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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Bertrán Rigaud Sáb Nov 22, 2014 5:43 pm

“ We look for love,
no time for tears”


– Merci Madame – agradeció el hombre a la mujer mientras le entregaba el cambio por su compra, luego ella se alejó con lentitud llevando entre sus manos el elaborado candelabro en hierro. No podía contarlo entre sus mejores trabajos, sin embargo se sentía orgulloso, como siempre, por el delicado resultado. Desprenderse de sus obras no le era difícil, las prioridades estaban correctamente ubicadas en su cabeza y llenar el estomago era más importante que rodearse de hierro moldeado, por hermoso que este pudiese llegar a ser. El sol subía lentamente en el cielo conforme avanzaba la mañana y el calor veraniego empezaba a sentirse sobre los compradores que recorrían los angostos y llenos pasajes que conformaban la red de caminos del mercado. Afortunadamente para Bertrán colgaba sobre su cabeza una suerte de techo improvisado, compuesto por una tela vieja pero funcional que le aislaba parcialmente del calor agotador de la época. Su mercancía se encontraba dispuesta sobre, bajo y alrededor de una mesa de madera y se componía por toda una gama de artículos fabricados por él mismo. Debía vender bastantes de aquellos pequeños objetos para equiparar la ganancia con la elaboración de una enrejada para una de las casas pudientes de Paris, sin embargo era mejor vender poco y tener algo en el bolsillo en un buen día que permanecer sentado en su humilde taller toda la semana esperando pacientemente a que alguien llegase con un encargo de esa magnitud. A su alrededor los demás mercaderes vendían desde antigüedades y joyas hasta vestiduras. Era cuidadoso a la hora de elegir su lugar, manteniéndose prudentemente alejado de los puestos de carne y pescado los cuales desprendían un hediondo olor conforme el calor aumentaba.

Esperó algunos minutos pero, al notar que nadie más se acercaba a su mesa, decidió sentarse en una banca y juguetear con un pequeño e intrincado aro forjado que se doblaba sobre sí mismo. No tenia utilidad alguna, al menos él no podía pensar en una, sin embargo le parecía simpática la forma en cómo se veía al hacerlo girar rápidamente entre sus dedos. Pensaba en el pasado, en la familia que perdió y en la manada que abandonó. Llenaba la soledad en la que se encontraba permitiendo que su mente visitara otros tiempos, siendo cuidadoso de elegir solo los que consideraba como más felices. Ninguna necesidad tenía de dejarse llevar a las zonas oscuras de su vida ni de revivir el dolor de manera voluntaria.

Suspiró y al levantar la mirada se encontró con el rostro de una pequeña de ojos claros que le observaba desde un puesto lejano. Ah, como le gustaría poder conocer a sus sobrinos. Para ese entonces deberían tener una edad similar a la de aquella chiquilla. Pero, aunque sería posible en teoría, no conseguía reunir el coraje suficiente como para hacerle frente una vez más a su hermana, para soportar nuevamente su repudio. Le faltaba valor, lo aceptaba. Solo podía prometerse que lo haría algún día y tratar de no pensar en que el tiempo corría diferente para sus sobrinos que para él. Si tardaba demasiado en tomar la decisión les perdería para siempre, ya no habría vuelta atrás. Sus ojos volvieron a posarse sobre el aro que giraba entre sus manos. Mejor no pensar en algunas cosas, ni siquiera el sol con la intensidad de su brillo a medio día podía iluminar su camino cuando este avanzaba hasta aquellas lobregueces ¿Dónde están los compradores? ¿Algún curioso al menos, alguien que aleje mi mente del pasado y de lo que podría ser o no ser? Era más sencillo vivir el presente. El pasado no podía cambiarse y el futuro era por completo incierto, no tenía sentido detenerse en ninguno de los dos. Entonces escuchó unos pasos ligeros que se acercaban a su posición. Agradeciendo en voz baja porque su pequeña petición fuese escuchada se dispuso a atender a quien quiera que se interesase en un montón de hierro retorcido y moldeado.



