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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Rilian Korsákova Miér Mar 11, 2015 7:37 pm

"Húmeda oscuridad desgarradora,
oscuridad sin adivinaciones,
con solamente un grito que se quiebra a lo lejos,
y a lo lejos se cansa y me abandona.”


Mario Benedetti. Nocturno



La luz de la vela se agotaba a cada milímetro que la llama consumía la mecha de la que apenas quedaba un centímetro; era ella quizás la única que podría decir cuanto tiempo había pasado desde que se había encendido. Rilian escribía palabras rápidas y trazaba lineas sobre algunas de ellas, tan concentrada que ni siquiera se daba cuenta como parte de los mechones de su cabellos dibujaban pequeñas lineas irregulares sobre la tinta aún húmeda sobre las hojas de su manuscrito. Tenía la espalda encorvada y el cuello torcido, nada usual para lo que debería ser una dama de su clase, pero antes que ser una dama, ella prefería ser escritora.

Continuó escribiendo mientras se mordía incluso la lengua en aquellos momentos de máxima tensión en su propia novela. Sí, era su primera novela y podía decir que le encantaba poder escribir para lectores de más edad y madurez, aun cuando no podía decir que atrás habían quedado los cuentos. Incluso había llegado a pensar que esta vez sí se atrevería a publicar y con ello también habían llegado los sueños de fama y otras cosas, aunque se imaginaba que lo mejor sería que todos pensaran que que había escrito era un hombre. Después de todo, la sociedad parecía aún no estar dispuesta a apostar por mujeres con mente creativa y eso le molestaba tanto que le hacía fruncir el ceño.

Pero todos sus sueños de fama se esfumaron tan rápido como le apagó la luz de la condenada vela.

—¡MIER… —intentó contenerse de no decir la palabrota completa —DA! —fracasó.

Y otro pequeño grito de rabia se escapó de su boca mientras apuñalaba el escritorio con la pluma que, sin saberlo, también rompió.

Todo estaba completamente a oscuras y no había más luz que la de los rayos de luna que apenas se colaban por la ventana. No tenía idea que hora era y tampoco tenía cabeza para pensarlo, lo único que deseaba era terminar de escribir la idea que aún guardaba zumbante en su cabeza, pero lamentablemente recordaba que aquella era su última vela y ya también se había agotado todo el líquido combustible de su lámpara.

Resopló con frustración y rabia contra sí misma y se levantó para avanzar a tientas hasta el perchero de la entrada en donde descolgó su abrigo y se envolvió con él para salir del hotel en  la búsqueda de algún comercio que aún estuviese abierto, pero como tampoco estaba segura de la hora, pensó también en una segunda carta bajo la manga; robarse las velas de la iglesia que había dos manzanas mas abajo.

La noche estaba helada y las calles ya vacías, pero regresarse al hotel a oscuras y sin más remedio que meterse a la cama sin llegar a plasmar sus ideas antes de que el sueño le ganara y atentara con borrarlas de su memoria, no era una opción para ella. Se frotó los brazos para espantar al frío hostil y continuó caminando con paso decidido hasta que comenzó a sentir que no estaba sola. Lentamente se volteó para mirar si había alguien tras su espalda, pero no distinguió silueta alguna que le hiciera detener, al menos por ese momento. Apretó los labios con desconfianza y volvió a girarse lentamente, como quien esperaba que alguien volviese aparecer de las sombras para demostrarle que no estaba equivocada, y es que a Rilian muchas veces le valía más estar en lo correcto que lo que le importaba estar a salvo.

No erraba su madre al decir que su pobre y rebelde hija era la testarudez en persona.


"El artista debe de ser mezcla de niño, hombre y mujer."
— Ernesto Sábato —

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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Dom Mar 15, 2015 11:21 am

“Y si nada me pertenece, tampoco tengo que perder mi tiempo cuidando cosas que no son mías; mejor vivir como si hoy fuese el primer (o último) día de mi vida”.

Paulo Coelho. Once minutos.


La taberna, como siempre, estaba mal iluminada, olía a rancio y sus parroquianos daban tristes espectáculo a las pocas copas del terrible vino que se vendía allí; pero Marie era una anfitriona excelente y siempre tenía el rincón más obscuro y apartado en constante reserva, sólo por si a él se le antojaba detenerse a beber un poco de ese buen brandy que de vez en cuando podía traficar desde Gran Bretaña.

A Rashâd le gustaba imaginar que el licor le quemaba las entrañas, pero lo cierto, aunque podía olerle y hasta saborear algunas notas en su yerta lengua, era que no experimentaba nada de ello. Podía beberse toda la reserva del mes y salir tan cuerdo como había entrado. Sin embargo, tantos siglos después, había cierto placer malsano que le impelía a las tabernas y bares de mala muerte que abundaban en la costa parisina. Comprendió, con el paso de los siglos que muy probablemente habría sido un alcohólico sin remedio de haber conservado su humanidad intacta.

¡Alhamdulilah! Su no vida le había llevado por otros rumbos, completamente diferentes. Ahora la sangre era su mejor vino, la inmortalidad su mayor riqueza y el sexo el dios a quien se rendía con total sumisión. Pero se había cuidado muy bien de las trampas del Amor; había aprendido, demasiado joven, demasiado rápido que el amor no es más que una falacia para hacer caer a los débiles, para engrandecer a los poderosos; ¡ay de aquél que ardiera sumiso en las llamas de su amor! El amor era un engaño, una mentira en pos de la cual se cometían las peores atrocidades y se olvidaron las mejores virtudes.

¡No! Él era libre de toda culpa, de toda devoción. Estaba más allá del amor… Y, sin embargo, amaba. A uno solo, en el único en quien confiaba, pero eso no contaba. No con su alma tan negra. A veces se preguntaba por qué Ian seguía a su lado, sabiendo las cosas que había hecho, las que aún estaba por hacer; entonces concluía que el amor era una cárcel, no sólo de mentiras (pues Ian se mentía a sí mismo si creía que podría lograr un cambio en el valaquio), sino también de estupidez (pues había que ser muy estúpido para amar la maldad, para abrazarla tan voluntariamente como Ian se entregaba a él. Rashâd conocía los votos de Ian, los mismo que una y mil veces habían roto juntos. Y también sabía que Ian nunca, en esos setecientos años de vida, había violentado sus promesas con alguien que no fuera su creador; en ello había total sinceridad; Ian sólo se había entregado al musulmán.

Mas no era recíproco.

Nunca lo sería. Peor aún, Rashâd no sentía el menor remordimiento del amor que el sufí le prodigaba, ni de entregarle las migajas de otros amores, las huellas que otras mujeres y otros hombres habían dejado en su cuerpo inmortal. Quizás la única prueba de ello era que jamás llevó a sus amantes a la casa que ambos compartieran. Pero sí era hábito frecuente el que Rashâd se perdiera en los antros y callejones de las incontables ciudades que convirtieron en su residencia temporal; turno que ahora ostentaba la joven París.

