajo sus pies. No. Entre sus pies. Refrescándola, haciéndole cosquillas. Era un cristal que no cortaba.

Limpiaba.

-¡Hermana! Sal ya de ahí, o los dedos se te quedarán como pasas. Hay que llevar la colada al Convento, antes de que la madre superiora se impaciente.
-¿Ya? ¿Tan pronto? ¡Pero si ni si quiera me ha dado tiempo a escuchar cantar al Señor Maspero!
-Bueno, ya lo escucharás otro día que volvamos al río.
-Igual viene a verme al Convento a verme. Me lo prometió.
-Oh, ¿ahora es que también hablas con los animales?
Éline rió.
-No. No exactamente. Pero si prestáramos un poco más de atención los podríamos entender sin necesidad de hablar.
Sor Adèle rodó los ojos.
-Venga, se hace tarde y no quiero que nos caiga la noche...¡allez, Éline!


Pero la noche cayó.

”Ella no era ella”. Claro que no. ¿Cómo podía ser aquella cría escuchimizada Éline? ”Los locos no tienen el nombre porque no se lo merecen. A partir de ahora serás loca, y nada más”. El Lobo quería su nombre, y, sin saberlo él ya lo tenía. ”Me lo ha dado. Me lo ha devuelto”. Porque todo el mundo sabía que los lobos eran más fuertes que las Víboras.

Gritó su nombre. Lo gritó al viento, al bosque, al cielo, a las olas lejanas. Lo gritó hasta que ya no le quedó aire en sus frágiles pulmones.


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Mensaje por Fausto Dom Nov 03, 2013 12:45 pm

La vagabunda desorientada, en su demencia y en el rumbo que tomaban sus pies marchitos de heridas y cansancio, pero siempre insistencia, arrojó su nombre por fin y el hombre lo atrapó. Pero no lo atrapó como había atrapado a la mujer en su guarida, ni como pretendía atraparla en su obsesivo estudio, no la atrapó para no dejarle escapatoria, sino para abrirle la primera puerta de aquel laberinto en el que ambos se habían internado. Porque se dieran cuenta o no, se lo quisieran negar o no, cada paso que diera uno, lo daría el otro, como una condena de siameses que quizá en algún momento les bendijera.

Les diera la extremaunción.

Y si Fausto no se había obsesionado ya, aquella vez fue la definitiva, aquella vez le lanzó por los aires, le hizo rebotar sobre sus propias teorías y mientras liberaba a la pelirroja, él quedó allí atrapado. O quizá no, porque si era cierto que estaban destinados a lo mismo que el otro, ya no sabía si ahora podía corretear en libertad junto a ella o más bien era su nueva víctima la que se acurrucaba a su lado para hacerle compañía en la celda. Aunque ahora el cazador se sentía más esclavo de la segunda opción: estaba encerrado, pero no solo. Y aquella sensación era demasiado extraña. Demasiado inexplicable, la palabra más bochornosa que se le pudiera ocurrir a alguien como Fausto. Sólo porque no podía explicarlo sabía que era distinto a nada que se hubiera encontrado después de la muerte de Georgius.

Tal vez en adelante, pudiera recapacitarlo sin que la furia y la frustración nublaran su cordura.

Su pecho subía y bajaba contra el de ella, el remolino de sus ojos continuaba entrelazándose entre sí al tiempo que la estancia engullía lentamente la respuesta a gritos que, de una vez por todas, le había sido entregada, y que quizá estuviera saboreando, o asimilando, o ya no pudiera ni escucharla porque la intensidad del logro era demasiado abrumadora y confusa como para creerse que acababa de obtenerla. Aunque averiguar cómo se llamaba una persona pudiera hallarse entre lo más insignificante que dominaba el hombre que asesinaba a la inmortalidad. Ni siquiera le hubiera hecho falta preguntárselo a ella directamente, si únicamente quería conocer su nombre. Pero no, su nombre no era lo único que quería conocer, escucharlo de sus propios labios era sólo un mecanismo más del análisis con el que la estaba preparando y explorando su atormentada cabecita, y sin embargo, se había perdido por el camino de sus propias pesquisas, y se había confundido de verdad con la necesidad de saber cómo la habían bautizado, hasta un nivel verdaderamente irritante y puede que, incluso, infantil. De repente, su orgullo tenía fácil acceso y si algo tenía un acceso más fácil todavía era lo mucho que le molestaba ese hecho.

Lo mucho que significaba ese hecho.

Por eso, siguió por la misma vía que había utilizado desde el principio, empleó el trato que sería normal con un conejillo de Indias y dado que finalmente había conseguido domar a su fierecilla a base de castigo, decidió recompensar su costosa obediencia. Y aquello podría haberle servido para volver a su frío e insensible control, al palco tranquilo desde el cual lo contemplaba todo para someterlo a sus deseos y sus principios. Haberlo interpretado como el regreso al estado natural de las cosas. Pero no, lo cierto es que lo que pensaba cuando planeó hacerlo y lo que pensaba ahora, justo antes de hacerlo, evidenció con más saña que las cosas iban a cambiar.

Ya habían cambiado.

Volvió a rodear el cuello de la chica con una mano mientras le obligaba a mirar por última vez a la jaula vacía y presionó el contacto todavía más para recostar su espalda contra ella y que ya sólo alcanzara a mirar el techo. La visión del techo fue sustituida por la mano de Fausto, que ensombrecía el rostro de la muchacha y, a la vez, medía la cantidad de luz que caía por sus dedos hasta sus pupilas dilatadas. Dio un chasquido, el chasquido de un mago que se sabía el truco indicado para seguir adornando aquella locura con metáforas, y un pájaro, real, auténtico, salió revoloteando de la manga de su chaqueta. Algunas de sus plumas cayeron sobre las pestañas de la chica, el ave dio una voltereta sobre sus cabezas, piando sin cesar, y salió por la ventana antes de atravesar la jaula que ya había dejado de tener sentido.

