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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Invitado Vie Jul 23, 2010 7:02 am

Recuerdo del primer mensaje :

Una noche de monotonía absurda más en la que no tengo el menor deseo de abrazar la noche y deleitarme en sus placeres. ¿Qué me espera en ese frío y arrogante mundo exterior que no pueda suplir en mi mente? Nada, aparte de las apariencias pretendidas y de la falsa elocuencia que toda le gente se esfuerza en enarbolar como su bandera, a ejemplo de esos nobles a los que todos imitan pero nadie conoce en realidad. Todo es una fachada absurda para evitar que los auténticos interiores de las personas salgan a la luz, porque les tienen demasiado miedo. El secreto está en que todos permanezcan tranquilos y acordes con las reglas, así se podrá evitar otra revuelta como la de la Revolución, sucedida hacía tan poco tiempo pero aparentemente ya olvidada por todos. Es muy fácil intentar que las aguas de un río vuelvan a su cauce, pero no tanto conseguirlo, y bajo ese sentimiento de unanimidad se esconden voces que harán que todo cambie. Y a mí me tocará ser partícipe de ese cambio, una vigilante muda que asistirá como espectadora a esas nuevas épocas sin participar en ellas. Sí, ya recuerdo lo que el mundo exterior puede ofrecerme. Sangre de algún miserable que se cruce en mi camino, sustento vital que me permita continuar con esta existencia por una noche más. Eso y la sed fueron lo que me hizo salir del ataúd en el que ya estaba despierta, aquella sed desgarradora que parecía empeñarse en querer añadir una muerte más a mi haber. Deseo concedido, al menos por esta noche.

Un simple vestido de seda y raso azules para destacar el color de mis ojos y la palidez espectral de mi piel, y encajes negros salpicando la suavidad de la tela aquí y allá eran mi piel de cordero de aquella noche, la que se encargaría de ocultar de la vista de los mortales al lobo feroz que les acechaba para probar su sangre. Un vestido propio de una dama, y también de una gran ocasión que no estaba dispuesta a desaprovechar inútilmente. La rutina de la alimentación es muy simple y a la vez compleja, pues un solo error, una simple desviación puede frustrarla y obligar a tomar medidas drásticas que, muchas veces, son peores como remedio que la enfermedad en sí. Ir a los barrios bajos, encandilar con mi encanto antinatural a alguna víctima, lograr alejarla de la vista de todos y, una vez solos, deslizar mis colmillos hasta la suave piel de sus gargantas y hundirlos con un golpe seco. De ahí, la sangre pasará de su cuerpo al mío, llenándome de vida mientras, paradójicamente, a mi víctima se la estoy arrebatando. Una vez desmayado a las puertas del Tártaro, lugar de pesadilla donde no tardarían en entrar y cuya puerta me estaba vedada por mi condición, lo propio era deshacerse del cuerpo para evitar sospechas. Así era cada noche, y así sobrevivía a falta de alguna alternativa mejor.

No tenía interés en volver a mi hogar por aquella noche, pues ya que había salido a alimentarme lo mínimo era aprovechar aquella favorable circunstancia. Un oportuno paseo por las atestadas calles de París lograron que llegara a una pequeña boutique donde, por mi aspecto elegante y ligeramente ruborizado (fruto de la sangre recién consumida), no dudaron en hacerme pasar, colmándome de elogios y reverencias. Ni siquiera sabían que podría partirles el cuello con la misma facilidad con la que se corta la mantequilla, y no parecía importarles mi frialdad ni mi aparente apatía. Con sus pequeñas y hábiles manos me soltaron el pelo y me lo rizaron en elaborados tirabuzones color rojo como el mismísimo fuego del Infierno, según dijeron entre risas puritanas y de fervor religioso. Una vez lista, pude escuchar de entre los fragmentos de sus conversaciones comentarios fantasiosos acerca de una representación teatral. No tenía nada mejor que hacer aquella noche; ¿por qué no ir al teatro? Aquellas mujeres que se habían encargado de hacerme relucir obtuvieron, a cambio de sus cuidados y de proporcionarme una entrada para el teatro en un palco honorífico, un zafiro engarzado en oro blanco que por casualidad había llevado hasta entonces colgado en el cuello. Eso, además del mayor premio de todos: seguir con vida y poder disfrutar del resto de sus mortales existencias. Me alejé de allí y me dirigí al teatro, que aquella noche parecía brillar tanto como los espectadores humanos que a él acudían.