Así, pues, esa noche el Vampiro liberaba a su bestia interior y se perdía por las callejas inmundas de la París despreciada; muchas veces, incontables veces, sus presas más apetecidas había provenido desde los lugares más ruines, precisamente porque nadie había para protegerles; eran escoria y sobra del mundo para inmortales como él. Sin embargo, a menudo Rashâd se hastiaba de ese mismo horror que ayudaba a edificar; cuando se cansaba de la miseria humana, tan prolífica y cruel, se escondía en la taberna, para luego vagar por algún solitario lugar en donde no lo importunase la efímera mortalidad de la que él ya no era parte, como justamente planeaba hacer en ese momento. Apuró el trago de brandy y pagó generosamente la atención dispensada, luego de lo cual dirigió sus pasos al puerto parisino, sabiendo que a esas horas de la noche nadie en su sano juicio expondría su vida en un lugar tan apartado de la ciudad.

Debió saber que, después de todo, siempre hay criaturitas a quienes la prudencia es un don que se les negó de nacimiento.

Tal era el caso de la jovencita, cuyo andar desconfiado se perdía presuroso en dirección del puerto… a ESA hora de la madrugada. ¿Sabría ella que sería alimento de violadores y psicópatas? Peor aún, ¿que se convertiría en el trofeo anhelante de un vampiro desalmado? Era cierto que el valaquio había tenido su cuota de sangre y perversión, que (si hubiera existido un rastro de nobleza) podría haberse retirado a casa sin hacerle daño; más aún, podría haberla protegido de los asaltantes y pillos que se escondían unas cuadras más abajo. en la zona de carga por la que la extraña indefectiblemente parecía querer transitar. Podría haber hecho todas esas cosas. Si él tuviera algo de bondad en el corazón…

Pero, como no la tenía, aceleró su paso silencioso e inmortal y jugó con la arisca muchacha, un rato, dejándole sentir su presencia y escondiéndose de sus ojos. Dos, tres veces el mismo juego, al tiempo que reducía las distancias con ella de manera abrumadora. A la cuarta vez, se dejó ver, todo capa y obscuridad, mientras los débiles rayos de la luna invernal dibujaban trazos siniestros que insinuaban un mentón bajo la capucha de un hombre demasiado alto para ser francés. Lo cierto es que Rashâd era un prodigio, demasiado alto, de piel cetrinamente bronceada, ojos celeste claro (donde antes hubo un azul cielo) y una fuerza descomunal que la muchacha descubrió cuando éste la cogió con brutal firmeza por su muñeca izquierda y la apegaba a su cuerpo marmóreo, duro y firme como el granito, para encerrarla en un abrazo del que ella jamás podría escapar viva:

Quedaos quieta, Mademoiselle, no os haré daño. — susurró al oído de la criatura, cuyo fresco aliento de seguro le cosquilleó en zonas más prohibidas que su simple lóbulo — Más adelante una tropa de pillos os aguarda para robaros las míseras pertenencias que portéis, luego de lo cual os violarán hasta mataros… Sería una pena que eso os ocurriera, Madame. — ronroneó, con una voz tan dulce y profunda que nadie dudaría de sus buenas intenciones; parecía, a quien le viera, la aparición divina que surge para rescatar a las vírgenes y doncellas de los peligros nocturnos; así eran sus dones inmortales: seductores, sinceros, indiscutibles…, pero del todo falsos. En su interior, el vampiro soltó una carcajada de triunfo que no llegó a su boca, mientras aprovechó de olerla, de tocar el pálpito de sus venas, de regodearse en la carne fresca y suave de la que seguro podría disfrutar largamente si jugaba bien sus cartas — Permitid que os escolte en vuestro camino, no sea que la mala fortuna os robe vuestros mejores atributos… — agregó, al tiempo que la soltaba con suma gentileza y la retenía apenas por una de sus manos enguantadas.

Mientras ella se giraba a verle, Rashâd se quitó la capucha, como el devoto guardián que aparentaba ser. Sabía, no era necesario que ella lo dijera o menos aún que intentara ocultarlo, que verlo y desearlo serían la misma cosa para la mortal; era parte de sus mejores atributos de cazador: conservaba aún la belleza de su vida mortal, incrementada hasta lo imposible por la muerte sin muerte que era su no vida vampírica. Ella no podría escapar del embrujo, así todas sus alarmas se activaran, el deseo y la curiosidad serían más fuertes.

Y, sabiendo de antemano que tenía la partida ganadora, un inquietante escalofrío le recorrió la espalda. Entonces la vio y comprendió por qué. Aquélla era una salvaje disfrazada de cordero, una loca disfrazada de mujer, un demonio, a fin de cuentas, escondido en el perfume de la juventud, enviado por Shayatin para hacerlo caer en la tentación y atraparlo para siempre en el fuego eterno del mármol del Infierno. Y Rashâd sonrió, siniestro, pues la Muerte era su esposa y el Infierno su morada. Que la hembra tuviera carácter y agallas sólo sumaba su valor antes de morir. Valía la pena enfrentarse a ese huracán de la forma en que fuera. Y, si era hábil en su jugada, haría que ella también deseara ese Infierno que ahora se prometía para ambos.

Y, aun estando muerto, se sintió más vivo que nunca.


***



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Mensaje por Rilian Korsákova Lun Mar 23, 2015 9:44 pm

"Pues quisiera en sustancia ser dichoso,
obrar sin bastón, laica humildad, ni burro negro.
Así las sensaciones de este mundo,
los cantos subjuntivos, .
el lápiz que perdí en mi cavidad
y mis amados órganos de llanto.”


César Vallejo. Quisiera hoy ser feliz de buena gana



No tuvo suerte, a pesar de sus jugadas con la velocidad de giro, no vio a alma alguna que le siguiese, aún cuando por un momento creyó ver algo. No estaba segura, pero tenía esa sensación horrorosa que le hacía comenzar a sospechar que habría sido mejor quedarse en su habitación y no salir hasta el alba. Pero su novela ¡Oh, su novela! ¿Cómo podría incluso arriesgarse a dejarla inconclusa cuando el final perfecto se encontraba en su cabeza? No, tenía que seguir, tenía que llegar hasta la iglesia y robarse sus velas aún cuando le costase la excomunión.

Continuó caminando, esta vez con paso más presuroso, por lo que se sujetó el chal que le cubría los hombros y mimetizó la rápida caminata con un pequeño trote, hasta que la imagen de aquel hombre, si podía llamarse hombre, se cruzó en su camino haciéndole detenerse en seco, le miró dudosa, por un minuto pensó que se trataba de un asaltante de esos a los que en verdad no tenía miedo, pero éste sí le hizo temer y sólo por su altura. Estuvo a punto de retroceder, pero el extraño ya estaba completamente decidido en sus acciones, por lo que se le adelantó cogiéndole del brazo con demasiada fuerza.

