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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Cordelia Holtz Jue Dic 17, 2015 11:18 am



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- Prúebalo, vamos. Te gustará.

Nunca unas palabras u ofrecimiento como aquel se habían propuesto tan lentamente acabar con la poca cordura de una mujer como lo era Cordelia, de apellido compartido Holtz, como las que acababa de proferir el hombre en cuestión que decía ser su acompañante de la noche.

¿Cómo llegó a darse tal situación? Una dama de clase alta fingiendo ser lo que no era, la meretriz de turno que, encantada, buscaba encantar a un hombre cuanto menos encantador. Pocos son los datos a desentrañar que no se puedan saber ya dado el historial complaciente de una servidora devota de su trabajo y del hombre que le proporcionaba éste. Sin más, la impostora favorita del cardenal acostumbraba a ingeniárselas cuando se trataba de cumplir un encargo y en una ocasión así, las facilidades se presentaban como caídas del cielo. Un hombre corpulento y que respiraba de la misma forma que reía u olía, cual cerdo. Un montón de dinero del que alardeaba delante de cualquiera, sin molestarse en conocer las intenciones de nadie y regalando su provechosa compañía a mujeres que precisamente no buscaban otra cosa que animales con pezuñas en lugar de manos, incapaces de sujetar tantos billetes como poseían y dejando caer éstos para encargarse de recogerlos a lo largo de la noche.
Holtz no era menos, y comprendiendo perfectamente la clase de mujer que suele gustar –aquella que rie las mayores estupideces y vive del halago al prójimo y las miradas seductoras-, se presentó ante el hombre en cuestión bajo el sobrenombre Missy –diminutivo de Mistress- para, a continuación, colmar de cuidados a aquel caballero de talla grande y costosa armadura. El alcohol, las risas, el ambiente y el embrujo de unos labios sugiriendo la extinción de todo el género masculino no fueron suficiente para paliar la sed de aquel siervo de la abundancia y su siguiente objetivo pasaba por llenar sus pulmones del tan codiciado veneno negro –apodado de tal manera en occidente-, u opio.

- Prúebalo, vamos. Te gustará.

Como el alcohol, el opio se había convertido en el elixir de moda y las consecuencias de un prolongado uso de esta droga todavía no aterrorizaban a nadie. Los únicos que vivían de las consecuencias del opio eran los pertenecientes a la clase menos adinerada, capaz de vender lo que hiciera falta privando a sus familias de sustento con tal de poder adquirir su querido veneno negro. Esto, a un hombre de alta cuna en absoluto le afectaba – o al menos así lo veían ellos-, pues su dinero, con razón, nunca escaseaba y no comprendían que, en verdad, la droga ya se había adueñado de sus vidas.
Pros y contras eran palpables, tanto como lo sería la desconfianza de su víctima ante una negación –cosa que parecía hacían muchas de las acompañantes afincadas en el local-, por lo que la cazadora se resolvió a probar lo que se le ofrecía, pensando que unas pocas caladas no podían hacerle nada.

Cuan equivocada estaba.


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Mensaje por Adham al-Kahtib Jue Dic 17, 2015 1:54 pm





El aroma que inundaba la estancia le transportaba a tiempos ya extintos, a lugares que han perecido bajo la caída de muros que parecían infranqueables, y de aquellos déspotas emperadores dispuestos a ver como el principio de la Historia acabaría con cualquiera de las civilizaciones que, tiempo atrás, habían comenzado a germinar en su seno -para cuando los vástagos son más fuertes que los padres; devorándolos y adentrándose de nuevo en sus entrañas, desgarrando todo lo que les dio la vida en tiempos remotos Un Saturno confiado, devorado por sus hijos cuando las leyendas cambian de ser-.

Una capa grisácea inundaba el cielo de aquel jardín oculto entre paredes. Las figuras difusas podían ser lo que cualquiera deseara -con tan solo emplear la imaginación, la cual volaba sin remedio gracias a las fuentes de éxtasis y abandono que se otorgaban a cambio de oro y tiempo; esto último irrecuperable-. Se podía apreciar el sonido de las pequeñas cascadas creadas a partir de las fuentes perfumadas con jengibre y alcanfor. Ríos de vino, miel y leche, para los que son merecidos de tales manjares. Las huríes contoneándose a través de unas danzas misteriosamente inocentes. La felicidad. Elevación. La unión entre Alá y sus súbditos.

