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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Demetrio Fallenius Dom Dic 01, 2013 9:16 pm

Sometimes you just wanna fuckin have it
and you don’t care who gets hurt

Cuando Demetrius se vio de nuevo en la calle, no vaciló acerca de lo que haría. Se había vestido muy elegante y sus zapatos, de costoso cuero negro, brillaban como si acabara de adquirirlos. También se peinó el cabello hacia atrás, de modo que las canas que le habían brotado, mayormente en la parte delantera de la cabeza, se le esparcían mezclándose con los cabellos oscuros, dándole un toque maduro, masculino y cautivador. Esa noche decidió no utilizar el carruaje, así que caminó y, cuando dobló la esquina del boulevard, se guardó bajo la fina gabardina negra una caja mediana de terciopelo color azul rey que sostenía en la mano derecha. Caminó con paso seguro hacia su destino, mismo que tenía bien contemplado, no obstante, durante el trayecto se desvió un par de veces, ya fuese para tomar atajos, o por el contrario, para elegir los caminos más largos. Pero finalmente llegó, el viejo edificio que antes había sido un concurrido hotel y ahora era un simple burdel, apareció frente a sus ojos.

Demetrius detestaba ese sitio, siempre había pensado que era muy vulgar, el tipo de lugar a los que él no estaba acostumbrado frecuentar. Si se atrevía a acudir a él era solamente por ella, por que lo valía. Lyudmilla era su nombre, una hermosa mujer de cabellera rojiza y con los labios más sensuales que se haya visto; una joya, una verdadera belleza que contrastaba por completo con la fealdad del prostíbulo. Era sin duda una de las mujeres más asediadas del lugar y sería toda suya -como ya lo había sido con anterioridad- cuantas veces quisiera. En sitios como esos, las mujeres dejaban de ser seres humanos con sentimientos y pasaban a ser viles objetos que estaban al alcance de cualquiera… de cualquiera que pudiera pagar por ellas, por supuesto. Por eso obtenerla era algo sencillo para él que poseía todo el dinero del mundo. Estaba consciente de que podía comprar su compañía de por vida si se le daba la gana, pero estaba convencido de que tenerla diariamente terminaría por arruinar y desvanecer esa fascinación que ahora experimentaba con la fémina.

Schwanenflügel entró. Las mujeres ya lo conocían y sabían que abordarlo con la esperanza de despertar en él interés o deseo era algo en vano, una tarea imposible, pues de sobra conocían la razón que orillaba al caballero a un sitio como ese. Una de las cantineras más mayores se le acercó, y sin hacerle preguntas innecesarias, se limitó a conducirlo al segundo piso, dejándolo en una de las habitaciones.

Póngase cómodo, la princesa —utilizó un tono lleno de sarcasmo al nombrarla de ese modo— vendrá enseguida —aseguró con una voz ronca al mismo tiempo que mascaba una goma con la boca abierta.

Demetrius la miró con desaprobación pero no hizo evidente el hastío que le provocaba su falta de modales. Se sentó y esperó. Esperó un buen rato. La habitación era grande, con pocos muebles, y su aspecto revelaba descuido. Las paredes estaban tapizadas con un papel antiguo de color violeta que ya estaba bastante desgastado y justo arriba de la cama colgaban un par de cuadros bastante malos, uno representaba un molino en una llanura y el otro un leñador en un bosque, ambos colgaban de desiguales cordones, lo que les hacía estar torcidos. Se adivinaba que hacía mucho tiempo que estaban así, bajo la superficial mirada de una persona indiferente, puesto que nadie acudía a un burdel con la intención de admirar arte.

Al fin, se abrió la puerta y por ella entró la mujer que esperaba. Vestía una bata de seda roja que se le ajustaba al cuerpo dejando poco a la imaginación, ya que la tela que recubría los pechos era de un encaje delicado que se trasparentaba, revelando que no llevaba nada más debajo de la femenina prenda.