Tras eso, el hombre se alejó completamente y se aproximó hacia la mesa sólo para anotar un par de cosas en una de las hojas que quedaban allí encima, y sin volver a mirar a su 'prisionera', tan sólo dijo:

'Primera fase superada. Ahora lárgate y no te esfuerces en huir de mí, porque sabes que reencontrarnos ya no es capricho del destino.'

Y estuvo a punto de usar su codiciado nombre en voz alta segundos antes de meterse en una de las habitaciones y cerrar la puerta con fuerza, despejándole la estancia para que pudiera marcharse por su propia cuenta. Pero ahora que ya lo había conseguido, quería quedárselo un rato más para sí mismo.

Éline.


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Mensaje por Éline Rimbaud Miér Nov 20, 2013 5:43 am

"Lo tengo. Lo tengo aquí", pensó Éline, con los ojos cerrados y las esperanzas altas. Y de las garras del Lobo salió volando un sueño.

- - - - -

No tenía nada. La pelirroja no tenía nada, pensaba, mientras todo el tiempo del mundo se le escapaba de entre los dedos. No tenía Nada si no estaba allí dentro, en esa cueva de Alí Babá, tan exultante como caótica. De alguna manera, era entonces -y sólo entonces- cuando la pelirroja podía pintarse dentro de ese cuadro estrambótico que es la vida. "Fuera sólo soy una loca". Dentro era Éline.

Su nombre le sonaba amargo en su boca, como si de alguna forma dijera "No, no eres Éline. Eres sucia y eres polvo". Pero cuando lo oía escapar de sus labios podía casi atraparlo. Él se lo había devuelto. Él.

Sí. Le gustaba ir a la boca del Lobo sólo por el placer de escuchar su nombre -el de verdad- saliendo de él. Significaba que era alguien, después de todo.

A la Víbora no le gustaba tanto. Cuando se enteraba -y lo hacía- de que su juguete, su creación preferida, había salido sin su permiso le hincaba los colmillos hasta el fondo. Hasta el hueso. Pero la necia demente no aprendía, porque le gustaba la melodía de Éline en las fauces de la bestia. Y entonces, le mordía más y más adentro. Hasta el alma.

Así es como llegó aquella vez a la Cueva (en la que sólo se podía pasar con una palabra secreta, impronunciable y que parecía alterar al Lobo cada vez que él creía poseerla); desgarrada y rota. Con la piel marcada por el veneno de aquella serpiente impía. Remendada a duras penas por un ruiseñor imaginario y la fisura de su cabeza, que la separaba del mundo.

Fue en una de esas noches, en las que las promesas estaban perdidas y las ilusiones curadas de los espanto del mundo, cuando Éline preguntó:
-¿Cómo lo hiciste? Me devolviste el nombre, pero no sé cómo lo hiciste. El Señor Maspero tampoco lo sabe. ¿Cómo lo hiciste? -volvió a repetir.


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Mensaje por Fausto Jue Ene 09, 2014 11:49 pm

'Los locos no son más que niños sin reloj'. Pero algunos, como estrambóticos, viscerales y empedernidos diamantes en bruto, eran mucho más que eso y él ya había dejado claro que nunca perdería un tiempo tan retrasado e insustancial como el que se empleaba con ellos en los sanatorios. Y quizá por eso, la ironía de haber acabado pisando uno sólo para investigar más acerca de la pobre y perturbada Éline, le había hecho también reencontrarse con el único fantasma de su pasado que todavía era real. El único villano de su historia que le hacía la competencia a él mismo, el único demonio con el que compartiría espacio en el infierno, aquél que jugueteaba con las palabras 'creador' y 'destructor' tan descarnadamente: Mefistófeles. Insultante, omnisciente y mortífero, una culebra letal que se deslizaba por las más extensas y profundas cavidades de sus deseos. Y a Fausto no le gustaba pensarlo así y, más espeluznante aún para el propio cazador, no le gustaba saberlo, pero los únicos deseos que habían poblado su intimidad esos días (y seguía sin querer pensarlo, sin querer saberlo, pero también había sido lo único en profanar toda su cabeza durante esos años, esos oscuros y pétreos ocho años de cabalgar sin rumbo y curtirse en la batalla contra la inmortalidad) sólo tenían que ver con aquella criaja de pupilas dilatadas y fuego despeinado en sus cabellos.

Era peligroso. Todo eso seguía siendo peligroso y después de haberse reencontrado con el ser que firmó la sentencia de todo bebedor de sangre que se cruzara en su camino, el mundo exterior acababa de confirmárselo con rabia y vísceras. Acababa de agrietar las paredes de la celda donde se había encerrado con su prisionera y de embestirle contra la certeza más infortunada de cuantas negaba (aunque el solo hecho de que el alemán llegara a negar alguna, fuese ya un infortunio). Su experiencia con Georgius le había enseñado que su poca humanidad era un fiero animal de costumbres, de ahí que cuando alguien llenaba el vacío que habitaba sus emociones, todo se perturbaba con la exclusividad más atípica de cuantas conocía. Mas no lo diría, no, ni en su lecho de muerte iba a pronunciar esa palabreja que sintetizaría todo de la forma más patética imaginable, hasta volverlo algo tan mundano que ya sólo quedaría quemar su arsenal de guerra y ser un simple profesor de Teología, con impuestos que pagar y hasta unos padres que le habían traído al mundo.