Adham sonreía mientras palpaba las paredes doradas y lo que parecían ser perlas decorando los rincones más recónditos del lugar. Alguien como él podía apreciar la verdad oculta tras aquel paraíso figurado. Yanna, el paraíso islámico para aquellos dignos de su ascensión. Cubierto de oro, con manjares insospechados en lo terrenal, con las huríes -vírgenes eternamente jóvenes y bellas-, y las ocho puertas dándonos la bienvenida. Ellos, envueltos en el humo del opio y las sensaciones que éste provocaba, soñaban con sus particulares nirvanas. Adham, un infiel que intentaba recrear lo que ya se les negaría tras su muerte, por tan solo poner un pie en aquel lugar pecaminoso. El oro no existía, y era tan solo una pintura con reflejos dorados. Las perlas eran mala bisutería que trataba de engañar a los más ingenuos, las delicias que ciegan nuestros sentidos y provocan que nuestras bocas se inunden, son solo servidas a los que lo merecen gracias a sus fortunas. Las vírgenes son meras putas, tan usadas que se han olvidado hasta de sus propios deseos.

Y él, enriqueciéndose a costa de los anhelos inalcanzables. Él, cubriendo su propio cuerpo con ropajes de un oro falso para brillar como si se tratara del emperador de aquel rincón perdido en París. Un rincón que conocía a la perfección. Y una de las vírgenes figuradas que se disponía sobre uno de los divanes, no pertenecía a su harén particular. Ni al suyo, ni al de ninguno de los presentes. Una impostara. Una infiltrada en aquel paraíso que con tanto ahínco procuraba crear.


-Disculpe -murmuró con un marcado acento turco. En los cinco años que llevaba en tierra gala, no se había molestado en mejorarlo-. ¿Puedo robarles esta maravilla? -y sin mediar ninguna palabra más, tomó a aquella mujer de nívea piel y cabellos azabache. Tomó uno de sus brazos y la arrastró hacia uno de los rincones donde el humo les protegía de miradas inquisidoras. Demasiado perfecta, demasiado segura en sí misma. Cuidada, sana. Su aroma no desprendía asco y repugnancia, sino que parecía ser un baño de rosas en el que reposar hasta desaparecer. No, aquella mujer no pertenecía a aquel infierno, el cual Adham deseaba transformar con tanto vehemencia-. ¿Quién eres, y qué haces aquí?

Tono amenazante, por supuesto. Ante cualquier sospecha, el turco actuaba. Demasiadas amenazas. Demasiado miedo.


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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Dic 18, 2015 2:52 pm


Parecía absurdo, pero el tomarse unos pocos segundos más a la hora de levantarse, despedirse, andar medianamente digna –teniendo en cuenta que, al fin y al cabo iba sujeta como si fuera prácticamente una presa- y, sobre todo, el desfile pausado hasta la zona más alejada y oculta del lugar, era tiempo de sobra para suponer quién era aquel hombre, pensar que podría querer de ella y más aún, las complacientes palabras que pretendían librar a la cazadora del yugo ajeno. Aunque pretender y conseguir son dos verbos que nada tienen que ver.

- ¿Usted cree que esos son modales para tratar a una dama? –preguntó violenta pero divertida en adelante, deshaciéndose del brazo de aquel hombre y buscando su empatía con este segundo comportamiento- ¿No ve que vengo con el caballero que me acompaña? ¿O acaso me estaba confundiendo con alguna de estas meretrices? –ciertamente no carecía de ropajes. No, no eran los que solía llevar, faldones, pomposos vestidos, sino algo que dejaba mucho menos la imaginación. Sin embargo, nada alejado de lo que podría llevar cualquier mujer algo ligera de cascos. Lo suficientemente ambiguo como para que su excusa no fuera tan sospechosa y, además, un hombre tan embriagado por el ambiente ahumado del local y los elixires subidos de grados como lo estaba el caballero al que acompañaba Cordelia, en absoluto podía llegar a sospechar que la irlandesa no pertenecía al harén de al-Kahtib. Al fin y al cabo, la calidad no sólo se mide por la cantidad sino por la variedad-. Porque de ser así no me quedaría más remedio que ofenderme ante su insinuación, caballero- musitó intentando captar cada detalle del atuendo de aquel hombre. Peculiar, cuanto menos. Desde luego, no era de allí y su acento era algo que también lo corroboraba a gritos-.