Si Rilian no gritó en ese momento pidiendo ayuda fue precisamente por el dolor provocado por el agarre de aquel hombre, mas sus palabras le tomaron por sorpresa, dejándole en el limbo de la incredulidad. Pero poco le importaron sus dudas una vez que sintió la brisa de su aliento recorriéndole la piel. Buscó mirarle a los ojos, al mismo tiempo que él le liberaba de su agarre para sólo sujetarle una mano, como a la más noble de las damiselas.

¡Cómo le hubiese gustado seguirle la corriente, ser una dama, su dama!

Pero Rilian había sido criada como un hombre y ese tipo de compartimientos le hacía sentir demasiado incómoda para seguir llevándolo consigo, por muy atractivo que el desconocido fuera. Incluso luchó consigo misma por seguir manteniendo su mano sobre la del caballero y sonreírle como idiota, pero pesaron más los años de su vida que la extraña sensación que sentía nacer desde su propio vientre ¿Acaso era deseo? ¡Qué sabía ella de deseo si jamás había deseado!

Sacó su mano del suave agarre de aquel hombre y le sonrió brevemente, como si fuese esa sonrisa parte de una disculpa muda.

—Muchas gracias por vuestras atenciones, Monsieur, pero creo que no son necesarias. Oh… no me mal interpretéis, tampoco os he dicho que sobra vuestra compañía —comentó intentando sonar amable, mientras retomaba su camino —, es sólo que no estoy acostumbrada a ser una damisela en peligro y creo que sé defenderme por mis propios medios.

Le sonrió, y esta vez sí logró sentirse tonta ¿por qué demonios le sonreía a un desconocido, sobre todo a uno de esos parecía encajar perfectamente con el prospecto machista que tanto odiaba porque le hacían sentir que tenía que obligarse a ser una mujer? ¡Ay, si su padre pudiese saber de esos pensamientos! ¡Cómo de feliz estaría!

—Es aquí a donde vengo.

Señaló deteniéndose ante la entrada de la Iglesia, antes de poner atención sobre la misma y darse cuenta que el portón de fierro estaba amarrado por una cadena con candado. Si no hubiese estado acompañada, no lo habría dudado, se habría lanzado a saltar la verja sin el menor de los miramientos, pero ahí estaba aquel jodido y atractivo extraño que había llegado a entorpecerlo todo. Le miró con sentimientos encontrados, por un lado se alegraba de que estuviera con ella y deseaba que no se fuera, pero por el otro le gustaría enterrarlo en el suelo de una sola patada ¿Por qué tintas le confundía tanto?

—Yo… —comenzó entre dudosa y, sin entender por qué, avergonzada —necesito entrar.

Llenó sus pulmones de aire y se arremangó el vestido, preparándose para saltar.


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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Dom Mayo 03, 2015 5:04 pm

“Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza (…). Los más peligrosos, sin embargo, son los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, (…)”.

Gustavo Adolfo Bécquer. El gnomo.


No tuvo que observarla muy prolijamente para descubrir su cuna: todo en ella la delataba su rango social; incluso en la manera de moverse, demostraba que estaba acostumbrada a ser obedecida, incluso en su condición de simple mujer. Le gustó eso; ella había sido educada para convertirse en un dolor de cabeza de cualquier varón mortal; pero no para importunarlo a él; en sus manos, ella se adivinaba un juguete delicioso. Tentado así de su frescura, le dejó hacer.

Así pues, liberada en esa pequeña burbuja que era su espacio personal, la doncella dejaba claro el límite de la cortesía: le podría acompañar, claro, siempre y cuando supiera mantener las distancias. Casi de inmediato, como si temiera espantarle, se desdecía, explicándole que no estaba acostumbrada a sufrir semejantes diatribas. ¡Obvio! Era ella una niña rica, llevada por sus arrebatos a una zona en la que no se veía gente de su estirpe. Y entonces, por fin, el vampiro picó el anzuelo de la curiosidad. Pensó, cómodo, en meterse en su cabeza y escudriñar la verdad que la criatura escondía tan hábilmente; mas, hábil y vetusto jugador, sabía que aquello arruinaría irremediablemente su diversión y, lo cierto, es que no le apetecía asesinar aún a semejante espécimen. Le parecía ella tan intrigante que, sin saberlo la chica, acababa de sellar su fortuna por mucho tiempo.

Le acompañó tal como ella le sugería, cediéndole su espacio, espantando a los pillos y zoquetes que se escondieron en la penumbra no bien divisaron su figura temible e imponente; nunca la mujer supo el verdadero peligro que se tejía y destejía a sus espaldas. Algunos pocos de aquellos miserables olvidados de la sociedad sabía quién era en verdad el samaritano que fingía acompañar a la joven y quizás contempló prevenirle de su verdadera identidad; no obstante, un gruñido sordo y quedo fue suficiente para espantarles a todos. Nadie importunó la curiosa ruta que la aristócrata se empeñaba en continuar.

Se detuvieron, de pronto, frente a una iglesia. Un escalofrío quedo le recorrió el yerto espinazo al valaquio, no porque las reliquias cristianas pudieren dañarle en realidad, sino por el añejo recuerdo que ellas trajeron al presente. Aunque los siglos le otorgaron una sabiduría excepcional, Rashâd nunca pudo superar la muerte de su padre a manos de la incipiente Iglesia de Pedro. En nombre de un hombre extraordinario (conocía de cerca la historia del Nazareno) se habían cometido aberraciones igualmente extraordinarias; y él, joven heredero al Califato de Valaquia, había amado a su padre como pocos príncipes en el mundo lo habían hecho. Aun entonces, en ese presente inmortal, tantísimos años después, en que parecía que todo recuerdo debiera haberse borrado de su memoria sin vida, todavía Rashâd daba muestras de su perdida humanidad llorando la muerte de su padre.

Para su fortuna, cada vez que padecía uno de estos arrebatos, Ian nunca se encontraba cerca; su amante habría insistido entonces en que él todavía podía salvarse. Sólo alguien tan cándido como el sufí era capaz de amparar todavía cualquier esperanza sobre sus almas, habiendo ambos sucumbido al castigo de la No Muerte, que les desterraba para siempre de cualquier destino de ultratumba. Suspiró, tan quedamente que le pareció ella no percibía su tormento personal. Entonces, cuando le prestó atención de nuevo, comprendió que ella, en verdad, deseaba ingresar a la iglesia, con permiso o sin él:

Yo… — musitó a medias, entre la vergüenza y la duda — necesito entrar.

Apenas ella había llenado sus pulmones de aire y se replegó como felina para dar un gran salto cuando ya el vampiro le cortaba toda divina inspiración y, entre temeroso y molesto, se dio a la rápida tarea de violar la intimidad mental de la chiquilla; no fuera que su teoría estuviera equivocada y ardiera como antorcha humana; si fuera ése el caso, al menos que valiera la pena.

Y descubrió que no la valía.

