No todo pasado fue mejor...

La pelota roja rodaba danzante sobre el césped verdoso del jardín. La risa fresca de la pequeña Svetlana inundaba los oídos de la niñera, que le había tomado especial cariño. Quizá eras sus adorables gestos, en la pureza blanca de su rostro, enmarcado por una larguísima melena rojiza; quizá era el sonido suave de su voz, tan melodioso para quien escuchase. Svetlana era una nena muy feliz, repleta de amor; el matrimonio Metanov eran unos padres dulces y se los notaba enamorados, siempre dispuestos a darle todo a su hija. Por ello fue tan devastadora la tragedia. La sonrisa de la pequeña se opacó en el preciso instante que sus inocentes ojos se inundaban del horror: su casa, explotaba como en esas historias de guerra que su abuelo le contaba. Soltó la pelota, y las lágrimas comenzaron a caer como cataratas sobre sus mejillas rollizas y sonrosadas. El calor del fuego la abrazaba, ¿o eran los brazos del cochero? ¿Y su mamá? ¡Ella acababa de llamarla! Por eso había volteado, por eso sonreía y la saludaba. Ella estaba meciendo al bebé, el hermanito menor de Svetlana. ¿Y papá? Estaba detrás de ellos, lo había visto mientras caminaba en su dirección. ¿Dónde estaban todos?

El sabor metálico de su propia sangre la asqueó. Estaba gritando, gritando sin parar, mientras se balanceaba entre los brazos del empleado, que huía con ella. La estaba salvando, la debía resguardar. La niña llamaba a sus progenitores y lloraba, con una desesperación que estrujaba el corazón del empleado, que también sentía un cariño especial por ella. La sacó del enorme predio, la sentó sobre una piedra. Estaba ausente, la vista perdida en la gran llamarada, y susurraba una canción de cuna. Las autoridades no tardaron en hacerse presentes, pues el ruido había alertado a toda la zona. Inmediatamente, le tomaron testimonio al cochero, que durante su declaración, no paró de lanzarle vistazos de lástima a la niña que acababa de quedar huérfana.

La llevaron a una precaria dependencia policial, en la que estuvo sentada durante horas, hasta que un médico apareció casi de milagro, para hacerle una revisación. Más que algún rasguño pasajero, no tenía nada más; sólo el corazón roto. “Para su alma no tengo solución…” había murmurado el anciano, cuando el cochero le había preguntado cómo se encontraba. Le dieron una comida que no ingirió, y sólo bebió unos tragos de agua con azúcar que le ofrecieron. Despertó cuando la llamaba una voz desconocida, aunque en sus sueños era su papá. “¿Papi?” preguntó con una media sonrisa, sin abrir los ojos. Cuando la respuesta fue un silencio breve seguido de una negación, sus párpados se levantaron. Su hermano mayor, que estaba casado y al cual hacía demasiado tiempo que no veía, estaba frente a ella. No era amable, pero se lo notaba conmocionado, y abrazó a la nena, que no correspondió a la demostración de afecto.

—De ahora en adelante me haré cargo de ella. Gracias, capitán —saludó. Tomó la mano de la nena, que al salir a la calle, la luz del Sol le quemó la vista, aunque no emitió sonido, y siguió caminando a paso rápido. En pleno trayecto hacia el carruaje, el empleado que la había salvado, se les acercó. Dimitri le agradeció al trabajador y le pidió que en dos días fuese a su residencia. El hombre, aún acongojado, saludó a la pequeña Svetlana, que con una mirada que él no supo interpretar, le pidió que no la dejase ir con Dimitri.

La llegada al convento fue confusa. La pequeña Svetlana no comprendió que ese sería su nuevo hogar, hasta que su hermano se despidió de ella sin mediar demasiadas palabras. Simplemente, la acompañó hasta su habitación, depositó allí sus pocas pertenencias, le dio un beso en la coronilla y se fue. Ella se quedó observando la puerta durante largos minutos, esperando su retorno. Decidió, finalmente, asomarse por la ventana que estaba a sus espaldas, y en ese momento lo vio subir al carruaje.