¿Y entonces por qué? ¿Por qué disponiendo del privilegio de esa información, aunque acudiera antes al estómago que a la cabeza, no le ponía fin? ¿Por qué recibía la sacudida más directa de su pasado y en lugar de hacer lo que había estado preparándose para hacer, se dedicaba a engrosar sus informes del universo despedazado que poblaba la mente de aquella maldita vagabunda? No cesaba toda esa locura. A pesar de que todo era niebla, espesa e insondable, a pesar de estar contradiciendo la cumbre de cada uno de sus principios, Fausto no descubría las salidas de aquella gruta apartada de la realidad. Ni por centrarse completamente en la muerte del verdadero asesino de su maestro, ni por ahorrarse la catástrofe que podría suponer su enfermizo interés hacia aquella maldita desamparada, de Rimbaud como apellido. Les habían abierto la piel de cuajo, les habían hecho una herida (a Éline indirectamente, pero los efectos del peligro no tardarían en escribir también sobre su carne) y después de mucho (tanto) tiempo, Fausto contemplaba la sangre brotar de la piel de la persona a su lado antes que de la suya propia. Hasta la particularidad de su hemofilia había elegido a otro infeliz para depositar allí sus adicciones.

Decidme entonces, ¿por qué? ¿Por qué seguía habiendo una puerta abierta para ella, que acababa de aparecer en su vida? ¿Acaso la primera grieta de su guarida se hizo en el mismo instante que la obligó a entrar?

Esa noche, sus ojos volvieron a centrarse en la sangre que se deslizaba por el cuerpo de Éline, pero esa vez no estaba usando la descripción de su sádico entretenimiento como metáfora, tampoco le habían herido a él también. Esa vez, la pelirroja llevaba una marca especialmente llamativa, más que cualquier otro rasguño que hubiera presentado antes, fruto de tantas y aburridas posibilidades de vivir en las calles más pobres de París. Pero esa marca de entonces, esas líneas maltrechas que parecían las lágrimas de una mancha de pintura y que recorrían su cuello y su espalda, no era ninguna de esas posibilidades. Era una marca hecha a consciencia, con un esmero macabro y cierta familiaridad… Y eso  fue precisamente lo que volvió a llenar de brasas el descontrol de aquel carcelero: el pensamiento de que habían contaminado a su conejillo de Indias, de que estaba compartiendo un juguete único. De que ella también era la obsesión de otra persona. Y muy lejos de que la diana de todo aquello fuera su propio ego, Fausto sólo podía pensar en que había alguien más capaz de hacerle tanto daño como él. Y no le gustó. Quedarse solo en aquella cueva en llamas, sin más quemaduras que las suyas propias. Ni las quejas de una loca poetisa o los graznidos de un ruiseñor que lo supo todo antes que nadie. De repente. No le gustó.

Ignoró la pregunta que le hizo la mujer y sin ninguna delicadeza, le agarró de un brazo y le arrancó parte de la camisa con la mano que tenía libre, contemplando así en su mayor esplendor las heridas que portaba. Mordiscos… y conocía de qué clase. Por esa vez, se negó a incluir el nombre de Mefistófeles entre su capacidad de deducción, quizá porque en aquellos fieros instantes estaba demasiado ocupado en reprimir las ganas de añadir él sus propias heridas al lienzo que era su prisionera hasta que sustituyeran por completo a las que estuvieron antes.

¿Quién te ha hecho esto? –de entre sus colmillos apretados se escuchó la gravedad de una voz que hacía honor al eco de aquella cueva. Pero de sus gruñidos se percibió una protesta tan personal que podría haber usado el fuego para dar calidez en lugar de para calzinar- ¿Acaso hay alguien más al que le hayas dicho tu nombre?

¿Alguien más que haya conseguido que le dijeras tu nombre?

No se esperó a intercambiar miradas con ella y le dejó la camisa rota, sin desnudar ni un ápice más de su piel, y después se alejó de allí sólo para regresar a los pocos segundos con un paño y un cubo de agua caliente que usó para empezar a limpiarle la sangre. Sólo limpiársela, no se la estaba curando, no le preocupaba aliviar su dolor, únicamente quería borrar todo el daño que le hubiera hecho cualquier otro que no fuera él. Y aun así, nuevamente sin poder dominar nada de lo que le ocurría, poco a poco sus dedos se fueron moviendo con lentitud y aplicaron lo más parecido a la suavidad… dejándole solo en aquella estrambótica posesividad hacia Éline, aunque ahora sí que estuviera intercambiando miradas con ella.

¿Qué más te da cómo lo hiciera, si no es la primera vez que te lo devuelven?


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Mensaje por Éline Rimbaud Dom Ene 19, 2014 2:04 pm

”Only the broken hearts make you beautiful 
And one has got to be mine 
Only a broken heart, turned cynical 
Lights my final rhyme“

Sonata Arctica, Only the broken hearts

Cuánta belleza en un corazón podrido. ¿Qué es? No ve nada, pero si le das pluma y pergamino sería capaz de desbordar el alma. ¿Lo conoce? Eso cree, pero nadie conoce a nadie. ¿Qué va a conocer un muerto? No está muerto. Ya no. ”Deliras, Éline”, le dice el Señor Maspero. ”Oh, ojalá todos los delirios fueran así de certeros”. Como un trueno en el océano, la luz en el faro, y el farolero muerto. Así, así. ”No tienes sentido, Éline”. Sólo una cosa, en ese instante, en ese momento. Dale pluma y pergamino y será capaz, entonces, de desbordar el alma dentro de una marisma, capitaneando un barco pesquero en medio de una tormenta.[/jusfity]


+ + + + +


[justify]Muchas veces el Señor Maspero le decía a Éline que fueran a contar mentiras. Ella aceptaba siempre, porque era su juego preferido. ”En las mentiras no estoy loca”. Éline creía entonces que las únicas mentiras de su vida eran las que el ruiseñor le contaba por las noches solitarias, a la luz de una vela que se evaporaba. Pero había una mentira mayor, más grande. Era la mentira que había corroído a la pelirroja desde que se derritieron sus pilares de mármol, los que sujetaban su conciencia. Ahora éstos se habían destruido, y con su conciencia, frágil como el cristal, se había roto en miles de pedacitos de nieve. La mentira de su vida.