Siempre me ha gustado el teatro, pues es mucho más real que la vida. Al menos ahí sabes que están actuando y no tratan de hacértelo pasar por algo real y cotidiano, cosa que no se puede decir de todo lo que nos rodea. La obra de aquella noche era Don Juan de Molière, basada en la obra del ilustre Tirso de Molina y que, sin duda, provocaría los comentarios de las personas menos abiertas al progreso y a las nuevas ideas, aún a pesar de que hacía 135 años de que se había estrenado por primera vez. En cualquier caso, la obra era una de mis favoritas y secundó mi idea de que acudir al teatro había sido algo bueno, como un augurio que prometía que el resto de la noche iba a ser interesante, o al menos o suficiente como para compensar mi desgana inicial. Subí hasta el palco, atravesando las escaleras bajo la escudriñante mirada de la gente, que sólo iba al teatro para estudiar al resto de personas en lugar de para disfrutar de las joyas de la literatura que en él se representaban, y me acomodé en mi asiento al llegar hasta allí. Mi vista pronto se vio capturada por la muchedumbre de personas que había acudido a aquel lugar aquella noche y no otra, coincidiendo conmigo, sólo que en mi caso no se trataba de analizarlos para poder criticarlos, sino que era más bien un acto reflejo fruto de tantos años de vida, buscar a alguien que me llame lo suficiente la atención como para centrar mi atención en esa persona. Y no tardó demasiado en suceder, pues una mirada de ojos azules enmarcados por una melena oscura pronto se encontró con la mía, apenas un momento pero que para mí fue suficiente. Al final sí que tendría entretenimiento aquella noche, gracias a aquel chico de la cicatriz en la mejilla cuya mirada logró capturarme. Las luces se apagaron, el telón subió, y pronto la presencia del Don Juan, cínico, hipócrita y seductor, llenó el escenario con su fuerza arrolladora, deleitando a los pocos que permanecíamos atentos a la función con su personalidad y sus desventuras.


Última edición por Amanda Smith el Vie Mar 04, 2011 5:41 am, editado 3 veces
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Mensaje por Invitado Jue Mayo 05, 2011 3:22 pm

Todos los seres que posean algo de humano, o que como yo lo hayan sido, están atados de manera indiscutible a ciertos instintos y sensaciones profundas y aterradoras, si no las escuchabas en su manera de dar placer al portador, que se escapaban a la racionalidad. Me negaba a creer el mayor dogma que se decía de la raza humana: que eran superiores, que eran los elegidos de un Dios que hacía lo que quería con ellos y que estaban hechos a su imagen y semejanza...no eran más que patrañas, patrañas para tratar de ocultar la existencia de una parte inconsciente bajo la fría racionalidad que, algunos más que otros, todos compartían. Los humanos podían ser muchas cosas para mí (bien alimento; bien entretenimiento; bien simples vecinos indiferentes...), pero tenía claro que yo había sido hacía ya mucho tiempo una de ellos y que por lo tanto la distancia que nos separaba no era tan sumamente grande como a veces lo parecía. Sí lo era en el campo de fuerza, habilidades y ciertos detalles que me hacían la natural depredadora de su raza, superior por tanto a ello. No lo era en el sentido de que yo también era presa de esos instintos que sufrían los humanos y de una forma, además, tanto o más violenta que la que ellos acarreaban. Mis placeres, a los que de ninguna manera me negaba porque era contraproducente y lo sabía muy bien, eran sobre todo carnales y prohibidos por la moralidad de la época: eran los de la carne, y también los de la sangre. Sobre todo, aquellos últimos, en el momento que estaba viviendo con el mismísimo Nigel Quartermane contra la pared de una sala contigua a la principal del teatro más importante de París. A cualquiera que se imaginara la situación le daría la impresión de ser propia de una comedia, cuanto más bizarra mejor, pero era la pura e ineludible realidad, tanto eso como que, en aquel momento, yo había sucumbido al placer.