La niña apoyó la frente en el vidrio helado, su aliento chocaba contra el mismo, y las lágrimas comenzaron a correr sin pedirle permiso. Entendió que lo había perdido todo, incluso al último de sus familiares, que su hermano ya no volvería por ella. Lo sintió en lo profundo de su ser, y creyó haber escuchado cómo su corazoncito terminaba de romperse.

Tal como le habían enseñado, sacó su ropa de la valija, y subida a la única silla que había en la habitación, la acomodó en un armario amplio. No le había quedado nada tras la explosión, por lo que su hermano le había comprado varias prendas, que eran las que en ese momento había guardado. Cuando una de las religiosas ingresó, se sorprendió al descubrir el orden y el silencio que reinaban en la habitación.

Svetlana se había dormido vestida, abrazada a una muñeca nueva, con una manito bajo el rostro hinchado de tanto llorar. A la mujer la embargó la ternura, porque ella había corrido con la misma suerte. La habían abandonado allí, luego de que sus padres se cansaran de su presencia. Había quedado olvidada, igual que la nena.

Le quitó los zapatos, la desvistió con cuidado, le colocó un camisón, todo con Svetlana entredormida, que alzaba los brazos automáticamente, y permitía que la arroparan. Luego, la colocó bajó las mantas y le hizo la señal de la cruz en la frente.

Aquel lugar era horrible. Largas rutinas de rezos, aburridas clases de teología y bordado. Todas las niñas parecían estar tristes, incluso Svetlana, que no hablaba. A todos les costaba demasiado relacionarse con ella, saber qué quería, qué le pasaba, qué le gusta y qué no. La niña, simplemente, había decidido que ya no tenía nada interesante que decirle al mundo. ¿Y cómo no? Había visto a sus padres consumirse entre las llamas, junto a su hogar. La imagen no la abandonaba nunca, tenía pesadillas con eso, con los gritos de los habitantes de la mansión cuando el fuego los alcanzó. Seguramente, alguno de esos gritos, eran de sus padres, pero no los supo distinguir.

— ¿Nunca volverás a hablar? —le preguntó una de las tantas niñas que vivían en el internado.

—Déjala tranquila —comentó otra.

Rápidamente, fueron acalladas por una de las monjas. Tenían prohibido hablar durante la comida. Lo cierto era que esa, era una norma que Svetlana nunca violaba. Algunos decían que había hecho un pacto de silencio con Dios, otros que le habían arrancado la lengua. Se decía mucho sobre la nena, pero todas eran mentiras. La única realidad era que Svetlana sentía demasiado dolor como para convertirlo en palabras.

Le gustaba sentarse bajo un árbol y sentir el Sol en el rostro. Sí. Eso le agradaba mucho. El Sol era vida, y que le acariciara la piel significaba que no todo estaba perdido. A Svetlana también le gustaban las manzanas, y sacó una del bolsillo del delantal, que le había regalado una de las cocineras. Por algún motivo que no entendía, siempre le regalaban cosas. Ella jamás agradecía con palabras, pero asentía sin sonreír, acompañando una leve reverencia.

—Siempre vienes aquí —era el jardinero, al que ella saludaba desde lejos y con la mano, cada vez que se sentaba en aquel lugar. Svetlana lo miró y, como siempre, asintió con timidez. —Y tu cabello hace juego con esa manzana —observó, con picardía.

La niña miró la fruta y tomó una de sus trenzas. Los ojos se le iluminaron en lo más parecido a una sonrisa que había tenido en aquellos meses. Alzó el rostro y miró al señor. En realidad, era un muchacho, aunque estaba curtido por la vida difícil de trabajador y aparentaba mayor edad de la que tenía. Su voz grave no ayudaba en nada.

—Te traje esto —le extendió una margarita. Los pétalos blanquísimos y el centro amarillo como el Sol, le arrancaron un gesto de sorpresa. A Svetlana le gustó mucho la flor. —Y a partir de ahora, somos amigos —le extendió la mano. La niña dudó y, finalmente, aceptó. —Mi nombre es Alik —se presentó tras el apretón. —Debo seguir trabajando. Nos vemos mañana, Svetlana.

La nena se preguntó de dónde sabía su nombre, y entendió que estaba en boca de todos por ser muda. Dejó la flor a un costado y nunca más volvió allí.