”Vamos a contar mentiras, Señor Maspero”
”Por el mar corren las liebres”
”Por el monte las sardinas”
”Por un palacio de plata baila una ardilla”
”Hacia el cielo vuela un zorro”

Y se reía. Y cantaba. Y bailaba. Y destapaba su alma. Adoraba ese juego donde los cuerdos eran locos, y los locos eran cuerdos.
”¿Crees que el Lobo querrá jugar al juego de las mentiras, Señor Maspero?”
”Oh, dulce Éline. Ya está jugando, sólo que no lo sabe todavía”

Observó al Lobo entonces, que mantenía el ceño fruncido y la mirada acechante. Y entonces Éline supo que lo que le decía el ruiseñor era verdad. Que jugaba al juego de las mentiras pero él no lo sabía. ¡Qué irónico! ¡Qué divertido! ¡Si se podía leer en las nubes, en los pálpitos de las montañas! Las piedras lo cantaban. ¡El juego de las mentiras! A todos nos encanta.

El contacto de las garras del Lobo contra su herida le trajo a Éline recuerdos de una melodía. Era una canción de cuna, de cuando Éline no era Éline, si no otra persona distinta. Cerró los ojos, y de su garganta empezó a salir los primeros sonidos de la canción, arrullados como si fueran mansas olas que nunca terminaban de chocar en la orilla.

La canción murió a penas en el susurro del que había nacido, cuando él terminó de limpiarle la herida. Ella abrió los ojos, y todo pareció un poco más triste y oscuro de repente.

-La Víbora me lo hizo. Ella, la que robó mi nombre. ¿No te acuerdas? Te lo dije; pero sólo me oyes, no escuchas. Escuchar, sólo escuchas a esa furcia de Razón -Se llevó los dedos allí donde estaba la marca. Se detuvo unos instantes, contemplando y acariciándose las yemas, como si acabase de reparar en lo que la había estado manchando-Es curioso, como la sangre sólo es sangre. Y la sangre siempre se limpia, da igual lo que otros digan. Pero tú de eso sabes bien, ¿no?

Luego calló, sopesando, calculando; entendiendo. Ahora era ella la que sondaba el espíritu y la esencia del Lobo torturado y solitario. Bueno, ¿y es que acaso no había sido así desde el principio? Dejemos que el Lobo piense que lleva la delantera, que controla, que sabe y que espera. Que es él y no otro el que conoce todos los secretos del mundo. Dejemos que estudie, que razone, que juzgue y, por fin, dejemos que crea. Que crea, simplemente. Eso es lo más difícil de todo, ¿eh? Creer. Creer que los barcos pueden navegar por el cielo, creer que las sombras tienen vida propia, creer que por el mar corren las liebres, y por el bosque las sardinas. Ah, creer en las mentiras más absurdas siempre es más fácil que creer en las más verosímiles, después de todo.

-Tienes miedo de no ser especial, ¿no es así? -en su rostro apareció algo parecido a una sonrisa de muñeca rota, que recordaba vagamente a algo de un pasado lejano, muy lejano- Sólo hay dos personas que sepan o recuerden mi nombre, Lobo; creador y destructor. ¿Puedes adivinar cuál de los dos eres? -no esperó respuesta aquella vez. Y como no la esperó, no la quiso tampoco- Vamos, Lobo. Vamos a jugar un rato a las mentiras. Es mi juego preferido, y el tuyo también. Lo sé, lo sé.

Quien diga que el destino no está escrito miente como un bellaco. Algunos destinos de algunas personas sí que lo están, tejidos en una telaraña plateada, ni las tijeras más poderosas podrían cortarlos, pues Dios es el ser más caprichoso de todos.

Si le das pluma y pergamino, sería capaz de desbordar el alma.


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Blink your eyes just once and see everything in ruins {Fausto} Empty Re: Blink your eyes just once and see everything in ruins {Fausto}

Mensaje por Fausto Miér Feb 12, 2014 2:04 pm

Las hojas le llamaron. Desde la mesa donde estaban desperdigadas, le llamaron. Las mismas en las que había estado escribiendo acerca de su descerebrada favorita, las mismas que había estado rellenando hasta entonces con sus comportamientos, sus reacciones, sus hábitos, sus filias y sus fobias. Las hojas que habían transformado su objeto de estudio en una obsesión con forma de informes, investigaciones, análisis y un intento continuamente fallido de conclusión. Sí, era una de las pocas cosas a las que su sed de conocimiento negaba la entrada: que todo eso, ‘el cuaderno Éline Rimbaud’ de su variopinta biblioteca de conocimientos, se le estaba yendo de las manos y que lo que empezó describiéndose como una mera, aunque potente, curiosidad ahora sólo conservaba la palabra ‘potente’. Y la de ‘curiosidad’ ya se quedaba exageradamente corta y fuera de combate ante la desmedida necesidad que había en su pluma de escribir, en su cuerpo y en su mente de recrearse en aquella vagabunda sin un atisbo de razón, cuyas ruinas mentales formaban otro mundo muy distinto al que hubiera pisado nadie. Sí, ella se había convertido, sin lugar a dudas pero con mucho que rechazar, en la obsesión de Fausto y puestos a no poder evitarlo, las hojas de su mesa le aconsejaban que se ensañara con ellas antes que arriesgarse con aquel ser humano al que le estaba limpiando la sangre.

Limpiando a su obsesión de otra de sus obsesiones, dejándola pura y única para distinguir cuál era ese dolor que sentía junto a ella y quedarse a beberlo hasta que amaneciera.

