La mente del pasado (Stephen)

Paseaba por el patio de la mansión observando las estrellas. Un cúmulo de pensamientos la asaltaba sin piedad, recordándole todo en lo que se había convertido. Y de pronto, como un augurio, Vaupaus relinchó. Estaba suelto y caminando por el jardín, pero fue tras ella. El caballo pasó su hocico por el hombro de la inmortal y ésta alargó la mano para acariciarlo, suavemente - ¿Cuánto hace que nos conocemos, pequeño? - preguntó aun sabiendo que no obtendría respuesta. Vaupaus siempre había sido avispado en cuanto al estado de ánimo de su dueña se refería, y esa lúgubre y bella noche, ella estaba triste, melancólica. Emitió un relincho gutural y llevó el hocico hasta la espalda de Raxa, empujándola suavemente. Ella sonrió y se giró - Está bien… - y lo llevó al establo para ensillarlo. Aunque realmente no tenía tantos arreos, sino una simple brida y una silla, cómodas para ambos.

Montó y salió hasta alcanzar el umbral de la puerta de entrada. Allí, con un poco de poder mental, la abrió sin necesidad de bajarse de Vaupaus y salieron al paso de la mansión, cerrándola Raxa tras ellos. Anduvieron tranquilos hasta que el camino a la mansión terminó y se extendió ante ellos una gran explanada. Entonces, el caballo se emocionó, y con una sonrisa de lado en sus labios, Raxa lo alentó para ir al galope. Comenzaron a dejar tierra atrás a una velocidad vertiginosa, hasta el punto de que ella tuvo que entornar los ojos para que no se le secaran del aire.

Y llegó el momento en el que casi se metieron de lleno en la ciudad. Por suerte, aún estaban a las afueras, y Raxa se dio cuenta de que el aire olía a mar. Detuvo el galope y de nuevo fueron al paso, despacio. Entonces, en aquellas muertas y vacías calles comenzaron a sonar los repiqueteos de los cascos del caballo, el cual relinchó un par de veces. Y cuando quiso darse cuenta estaban en el puerto, observando aquel transatlántico varado con las luces encendidas, seguramente pariente al amanecer. Acarició el cuello de Vaupaus y desmontó, quedándose a su lado y fijándose en lo hermosa que aparecía la luna reflejada en las tranquilas aguas del puerto parisino.

Disfrutaba demasiado de la compañía de su caballo y de la noche como para percatarse de cualquier otra cosa que sucediese a su alrededor en aquel momento. Alternaba la mirada entre la luna perlada, el cielo oscuro cual mar profundo y la vista en general del puerto en sí. Entre tanto, una lágrima resbaló por su pálido rostro, llegando al final del mentón y cayendo al vacío, estrellándose contra el frío y húmedo suelo y muriendo en mitad de un océano de piedra frígida. No fue hasta ese momento en el que iba paseando la mirada por el lugar cuando se percató de la presencia de alguien más. Inmediatamente frunció el ceño y entornó los ojos, escrutando la figura. Y cuando una ráfaga de viento llegó a ella transportando el aroma que ella misma llevaba impregnado en su piel, sonrió. Sonrió porque hacía tiempo que no veía a otro hijo de la noche, ni tampoco tan de cerca. Apenas unos metros los separaban, o al menos eso parecía bajo la luz lunar. ¿Qué iba a pasar ahora que ella sabía de su presencia? ¿La sabría él? Seguramente. Y de ser así… ¿Se acercaría él? ¿Por qué? Se hacía todas estas preguntas mientras dentro de su pecho se formaba aquella sensación que siempre tenía al ver a otro ser como ella, sobretodo si era hombre. Pero no estaba dispuesta a dejarse vencer una vez más por el miedo. No iba a dar el primer paso, pero tampoco rechazaría lo que le viniera. Por su parte, Vaupaus relinchó de forma lúgubre y suave, como si estuviera él también dudando.

Raxa agarró las riendas con una mano, mientras se atrevió a alzar la otra en forma de saludo, pero levemente, a una altura inferior a la del rostro. Por supuesto, no esperaba contestación, pero quería ir tomando conciencia de que debía ser ella la temida, y no ella la que tuviera miedo. Porque la realidad era esa. Ella se había curtido con el paso de los años y de su experiencia, pero siempre había tenido miedo desde aquella fatídica noche. Es como si ese miedo se hubiera tatuado en su piel y hubiera muerto con ella, haciéndose también inmortal y por tanto, siempre presente. Cerró la mano en un débil puño y bajó el brazo, dejándolo posado en su posición original.

Tras esto, dio un paso adelante y comenzó a acariciar al caballo, quien respondía a sus caricias con guturales sonidos. Cerró los ojos sintiendo el aire introducirse en sus pulmones, que aunque no funcionaban, seguían estando allí, en pos de un nuevo latido que los ayudara a recoger aire fresco para purificar el cuerpo. Abrió los ojos y permaneció observando la figura de tal modo, que ni siquiera cayó en la cuenta de que quizá a él no le gustara que lo miraran de aquella manera, pero poco le importó pensar en eso. Lo único que quería en aquel momento, era poder verle el rostro para por lo menos saber, con quién se había cruzado cierta noche de invierno cuando lo recordara más adelante.