Rompió en un sincero ataque de risa, pero no la soltó de inmediato. Fue cuando comprendió que ella, sorprendida y enojada, no iba a saltar, porque estaba más preocupada de comprender cómo se había convertido en el hazmerreír de un extraño, que por fin se animó a soltarla. Se rió de ella, el tiempo que le vino en gana, dejando que se sintiera cada vez más molesta y ofendida. Se detuvo justo en el límite de la paciencia femenina. Ella debía arder, de rabia o felicidad, pero bajo ningún punto podía permitir él que la joven cayese en la fría indiferencia. La miró, esta vez con tal gentileza, que ella se sintiera abrumada y confundida, que no pudiera decidirse entre odiarle y desearle. En eso justamente consistía su juego.

¿Velas, Mademoiselle? — preguntó, sardónico — Disculpad que me entrometa, pero, ¿acaso practicáis algún tipo de brujería? No parecéis el tipo de criatura que crea en ese tipo de artilugios. — le espetó, sabiendo que aumentaría la llaga en su amor propio — ¿No os basta con las simples velas que podríais obtener en cualquier emporio o boutique decente, que necesitáis arrebatarle los cirios bendecidos a Dios? — la miró, sinceramente incrédulo. Pese a tener la oportunidad, no quiso inmiscuirse más allá de ese primer obsesivo pensamiento, para no arruinar el deleite que siempre le producía verse sorprendido por las decisiones que tomaban los mortales. No le dio tiempo a responderle, tampoco, sino que dobló su apuesta — Tengo asuntos en el puerto que me otorgan el privilegio de una elegante oficina en la zona administrativa, que está a unas pocas cuadras de aquí. Si vuestra merced gusta honrarme con su compañía, creo que le puedo nutrir con mejores cirios que los que encontraréis en esta pobre iglesia. Dejemos en paz a Dios y sus Santos. Venid conmigo Madame… — era también sincero al no saber su nombre — ¿Me permitiríais el honor de saber cómo os llamáis, Habibe? Didier Moulian, para serviros. — mintió él, sin que un rasgo de su perfecto rostro develara el fraude —
Si aceptáis mi propuesta, podemos calentarnos junto al mejor café indiano. — le ofreció, sabiendo que ella podía ser orgullosa, mas no estúpida; ella no seguiría exponiéndose ni al frío ni al peligro esa noche, no cuando estaba tan cerca de conseguir aquello que tanto la obsesionaba. Era cosa de tiempo y tiempo a él le sobraba.

Había jugado sus mejores cartas. Era momento de esperar la contrajugada. ¡Cómo estaba disfrutando de esa criatura! ¡Y cuántos goces más podía adivinar en la viveza de su mirada, en el rictus de sus labios, en la fuerza de su carácter! Quien sabe lo que el destino, esta vez sí, estaba dispuesto a darles a ambos, como resarcimiento de otros fracasos previos, de otros encuentros tan prometedores como decepcionantes. Fuera quizás en otra vida, en otro universo, que ellos se habían cruzado y ahora, en ese presente compartido que se pagarían todos los pendientes que no sabían (sino el Destino puramente) que existían entre ambos.

La sorpresa, entonces, se reiría de ellos dos.


***



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Mensaje por Rilian Korsákova Sáb Mayo 09, 2015 12:27 am

" también tuve miedo.
Miedo de las palabras que no cantan,
miedo de las imágenes que sobran
cuanto tanto ser falta,
miedo de los roedores que se baten
en la iglesia vacía,
miedo de las habitaciones bautismales
que se llenan de águilas.”


Roberto Juarroz. 33



Sintió un poco de vergüenza y demasiada preocupación porque semejante salto no dejara en evidencia más piel que las de sus canillas, mas aún a sabiendas que era casi imposible y que la presencia de aquel hombre le dificultaba aún más la tarea, no sólo por la tan grande distracción que le significaba, sino que además la preocupación de que no le viese algo que ella no quisiese enseñar. Pero justo cuando ya estaba decidida a mandar todo al carajo y lanzarse a las garras del destino, fue el hombre una vez más quien violó su espacio personal para sujetarla y mirarle a los ojos con tal intensidad que por un momento llegó a creer que le estaba leyendo la mente, pero aquello era imposible ¿o no?

Sus pulmones se congelaron en el mismo acto, dejó de respirar como si su vida hubiese cesado en ese mismo instante y le regresó la mirada entre temerosa, confundida y curiosa. Entonces él se echó a reír.

—¡¿Qué?! —preguntó medio molesta, al mismo tiempo que intentaba dar un paso atrás y liberarse de su agarre. Finalmente lo hizo.

¿Por qué se reía? Estaba claro que hasta ella se había sentido ridícula por el motivo que le llevaba hasta ese lugar, pero por eso mismo lo ocultaba y no se lo diría hasta que estuviesen adentro, o tal vez por aún más tiempo, por tanto el sentirse descubierta le ofendió en lo más superficial de su orgullo e hizo que le dedicara una mirada de pocos amigos.

Le escuchó sin decirle palabra alguna, llevaba el orgullo herido y lo peor es que se sentía expuesta ante un desconocido que por tu tamaño le resultaba tan intimidan como apuesto ¿Apuesto? Se sonrojó de tan sólo notar que lo había pensado y quiso huir del lugar o pedir de rodillas a la misma Iglesia porque se la tragara la tierra.

—Las brujas no existen —aseguró tajante —. No son más que una inversión machista para librar a los hombres de sus esposas cuando desean irse con otras, pues algunos son tan cerdos que les acusan de brujería para que la Inquisición las mate por ellos.

Defendió su propia teoría como felino que defiende su propio territorio. Rilian, después de todo, era una feminista empedernida, tanto como lo era de soñadora. Añoraba vivir en un mundo de fantasía, pero sabía que aquello no era más que la imaginación de los escritores que de pequeña admiraba y ahora intentaba seguir en su camino.

También se sintió confusa por las posibilidades que se le presentaban; por un lado tenía la Iglesia a sólo un paso de ella y las velas que le prometían el fin de su historia —o al menos de ese capítulo— y por el otro tenía el ofrecimiento de aquel desconocido que le ofrecía calidad y compañía, pero ella no deseaba su compañía, es más, sabía que si se quedaba a su lado, el final que intentaba retener en su mente podría ser fácilmente olvidado, pero era tan apuesto… que sus mejillas se encendieron una vez más e, intentando no mirarle a la cara, comenzó a caminar en la dirección que él le proponía.

—Soy escritora —le miró de soslayo —, necesito escribir la idea que tengo en mi cabeza antes de que me olvide ella.

Le explicó resignada y, dando un gran suspiro, volvió a abrir la boca para complacerlo con su nombre cuando cayó en un detalle que hasta ese momento había pasado por alto.

—Un momento —se detuvo para observarle a los ojos, esta vez con seriedad —¿Cómo sabéis que lo que necesito son velas? —preguntó comenzando a asustarse sin entenderlo realmente.

Un escalofrío le recorrió toda la espalda, de pronto sentía que comenzaba a encogerse como una pequeña asustada sin saber realmente de que se asustaba o porqué lo hacía.