Hola, Lyudmilla. El rojo te sienta bien —la aduló con su masculina voz, ronca y gruesa, pero aterciopelada y extrañamente cálida—. Acércate para que pueda verte mejor… —le pidió, a la vez que se acomodaba sobre el viejo asiento en el que se encontraba para encontrar toda la comodidad posible y  así poder admirarla mejor. Alargó la mano invitándola a unírsele.

Ella obedeció y caminó hacia él; tomó la mano que permanecía el aire. Demetrius la jaló con delicadeza hasta lograr que la joven prostituta quedara sentada sobre su regazo. Era tan delicada que apenas y sintió su peso. Fue un deleite para el hombre percibir la tibieza del cuerpo femenino y el delicioso aroma que emanaba su piel suave y tersa, tan blanca como la nieve misma.

Te has puesto el perfume que te obsequié... —comentó lleno de júbilo, pero con la seriedad que ya lo caracterizaba—. Buena elección. ¿Y adivina qué? Tengo algo más para ti… —de debajo de su gabardina sacó la misteriosa caja de terciopelo azul y la depositó en las manos de la joven. Esperó a que ella la abriera.

Es un zafiro —le anunció al mismo tiempo que ella quedaba deslumbrada con la joya—. Si lo quieres, ya sabes cuál es el precio… —le susurró al oído, como el diablo a su martirizado.


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Mensaje por Lyudmilla Blavatsky Vie Dic 27, 2013 9:43 am

Temo que las mujeres aprecian la crueldad, la absoluta crueldad, más que ninguna otra cosa
Oscar Wilde

Sus labios a penas rozaron la frente fresca de Víktor cuando los apoyó en ella. Su padre dio un suspiro, y sus comisuras se elevaron escasamente, en lo más parecido a una sonrisa que su cuerpo podía emitir. Una lágrima de Lyudmilla rodó por la sien del hombre, y se perdió en su cabellera canosa, opaca, sin vida. “Yulia” había susurrado antes de dormirse, como todas las noches en las que podía descansar con tranquilidad, y había apretado con fuerza la mano de la rubia, quizá pensando que su amada era la que lo sostenía, o quizá sabiendo que era su hija y deseaba transmitirle sosiego. Sosiego que jamás llegaría hasta que no dejara de sufrir, hasta que él pudiera reencontrarse con su adorada esposa y estar en paz en el Reino de los Cielos. Pero Lyudmilla y su hermano eran demasiado egoístas como para permitirle partir, y lo obligaban a aferrarse a los escasos momentos de bienestar, así como lo habían obligado a sobrevivir a una travesía que le había costado hasta la dignidad. Víktor había sido un caballero gallardo, guapo, esbelto, culto y lleno de energía, y estaba reducido a un saco de piel y huesos, que hablaba muy poco y que se quejaba constantemente de los dolores que lo azuzaban. Pero no, todavía no era su hora, y fue lo que le dijo su hija antes de retirarse, con el corazón encogido de mentira.

Atendió al primer cliente, y agradeció que fuera un anciano que hiciera todo rápido. Aquel señor era de charlas amenas, y era adepto a conversar después del acto. Lyudmilla le hacía masajes y bebían brandy, mientras le hablaba sobre sus problemas maritales, los de sus hijos y hasta lo de sus nietos. Tenía mucho dinero, y se lamentaba, constantemente, de los carroñeros de su familia, que estaban prendiendo velas para que muriera pronto y así poder destajar su fortuna con su cadáver aún caliente. Ella sólo asentía, sonreía o demostraba seriedad, todo dependía del tono que él utilizara para cada frase. No era tan malo después de todo, no era un hombre tonto, simplemente, los años le pesaban más de lo que creía, pero Lyudmilla se repetía que no le pagaban para dar consejos, y sólo hablaba con monosílabos o palabras cariñosas que lo endulzaran y lo hicieran olvidar. Ese era su trabajo. Habían bebido demasiado, se percató de ello cuando quiso levantarse de la cama y las piernas le pesaron, él se tambaleó, y rieron al unísono. El caballero pagó unos chelines más por haber escuchado, por primera vez, su risa sincera, y la ahora pelirroja, le agradeció con un beso en el dorso de la mano, como a él le gustaba.