El hecho de beber sangre era, en sí mismo, diferente al del sexo. Si bien los placeres de ambos y los que los dos otorgaban eran similares, las formas en las que lo hacían no podían ser más distintas. La unión sexual era puramente corporal, un hecho muy animal que duraba unos instantes y que suponía que, físicamente, dos pasaran a ser uno para en otro momento volver a ser dos entes separados, con el consecuente descenso de la cumbre del placer que aquello suponía. Con la sangre, sin embargo, era algo más diferente. Que una persona sangrara era un lujo; su propia sangre lo era, pues llevaba consigo recuerdos fragmentados, experiencias vitales y la propia energía del portador de aquella misma sangre. Era, aquel alimento, un lujo rojo que no podía compararse a ningún otro placer, pues aún después de muerta la fuente de alimentación el placer perduraba, y con él lo hacía también la curiosidad y la conexión cercana a la mística que la unión intelectual generaba. Era, por tanto, tanto física como intelectual, y además incluía en sí a todos los instintos inmateriales y poderosos que controlaban, desde atrás, nuestros actos. Quizá era por eso por lo que no había podido parar, una vez había probado la sangre de Nigel; quizá era por eso, o sencillamente porque absorber su energía vital era una sensación indescriptiblemente placentera, igualable al sexo con él. Ya no sólo lo era para mí, pues sus propios jadeos y gemidos con mi nombre mientras yo continuaba succionando directamente de su herida en el pectoral, sobre el pezón, revelaban que él estaba sintiéndose lo más cerca posible del placer vampírico que un humano podría sentir en toda su vida. Incluso el momento en el que soltó por aquella linda boquita una expresión soez para maximizar, en su vocabulario, el alcance de las sensaciones no fue suficiente para que me detuviera, así como tampoco lo hizo el hecho de que él cada vez estaba más débil.

Aquella era la desventaja de beber de un humano: el placer era efímero, y sobre todo lo era cuando la sangre era tan deliciosa como lo era la de Nigel. Acaba rápido, sobre todo si las ansias y los instintos son los que dominan el acto de bebida de sangre como ocurría conmigo en aquel conmigo, y es perceptible para los vampiros ese preciso momento en el que las víctimas empiezan a descaer en su fuego vital, ese que garantiza el intercambio mutuo de sangre y que con Nigel estaba terminándose a una velocidad demasiado rápida para garantizar futuras diversiones. Por eso mismo me separé de su pecho, con la boca ensangrentada aún y a tiempo de oír su loca petición de querer ser alguien como yo.

Decir que no me lo esperaba era quedarse cortos, y decir que tampoco me esperaba que insistiera y que llegara, incluso, a no sólo no darse cuenta de lo que decía sino además a cogerme la cara con las manos para casi ordenarme...a mí que le transformara fue algo diferente, algo que ni su apasionado beso al cual yo respondí sin pensármelo demasiado iba a lograr conseguir. ¿Quería saber lo que era ser un vampiro? ¿Quería que le transformara en alguien como yo? ¿Precisamente él? Me resultaba demasiado difícil, y a la vez fácil por lo poco que le iba conociendo a aquellas alturas, creerlo, pero aún cuando nos separamos y vi la firmeza en sus rasgos y la decisión ya tomada dicha incredulidad continuó, mezclada con cierta molestia por sus ambiciones. Al fin y al cabo, seguía siendo un humano por mucho que tuviera potencial y no era nadie para exigir nada a alguien que le rebasaba más de mil años de edad: sencillamente no era algo que pudiera cuestionarme ni exigirme, sino que tenía que ser algo, en caso de suceder, que yo quisiera hacer. Además, si le transformaba me quedaría sin sangre suya que beber y adiós a mi diversión con él, la mayor que había tenido en bastante tiempo desde mi llegada a París, así que simplemente apoyé las manos en las caderas, mirándole con cierta sorna que no podía ahorrarme.