A lo lejos, Cordelia observó como su presa parecía haberse esfumado. Frustrada por el tiempo perdido y el esfuerzo invertido en vano, decidió que la noche no tenía porque acabar en aquel instante.

- A no ser que fuera tan amable de invitarme a una copa. En ese caso, quizás valoraría la opción de perdonarle, aunque tenga todas las de perder. Y más cuando mi pareja de baile ha decidido abandonar el local sin contar siquiera conmigo. ¿Qué menos que compensarme?


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Mensaje por Adham al-Kahtib Vie Ene 15, 2016 2:01 pm



Aquellos oscuros ojos, a juego con la melena azabache, le traían viejos recuerdos de una tierra abandonada. Las mujeres que paseaban por la tierra prometida, deleitando a todos aquellos bienaventurados. La imagen de la mujer recreaba en el árabe los recuerdos que había decidido enterrar en lo más recóndito de su memoria. Un engaño, nada menos. Su nívea piel recreaba en ella un contraste único, lo que provocó en él una leve sonrisa. No, ella no era como las damas que pululaban por aquel lugar de pecado y perdición, por aquel Edén particular. Ella no era una de sus vírgenes. Su habla, sus gestos, eran los propios de una cría acunada entre sábanas de seda y aromas reservados a unos pocos - ¿cómo podía saberlo con tan solo posar su mirada sobre ella? Porque él provenía del mismo lugar, aunque un mar les hubiera separado en los primeros años. Ni él mismo puede abandonar las costumbres inculcadas en su temprana niñez-.

-Le trato como usted debería ser tratada, al llevar tan buen disfraz -murmuró, apoyando su cuerpo sobre la pared. Sus brazos, cruzados. Defensa, ante todo. Mas una juguetona sonrisa hacía acto de presencia en su rostro-. No dudo que su acompañante sea un caballero… Pero por favor, no me trate como tal. Hace tiempo que perdí ese derecho. Y parece que usted también, ¿verdad? -aquello era una insinuación, quizá, demasiado precipitada. La mirada del hombre recorrió cada rincón visible de la damisela, sin disimulo alguno. Sus ropajes, aunque no tan ligeros como los que llevaban las muchachas pertenecientes a su harén, dejaban poco a la imaginación. Mientras tanto, la sombra del hombre que acompañaba a la irlandesa desapareció entre la oscuridad del lugar. El propio Adham sabía a donde éste se dirigía; la tranquilidad de las habitaciones privadas, las cuales disponía a los mejores clientes de todo París-. Mujer, esto no es una simple taberna. Aquí no invitamos a ninguna copa, ni siquiera a alguien deslumbrante como su persona… -rió por lo bajo, tomando de la cintura a su acompañante, para así arrastrarla hacia lo más hondo de la sala-. Disponemos de algo muchísimo mejor… Es su primer encuentro en este fumadero, ¿cierto? Aquí las cosas son diferentes a cualquier otro lugar -el humo del opio les cubría sobre sus cabezas-. Ensoñaciones entre los presentes. Suspiros, algún gemido de un placer distinto al que se consigue en las alcobas, ¿los oye? No, este lugar no es como los burdeles habituales -el brazo del hombre seguía firme sobre su cintura. A su paso, la gente desaparecía. O ellos así lo creían-. Aquí, la delicia aparece cuando las pesadillas deciden desaparecer durante un pequeño lapso de tiempo. Aquí, la lujuria cobra un nuevo significado. Aquí, donde la verdadera soledad huye en cuanto nuestro propio cuerpo se alza ante el cielo en el cual creemos o imaginamos, en una unión divina hacia lo que no llegaremos a comprender jamás.