—¿Acaso podéis… —“leer la mente?” quiso terminar la frase, pero su incredulidad y desacertado sentido de la realidad se lo impidió, no quería sonar como una estúpida.

¿Cómo lo sabía? ¿Le había estado espiando? ¿En la habitación de su hotel? ¿Cómo?

Le dedicó una última mirada entre incrédula y asustada y, sin pensarlo dos veces, se echó a correr de regreso hacia el hotel con toda la velocidad que sus piernas le permitían. No pararía, no miraría atrás y si sentía que le seguía, comenzaría a gritar. Ya estaba claro, ese hombre debía ser un psicópata.


"El artista debe de ser mezcla de niño, hombre y mujer."
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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Lun Jun 22, 2015 1:45 pm

“Tan específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar. (…)”

Horacio Quiroga. La retórica del cuento.


Le miró, reticente. Y entonces él comprendió su error. Tan ansioso estaba de llevarla a su terreno que, sin pensarlo siquiera, reveló el secreto de la joven antes de que ella misma se lo dijera. Un hielo frío le habría recorrido el espinazo, de haber estado vivo, al caer en la cuenta de semejante descuido, pero nada en su rostro delató ese “balde de agua fría” que le cayera tan de golpe sobre su consciencia.

En principio, la muchacha no pareció cuestionar sus palabras; distraída con su perfecta figura, se encaminó en la dirección que él mismo le había propuesto, al tiempo que respondía parte de sus preguntas:

Soy escritora — admitió, pese a sí misma; el valaquio sonrió, aunque la muchacha no lo viera; no era el único que se traicionaba esa noche. Aquello le hizo recuperar algo de la confianza perdida —, necesito escribir la idea que tengo en mi cabeza antes de que me olvide de ella.

Así que eso era. Después de todo, la aristócrata era una loba disfrazada de oveja. ¡Por supuesto! ¿Qué otra cosa podía esperar de una mujer? Desde pequeño su padre le había prevenido de sus artimañas. Toda hembra las tenía como compensación por la suavidad de su carácter y la debilidad de su cuerpo. Era aquél intelecto sagaz y superior lo que Rashâd había aprendido a temer. Era de sabios temer a quienes gozan de ideas y abstracciones que el común no puede comprender.

Ya veo. — murmuró él, más para sí mismo que para ella. Era sabio después de todo, concluía en su fuero interno, temer a una mujer. Y, más aún, a una mujer como ella.

Por eso, la llevaría a su terreno personal; la sometería no por la fuerza, sino por sus anhelos incumplidos en un mundo de hombres. La convertiría en su esclava, obligándola a comerse su orgullo, a tragarse sus palabras y a venderlo todo por ese deseo, el más caro de su corazón. La rompería una y mil veces.

Pero entonces ella hizo su jugada maestra. Lo abofeteó cuando él había bajado la guardia; la muchacha se detuvo de golpe, le miró fijamente antes de hablar:

Un momento… ¿Cómo sabéis que lo que necesito son velas? — inquirió, al tiempo que se le erizaban los vellos e instintivamente daba un paso para alejarse de él.

Rashâd no podía permitirlo. No debía ser el miedo lo que se instalara entre ellos; a diferencia de otros vampiros, él necesitaba la voluntad de sus víctimas, el placer y el deseo de la corrupción. Suspiró para esconder su frustración; había sido él mismo quien había entregado en bandeja toda ventaja sobre ella. Estiró las manos en ademán conciliatorio, bajó la intensidad de su mirada, replegó sus colmillos y expidió todas sus estrategias físicas para calmar a la aristócrata, aunque ella no parecía dispuesta a oír nada:

Ghzala, dejadme que os… — intentó explicarse, pero ella no le dio oportunidad. Era demasiado desconfiada para ceder su espacio. Y todas las alertas mortales estaban dispuestas para proteger su vida. Rashâd siseó, una vez más, sabiendo que podía someterla, pero deseando no tener que llegar tan lejos. No tuvo tiempo de armar una nueva partida; la mujer insistía en ponerse a resguardo, así sólo fueran las palabras su mejor escudo:

¿Acaso podéis…?

No hubo más palabras, sino un silencio frío entre ambos, seguido de la estampida que diera la joven en dirección de su hotel, aun a costa de su historia, de su talento y de todo lo que tenía para ofrecerle al vampiro. Quizás, ella al día siguiente se arrepintiera de no haber sido valiente, de no haber obtenido las velas, o de haber sido cobarde, pero nada de eso podía importarle a él. Él la necesitaba para otros propósitos, más placenteros, menos nobles que un simple cuento.

Así que no la dejó huir y, en menos de un aleteo, ya estaba sobre ella, aplastándola contra la pared y las sombras, alejándola de la vista de los indiscretos y de cualquiera que quisiera inmiscuirse. Acercó sus labios al cuello de la joven y olisqueó la ambrosía de su sangre, pero se contuvo (era ya de su conocimiento que la sangre sabe mejor cuando la presa está relajada) y, sin tocarle jamás, ascendió lentamente hasta su oreja y allí se detuvo; hubiera preferido no tener que recurrir a esa artimaña de nuevo, no cuando ya ella estaba asustada, pero, claramente, no había más remedio si quería conservar a la presa de su lado. Así que destejió los hilos de los pensamientos de la mujer hasta dar con su nombre, mientras que ejercía cierto control sobre ella (el mínimo) lo justo para tranquilizarla, apenas lo suficiente, en realidad, para evitar que ella huyese. Le concedió la dura batalla de esos segundos de los que ella probablemente nunca se enteraría; descubrió, en esos instantes, que Rilian (¿Rilian? ¿Por qué ese nombre le resultaba tan familiar?) era más fuerte de lo que él había esperado, más decidida, más arrojada. Se solazó, pese a la fatiga creciente; era el tipo de mujeres por las que valía la pena insistir, aunque ello, en su caso personal, no pudiera resultar en un halago.

La verdad, mademoiselle Rilian, es que sí, puedo leer la mente. — susurró la oído de la joven, como un cosquilleo gentil — La verdad, ciertamente, es que hay muchas cosas de las que podríais escribir si me dejáis mostraros lo que se oculta bajo las sombras de la noche parisina. Para empezar, quizás debiéramos ir por esas benditas velas y departir un momento junto a la taza de ese café indiano tan prometedor; os hace falta más a vos que a mí, pero no me negaré el placer de vuestra compañía, si demostráis ser más fuerte que las frágiles doncellas de corte. — replicó, separándose de ella, dándole espacio para respirar.

Era un hecho que podía matarla cuando quisiera, pero Rilian le resultaba un juguete demasiado atractivo para dejarlo ir a su aire. Deseaba que ella deseara; había tanto que podía enseñarle, tanto que podían disfrutar ambos si dejaban los escrúpulos de lado. ¿Qué tan lejos estaría ella dispuesta a llegar por una buena historia? Era el momento de averiguarlo.


