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No hay más alegría que la de ser una mujer bien vestida | Privado 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Stéphanie V. Magnusson Lun Ene 18, 2016 5:35 pm

"La simplicidad es la clave de la verdadera elegancia"
Coco Chanel

No olvidaría jamás el rostro de la muchacha. Su expresión contemplativa, sus ojos brillantes de deseo, su piel lozana, su cabello oscuro, la boca entreabierta, anhelando… Se notaba a leguas su condición inferior en la sociedad; su ropa distaba de ser nueva, y todo en ella delataba que se encontraba en los escaños más bajo de la división. Stéphanie ya había perdido la gloria del pasado, llevaba las cuentas de la familia y pedía bendiciones para poder darle de comer a los niños, pero de alguna forma u otra, siempre se las ingeniaba para lucir espléndida. Pero si había algo de lo que nunca se desprendería, era de la solidaridad. Desde muy pequeña le habían enseñado que siempre debía ayudar al prójimo, así no tuviese nada para comer, ella debía sacarse el trozo de pan de la boca para dárselo a quien tuviera hambre. Así había vivido, y así vivía. Y era por ello que, tras verla en tres oportunidades, decidió que debía ayudar a la muchacha. Por fortuna, siempre había notado su presencia a la misma hora, por lo que no le sería difícil encontrarla.

Astrid, su pequeña hija, la ayudó a elegir uno de los pocos vestidos que poseía. Optaron por uno en la gama de los pasteles –entre amarillo y verde, con ribetes rosados y celestes-, al cual revisaron al derecho y al revés. Una de las puntillas de las mangas estaba un poco raída, así que optaron por comprar un poco de tela y arreglarla. Lo lavaron, secaron, colocaron en una caja y lo acompañaron con algunos ramilletes de lavanda, para que se conservara perfumado. Ambas habían hecho la tarea muy entusiasmada, en parte, porque ambas se sentían felices cuando podían ayudar a alguien, y también, porque disfrutaban de la mutua compañía. Astrid era una nena alegre y madura, y era la forma que tenía Stéphanie de no enloquecer. Era por ella y su otro niño, Hans, que se mantenía fuerte luego de la muerte de su madre, un dolor que le laceraba el alma. La ausencia de la mujer que la había criado, se le había alojado en lo profundo del corazón, y tenía la certeza de que jamás se iría de allí. Eyra había significado el último de sus bastiones, y su partida iba acompañada de la palabra “huérfana”. Y a pesar de que se sentía mayor para catalogarse a sí misma de esa forma, la muerte de la anciana tía que había ejercido de madre, acrecentaba todas las otras pérdidas, especialmente, el abandono de su madre biológica, el cual nunca comprendería.

Aquel jueves, el clima parecía haber recrudecido. El frío mantenía a las personas en sus hogares, la nieve amenazaba con caer, pero Stéphanie se enfundó en una gruesa capa azul y partió con la caja que contenía el regalo que, con Astrid, habían preparado para la desconocida. La niña había querido acompañarla, pero decidió no exponerla a la crueldad de las bajas temperaturas, por lo que debió quedarse mirando por la ventana, con su boquita haciendo puchero. La licántropo temió que la muchacha no apareciese; le pidió a un ocasional transeúnte la hora: las cinco de la tarde. Se suponía que ya debía estar allí, era en el horario que la había visto en las anteriores oportunidades. Esperó unos cuantos minutos, mientras la paciencia –que no era una de sus virtudes- se le iba agotando. A punto de caer en la resignación, la vio doblar en una esquina. Mantenía aquella mirada de tristeza, que a la rubia le estrujaba el corazón. Ella sabía muy bien lo que era tener el alma partida. Se acercó lentamente, no quería asustarla. A Stéphanie también le gustó el vestido que la joven admiraba, pero tampoco estaba en condiciones de acceder a él.

Disculpa… —se paró a su lado. El rostro de muchacha le pareció precioso, y sus ojos eran aún más hermosos de cerca. Alguien como ella, con aquellas facciones, podría tener a cualquier millonario que se propusiese. Los hombres eran débiles, y más ante la belleza. —Mi nombre es Stéphanie, te he visto en varias oportunidades por aquí —de pronto, la asaltó la duda de si no tomaría a mal el regalo. Podía considerarlo un atrevimiento. — ¿Trabajas cerca? —era demasiado pronto para entregarle la caja e irse. La rubia decidió que, mejor, tantearía el terreno; pero, en caso de lo rechazase, no tendría corazón para decírselo a Astrid, y tendría que entregárselo a la primera persona que se le cruzase.



“Hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados, y aunque tú no lo quieras creer, yo soy de las estrelladísimas…”

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Stéphanie V. Magnusson
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