Estaba en la tina dándose un baño cuando una de las muchachas entró con una amplia sonrisa. Lyudmilla la miró de reojo sin reparar demasiado en su gesto de triunfo. Le anunció que “él la estaba esperando”. La rubia sabía perfectamente quién era “él”, y si bien un escalofrío le recorrió la espalda, lo disimuló con gesto indiferente y despachó a la joven con un ademán. Había aprendido a sobrevivir a la envidia de las demás, y también a aquellas personas que se alegraban de la desgracia ajena. Demetrius Schwanenflügel era su mejor cliente y también su peor pesadilla. Era excéntrico, cruel y pagaba demasiado bien para rechazarlo. Iba allí solamente por ella, y a pesar de querer sentirse halagada y agradecida, como le decía la encargada del burdel que debía ser, pensaba que una maldición -en la cual había empezado a creer desde que estuvo por primera vez con él- había recaído sobre su humanidad. Humanidad de la que Demetrius carecía, o si la tenía, sabía esconderla a la perfección. Sin detenerse en más pensamientos que una oración y una disculpa muda a sus padres, se levantó y secó hasta que la piel se le enrojeció de tanto frotarla. Esparció aceite de almendras por cada parte de su cuerpo, y antes de cubrirse con la bata roja, colocó algunas gotas del perfume que Schwanenflügel le había regalado -una exótica y deliciosa fragancia de frangipani- detrás de sus orejas, en el valle entre sus senos, en su monte de Venus, en la nuca, puños, pliegues de los brazos y las rodillas. Por último, se recogió el cabello y colocó encima la peluca rojiza de bucles que parecían tirabuzones y que le llegaba hasta la cintura. Jamás se maquillaba, sólo un rastro de carmín en los labios, a él le gustaba “al natural”.

Hola, cariño —ronroneó tras cruzar el umbral y cerrar la puerta tras de sí. Se dejó guiar hasta sentarse sobre su regazo, y con su índice le acarició el filo de la mandíbula. Sonrió y agradeció el elogio. — ¿Otro obsequio? —preguntó mientras tomaba entre sus manos el estuche de terciopelo azul— Eres encantador conmigo —aseguró al tiempo que lo abría. Abrió los ojos, repleta de sorpresa, ante la visión. No porque nunca hubiera visto un aderezo como aquel, su madre había tenido unos cuantos zafiros, y ella misma había utilizado uno pequeño para su presentación en sociedad, hacía ya demasiado tiempo, sino, porque su valor podría conseguir que un médico muy reconocido atendiese a su padre. —Jamás había apreciado algo más hermoso —aseguró con tanta convicción que podría haber sido verdad. Había descubierto que a los hombres poderosos les gustaba creer que la puta que tenían encima, era una campesina pobre que se dejaba engatusar por los brillos de las joyas. Lyudmilla ya había tenido todas las que había querido. En su presente, las vendía para alimentar y atender a su pequeña familia. —Gracias, Demetrius —depositó un casto beso en los labios del hombre— Claro que lo quiero. ¿Me lo colocas? —sonrió— Al zafiro, claro —a los hombres también les gustaban los comentarios con segundas intenciones. Se movió con suavidad hasta darle la espalda. Corrió la bata hasta debajo de los hombros, y se levantó la cabellera artificial. —Ya estaba extrañándote —susurró mientras rozaba con las yemas, el colgante que se adhería a su piel y lo observaba a través del espejo que tenía en frente.