Última edición por Bertrán Rigaud el Mar Dic 30, 2014 8:57 pm, editado 3 veces


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Mensaje por Jamile S. Czinege Vie Dic 26, 2014 5:00 pm

Después del desastre que había sido su anterior intento de hacer la compra, la verdad es que estaba sorprendida, muy gratamente, de que la señora Bárbara la dejase salir nuevamente fuera de la mansión sin la supervisión de un adulto. Obviamente, se había dado cuenta que en aquellas dos semanas había madurado muchísimo. Y no porque lo dijera ella sola, no, porque todos se habían dado cuenta de que la pequeña Jeanna estaba intentando hacer méritos para que la tomasen más en serio. Y bueno, si bien los primeros cuatro días no dejaba de meter la pata, como aquella vez que limpió el suelo de la cocina con aceite en lugar de vinagre, o la vez que utilizó los jabones de su señora para limpiar los cristales del trastero, lo demás le había salido estupendamente. Más o menos. Aún olvidaba echar la llave del sótano, así que cada mañana le tocaba tener que limpiar toda la suciedad que dejaban los gatos que se colaban de la calle -por su culpa, porque les daba de comer aunque le dijeran que no lo hiciera-, pero era evidente que estaba trabajando duro para convertirse en la doncella perfecta. Eso también pasaba, por supuesto, por no corretear por los pasillos cantando y saltando, aunque la verdad es que esa semana no lo había hecho tanto, ¿no? ¡Quince veces no era mucho! Antes lo hacía más de treinta.

Otra opción es que quisiera deshacerse de ella durante unas horas mientras en la mansión completaban los preparativos para un baile que tendría lugar al día siguiente. Tener a Jeanna revoloteando por doquier solía ser indicativo de desastre en cualquier momento, así que era bastante lógico que la echaran para poder terminar ellos. Con ella en casa, tardarían mucho más. Pero no, que va, ella sabía que le habían encargado la compra porque ya se había hecho muy mayor y muy responsable, y porque había aprendido de Edouard que los calcetines eran un buen lugar para esconder el dinero y que no se perdiese. Así pues, enfundándose en su vestido favorito, ese de color verde que tan bien le sentaba, salió de casa a toda prisa, contenta, feliz, y con su cestita de paja. Le quedaba una larga mañana de compras por delante, ¡y no veía el momento de empezar! La lista de la compra, esta vez escrita en cuatro papeles diferentes distribuidos por todos sus bolsillos, rezaba que debía comprar manzanas -¡muchas manzanas rojas!-, cebollas, pimientos, patatas y una gran calabaza. El resto ya se le había olvidado, pero estaba segura de que en el camino hacia el mercado tendría tiempo a memorizarlo...

Y probablemente lo hubiese tenido, pero de pronto, al ver los pajarillos cantando, el cielo tan azul y la suave brisa veraniega que le levantaba el vestido por detrás, no pudo resistirse y comenzó a entonar esa eterna canción que nunca podía sacarse de la cabeza.

- Qui a mordu dans la lune
Il n'en reste qu'un croissant
Où donc est la pleine lune
Toute en or et en argent
Elle a tellement disparu
Qu'il n'en reste bientôt plus.


Y saltando y saltando, y cantando y cantando, llegó hasta el mercado y se perdió entre un centenar de puestecillos y de señoras de vestidos hermosos y sombreros enormes. Algunas le aplaudían, otras la apartaban de un manotazo, pero a ella no le importaban ni las unas ni las otras. Era feliz en esa burbuja rellena de música, tan feliz, que casi se olvida de por qué había ido hasta allí. ¡Pero no! Tenía una misión que cumplir, y lo haría, porque era una jovencita madura y porque quería que su señora Bárbara estuviese orgullosa... Dispuesta estaba a comprar los pimientos, cuando vio a un gatito tremendamente parecido a su Bigotes. Corrió tras él con la mano en alto, como riñéndole por haberse marchado de casa, cuando de pronto saltó un muro y se perdió de su vista. Una mueca triste acudió a su semblante, ¿y si era su Bigotes? ¿Cómo lo recuperaría? Entonces vio unas cajas junto al muro, y el rostro volvió a iluminársele.

- Ce gros chat l'a vu~!
Celui-ci l'a attrapé~!
Celui-ci l'a fait cuire~!
Celui-là l'a mangé,
Et le petit n'a rien eu!!