***



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Mensaje por Rilian Korsákova Lun Ago 10, 2015 12:01 am

"Encantadora sirena
Que atrae, con su canción,
Hacia la oculta región
En que fallece la pena.”


Julián del Casal. La canción de la morfina



Ahogó un grito inmediatamente se sintió acorralada y su cuerpo chocó con la pared a sabiendas que no tenía escapatoria. No tuvo tiempo ni siquiera de gritar para pedir ayuda, pues ni siquiera pudo correr una distancia prudente, apenas había empezado y ya estaba atrapada, inmóvil, como si ese hombre contara con la velocidad del rayo y ella la de una ameba.

Dolió, fue un golpe seco, uno que de seguro le hubiese costado un par de huesos rotos si acaso hubiese alcanzado a alejarse un poco más de ese huracán que era el desconocido. El miedo la paralizó de pronto y estuvo a punto de intentar defenderse cuando sintió su aliento rozarle la piel. El miedo se redujo inexplicablemente a una gran desconfianza, pero sin embargo aún temblaba, sólo que el estremecimiento no se produjo precisamente por temor, sino por deseo.

¿Qué estaba pasándole? No lo entendía, NO SE ENTENDÍA. Todo su cuerpo parecía reaccionar de la manera equivocada, así mismo como todo lo que ocurría parecía también ser irreal. No fue de extrañar que de pronto dudara si acaso aún seguía soñando y eso más le confundía, pues todo se sentía demasiado real.

Apenas movió sus ojos para mirar sus cabellos (lo único que fue capaz de ver) cuando él susurró sus palabras, la explicación a sus interrogantes o al menos parte de ellas. El hombre —si hacía bien en llamarle hombre— confesó ser capaz de leer sus pensamientos y prometió además una historia interesante, algo que la curiosidad y creatividad de la escritora se negaban a resistir. Así le miró a los ojos en cuanto pudo hacerlo y, por un momento, esperó incluso ver en él a un monstruo o una transformación extraña, digna de pesadilla, pero nada ocurrió.

—Dudo que haya algún Salón de Té abierto a estas horas, monsieur, o yo de seguro ya estaría sentada en una de sus mesas en lugar de intentar profanar una iglesia.

Respondió con una tranquilidad que le sorprendió a ella misma, pues no ya sólo se sentía menos temerosa, sino que además no quería dejar escapar la posibilidad de demostrar su inteligencia, como si de un modo u otro deseara sorprenderlo.

¿Por qué? ¿Para qué?

Era un completo desconocido y uno que para cualquier persona sensata podría definirse como peligroso. Aún así, su piel, sus rasgos, todo en él le parecían perfectos y le hacían sentir de pronto que no podía dejar de mirarle, aún cuando una buena parte de sí deseaba echarse a correr en cuanto tuviese la oportunidad, y eso comenzaba a molestarle. Se sentía tonta, dominada, como si no fuese ella la soberana de su propio cuerpo, como si alguien más estuviese metiendo mano en sus decisiones y ¡Ay, cuánto le molestaba no ser independiente! Había huido de Rusia para tomar sus propias decisiones, había robado a su propio padre para escapar lejos, había deshonrado a su familia al huir de su matrimonio acordado, se había disfrazo incluso de hombre en el barco que la trajo a Francia y hasta el día de hoy se había rehusado a usar un corsé.

¿Qué era lo que le impedía ahora seguirse rebelando? ¿Por qué no podía contradecir la voluntad de aquel extraño? ¿Qué tenía ese hombre que lo hacía tan interesante?

—¿Quién sois vos, Didier Moulian? ¿Quién sois y cómo es que lográis hacer esto?

“Esto” había dicho, incapaz de reconocer en voz alta aún el poder que él ejercía sobre ella, pero quería saber… ¿Cómo es que lograba atraparla, cautivarla de esa manera… leer la mente? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?


Última edición por Rilian Korsákova el Jue Oct 08, 2015 8:31 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Miér Ago 12, 2015 1:38 pm

“Una respiración, fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el pecho de la víctima, que aparentaba unos veinte años o muy poco más. . (…)”

Naguib Mahfuz. El acusado.


La sintió temblar quedamente, atrapada como estaba entre esas dos paredes que se habían convertido en su cárcel. Un brillo de triunfo fulguró en sus ojos, que aún no se cruzaban con la mirada femenina. Él sabía por qué ella se había estremecido.

Lo deseaba.

Una sonrisa perversa le torció el rostro y, un poco más tranquilo, abrió la jaula de sus brazos para permitirle a su “pajarillo” algo más de libertad. Rilian se tambaleó un poco, ante el repentino espacio del que ahora gozaba, pero no se amilanó, no estaba dispuesta a concederle el más mínimo control. Le gustó eso de ella; siempre le habían atraído las mujeres desafiantes, aunque nunca llegara a confiar del todo en ellas, aunque siempre acabara matándolas por miedo a su superioridad intelectual. Qué sería del mundo con vampiresas así, volvió a preguntarse, al tiempo que cierta admiración envidiosa crecía dentro de él.

La admiraba. Le temía. Así comenzaba su danza personal con Shaitán. Se saboreó los labios de la ansiedad, mientras la observaba fijamente y adivinaba la figura femenina bajo la ropa y el carácter contestatario que tendría en la cama. Imaginó el sabor de su sangre, insuflándole vida, tan cálida, tan fresca. Por unos segundos se obnubiló de anticipación, quedando a merced de ella; no obstante, supo reponerse rápido y no perder su objetivo de vista. Todo, absolutamente todo, debía ser consensuado.

Rilian se alisó el vestido de manera inconsciente, como un gesto automático para recuperar su dignidad. Tenía la apostura de un gato ofendido que finge suma indiferencia. Así resonaron sus ácidas palabras, aludiendo a lo avanzado de la noche y de dónde estaría ella en caso contrario.

Yo nunca dije que iríamos a un vulgar Salón de Té, querida Rilian. — replicó, conteniendo la risa suspicaz — Os hablé de mi oficina a unas cuadras de aquí. — la miró estremecerse de nuevo, ya no por el deseo de su cercanía, sino por el frío del que era víctima a esas horas — Madeimoselle, os lo ruego, dejad que os guíe a mi humilde buró. La noche es cruda y no hace bien a vuestro brillante intelecto que las ideas se os congelen por falta de abrigo. — insistió, con sincera preocupación (aunque ciertamente, sus motivaciones eran del todo egoístas).

Entonces, algo peculiar ocurrió. La aristócrata retorcía sus manos nerviosa, como si despertara de un letargo impuesto; al mismo tiempo, una extraña sensación acosó a Rashâd (semejante a una punzada de dolor en la cabeza, si él estuviera vivo). Ambos, mujer y vampiro, pestañearon al mismo tiempo. Y entonces, el valaquio lo comprendió y una expresión de genuina sorpresa le demudó el rostro. Rilian estaba luchando contra él, sin saberlo; se resistía a sus habilidades sobrehumanas; empujaba al inmortal invasor fuera de su mente, fuera de su intimidad; no se doblegaría ante ningún macho, sin importar la condición sobrenatural de éste.