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Mensaje por Demetrio Fallenius Dom Ene 26, 2014 7:02 pm

Demetrius tenía en casa a una mujer hermosa que lo esperaba noche tras noche, su esposa, a quien había rechazado infinidad de veces y cuya autoestima estaba más que destrozada por los constantes desplantes que recibía cada vez que intentaba acercase a su esposo, aún cuando no fuera con intenciones sexuales. Justine era quince años menor que él y pasaba las noches en vela preguntándose qué había hecho mal para que su esposo la menospreciara de ese modo. Sabía cocinar, coser, tocaba el piano y además poseía una hermosa voz con la que había intentado deleitar el oído de Demetrius en más de una ocasión, cantándole al oído, pero para él nada parecía suficiente, seguía tan inexpresivo como de costumbre, tan sumido en sus propios pensamientos, viviendo su propia vida, una completamente ajena a ella. Se sentía una mujer fallida pero, aunque la mayoría del tiempo se convencía de era probable que su matrimonio ya no tuviera salvación, el deseo de ser madre no se desvanecía, por eso a veces se tragaba su orgullo y buscaba a Demetrius por las noches, se metía en la cama y hacía uso de toda clase de artimañas para seducirlo, como vestirse con lencería muy femenina, perfumarse o hacerse cambios en su apariencia, pero cada vez se encontraba con un témpano de hielo. La verdadera razón de todo era que en Demetrius no lograba despertar absolutamente nada; él no la deseaba como mujer. Se había casado con ella solamente porque era parte de su venganza hacia Dimitri, la había hecho suya algunas veces durante la época de recién casados, pero la experiencia le había resultado tan insulsa que finalmente había decidido no volver a tocarla. Detestaba cuando ella se le acercaba e insistía con tener un hijo. La mujer representaba un bonito trofeo en su residencia, un mueble más.

Lyudmilla era otra historia. Con ella podía dar rienda suelta a sus bajas pasiones, por más agresivas o extrañas que éstas fueran. Puede que a la pelirroja no le gustara todo, pero jamás ponía objeción; se comportaba como debía ser, como la obediente mujercita que se ponía a su absoluto servicio, que lo complacía en todo cuanto le pidiera. Lo que más le gustaba de ella era su personalidad, porque aunque con él se portara complaciente no significaba que era una joven falta de carácter como su mujer; ella actuaba conforme lo que Demetrius le pidiera. Si a él se le antojaba una mujer sumisa y obediente, ella se transformaba en eso; si prefería la agresividad, ella le daba pelea. Era pícara, traviesa, rebelde, dócil, infantil, madura; era como tener a todas las mujeres en una misma.  

Se colocó a espaldas de la pelirroja y le colocó la joya alrededor del cuello. Luego miró su imagen en el espejo, clavando los ojos castaños que, regularmente parecían inexpresivos, pero que en esos momentos denotaban lujuria, en la piel desnuda de su garganta, la clavícula, los hombros.

Eres una delicia, querida —le susurró al oído sin dejar de observarla—, no como la estúpida que tengo en casa, no hay punto de comparación.

Cada centímetro de su piel era hermoso, no poseía desperfecto alguno. Con sus ojos delineó los sensuales labios que ésta poseía, que eran carnosos y rosáceos y deslizó sus manos por encima de la tela para acariciar su perfección, con tanta lascivia que resultaba incluso obsceno. Ni siquiera en la época de recién casados había tocado de ese modo a Justine, ella jamás logrado excitarlo de tal modo con solo mirarla, provocarle una erección como la que experimentaría en cuestión de minutos. Pegó su cuerpo al de la mujer al mismo tiempo que recorría con sus manos su cintura, llegando finalmente hasta la solapa de la única prenda que vestía, la cual no dudó en deslizar hacia abajo hasta lograr dejar a la vista los generosos pechos.

Demetrius, que siempre aparentaba ser un hombre tranquilo y casi indiferente, al menos a los ojos de la sociedad, tuvo un arrebato de agresividad. Con fiereza le dio la vuelta a Lyudmilla, hasta quedar frente a frente, y le arrancó la ropa a punta de tirones. La bata se rompió y cayó al piso y la ramera quedó completamente desnuda ante él. Rodeó su cuello con las manos, lo presionó como si quisiera estrangularla, y la obligó a retroceder hasta que ésta quedó contra la peinadora que tenía a sus espaldas.