Canturreaba mientras hacía malabarismos para amontonar las cajas. Luego se subió e intentó trepar por el muro, pero aún le quedaba demasiado alto. - ¡Sapos y ranas! ¡Serpientes y cuervos! ¡Que mala suerte que tengo! -Estiró los brazos intentando alzarse, pero perdió el equilibrio y golpeó las cajas. - AAAAAYYY... -Gritó, manteniéndose sujeta por la parte superior de aquella pared, con los pies colgando. - ¡¡Ayuuudaaa señor Bigoooteeees!! -Volvió a gritar, esperando que aquel gato gordo y maleducado se dignara a ayudarla. Y de pronto apareció encima del muro y comenzó a lamerle los deditos. - ¡No! ¡Gato malo! ¡Me haces cosquillaaaaas! -El suelo ahora le parecía terriblemente lejano, aunque apenas estuviera a un metro de distancia. De sitios menos altos se había caído haciéndose mucho más daño. ¡Maldito gato! No pensaba darle más sardinas.


Última edición por Jeanna S. Amdahl el Jue Feb 19, 2015 7:01 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Bertrán Rigaud Jue Ene 29, 2015 9:13 pm

– Luka ¿Dónde te habías metido? ¿Tienes idea del susto que has dado? – la mujer apareció de improviso, vociferando y manoteando antes de tomar de la mano al niño que se encontraba con Bertrán y zarandearlo con violencia. El pequeño no debía contar más de 8 años, según dedujo el hombre al verle aproximarse, y la sonrisa que antes iluminase su rostro ahora se había transformado en un sollozo que amenazaba con explotar en una apoteósica pataleta. Le había causado curiosidad de que un crío tan pequeño, y tan bien vestido, se encontrase rondando solo por el mercado, así que cuando se acercó para poder observar mejor el aro que giraba entre sus dedos decidió entretenerle un poco con la esperanza de que alguien que le buscara apareciese. Sin embargo no fue como lo esperaba. Si bien la mujer le estaba buscando, la manera de comportarse con el chico le molestó profundamente – Excuse mademuiselle ¿Cree que es necesaria tanta violencia? De seguro se trató de un accidente – intervino obligando a la mujer a detenerse – Los niños pequeños suelen distraerse con facilidad y en el menor descuido escabullirse involuntariamente – - ¿Me está acaso usted acusando de negligencia? ¿Se puede saber quién es para atreverse a afirmar algo así? - la furia era ahora dirigida hacia el herrero quien levantando las manos intento aplacar el vivo genio de la mujer – No me mal entienda, por favor – – No hay nada que mal interpretar. Usted estaba con él ¿no es verdad? Dígame ¿Qué pretendía? ¿A dónde pensaba levárselo? Podría llamar ahora mismo al gendarme así que le sugiero, monsieur, que mantenga sus narices apartadas de lo que no le importa – el impacto ante tan absurda amenaza solo le permitió a Bertrán el mirarla sorprendido y balbucear un par de incoherencias. Ella, por su parte, aferró con fuerza la mano del pequeño Luka y se lo llevó casi a rastras por entre los curiosos que se habían detenido a observar la escena.

Poco a poco el gentío se fue dispersando, retornando a sus propios asuntos pero sin dejar de comentar lo ocurrido. Él, abochornado y furioso, arrojó al suelo el aro de hierro y volvió a sentarse en su banco de madera. Aquella no debía ser la madre, su institutriz tal vez. En realidad ahora no importaba pero, al pensar en lo que podría esperarle al pobre chico con el temperamento de quien se suponía debía cuidarlo, sentía como su furia aumentaba. Le resultaba inaudito que le hubiese además acusado de forma tan burda e injusta. No era un santo y sabía que su lado oscuro era una faceta que muchos pagarían por no ver nunca, pero aún así jamás se atrevería siquiera a pensar en causar daño a un niño. Los minutos pasaban pero no servían para sosegarle. Tan incomodo se encontraba que decidió, finalmente, encargar su mercancía al hombre de un puesto vecino y dar un corto paseo por los alrededores para despejar su mente. La idea de encontrar a la familia del niño y confesarles la falta de cuidado de la mujer le resultaba muy atractiva, pero no era tan tonto como para creer que aquella infame fémina no inventaría algo en su contra. Era su palabra, la de un herrero humilde y desconocido, contra la de ella, no tenía ningún chance de ganar. Tendría que pasar su amargura solo y conformarse con desearle la mejor de las suertes a Luka.

