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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Tulipe Enivrant Mar Feb 18, 2014 11:15 am


La primera lección
Amiens · 8 años · Campos y Sembradíos

No siempre la vida se tradujo en salir adelante marcando una diferencia en Paris, ciudad de calles sobrepobladas de enfermos pobres y unos pocos ricos afortunados transitando lo más lejos posible dentro de sus coches tironeados por más carentes de recursos en un poco mejores condiciones. En efecto, Tulipe no hubiera podido siquiera salir del indemne del puerto que la trajo a la capital si no hubiera aprendido antes unas cuantas lecciones de supervivencia propiciadas por la magnífica institución educacional de la vulnerabilidad, o mejor dicho, de la vida de la mujer pobre. ¿Qué significaba estar en la base de la pirámide, mirando hacia arriba esperando obtener migajas de quienes estaban en la cima? Incontables consecuencias. Hasta los detalles más simples implicaban un riesgo. No obstante, hasta los conteos infinitos medianamente desvanecidos por el pasar de los años comienzan con el número uno. La primera lección que Tulipe aún guarda en su memoria.

Hace poco menos de una década, la criada aún estaba lejos y la campesina ocupaba su lugar. En los campos de Amiens, en medio de la fragancia divina de hierbas aromáticas y frutos maduros al aire libre, madre e hija trabajaban lado a lado por llevar el pan a la mesa. Era día de cosecha, uno de muchos, pero aquel en especial era aún más pesado que el anterior. La pequeña Tulipe —o Éternel, como le gustaba llamarla su madre cuando estaba de buenas— conocía la razón y se culpaba por lo mismo. Ayer, la niña había tropezado mientras cargaba los racimos recién cortados, desparramándolos por el suelo fértil. Su madre, Lavande, tuvo que adelantarse al mayoral para castigar a su hija antes de que éste le diera un escarmiento peor. Así y todo no les salió gratis, para variar; les descontaron la paga de ese día y no comieron al anochecer. Tuvieron que conformarse con beber una infusión de hierbas para comenzar a laborar. Por supuesto que no tenían nada de energía, pero tenían que continuar o de lo contrario la sensación de vacío en sus estómagos terminaría por paralizarlas.

M-Madre, ¿puedo dirigirme a usted? —preguntaba tímidamente la mozuela mientras intentaba alcanzar el ritmo de su madre, pero Lavande apenas parpadeaba.

Estás gastando energía que no tienes en hablar. Cuando acabe el día tendremos tiempo para parlotear —sentenció sin voltear a ver a su retoño. Desde luego que no se trataba de que sintiese rabia hacia a su hija por lo ocurrido como ella imaginaba; lo cierto era Lavande que no soportaba la impotencia de ver ese cuerpo malnutrido y no tener suficiente para que ganase peso y sus mejillas se volvieran rosadas de salud.

A pesar del hambre y del cansancio, no había nada que quisiera más Tulipe que disculparse con su ascendiente, así que con determinación comenzó a mover esas piernecitas cortas y a disminuir la torpeza de sus manos para evitar incidentes. Así fue que en equipo —y evitando las miradas desconfiadas de los supervisores— ambas mujeres completaron su cuota de trabajo sin mayores complicaciones que las del ácido que quemaba sus abdómenes por dentro.

Estaba casi anocheciendo cuando las mujeres se disponían a guardar sus últimas recolecciones. El granero estaba casi desierto a excepción de ellas. Los otros trabajadores ya se encontraban en camino a sus hogares, agrupados en su mayoría para hacerle mejor frente a los forajidos ocultos entre los arbustos. Lavande había sido testigo del sobreesfuerzo de su chica, así que había calmado su velocidad para ponerse a la altura de ella aunque salieran más tarde. Así que le sonrió a Tulipe cuando la vio poner el último grano en su lugar. Esa noche dormirían sin el monstruo del hambre insidiando bajo su cama.