Y si Fausto no se había obsesionado hasta ese momento, tan pantanoso como era ese tipo de terrenos en una mente así de inabarcable y así de trastornada, lo hizo en ese mismísimo instante, mientras sus dedos seguían desobedeciendo a sus opiniones y moviéndose solos por la piel de la chica: cuando ésta empezó a canturrear. Ni siquiera era una canción que conociera o que alguien más allá de las corrompidas cavidades de la cabecita de Éline pudiera conocer, pero a pesar de todo eso y más (un más que nunca se acababa y continuaba desbancándole de los peldaños que al cazador tanto le habían costado de subir) consiguió que Fausto viajara muy lejos de allí y sin ni siquiera pretenderlo. Consiguió que se acordara de su patética y desvergonzada madre, incluso si nunca creía que se hubiera dignado a entonarle una nana cuando era un bebé. Pero se acordó de ella, de su pasado, de la fragilidad que le fue despojada desde que la imperdonable estupidez de sus padres le llenó la piel de cicatrices, hiriéndole antes de que ni el mundo exterior pudiera hacerlo. Quizá ésa era otra de las razones por las que en la actualidad castigaba tanto la estupidez, porque aun siendo la prueba viviente más alejada de ella, llevaba consigo sus marcas. Y en ese mismísimo instante, lo recordó, pero no lo recordó solo aunque fuera la única persona en toda la existencia que pudiera hacerlo. Lo recordó con aquella melodía rota de fondo, con la perturbadora suavidad de la voz de aquella loca, que sintió como si le abrazara por la espalda. Entonces, una visión, fugaz y desconcentrada, le atravesó de arriba abajo con la misma contundencia que su pluma sobre el pergamino: una de las criadas de la mansión de su madre que lo sostenía en brazos y le arrullaba con lo más parecido a la dulzura que hubiera experimentado al pensar en su pasado en Alemania. Y la maldita melodía de Éline de fondo, que no callaba.

Y al callar finalmente, Fausto había dejado de limpiarle la sangre y sólo la miraba directamente a los ojos, escuchando cuanto ésta tenía que decir. Como si se hubiera olvidado de dar la réplica, como si le hubieran despojado momentáneamente de su arma más querida y más trabajada. Y en lugar de entrar en cólera, como le había estado sucediendo cada vez que sus parámetros se habían desestabilizado ante la presencia de esa mujer en su vida, todo su cuerpo se relajó y entró en una especie de trance en el que permaneció varios segundos, con sus pupilas azules relampagueando en la semioscuridad de la habitación y su mirada fija, atenta, sin otro síntoma de que su firmeza hubiera sido amansada que no fuese lo que él mismo sentía por dentro e ignoraba por fuera.

Escuchar, sólo escuchas a esa furcia de Razón.

Ya no más. Fausto sólo escuchaba aquellos distraídos cánticos que había escupido la demencia de Éline.

A las mentiras… –habló después de mucho rato, en el momento en que se dio cuenta de que además de haberse quedado quieto, lo había hecho a muy escasa distancia de su rostro. Olfateó su piel áspera, de una feminidad ultrajada y seca, tan seca que se imaginó a sí mismo llenándola hasta los topes y bebiendo de ella. Con boca, dientes y lengua- Quieres jugar a algo que no puedes controlar y sin embargo aún te esfuerzas en resistirte cuando es hora de reencontrarnos. ¿Acaso llevas jugando desde que esto empezó y sólo ahora te decides a invitarme formalmente? –replicó y negándose el tiempo de reaccionar a sí mismo antes que a nadie más, le rodeó la cintura con una sola mano y giró su cuerpo unos centímetros, mientras con la otra la impulsaba hacia él. Y cuando de nuevo tuvo a su disposición la zona magullada de sus hombros heridos, abrió la boca y lamió la poca sangre que aún quedaba. Lentamente, como si se lo estuviera pensando en mitad del acto, recreándose en su sabor para que borrara todo lo demás y el ardor de su lengua acallara la insolencia, los delirios y las posibles dudas que le quedaran a Éline sobre que ahora había pasado a ser sólo de su propiedad. No importaba si creador, destructor, lobo o ruiseñor- No soy nadie, no soy rival para tu Víbora preciosa y cuando todo esto termine ni siquiera recordaré tu nombre –dijo, absolutamente guiado por ese nuevo limbo que había degustado de su piel, y aceptó esa invitación al mundo de las mentiras que posiblemente ya había visitado desde que chupó sus heridas en la calle-. Seguro que si me topo con ella, la dejaré vivita y coleando. Sin preguntarle nada sobre ti, porque yo sólo quiero saber lo que tú quieras contarme, Éline. Mi suave y dócil e insípida Éline.

¿No era así como lo hacían los Lobos, a fin de cuentas?


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Mensaje por Éline Rimbaud Lun Mar 17, 2014 12:40 pm

Si callaba podía escuchar su corazón latir. El suyo propio. El del Lobo. Sí. El corazón de un lobo. Anhelado. Enfadado. Triste. Si lo dijera, si lo proclamase en voz tan alta que hiciese retumbar los cielos, nadie la creería. Y él, mucho menos. ¿Acaso habría creído a otro que no fuera él mismo? Sin embargo, ahí estaba; latiendo. Bum. Bum. Bum. Como el grito de un águila herida. Como una cuerda de guitarra desafinada. Bum. Bum. Bum. Como el sollozo de un soldado vencido. Así de desgarrador. Lloraba, no; sangraba por dentro mientras rememoraba lo irrecuperable. A ella también le gustaría sangrar. Con él. Por él.

”Oh, Éline. No te preocupes. Ya sangrarás. Ya sangrarás”

Su canción había sido la balada del hombre muerto, su marcha fúnebre. No. Funesta. Tal vez él lo sabía. Lo olía en el aire. ¿No tienen los lobos un olfato delicado, fino? Dolor cuando sus labios presionaron contra su piel. Pero fue un dolor dulce, ¿podía ser eso? Era como el dolor de saber lo imposible, lo irrevocable, lo ineludible. Un dolor compartido. Una molestia en el estómago, en la garganta, en el pecho. Troceándola, rompiéndola, partiéndola en dos mitades de un todo esmirriado y escuálido. El dolor de saber que ya había empezado algo terrible. Y el dolor de saber que sólo con un Lobo podría compartirlo.