El gentío se aligeraba conforme se alejaba de los tenderetes más atrayentes, permitiéndole relajar el paso y respirar más a gusto. Las caminatas casi siempre le daban buen resultado y ese día no fue la excepción. Poco a poco consiguió controlar su temperamento hasta el punto de considerar regresar a completar la jornada. Pero, justo cuando daba media vuelta, observó como una niña se precipitaba por el borde de un muro cercano quedando asida solo con sus manos del borde. Dudó recordando el incidente que acaba de sufrir debido a su deseo de querer ayudar, pero no pudo evitar correr en su auxilio en cuando le escuchó reprender a un gato que él, desde su posición, no alcanzaba a ver. Se acercó con rapidez y la tomó por la cintura. – Debes tener más cuidado, aunque no se vea muy alto podrías lastimarte seriamente – su tono de voz fue firme pero cálido mientras la depositaba con suavidad en el suelo – Además estoy seguro de que ningún gato contaría con la fuerza necesaria para evitar que cayeras ¿conoces acaso a ese malandrín? – le cuestionó señalando con la mano la cabeza gatuna que asomaba sobre el muro observándoles con atención. Ella le había llamado señor Bigotes, pero eso no garantizaba nada. No era inusual el que los niños les colocaran nombre a animales callejeros con la creencia de que al nombrarles pasasen a ser, automáticamente, de su posesión.



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Mensaje por Jamile S. Czinege Jue Feb 19, 2015 7:00 pm

Estando colgada de aquel muro la verdad es que quedaba bastante en duda aquella supuesta madurez que había desarrollado en las últimas semanas. Aquel maldito gato gordo tenía la culpa de todo, para variar. ¡Qué poco considerado para con su desgracia! Ella, que lo había rescatado de una rama de aquel árbol enorme en el patio de la casa de la señora Bárbara. Debería al menos mostrar un poco de preocupación por su seguridad. ¿Quién le iba a dar sardinas si a ella le pasaba algo? La señora lo echaría, porque era alérgica y si había permitido que se quedara había sido por su mucha insistencia. ¡Y él no aguantaría ni un día en la calle! Comiendo de la basura, o cazando ratones. Se había acostumbrado al colchón cómodo y calentito que tenían ambos en el cuarto de Jeanna. ¡Cómo podía ser tan malo! ¿Acaso no se daba cuenta de que él también saldría perdiendo? - ¡Aaaah! ¡En cuanto baje de aquí te vas a enterar, Señor Bigotes! ¡Te pienso dejar sin sardinas durante un mes! ¡¡AAAAY YA PARAAA!! ¡ME HACES COSQUILLAS! -La gente pasaba a su lado, unos ignorándola y otros riéndose por lo cómico de la escena, pero ninguno se dignó a ayudarla. Eso hizo que el enfado de la chica no hiciera más que crecer y crecer, por lo que infló las mejillas hasta ponerse roja, para luego suspirar largamente. ¿Tan pequeña era que ni siquiera la veían?

El gato aprovechó su distracción para apoyar una de sus patitas peludas sobre su frente y empujar, mientras ronroneaba. ¡¿Quería matarla o qué?! La niña alzó la cabeza para encararlo, tratando de dibujar su mejor cara de enfado, pero aquel hociquito adorable y esos bigotes alargados y blancos eran su debilidad, incluso cuando en ese momento se había dado cuenta de que aquel gato no era su gato. Era bastante más peludito y aunque su color era similar, el que tenía justo encima era un poco más oscuro. Jo, tan despistada era que casi se da un golpe por recuperar un gato al que ni siquiera conocía. No le extrañaba que no quisieran dejarla salir sola de la mansión. Pero les demostraría que estaban equivocados. Que una niña como ella, con tendencia a distraerse incluso con el vuelo de una mosca, también era capaz de demostrar la madurez suficiente para hacer la compra sin detenerse a observar todas las cosas bonitas con las que se encontrara. Que le iba a costar un esfuerzo terrible, pues sí, era cierto, pero no pararía hasta conseguir la confianza de los demás. Y su misión empezaría en cuanto lograra bajar de allí. La cuestión era como. Trató de trepar por la pared utilizando las piernas, pero resbalaba un poco y además, le daba miedo romper su calzado. Estaba bastante gastado, pero se lo había regalado su señora cuando empezó a trabajar con ella.