¿Quién sois vos, Didier Moulian? ¿Quién sois y cómo es que lográis hacer esto? — logró musitar, medio ida, a punto de ser vencida en esa lucha mental de la que no tenía la más absoluta idea.

Él nunca había enfrentado a una presa así. La miró, con una mezcla de sorpresa y deleite y decidió tomar la ventaja antes de que ella rompiera el leve, pero firme control que aún podía mantener sobre ella. Y era que el musulmán. no sabía de cansancio, ni de agotamiento, mucho menos de derrotas y parecía a punto de sufrir la primera en toda su larga no–vida; nunca antes había tenido que luchar realmente por su caza. Había tenido otro tipo de combates, otras luchas, pero jamás una de ese tenor, jamás con una mujer. Si lograba someterla, sería una esclava deliciosa. Y él, eximio catador de mujeres, no pudo resistir semejante ambrosía; así pues, la cogió del brazo, simulando la gentileza que no llegaba a su alma yerta. Todavía sujeta a su poder, Rilian empezó a caminar con él

Os lo contaré todo, Habibe. Todo lo que vuestra merced quiera preguntar, os lo responderé… Podréis escribir cientos de novelas — gesticuló con una mano, mientras la otra sujetaba a la damisela por el brazo, con suavidad, pero firmeza, y ambos caminaban hacia su oficina — Podríais abrazar la fama que todo escritor anhela. Si tenéis talento, mis historias os granjearán la inmortalidad en el mundo de las Letras. Imaginos, Rilian, ser una mujer famosa en un mundo de hombres; seríais gloriosa, seríais amada y admirada, no sólo por vuestro talento, sino y sobre todo por vuestro temple. Pero, ghzala… — se detuvo y la miró fijamente, con absoluta seriedad, para que supiera que era una oferta que no volvería a darle. Lentamente, se retiró de sus pensamientos y le permitió despertar de esa especie de opio que le embotaba la mente. Para ella sería como despertar de los efectos del éter; pensaría por sí misma, pero no tendría aún la fuerza suficiente de huir de su lado ni de temerle. En parte, sería una “elección libre” — Debéis decidir ahora si me acompañáis o no.

Pobre Rilian. Debiera saber que, cuando de Rashâd Al–Farāhídi se trataba, el “no” era una palabra imposible.


***



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Mensaje por Rilian Korsákova Jue Oct 08, 2015 8:35 pm

"Tiempo y figura fui, mientras la esquiva
curiosidad de ser distinto, en cada
minuto de la frívola jornada
arrojaba mi anhelo a la deriva.”


Jaime Torres Bodet. Nocturno III



Le sintió soltarle de pronto y el repentino espacio concedido le hizo tambalear y no sólo porque tuvo que recuperar el equilibrio. Se sentía mareada, embriagada con lo que intentaba sentir y ese halo extraño que le nublaba la mente, rehusándole la razón.

—¿Buró? —repitió aún confundida, intentando comprender a que se refería ¿un escritorio, una oficina? ¿Es que acaso aquel extraño ser trabajaba también en los baluartes de la escritura?

Quiso rehusarse, no dar un sólo paso a ninguna parte hasta que él le dijera un poco más de si mismo, pero nuevamente no podía; no era tan sólo su desmesurada fuerza física, era también que sus pasos se hacían misteriosamente aliados de la voluntad de aquel desconocido.

Y, como era de esperar, él no respondió. Sin embargo, la escritora obtuvo su palabra, la promesa de las respuestas que ella ansiaba con tanta fuerza y curiosidad y, mejor aún, la oferta de una buena historia, una que según él le haría realmente famosa en un mundo de hombres y eso sonaba realmente tentador para cualquier otros oídos que no fueran los de la Korsákova, pues ella siempre tenía que saber marcar la diferencia entre el resto de las mujeres.

Se detuvo… ¡Por fin podía detenerse! Y no lo hubo asimilado hasta que se dio cuenta que pudo hacerlo. Un repentino sentimiento mezcla de jubilo y extrañeza le abrió los ojos con sorpresa y le hizo mirar hacia ambos lados y luego al valaquio mismo.

—Quiero saber —respondió de inmediato, con ojos brillantes —. Quiero saber todo acerca de vos; quién sois… qué sois…

Sí, sabía, aunque no estaba segura, que ese hombre no era del todo humano. Era como un recuerdo borroso, como si alguna vez, en una pasada vida, hubiese tenido la experiencia de conocer a uno de su especie. Le sentía como el fuego, pero como un fuego conocido, uno que a pesar de su belleza sabía no debía tocar o podría quemarse viva, pero ¿y si se quería quemar?

—No es fama lo que quiero, mis ambiciones jamás han girado en torno al dinero —y bien lo sabía ella que había rehusado casarse con un Duque —. Deseo superarme a mi misma, a lo que mis conocimientos hasta ahora consideran imposibles; quiero romper barreras, las mías y las de quienes me rodean. No quiero ser exitosa mediante vuestras historias sino la mía propia, mas lo que descubra de vos será lo que me haga decidir la última palabra y eso significa que me permitáis escribir y conservar el conocimiento y que sepáis no estáis hablando con una estúpida. Sé de antemano que vuestra oferta es demasiado buena para no tener un costo y también me he dado cuenta que no habéis dicho que no lo tiene. Sin embargo no sé lo que queréis de mi, pero sí sé que no es dinero, ni tampoco mis talentos de escritora, es algo que habéis visto en mi aún antes de saberlo y me rehuso a pensar que simplemente se trata de mi cuerpo.

Le miró a los ojos, ahora con la mente totalmente despejada, como si le viese a él por primera vez en su vida. Sabía que con la fuerza que el hombre tenía, la hubiese tomado ya hace mil minutos si lo que hubiese querido era abusar de ella de esa manera, así que no, debía haber algo, algo más allá de las atrocidades que se acostumbraba ver en las calles parisinas, algo que él no deseaba los otros descubrieran.

—Tal vez sí estoy dispuesta a negociar vuestra oferta, si vos me dais vuestra palabra —le miró aún a los ojos, haciendo una pequeña pausa —. Quiero, en todo momento, conservar mi voluntad y memoria. Quiero, en otras palabras, que ni vos ni nadie se meta en mi cabeza.

Continuó mirándole con el deseo del conocimiento refulgiéndole en los ojos, deseaba saber, conocer y sentir todo lo que ese magnifico ser estaba dispuesto a mostrarle, sin nada que le impidiera absorber esos conocimientos como sólo ella sabía hacerlo. Sí él estaba dispuesto a hacer esa promesa, aún cuando ella supiera que no todos cumplían su palabra, ella le seguiría en silencio y sin nuevos cuestionamientos.


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Mensaje por Rashâd Al–Farāhídi Lun Oct 12, 2015 2:18 pm

“Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.

—¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos!— exclamó devorando el tubito con los ojos.”