Y el bum, bum, bum de un tambor que no cesaba, listo para la cruzada. ¿Estaba ahí realmente o sólo era el eco revoltoso de una mente desquebrajada? ”El dolor de unos labios contra la piel”. El bum, bum, bum de un alarido de guerra. El corazón. El corazón. Quería tocarlo, saber que estaba ahí, que no se lo estaba imaginando con espinas alrededor. Le arrancaba la vida. Él hablaba. Hablaba, hablaba y hablaba. Y ella callaba. Callaba, callaba y callaba. Por supuesto, ¿cómo iba a ser? ”El lobo siempre es más fuerte que la víbora”. Era el orden natural de las cosas. Y, sin embargo, esta víbora estaba encantada. Era perversa, vil y cruel.

La mano inconsciente de Éline lo iba buscando. A él. Al corazón del lobo. Existía -ahora sí- con la certeza de una leyenda perdida. La mano, ¡esa mano inconsciente!, navegando hasta encontrar el tesoro hundido. Pero allí... allí ya no había nada. La inconsciente mano se detuvo unos momentos, aferrando la camisa con fuerza, como si temiera que él fuera a desaparecer, desvanecerse, y poder así quedarse al menos con el tacto del lino. Luego siguió escalando, hasta palpar el rostro del lobo, hasta llegar a las comisuras de sus fauces, allí donde todavía descansaba una gota escarlata. Se vio reflejada en sus pupilas ardientes y feroces; una famélica loca, sabia sólo en su mundo de incoherencias. Temblaba. Temblaba aún estando recogida en las entrañas del Lobo. Presa. Era una presa. Sus grandes ojos se volvieron cristalinos, su boca tiritaba, como si se hubieran quedado fríos, amoratados, por el contacto de las aguas del norte. Su dedo terminó su recorrido y se posó en los labios del Lobo.
-Mi nombre... -empezó, susurrante, desafiante-... Mi nombre lo tendrás grabado en las entrañas para el resto de tus días.


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Mensaje por Fausto Sáb Abr 12, 2014 7:52 pm

Su nombre, el mismo que él le había devuelto, el mismo que había hecho sangrar cada una de sus manías hasta convertirlas en una obsesión, de repente tenía el sabor de sus dedos. Unos dedos ásperos, corrientes y sucios. No de la cochambre de las calles, porque siempre que introducía a aquella mujer en el eco atronador de su cueva, se encargaba de limpiarla como si de un animal de granja se tratara, a base de potentes cubos de agua que la acurrucaban en distintas zonas de las paredes y la mantenían un buen rato tiritando o dejándose inducir por los propios espasmos de su locura. Sucios de perturbados, víctimas de la violación de la locura y los estigmas que se apropiaban de su identidad, incluso en los rincones físicos de su cuerpo. Esos dedos ahora se habían detenido sobre los labios de Fausto y sentía el recorrido de los ojos de la muchacha con una punzada más delatora aún que la de su corrompida piel. Y sólo por experimentar aquella momentánea desorientación en sus perfectos y entrenados sentidos, volvió a ponerle fin de la única forma que sabía.

Poco importaba que ni siquiera necesitaran abrir la boca. El cazador siempre tendría la última palabra.

¿Quieres un nombre? –replicó finalmente y hundió la mano en la nuca de la pelirroja, donde sus uñas se entrelazaron con sus cabellos y apretaron hasta conseguir que echara la cabeza hacia atrás- Probemos con el de 'cachorrilla apaleada', porque eso es lo que eres –su voz ronca pudo abrirla en canal y clavarse en su cráneo, como las yemas de sus dedos contra su cuero cabelludo-. Además de una tramposa –y el rencor se vertió cual lava recién escupida del volcán-. Ya te dije que querías meterte en algo que no podías controlar -Fausto se había permitido entrar en el juego de una jodida demente que en lugar de aportarle información útil, le había vuelto a dejar expuesto. Expuesto. A él.  

Estaba siendo demasiado permisivo, pero sobre todo consigo mismo. Aunque ya no más.

(¿Y cuántas veces había dicho eso?)

La apartó definitivamente con un último estirón seco y se puso en pie para regresar a las hojas de su mesa que tan sabiamente le habían advertido de todo. Y en ellas continuó apoyándose hasta que una noche más quedó apilada en la cuenta atrás de lo inevitable. Hasta para el hombre que lo había visto todo.

- - - - -
La hipnosis fue valorada como el mayor entretenimiento durante aquella investigación sin rumbo real que, sin embargo, ahora conducía sus días (y se negaba a pensar desde cuándo, era un lujo que podía darse alguien con un control absoluto de la memoria). Había escrito muchas palabras, tantas como para ocupar muchos más libros de los que rodeaban toda su mesa, los había comparado con otros métodos de estudio sin quedar jamás satisfecho y lo único en lo que había avanzado era en un hipotético mapa arquitectónico de cómo funcionaba la mente de Éline Rimbaud. Aplicar la hipnosis a una persona como ella sólo le ayudaría a entrar momentáneamente en ese mundo que ya compartían ambos exteriormente, y aunque no podía decirse que respetara los parámetros serios de sus tratamientos, sí aportaría el cambio más reseñable de todos.

Por eso, aquel día que volvió a retener a su presa, lo hizo. La llevó entre sus brazos sin apenas fuerza y, por tanto, sin apenas agresividad. Limpió toda su piel con suavidad, le habló con una voz tan delicada que consiguió penetrar en su mente muchísimo antes que los efectos de la hipnosis. La trató como un águila suntuosa, imponente y seductora trataba a sus crías, y en el momento en que los ojos de la chica se posaron en los de Fausto, la inducción fue casi instantánea. Su mano tocó su muñeca y palabras como 'dormir' y 'profundamente' se disolvieron en sus oídos con la misma facilidad que toda el agua que había purificado su cuerpo, o que la voz oscura y balsámica de Fausto sometiéndola a un trance absoluto del que probablemente ni el señor Máspero tendría constancia.