Justo en ese momento, los dedos meñique de ambas manos se soltaron, acompañados de los demás, y ese cosquilleo en el estómago la hizo recordar inevitablemente el dolor de trasero que sintió cuando hacía unos días se cayó desde la cama, también por culpa de un gato. Cerró los ojos con fuerza, como si ese gesto fuese a reducir el dolor del impacto y luego... Nada. Unas manos la sujetaron por la cintura y su aterrizaje en tierra firme fue bastante más suave de lo que había esperado. Alzó la cabeza para mirar a su salvador, y dibujó una sonrisa de oreja a oreja al hombre que desde aquel momento y hasta que tuviera que irse a su casa, sería su héroe. - ¡Ay! ¡Muchas gracias! ¡Ya creí que volvería a quedarme con el trasero rojo durante días! ¡Es usted mi héroe, Señor! -Exclamó para luego abrazarlo de pronto, para acabar poniéndose roja después, y alejándose un paso, sin perder la sonrisa. - Ya sé que debería ir con cuidado, Señor, pero es que creí que ese gato era mi Señor Bigotes, que se había vuelto a escapar, pero me confundí. La verdad es que no lo conozco, pero igual es bonito, ¿a que sí? Aunque un poco malvado. Me quería tirar de ahí arriba. Me estaba lamiendo los deditos. -Explicó gesticulando de forma exagerada, y volteándose para mirar con el ceño fruncido al animal, que ahora se lamía una de las patas. - Pero gracias a usted estoy sana y salva, así que cuando compre las manzanas le daré unas pocas. Estoy segura que a la Señora Bárbara no le importará. -Entonces se giró a buscar la cesta y... ¡No había cesta! - ¡Me cachis en la mar! Ya he vuelto a perder la cesta. ¿La ha visto usted, Señor? -Por suerte, aquella vez llevaba el dinero encima, aunque le molestaría mucho no encontrarla, era tan bonita...


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Mensaje por Bertrán Rigaud Sáb Mar 14, 2015 8:22 pm

Bastó una sonrisa de sincero agradecimiento, revestida con el cálido halo de la inocencia, para recordarle al licántropo las razones por las cuales un extraño extiende la mano a otro de forma desinteresada. Los dos sabían que las consecuencias de la caída no serían serias, cualquiera podría soportar un poco de dolor, pero el conocimiento de que le había evitado cualquier nivel de sufrimiento a la pequeña que ahora le pagaba con tan afectuoso gesto, era la recompensa por las humillaciones y malos tragos pasados algunos minutos atrás. Él se disponía a sonreírle en retorno pero el repentino abrazo le hizo soltar una fuerte risa – No me molestaría ser el héroe para variar – bien conocía su propio papel como villano como para desear ocultar para siempre esa cara de la moneda. Solo era una ínfima buena acción, algo de lo que muchos no se vanagloriarían, pero él lo haría, guardaría para si ese momento perfecto, el rostro sonrojado, la franca sonrisa, para que le dieren fuerzas en los momentos oscuros que se avecinaban con cada nueva luna llena. Y podía asumir, dada la felicidad que le llenaba, que se trataría de un recuerdo poderoso.

– ¡Oh! Pues me alegra que no sea el señor Bigotes, pues de ser él seguramente tendríamos que aventurarnos en su búsqueda y captura. Un esfuerzo para nada despreciable si se tiene en cuenta que este héroe no cuenta con ninguna ventaja de índole felina que ayudara a ponerle las manos encima al peludo bribón– bromeó mientras le lanzaba un guiño de complicidad. Definitivamente no tendría tiempo para ayudarle en caso de que fuese, efectivamente, su gato por lo cual agradeció en silencio – Además de que no creo poder con ese nivel de malicia – comentó haciendo referencia al intento que ella aseguraba había tenido el minino de arrojarla por medio de unos simples lengüetazos. Hablaba sin perder la expresión divertida pero sin rayar en la burla. Con las pocas palabras que habían cruzado podía percibirla como una pequeña tan encantadora como distraída. Se trataba de un comportamiento que muchos no tolerarían, más aún si se desenvolvía como parte de la servidumbre de alguna casa, como supuso según lo mencionado, pero para él resultaba extrañamente refrescante. Estaba un poco cansado de toparse con niños arraigados en las miserias y desventuras de sus clases sociales.

