Gisèle Negrescu

La mente clara y fría; eso es lo que le ha enseñado la vida a Gisèle hasta ahora. A pesar de su juventud, no es fácil tomarla por una persona ingenua. La huida y abandono de su familia es lo que ha marcado tan colosalmente su personalidad, convirtiendo a quien era una joven dulce y sincera en una mujer huidiza, mentirosa y egoísta, curtida en los hábitos que rodean a sus ascendientes.

Aun regalando sonrisas cándidas o los balanceos de caderas que ofrece por algo de dinero, es consciente de la triste clase social a la que pertenece, tratando siempre de conseguir lo mejor para ella misma, ya sea con uñas y dientes o con palabras que deslumbren.

No obstante, una parte de su ser todavía se mantiene como el primer día, como si las atrocidades de los años pasados nunca hubiesen caído sobre ella. Al igual que si todavía fuese una cría recogiendo flores a las orillas de un caudaloso río. Su curiosidad, esa parte del alma que todas las personas se han acostumbrado a ocultar por buena educación; en ella, brilla con chispeantes rayos propios y un calor casi notorio en su pecho.

Sabe que la curiosidad puede ser considerada espionaje, meter las narices donde nadie te ha dejado hacerlo, y terminar consiguiendo enemigos por preguntar, observar y acabar sabiendo demasiado. No por ello niega esa parte de ella misma, pues lo considera más una virtud que una falta.

Lo más importante de cualquier existencia es la supervivencia, cueste lo que cueste; ante todo, eso es lo que ha forjado su carácter.

Mi historia no es larga, pero mentiría si dijese que los hilos del destino no han creado nudos a cada paso que he dado, trenzándolos en patrones de los que he preferido huir.

Cualquier persona puede vivir. Vivir, como tal, no es algo demasiado exigente. Evolución, adaptación, desarrollo y reproducción. Eso es la vida. A partir de ahí, juegas como tú quieras las cartas que se te han dado.

Nací en un pueblecito de Rumanía, en un terrible invierno, según me explicó mi madre. ¡Oh! Mi adorada madre, fue lo único que lamenté al abandonar lo que se suponía que era un hogar, lleno de crueldad y violencia. Ni a mis hermanos, ni a mi padre, ni si quiera a los primos más cercanos y con los que debía trabajar cada nubloso día en la caravana gitana. Solo a ella; a sus sonrisas y sus palabras, sus canciones y sus bailes.

Quizá podría admitir la tristeza que sentí al haberme separado de alguien más, de un varón bueno y honrado que me prestaba más atención de la debida, y que desgraciadamente no era de mi etnia; que se preocupaba en darme monedas personalmente cuando me veía en la calle pidiendo, y que se tomaba la molestia de preguntarme el cómo me encontraba esos días nublados. Era todo lo que debía de ser un hombre, un caballero, pero nada se pudo hacer cuando mi padre se negó a dejarme salir sin vigilancia tras recibir una carta escrita de su puño y letra, teniendo que concluir el vínculo que habíamos creado.

Tal vez lo que quería era secuestrarme y llevarme con él, como dijo uno de mis primos. Pero la calidez que se formaba en lo que creía que eran nuestras almas cada vez que nos mirábamos me hizo creer que no era aquello. Y no creía poder saberlo nunca, habiendo dejado atrás el lugar donde le conocí y cualquier tipo de sentimiento amoroso que me creció en el corazón.

¡Qué ingenua fui al aguantar tanto por culpa de a los que llegué a llamar familia, los cuales solo me hicieron el mal! Pero la liberación que sentí los primeros meses mientras me dirigía a Francia, fue lo que en verdad me impulsó a no regresar frente a mi padre, con los puños cerrados y el rostro arrugado, admitiendo estar desesperada por caminar por senderos fáciles de arena y no por rocas que me cortasen los pies.

Desde entonces, todas las noches le ruego a Dios –más fervientemente que antes–  porque ese infeliz hombre que me hizo venir al mundo, deje de caminar entre nosotros. Nadie merece aguantar sus penurias, sus turbaciones o ataques, y yo ya abandoné a mis espaldas a un gran grupo para que las sufran en invariable silencio.

No obstante, si mi vida en el norte fue un martirio, el llegar a una gran ciudad sin nada más que mis ropas y lo poco que pude haber reunido de dinero robando, fue incluso peor. Me encontraba sola, sin conocidos a los que poder acudir, sin reconocer tan si quiera las calles por las que trotaba, dejándome llevar por la marabunta de gente increíblemente bien vestida mientras entraban a cenar a restaurantes o a sus increíbles casas, después de salir de los grandes y espectaculares teatros y óperas.

Ahora, observo con inquietud cada una de las esquinas que cruzo, retumbando en el interior de mi cabeza el pasado que me persigue y del que tengo que comenzar a olvidarme. A sabiendas de que en alguna parte de la gran ciudad en la que me encuentro se debe hallar un asentamiento gitano, he decido que mi próximo paso será el encontrarlo, deseosa de comenzar una nueva historia entre diferentes individuos.

Desgraciadamente, las cartas que se me dieron al nacer no fueron las mejores, pero mi audacia me hará jugarlas lo suficientemente bien como para poder sobrevivir.