El alemán sostuvo a Éline cuando ésta se desplomó finalmente sobre su pecho y el sueño de su mente pasó a estar completamente en su poder.


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Mensaje por Éline Rimbaud Vie Mayo 16, 2014 4:35 pm

Un. Dos. Tres. Un chasquido. Las alas de una gárgola taparon el sol. Un sueño. Un mundo. Un mundo loco. Damas y caballeros, bienvenidos al loco, loco espectáculo de Éline.

Un pasillo. Se la tragaba. Estaba dentro de un laberinto. ¿Era un laberinto? No, un laberinto no. Era una garganta. Dientes de león colgaban de las paredes rosadas y viscosas. No, no eran dientes. Candelabros. Candelabros con alas de plumas de colores y brazos largos, huesudos, escuálidos. Brazos humanos, con manos humanas que portaban una vela cada uno. Iluminaban poco, pero lo suficiente como para que la joven viese al fantasma.
”Es un fantasma muy bonito, señor Maspero. Pero está triste”
En efecto, el fantasma estaba triste, muy triste. Tanto, que lloraba lágrimas de diamante. No, de diamante no. De sangre. Porque eran rojas. Rojas. Rojas. Rojas.
El fantasma, sin embargo, era blanco, translúcido, liviano. Según la luz que proyectaban los candelabros, a veces hasta parecía de cristal. De hielo. El fantasma flotaba pero no se movía. Era una mujer desnuda, con la piel albina resplandeciente surcada de marcas, de agravios y de amarguras. La más grande de ellas, una que le atravesaba el vientre en un corte limpio y supurante.
”Las heridas de toda una vida”.
Su cabello se revolvía alocado con una ráfaga de viento que no existía. Era como de fuego, pero no tan rojo como las lágrimas. Contra sus pequeños pechos descansaba algo. ¿Qué era? Ah, sí. Un cachorro de lobo; estaba inerte, inmóvil. Muerto.
”¿No sabes quién es?”, preguntó el ruiseñor imaginario.
Éline se contrajo. Cayó. Se retorció. Vomitó.
”¿No sabes quién es?”, volvió a repetir el señor Maspero.
Claro que lo sabía. Claro que sí. Era ella. Ella. Su fantasma sosteniendo al hijo del lobo.
El fantasma, que era ella en realidad, se acercaba. Flotaba. Era una visión, una maravilla espeluznante. Se acercaba con el pequeño lobo en brazos, y, cuando llegó al punto del pasillo –o la garganta- donde estaba arrodillada Éline, se inclinó y lo dejó delante suyo, como si se tratase de una ofrenda de sangre. Se escuchó un llanto, ¿era ella, ella misma, la que lloraba? Posiblemente, porque todo su mundo se volvió de un rojo acuoso. Sus lágrimas también eran de sangre, después de todo.
-Tu final está aquí- dijo el fantasma con la voz del señor Maspero, y, luego, se convirtió en ruiseñor y voló. Éline salió detrás de él, corriendo, intentando alcanzarlo. Pero, ¿cómo iba a volar si ella tenía las alas rotas?
”No. No te vayas. No te vayas, o me perderé”. Pero el ruiseñor ya no la escuchaba, porque había desaparecido.
Y ella estaba perdida.

De pronto, el aullido de un lobo estalló. Como un trueno en una tormenta, como un cañón en el campo de batalla. ”Síguelo, síguelo, síguelo”. Por todos los pasillos, mundos y universos lo siguió. Y lo encontró; magnífico, fiero, salvaje. Herido.

Sangraba por los colmillos, pero ella sabía que no eran como los de la Víbora, que de los del lobo salía calvario y angustia. Él no era oscuro entero, como la serpiente pérfida, él era claroscuro. Claroscuro brillante.

El lobo se dejó caer delante de ella, moribundo. Y el sonido que hizo al desplomarse era el sonido del final. "No. No. No. No puedo dejarlo morir como al cachorro". Acarició con suavidad el morro del suntuoso animal (pues aún derrotado era excepcional) y acercó los labios a su rostro, sin saber que a mundos, mundos de distancia, su cuerpo reaccionaba de la misma manera que lo hacía en su sueño hipnótico y febril.


Abrió los ojos y apareció otra vez en aquella guarida de enigmas arcanos. Su respiración agitada, sus dedos agarraban con fuerza -tanta que se clavaba las uñas en la carne- a la tela de la camisa del Lobo. Su frente apoyada contra el pecho de este. Todavía sentía el sabor metálico de la sangre supurante de los colmillos del Lobo.
-Tú has hecho esto -dijo, la respiración entrecortada, sin mirarlo pero sin separar la proximidad de sus cuerpos-Tú has hecho esto -volvió a repetir, hablando de algo que todavía no había pasado pero que sucedería.

Sujetó el rostro del Lobo con las manos temblando.
-No se puede ser condena y salvación al mismo tiempo. No se puede -empezó a hablar, de manera desenfrenada, sin sentido-No se puede, no se puede. ¡Y tú, sin embargo, lo eres! -exclamó, entre maravillada y aterrorizada[b]-¿Por qué? ¿por qué? ¿por qué? -los rostros muy juntos, las manos de ella sondeando, curiosas, el semblante de él, en busca de algo que pudiese responder a la pregunta imposible.

Ojalá, pensó, ojalá existiese una máquina que arreglase a los espíritus caídos.