¿Comeremos hoy, mami? —preguntó la muchacha con ojos ilusionados. Su madre asintió en respuesta a tiempo que limpió el sudor de su frente con su antebrazo izquierdo. Sólo debían caminar unos cuantos kilómetros a casa y ya.

No sería así. Justo cuando las campesinas se disponían a salir, el vigilante entró al granero cerrando la puerta tras de sí. Tulipe sintió el fuerte apretón de su mamá en su mano; algo andaba mal, pero su inocencia le impedía identificar qué. ¿Qué podía andar nefasto, cuando el capataz sonreía tan cómodamente? No lo entendió, pero su madre sí, y más con la frase que le siguió a su entrada.

La cría o tú —sentenció prepotente. En su rostro estaba la determinación de quien no se iría con las manos vacías.

El temblor de Lavande se acrecentó. «¿Tendrá frío mami?» se preguntó la pequeña ingenuamente. Antes de que pudiera investigar mentalmente, la ex cortesana se hincó a la altura de su hija y le habló muy suave, pero a la vez estrictamente firme. Tenía que hacer lo que le dijera sin protestar.

Espérame afuera bajo el olmo. Te taparás los oídos, cerrarás los ojos y repasarás la historia que te leí la otra noche antes de dormir. Tienes que aprendértela de memoria y no hacer otra cosa hasta que yo te diga —susurró Lavande. Tulipe acató. El granero de su vista desapareció.

¿Cómo iba la historia? Al mismo tiempo que la moza recordó que el protagonista era un conejito llamado Carotte, fue el primer empujón del caporal hacia Lavande para recostarla bruscamente sobre la brizna. Cuando la pecosa halló el eje central del cuento, el corsé de su madre se partió en dos. Para cuando llegó a la parte en que el felpudo roedor se encontraba con sus amigos, la ropa ya no fue impedimento alguno para que el encargado se apoderara de la carne de la agricultora. Y al momento de dar acordarse de la gran aventura que emprenderían los animales de la pradera... Tulipe quebró en llanto. ¿Por qué lloraba, si la historia era tan hermosa?

Poco sabía la muchacha que no se sollozaba por razones, sino por emociones. Hasta que fuera mayor, no entendería los sacrificios de su madre para sacarla adelante, pero eso no le quitaba la angustia del pecho que repentinamente había saltado. Se daría cuenta, gracias a ese episodio, que no importaba cuán vigorosamente trabajara ni cuánto cuidara que su apariencia no revelara más de lo vital. Ni siquiera tenía injerencia rodearse de amigos para formar una amplia barrera de defensa. Era pobre y siempre estaría en peligro. Jamás se libraría de la mano del opresor. Debía procurar estar lista para que en cualquier momento el fuerte abusara del débil, personas como ella. Esa sería su primera lección.


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Mensaje por Tulipe Enivrant Lun Mayo 19, 2014 11:49 pm


El Poema de Lavande
Amiens · 6 años · El cuarto

El hombre no tuvo conciencia de estar desnudo hasta que comió del fruto prohibido. Desde ese entonces se ocultó. Tulipe no supo lo que significaba ser pobre hasta que alguien se lo hizo notar. En ese entonces tenía seis años. Fue testigo de cómo niñas de vestidos elegantes paseaban a caballo por los terrenos de sus padres. Las mozas de lazos en el cabello, al pasar, nunca tenían cuidado con ella. Su madre le decía que cuando pasaran bajara la cabeza y se hiciera a un lado del camino. Cuando su hija le pedía una explicación, Lavande sólo contestaba «Haz lo que te digo. Las respuestas vendrán solas». Y apenas Tulipe recibió su primer castigo por parte del capataz, la mujer la miró a sus ojos y pronunció con firmeza: «Ahora ya sabes»

¿Significaría que tendría que protegerse hasta de los suyos? ¿Que todos los demás eran enemigos? No se parecía al mundo que el Señor había querido edificar en la tierra, donde las personas pudiesen llevarse como una familia, hermanos de una misma sangre, pues todos habían sido tomados de Cristo. La pequeña reflexionaba al respecto todo el tiempo, sobretodo antes de dormir. Le costaba pegar los ojos, y más cuando su madre no lo hacía por terminar sus encargos como costurera a la luz de una vela más que sobreexplotada.