– Lo que provoca es algo que no puedo describir con palabras porque ninguna se acerca a lo que es verdaderamente. Es un éxtasis, uno de los mayores que puedas llegar a imaginarte; es, también, una fusión con un alma diferente a la tuya en más sentidos que el meramente físico. Es algo que no puedes comprender porque no has sentido nada parecido salvo, quizá, el sexo...justo el momento cumbre, el del orgasmo: ese es semejante al de la ingesta en sensaciones, pero también es muchísimo menos duradero. No es algo sencillo de compartir, en realidad, porque para cada uno de nosotros es algo diferente. Depende mucho del subjetivismo con el que se mire. – comenté, como una breve explicación que siguió a mi mirada clavándose en la suya, con mayor seriedad en aquel momento porque no bromeaba en absoluto ni lo iba a hacer en aquel instante, a diferencia de lo que solía ser más normal en mí. – No voy a hacerlo, Nigel. No porque no muestres aptitudes ni porque no me apetezca o no esté en mis manos: sencillamente porque no estás preparado todavía. Mírate y contéstame con sinceridad, si puedes. ¿Eres algo, aparte de un niño sediento de ansias de poder? ¿Has pensado seriamente lo que es aceptar este regalo que puede que no te merezcas y decir adiós a la vida que conoces? Nada será igual, Nigel, absolutamente nada... No más días, no más sol, no más relacionarte con los mismos seres que antes, no más lazos humanos... No más humanidad, y no más vida tal y como la conoces. Dices mucho, pero no tienes ni idea de lo que es correr el riesgo de perderlo todo por un simple capricho del que puedas arrepentirte. Por eso no voy a hacerlo. – le dije, cruzándome finalmente de brazos y, después, adelantándome a su reacción y acercándome a él para morderle el labio inferior con fuerza, haciéndole una herida nueva de la que comencé a succionar la sangre con velocidad, sumando aquella debilidad que se iba apoderando de sus miembros al verse privado de su sustento a la que ya reinaba en su cuerpo antes.

La succión continuó hasta el momento en el que le dejé al borde de la inconsciencia y la debilidad, vivo pero no demasiado capaz de moverse sin descansar al menos un rato: la manera perfecta de asegurarme de que no se moviera de allí en un rato y no tratara de seguirme para conseguir algo que no iba a darle...aún. - ¿De verdad te interesa tanto, Nigel, arriesgar tu vida? Muy bien, perfecto... Conoce algo de mí, y de lo que soy. Averigua por tus contactos en los círculos más altos de la sociedad a qué me dedico y qué se piensa de mí; investiga sobre los vampiros para saber lo que somos... Decídete, prepárate, cultívate y despídete de todo lo que conoces, y entonces búscame, porque si has investigado sabrás dónde encontrarme. Ahí yo decidiré si estás o no preparado, pero como no lo estés no sobrevivirás a un próximo encuentro, ya que no puedes confiar en uno de nosotros...al menos, no en uno que te ha probado y que ha disfrutado de lo que ha podido saborear. Nos veremos, Nigel... A su debido tiempo. – le dije, mientras con rapidez fruto de la práctica iba poniéndome mi ropa de nuevo en su sitio. Con una reverencia burlesca, que confirmaba lo que acababa de decirle, me giré para alcanzarle su ropa para cuando pudiera valerse por sí mismo y salir de allí y, sigilosa como había entrado, me escabullí por la puerta de aquella sala para fundirme con las sombras de la noche una vez más en mi eterna vida, sabedora de que él volvería conmigo tarde o temprano y, conociéndole, sería más temprano que tarde.
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