Si en verdad me extrañaste tanto como dices, demuéstralo, convénceme, porque no te creo absolutamente nada —sentenció.

Si algo detestaba Schwanenflügel, era que le quisieran verle la cara de idiota; no le gustaba que le mintieran, que lo creyeran tan ingenuo, incluso si se trataba de inocentes cumplidos por parte de Lyudmilla, alguien que sabía que en el fondo debía odiarlo por el montón de agresiones y amenazas que había recibido de su parte.

¿Realmente a ese nivel llegaba su locura o se trataba de uno más de sus juegos extraños previos al acto sexual?


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Mensaje por Lyudmilla Blavatsky Lun Mayo 19, 2014 10:01 am

Había aprendido a conocerlo, guiada por su instinto de preservación. El súbito cambio en el brillo de sus ojos denotaban la acción siguiente, pero la alerta que se encendió en su interior, no fue lo suficientemente rápida para evadir su respuesta. En cuestión de instantes estaba con las manos de Demetrius en su cuello. Sintió la repentina irritación de su garganta, cómo el aire pasaba cada vez con mayor dificultad. Sus fosas nasales se abrían y cerraban con inusitada velocidad. Cuando tenía aquellos ataques de violencia, Lyudmilla sabía controlarlo, pero no cuando sentía que la vida se le iría en un suspiro. En varias ocasiones había tenido la espantosa sensación de que llegaría a asesinarla, pero no lo creía capaz de tanto, al menos no antes del acto sexual que había ido a buscar. No estaría plantado frente a ella sólo para irse con la mínima satisfacción de asfixiarla. Si algo había asimilado, era que si aquel hombre, en algún momento, llegara a cargar con su vida sobre su consciencia –en caso de tenerla- no lo haría con tanta velocidad. Jamás había dicho que no a ninguna de las locuras que se le habían ocurrido, quizá más por temor que por ambición de su dinero; cuando la idea de que su familia se quedara sin sostén, que Rhostislav tuviera que salir a trabajar de lo que fuera para que su padre no muriera por falta de atención, hurgaba en lo más profundo de su fortaleza para soportar la oscuridad de Demetrius y de cuanto cliente se cruzara en su camino.

Colocó sus dedos sobre las muñecas de Schwanenflügel, tiró de ellas y sólo consiguió aumentar la presión. Él estaba disfrutando de su pánico. Y aunque hubiera querido demostrar que no lo sentía, sus ojos la delataban. Podía sentir cómo estos se secaban, los párpados le ardían, y aunque hubiera podido hablar, no se animaba a emitir ni un leve quejido. Hubo un segundo intento de desembarazarse de su opresión, pero fallido como el anterior. Y en la tercera ocasión, optó por tomarlo de los dedos y aflojarlos uno por uno. Lo consiguió, pero estaba segura que no por su propia voluntad, sino que él se había aburrido de aquel preludio aterrador. Inhaló una bocanada de aire, con una mano se tomó el cuello y la otra la apoyó en el pecho de su cliente, lo empujó para obligarlo a sentarse en la silla que había a sus espaldas. Refregaba la maltrecha piel de su garganta, y se acercó a Demetrius, con una rodilla le separó las piernas, y apoyó un pie en el asiento.

No vuelvas a hacer eso —a pesar de haberle querido imprimir autoridad, la voz le salió estrangulada. —No me gusta. —Se colocó a horcajadas sobre él, le tomó el cabello de la nuca y le hizo la cabeza hacia atrás. — ¿Quedó claro? —le dio una bofetada, luego otra de revés. —No quiero que dudes de mí, Demetrius —su tono cambió repentinamente, y acercó su rostro al del cliente. —Cómo no vas a creer en mí. ¿Estas semanas sin vernos te han hecho olvidar quién soy? —depositó un casto beso sobre su boca. —Tendré que recordártelo, no me dejas más opción —le separó los labios, hasta abrirse paso entre ellos con su lengua y acariciar la ajena. Lo acercó y lo besó con fingida pasión, tan fingida que parecía real, como el amor de las putas. Meciéndose suavemente sobre su abultada intimidad.