Lavande no quería transmitirle rencores a su nena, pero se le escapaban los pensamientos del cansancio. Lo que Tulipe preguntaba ella se sabía de memoria. Lo recordaba cada día al ver el cuartucho medio vacía en el que vivía a duras penas. La niña escuchaba su voz murmurar. Aquellas palabras parecían ser la única cura a su mal. Ahuyentaba el insomnio. Apaciguaba las dudas.

Ser pobre no es no tener lujos. Es poseer casi nada. Ni una miserable moneda. Hasta las paredes cuestan el alma —susurraba la costurera acabando de coser los bordes de un vestido. Sus ojos estaban fijos; estaba en el cuarto en cuerpo, pero no en mente ni mucho menos en alma— Esto es no tener nada. Es temerle a la noche sólo un poco más que al día. Es estar sola; los ricos te denigran y los tuyos compiten contigo por la comida. O te atropellan o la nada, el vacío. Como si nuestras manos no estuvieran lo suficientemente desnudas.

Con un alarido apagado por el dolor, Lavande soltó la prenda a medio terminar. Tonta de ella haber agarrado tan descuidadamente la aguja; se había lastimado. Eso, para una persona normal, implicaba cuidarse y tomar un descanso. Pero por cada minuto que descansaba, una migaja de pan era descontada de su mesa. Sólo era un dedo; Dios la había premiado con nueve más. Se envolvió la carne maltratada con unos cuantos centímetros de tela y continuó aún más ida que antes.

La pequeña Tulipe tuvo que contener un chillido ante el susto que le significó que su madre se lastimase. Quería ayudarla, besarla y decirle que todo estaría bien, pero algo en su interior, algo lejano a la razón, decía que nunca nada estaría bien. Sólo esperar un milagro se podía hacer. Las sábanas se volvieron su refugio.

Ser pobre es que tu sangre derramada tenga el mismo peso que el agua. Es volverse un producto; ni siquiera un fruto. Los frutos están vivos, pero tú eres una herramienta. Lo que sea o hayas creído ser no importa nada. —revisó con el tacto de sus manos la hechura. Era lo que se le había mandado hacer: un resultado. Por eso se le pagaba; no por matarse las manos confeccionando el trabajo— En ocasiones lo único que comeremos, alas de mi vida, es quienes somos. Entre escombros y cartones seremos de alta alcurnia. Cenaremos digno hasta no saber distinguir quién es el necesitado y quién el acaudalado. Nos tomaremos de la mano, miraremos al horizonte en busca de una esperanza para iniciar el día siguiente y nos preguntaremos por qué Dios ha obsequiado a tantos marginados la opulencia de la nada y le ha otorgado la pobreza a tan pocos nobles.

Se detuvo en seco la costurera. No pudo más. Contuvo su cabeza entre sus manos y suspiró pesado. Estabas las lágrimas asomadas, pero no las dejaría caer. En su cama dormía su única esperanza. No debía despertarla. Poco sabía que Tulipe jamás dormía mientras perdurara el sonido de su voz. Su madre podía rompérsele a pedazos allí mismo. Eran tan fuerte y tan frágil a la vez que le costaba determinar el momento oportuno para entregarse a los sueños. ¿Y si alguien terminaba de quebrantarla mientras ella descansaba? En ese estado podían derribarla con un soplido; lo sabían y no les interesaba. Sólo pasaban. Todos pasaban.

Finalmente, antes de que el cansancio terminara por vencerla, Tulipe lo entendió.

Ser pobre es como ahogarse; sólo que ves a todos los demás respirando.


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