– Lo siento, solo te he visto a ti y al farsante minino ¿Estas segura de haber traído contigo una cesta? – intuía la respuesta pero valía la pena asegurarse. Siempre existía la posibilidad de que la cesta estuviese aún sobre una mesa en una casa de la cual Bertrán nada sabía. Aunque pensándolo mejor de nada serviría aquella información, pues daba igual que la cesta estuviese esperándola en su hogar o que estuviese extraviada en algún lugar de su trayecto, igual no había cesta y, por tanto, se le complicaría bastante la vida para poder cumplir con el recado. Hasta allí debería llegar la ayuda brindada. Ya podía apaciguar su conciencia, había evitado que ella se golpease. Solo tenía que despedirse cortésmente, desearle buena suerte y retornar a su abandonado puesto (solo Dios sabía si la venta del día se había perdido mientras él se jactaba de buen samaritano). Era simple y al mismo tiempo imposible para él. La debilidad que sentía por los niños le impulsaba a ayudarle a solucionar el dilema en el que se encontraba.

Suspirando giró en redondo, intentado encontrar con la mirada alguna cesta abandonada en las cercanías pero sin contar con tanta suerte – Te diré que haremos. Tengo en mi puesto un recipiente del cual podrías valerte para llevar las manzanas que te han pedido. No será tan funcional como una cesta pero creo que servirá – le ofreció. Esperaba se tratase de solo un préstamo. No quería sonar mezquino pero todo lo que poseía contaba, por poco y gastado que fuese o estuviese. El recipiente que estaba dispuesto a prestar, y tal vez arriesgaba a perder de la misma manera misteriosa por medio de la cual había desaparecido la cesta, podría ser necesitado mañana o, tal vez, en una semana. – Te lo prestaré con dos condiciones, una manzana y que regreses a devolvérmelo en unos días ¿De acuerdo? – extendió una de sus manos como si estuviese dispuesto a cerrar un trato importante con algún cliente. Se sentía satisfecho. Sin importar lo que la pequeña decidiese él podría retornar a sus labores con una conciencia tranquila.



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Mensaje por Jamile S. Czinege Lun Mar 23, 2015 12:46 am

Frunció ligeramente el sueño cuando aquel hombre, ¡su héroe!, mencionó aquellas primeras palabras. Jeanna siempre había tenido una extraña facilidad para percibir el alma de las personas. Con un simple vistazo a la mirada de aquellos quienes se le acercaban, conseguía adivinar si sus intenciones eran buenas o malas. O por lo menos, si las malas iban dirigidas hacia ella misma -a pesar del indudable escepticismo mostrado por su señora ante la creencia de la niña-, y en qué sentido. Y aquel hombre le transmitía muchas cosas, pero maldad no era una de ellas. En sus ojos brillaba el indudable color de la bondad. Después de todo, la había ayudado a ella, que era una completa desconocida, en un asunto que el resto del mundo hubiese ignorado, por lo trivial. ¿Y por qué? Puede que porque fuera una niña. Puede que porque intuyera que a pesar de que el daño que pudiera haberse hecho cayendo desde esa altura no hubiera sido demasiado grave, necesitaba ayuda para bajar. ¡Eso era de buenas personas!, ¿no? Porque las malas personas eran las que ignoraban los problemas de los demás, por estar demasiado ocupados con los suyos. Y él había hecho lo contrario. Además, sus palabras eran cálidas, amables. Así que tenía todos los ingredientes para ser un héroe, y uno de los mejores, desde luego.