Se separó con brusquedad, jadeante por la instantánea unión, y porque aún le costaba respirar tras el episodio anterior; jaló un poco más de su cabello y le acarició el mentón. Recorrió su cuello con pequeños besos, trazando un camino invisible hacia arriba y hacia abajo.

¿Ahora me crees un poco más? —susurró en su oído. —Debería echarte por tu maldad, por no confiar en mis palabras —tomó el lóbulo de la oreja entre sus dientes y tiró de él. —Estuve a punto de creer que habías decidido dedicarte a tu mujer, pero aquí estás, de vuelta conmigo —con presteza desprendió su prenda superior hasta dejar a la vista parte de su piel, jugó con el vello entrecano que emergía bajo la ropa. — ¿Sabes qué fue lo que más extrañé? No, estoy segura que no lo sabes —sonrió. Con la yema de los dedos comenzó a recorrer su tórax —Extrañé sentirte en mi boca —desprendió su pantalón. —Sentirte duro… —su mano se introdujo hasta rozar su piel— caliente… —escondió su rostro en su cuello y lo mordió suavemente— y húmedo —con la lengua recorrió el sitio en el que había quedado una pequeña mancha colorada. — ¿Me permites que te demuestre cuánto te he extrañado? —rodeó por completo la masculinidad de Demetrius, que se apretaba bajo la tela.

Lyudmilla disfrutaba de tenerlo excitado, sabía que ganaba el control por unos momentos. Pero Schwanenflügel era impredecible, por más que hiciera uso de todas las artimañas que conociera, él siempre sacaba alguna sorpresa de la caja de Pandora, y la dejaba sin recursos, arremetía contra ella y la contemplaba en el abismo a la cual la sumía su condenada actitud. Con él había aprendido que no había límites, que nada que conociera podía comparársele, y había algo turbio y profundo en lo más remoto de su alma, que deseaba sacar a la bestia. La hacía sentirse poderosa, y quizá era eso lo que más le asustaba.


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Mensaje por Demetrio Fallenius Vie Jul 11, 2014 11:34 pm

Demetrius era un hombre extraño al que bien podría excitarle mucho más la idea de estrangular a una persona, que la de follarla salvajemente durante toda la noche. Estaba loco, era sanguinario por naturaleza, poseedor de una mente tan maquiavélica, aunque, sin duda, también extraordinaria y sumamente interesante, sobre todo para quienes desconocían su verdadera naturaleza asesina. Tal vez por esa razón es que siempre que le apetecía tener sexo optaba por mezclar el placer con el dolor, el propio y el ajeno, aunque, su mayor placer, era el dolor que era capaz de provocar en otros.

A las mujeres con las que había estado en la cama, les había hecho de todo, pero los golpes, y sobre todo los insultos, eran sus favoritos. Le gustaba humillar y ofender, doblegar y poseer, disponer de los cuerpos ajenos a su antojo. ¿Había asesinado a alguna de sus amantes? Sí, desde luego que lo había hecho, cuando empezaban a parecerle aburridas, cuando las formas de diversión empezaban a agotarse o tornarse monótonas. Pero, con Lyudmilla, ese momento aun no había llegado. Habían sido muchas las veces en las que había gozado con su cuerpo pero, definitivamente, no las suficientes como para desecharla todavía.

De ella le gustaban muchas cosas. Le encantaba la manera en que se le revelaba en lugar de asustarse con sus exigencias, quizá porque la rubia había terminado acostumbrándose a las excentricidades de su cliente.


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