H. G. Wells. El bacilo robado.


La observó con suma atención mientras ella se debatía en su fuero interno. Le vio recuperar lentamente su consciencia, su delicioso carácter, sus ideas y su mundo personal, como si despertara de un largo, largo sueño. Rilian era una criatura fascinante ante la cual Rashâd se sentía como un científico que ha descubierto una raza especie de ave, única en su género, totalmente irrepetible en toda su condición. Así pues, la joven celebraba su repentina libertad y se concedía el tiempo de mirar a su alrededor y de desperezar su cabeza, mientras su mirada adquiría una expresión viva e intensa.

Sus primeras palabras no le sorprendieron. Por supuesto que la aristócrata quería saberlo todo; ¿acaso de eso no se había tratado todo el tiempo?, ¿de atraparla como a un gatito curioso? Pero entonces ella lo sorprendió. Rashâd se dio cuenta de una cosa particular en esos segundos; no era sólo él quien embaucaba a la criatura, sino que la joven era capaz de devolverle el guantazo. No era una mariposa atrapada en la luz; eran, más bien, dos arañas tejiendo sus redes, envolviendo al contendiente, destilando todos sus trucos y sus embauques para atrapar al otro. Y ahora era Rilian quien arrojaba su propia red sobre el vampiro,destrozando los argumentos con los que él ya se daba por ganador. Fama no era lo que ella deseaba, ni ser mejor que los hombres en el arte de escribir, el dinero tampoco le atraía. Era absolutamente vanidosa. Justamente como una mujer.

Comenzaba a entenderla.

Imaginó, mientras ella planteaba sus condiciones, qué clase de vida había tenido, qué clase de cosas había hecho para encontrarse a sí misma; imaginó cuántas normas rompió en pos de su emancipación; ¿había deshonrado a su familia?, ¿había vendido su cuerpo?, ¿había robado? Y entonces, él fue presa de la curiosidad y quiso saberlo todo de ella. Más aún, quería que ella misma se lo contase y, quizás entonces, él podría decirle que el tiempo no era más que una molesta espera para tiempos mejores. Quizás, después de todo, el mundo sí necesitaba una vampiresa como ella.

Y entonces ella dijo exactamente cuál era su límite. Y llegó el momento del vampiro de preguntarse a sí mismo si estaba dispuesto a aceptar lo que ella pretendía imponerle, cuando desde hacía tantos siglos estaba acostumbrado a hacer lo que quería, siempre a su manera.


Tal vez sí estoy dispuesta a negociar vuestra oferta, si vos me dais vuestra palabra. — lo miró fijamente, mientras exponía la cuestión gravitante para cualquier paso que estuviera a punto de dar — Quiero, en todo momento, conservar mi voluntad y memoria. Quiero, en otras palabras, que ni vos ni nadie se meta en mi cabeza.

Él le devolvió la aguda mirada y sopesó todo lo que sus palabras significaban. Podría negarse, claro, pero era que la joven le resultaba una criatura verdaderamente tan fascinante y deliciosa que no quería dejarla ir. Pero, ¿no meterse en su cabeza, cuando lo que más disfrutaba era el control que podía ejercer sobre los demás? ¿Negarse al placer de perderse en sus recuerdos, de moldearlos a sus intereses? Se conocía demasiado bien, aunque lo prometiera de verdad y lo intentase con todas sus fuerzas, no podría cumplir la palabra empeñada. Para él, las mentes humanas eran casi tan necesarias como la sangre que les bebía. Así que optó por el único camino que le quedaba.

Habibe. Seréis libre en todo momento. Para quedaros o para iros. Para el placer y para el dolor. Os doy mi palabra de no robaros vuestra voluntad jamás. — dijo, al tiempo que le cogía la mano y le besaba el dorso, mientras cada palabra y cada gesto de su rostro aparentaban la expresión más sincera y noble del mundo — Sólo os pido que me dejéis mostraros mi mundo. Y, si os gusta, quedaos a mi lado, y gobernad con esa voluntad infranqueable de la que habéis hecho gala esta noche.

Le ofreció el brazo, como si en él descansara el mundo entero, que ella, obviamente, rechazó con natural elegancia y caminó a su lado, con total autonomía. Una sonrisa irónica se dibujó en su cara, mientras acompasaba sus pasos a los de la joven y la guiaba por el solitario puerto, rumbo a su pequeña y sencilla oficina, mascarada de su opulencia económica. Llegaron al cabo de media hora de tranquila caminata en que la fría brisa marina despejó los últimos sentidos de la mujer que capturaba todo a su alrededor, como si absorbiera el mundo en su silencio. En efecto, aquélla era una oficina propia de un puerto. Pequeña, de grandes ventanales, siempre mirando al mar –era una posición privilegiada, no cabía duda de ello, y a Rilian no se le escaparía ese detalle–, amueblada con cómodos sillones y futones importados desde Italia. Un rico escritorio de roble dominaba toda la estancia, a cuya espalda un pulcro estante lleno de libros y archivos completaba la elegante cámara. Una puerta a la izquierda daba paso a una pequeña cocina en donde una nutrida despensa esperaba a ambos contertulios.

El valaquio fue el primero en cruzar la estancia, dirigiendo de inmediato sus pasos hacia la cocina para preparar el café indiano tan largamente prometido. Lo mezcló con leche, azúcar y unas gotitas de güisqui; lo llevó a la sala principal servido en un elegante juego de té japonés que reproducía la forma de un faisán. Rilian aún se mantenía en el umbral de la entrada, como si deliberara aún acerca de la palabra del vampiro. Rashâd la miró con cierto grado de impaciente sorpresa, pero no dijo nada. Dejó la charola sobre el escritorio y cogió su propia taza de la que bebió con suma parsimonia, sin quitarle la vista de encima; sólo cuando degustó el primer trago, volvió a hablarle:


No miento, ghzala. Esa puerta estará abierta en todo momento para que podáis iros cuando vos lo deseéis. Ahora, haríais bien en beberos vuestro café, luego de lo cual, podéis coger las velas para finalizar vuestra historia… — dio otro sorbo, más corto que el anterior; nada en su exterior revelaba la insípida sensación de ponzoña que experimentaba cuando ingería alimentos que su cuerpo ya no necesitaba; la mirada serena, el semblante serio, el porte tranquilo, todo en él evidenciaba solamente a un exitoso importador y comerciante; sólo ella sabía que había algo más detrás de toda esa fachada inocente — O bien, podéis quedaros conmigo unas horas más y conversar sobre lo que vuestra merced crea más interesante. Sois libre, Rilian, de hacer lo que queráis, en todo momento que estemos juntos. — agregó, mientras se deslizaba hacia uno de los sillones y contemplaba a la doncella desde allí.

Rilian era, definitivamente, la presa más valiosa que había conseguido en mucho, muchísimo tiempo y si, para tenerla, debía fingir sumisión, lo haría. Haría lo que fuera por ella.

Lo que fuera.


***



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Edgar Allan Poe. La máscara de la Muerte Roja.


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Rashâd Al–Farāhídi
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