- Bueno, pero usted es un héroe, estoy segura de que incluso aunque fuera mi Bigotes, hubiera podido ayudarme a recuperarlo... Aún así prefiero que no lo sea, o habría tenido que castigarlo. ¿Y sabe? ¡Siempre que le castigo sin sardinas me mordisquea la nariz por las mañanas en venganza! Y luego me paso el día con la nariz roja y dolorida. Pero... -Una fugaz mirada al muro, y la cola peluda del gato la hizo suspirar. Tenía debilidad por esos animales. Independientes, pero cariñosos. Capaces de sobrevivir solos durante mucho tiempo, pero con apariencia tan débil que le daban ganas de apretujarlos y cuidarlos con devoción. En cierta forma, sí, le recordaban a ella. Jeanna antes había sido como el gato que estaba subido al muro. Vagando por las calles buscándose la vida, siempre esperando encontrarse con alguien que quisiera cuidarla, que quisiera apretujarla, como ella hacía con los felinos... ¡Y lo había encontrado! Porque aunque la señora Bárbara no fuera exactamente su cuidadora, sabía que la apreciaba a su manera, y eso la reconfortaba enormemente. ¡Por eso le frustraba tanto no ser capaz de cumplir con sus mandatos, incluso aunque la mayoría de las veces se tratara de cosas tan simples como ir a la compra! La niña siempre quería dar lo mejor de sí misma, quería demostrar, como había hecho su Bigotes, que tanto un minino como una chiquilla de la calle podían comportarse como debían, aunque fuera por el simple placer de saberse queridos por alguien.

Así que aquel joven intento de señorita enarcó una ceja cuando el hombre le dijo que si estaba segura de haber traído la cesta. Ella recordaba haberlo hecho, pero de ahí a estar convencida... Eso era diferente. Se había dado cuenta de que las cosas le desaparecían de alrededor aunque ella no hiciera nada. Había pensado en duendes, hadas o cualquier otro tipo de criaturita diminuta que tuviera la mala sangre de querer fastidiarla en sus tareas, aunque la señorita Bárbara discrepaba de que tales seres fueran los culpables. Ella optaba más por pensar que la facilidad de Jeanna para distraerse con casi cualquier cosa lograba atraer a gente con malas intenciones, que se aprovechaba de su forma de ser para robarle lo poco que tuviese. Y aunque en aquel instante no recordaba si se le había presentado o no la oportunidad de perderla en otro sitio, creía estar segura de haberla dejado junto al muro, antes de subirse para intentar coger al gato. Así que o habían sido los duendes que la perseguían, o el gato, o un ladronzuelo que hubiera pasado por su lado y que ella, tan concentrada en no caerse y golpearse el trasero, no había llegado a ver. - Humm... hummm... Pues la verdad es que yo creo haberla dejado aquí mismo antes de intentar escalar a recoger al gatito... ¡No puedo decirle que esté segura, porque a veces pierdo las cosas! Sin mala intención, claro... Pero esta vez... Sí que recuerdo haberla puesto ahí. -Una mezcla de inquietud con tristeza la embargó de repente. ¿Cómo era posible? ¿Otra vez iba a fallar en su misión? ¿Cómo iban a volver a confiar en ella?

Pero entonces aquel héroe desconocido le dio una solución que hizo que se le iluminara la cara en una sonrisa, tan brillante como sincera. - ¡¿De verdad?! ¡Sí que es usted un héroe! -La gratitud provocó que volviera a abrazarse al hombre, al saber que ahora ya no tendría que volver a casa con la cabeza gacha, y sin la compra del día. Después estrechó su mano con firmeza, fingiendo ser toda una señorita, aunque a esas alturas se había olvidado hacía rato del protocolo que su señora siempre se esforzaba en transmitirle. - Le prometo que en cuanto llegue a casa y deje la compra, se la traigo corriendo. O puede venir conmigo. Seguro que la señora Bárbara le recompensaría de saber que me ha ayudado. Luego me reñirá por molestarle, porque siempre dice que no está bien molestar a los mayores con mis tonterías, pero se lo agradecerá, seguro. -Aunque sabía que aquel ofrecimiento le acarrearía no poder salir de la mansión en unas cuantas semanas por su despiste, creía que era lo justo. Aquel hombre no sólo la había salvado de darse un buen golpe -¡o de la muerte, quién sabe!-, sino que se había ofrecido también a ayudarla con el problema que se le había presentado con la ausencia de la cesta, pese a no tener ninguna obligación de hacerlo. Si algo así no merecía una recompensa, ¿qué lo merecía? - ¡Por cierto! Mi nombre es Jeanna, la encantadora de gatos. -Se presentó, con una sonrisa de oreja a oreja, y justo en ese momento, el gato de antes se lanzó del muro, aterrizando justo en su cabeza. Y allí se quedó. - ¡Vaya! ¡Sí que pesas!


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