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Mensaje por Fausto Mar Mayo 27, 2014 10:50 pm

Pensó que dominando su vigilia, desflorando sus sueños (sus pesadillas), podría continuar impasible en su trono de marfil y madera quemada, embriagante de sabiduría sobre el fuego (el infierno), desde el cual lo contemplaba todo (hasta a ella). Mas como todo espectador ajeno a esta historia se esperaría, no fue así cuando hipnotizó a la chica por aquello que seguía clasificando como imparcial curiosidad. No. Era tan sencillamente imposible como un final feliz… ¿Y qué se alejaba más de la definición de 'feliz' en unas vidas como las de Fausto y Éline Rimbaud? ¿Qué se acercaba? ¿Qué tenían su estudio, su interés, sus palabras, sus desvaríos… de dañinos cuando se pronunciaban en aquella caverna de libros y sombras? ¿No eran más bien sus propias reacciones a esos sucesos lo que fomentaba la desazón? ¿No eran sus defensas a un ataque cada vez más flaco y desprevenido lo que tenía el sabor más inmundo, el peso más cargante?

¿No era que él nunca había dejado de mirarla, incluso sin necesidad de tener sus manos aferradas al rostro? Al rostro de la bestia carcelera, como si fuera lo único capaz de sostenerla en esa mar rojo de sangre; lo único que podía comprenderla en ese mundo emponzoñado de razón.

Le hizo varias preguntas, mientras la niñita desvalida se movía de aquí para allá en sus ruinas mentales y abría todas las puertas chirriantes de su propia cavidad cerebral. Sin sonido, sin tacto, sin ruiseñores que la guiaran por una realidad de la que ella misma era dueña y señora, aunque no lo aceptara, mucho antes de crearse una dependencia hacia lo poco que conservaba de cordura. Una cordura que hablaba su idioma actual, el idioma de las muñecas rotas y las almas perdidas. ¡Pero estaba harto de tener que dirigirse a la pelirroja por medio de alguien que más que un intérprete, era una niñera non grata! ¡Fausto también hablaba ese idioma, porque era un hombre culto y ávido de conocimiento! ¡Pero también era demencialmente irónico que el único idioma que no necesitaba aprender para conocerlo, fuera el único que necesitaba para comunicarse con esa pájara desplumada de juicio!

¿Así que ahí estaba el verdadero y enterrado motivo de haber hecho uso de la hipnosis? ¿Para que ambos tuvieran por fin una intimidad en condiciones?

Éline hablaba y le respondía a medias, como a medias se encontraba entre un lado y el otro de ese barquillo a punto de naufragar que era ella en la tormenta de su dolor, de su malograda existencia. No siempre usaba frases lógicas o que tuvieran que ver exactamente con lo que el teólogo pretendía averiguar, mas en realidad ni siquiera el propio Fausto sabía qué era eso, aunque se negara a enterarse… Dar la espalda a la verdad de la que se había vuelto un erudito, cerrar los ojos ante una de sus fuentes más preciadas de poder, todo para seguir indagando sobre una muchacha que no era nadie... ¿Realmente aún no se había dado cuenta? ¿Esforzarse por no darse cuenta de algo no era una paradoja vertiginosamente costosa hasta para alguien como él? ¿Qué estaba haciendo ahí, derrochando atención por una causa sin remedio que ni siquiera le involucraba? ¿Qué estaba haciendo ahí, practicándole la hipnosis a quien al final no le había aportado más conocimiento, sino que había hecho que lo rechazara al completo para acabar simplemente en el suelo de su piso, con aquel cuerpo indefenso entre sus brazos, el impulso de querer conocer más y más sobre su cabeza y el recuerdo de una melodía que no existía? Nunca más…

Nunca más, hasta que finalmente tuvo las manos y los ojos y la cara de la mujer asidos a su cuerpo, a sus mejillas, a su rostro. El barquillo había placado las olas y echado abajo la última puerta de su psique, todo para emerger del fatuo yugo que poseía la hipnosis y demostrarle que estaba equivocado… que allí, en toda ella, había muchísimo que aprender, que cuanto había extraído de sus encuentros sí era conocimiento, pero simplemente no estaba preparado para él: no quería estarlo. Y en cuanto lo hubo aceptado de una vez por todas, la melodía regresó a sus oídos, pero sobre todo regresó a sus ojos y a su tacto; a los ojos que veían los labios de Éline y al tacto que no había dejado de sostenerla. La respuesta, la intimidad, el permiso (re)aparecieron en torno a esa escuálida silueta que secuestraba cada noche de las calles, porque de repente no importaba ni una sola de las preguntas que Fausto le había hecho a ella, sólo ésa que la demente había pronunciado se hizo eco fuera y dentro… y precisamente fue dentro donde el hombre quiso cerciorarse completamente cuando acercó sus labios hacia los mismos que habían reclamado el primer 'por qué' en voz alta.

La melodía cesó cuando Fausto cayó en la cuenta de que la necesitaba de fondo para avanzar y eso fue antes de llegar a completar el siguiente paso hacia la boca de la chica. A partir de ahí, ya no se habló de más melodías, sino de un chirrido agudo, punzante e inhumano que le atravesó de arriba abajo en menos de lo que tardó en alejarse, ponerse en pie y empezar a destrozarlo todo. Derrumbó la mesa de una patada, lanzó los libros al suelo, desgarró las notas de sus cuadernos y al volverse por última vez hacia Éline Rimbaud, en su semblante ya no había rastro alguno del cazador, ni del erudito, ni del hombre: sólo el lobo que rugió, como se rugía en mitad de la tempestad más lejana, y cuyas vísceras hechas rugido ahuyentaron definitivamente a la mujer que amaba. Ni siquiera la puerta del piso quedó cerrada después de que su prisionera huyera, o más bien, obedeciera al animal feroz que acto seguido rompió el cristal de la ventana de un puñetazo para así adornar su conclusión con sangre en las manos. Sólo en ese momento, ebrio de soledad y autodestrucción, fue cuando sus amenazadoras órdenes se parecieron más a unos aullidos.


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