Un discurso, una mentira. ¿La realidad? Perdición. Caos. Nadie salía realmente vivo de aquella prisión. El cielo, desde luego, no tenía cabida en lo que parecía ser más cercano al limbo -nadie había, nada sucedía-. Y él, Adham, un arcángel que conocía los riegos de jugar con lo prohibido, ofreciéndole a la inocente Cordelia una pipa dorada con la que evadirse.


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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Ene 29, 2016 10:26 am


- No se puede perder lo que nunca se ha llegado a poseer y dada mi condición de mujer, no acostumbro a ostentar el título de caballero. Como bien debería comprender sin que siquiera yo deba explicárselo.

Difícil es el poder culpar a la cazadora de encontrarse bajo la posición defensiva de aquel que siente la fría daga de ataque ajeno, pues todos sin excepción nos encontramos numerosas veces en condición similar, queramos o no, seamos conscientes o ignorantes de ello.

- Si mis intereses se decantaran por mujeres faltas de tanta ropa como dignidad, entonces en lugar de alcohol, le hubiera pedido un baile. Aunque no de sus bailarinas, que para nada son de mi gusto –advirtió devolviéndole la mirada con que había repasado su ser-.

Sintió al momento el tacto de su acompañante. Nerviosa e inconscientemente rígida, se fingía suelta y despreocupada mientras esperaba conseguir una resolución adecuada al conflicto con el turco.

Resultaba imposible no admirar el panorama para intentar ilustrar lo que al-Kahtib describía orgulloso a la cazadora. Aquel pecaminoso Jardín del Edén que había conseguido sin más ayuda que la de unos canes diamantinos dispuestas a dejar su cuerpo en manos del mejor postor y deleitar con la suavidad y eficacia que suelen presentar las caderas femeninas a cualquiera que deseara un baile. Al mismo tiempo, el opio. Otro de los cotizados intereses que atraía tanto a hombres de negocios como a muchedumbre de tan baja calaña que no merecen ni nombre con el que dirigirse a cada quien.

En su obligado paseo, comprendió a lo que éste se refería al describirle tal lugar. El tumulto era tal que mutó en un silencio roto únicamente por la explicación de su acompañante. Gemidos que erizaban su piel, humo filtrándose por sus orificios nasales… el embrujo de una noche y de un lugar que incitaba a abandonar la pesadez de un cuerpo mundano y pretendía elevarnos por encima de cualquier iglesia, de cualquier problema, convirtiendo éstos en mero sueño. Un sueño tan soñado que no le quedaría más remedio que tornarse en pesadilla. Tarde o temprano.

Sin embargo, y aunque su reputación dijera lo contrario, Cordelia Holtz no tenía intención de confiar en los discursos demasiado ensayados de nadie y sus hermosas piernas tomaron la decisión de detenerse.

- Demuéstreme entonces que las palabras que de su boca salen son algo más que una cantinela con la que engatusar mi pensamiento.

Fue entonces que, por primera vez en la historia, Adham decidió alcanzar la roja manzana del árbol prohibido y ofrecérsela a Eva sin importar lo que ello conllevara para aquella costilla de su propio costillar. Inocente, la mujer mordió el fruto, así como Cordelia el anzuelo de aquellas ensoñaciones que pretendía venderle su nuevo amigo. El humo recorrió sus pulmones y sus pestañas se prestaban a cegar a la cazadora con cada bocanada. Ésta no acostumbraba a fumar, cosa que su marido sí, motivo por el que hacer desfilar humo por sus fosas nasales o esófago no era nada del otro mundo. Lo que la mujer desconocía eran los efectos de esta droga, que sí parecían ser algo de otro mundo.

- Me aseguras que yaceré en la Tierra Prometida y me ofreces una humeante Nínive. ¿Es acaso lo mejor de que dispones o piensas que por ser una mujer de cuna aventajada puedes darme cualquier cosa? ¿Qué la aplaudiré y a ti también? ¿Sabes lo único que considero oportuno aplaudir ahora mismo? La impertinencia que has tenido al mantener tu mano en mi cintura durante el tiempo que duró tu discurso carente de significado una vez probado esto. Al menos mi piel ardía más de lo que lo hacen mis pulmones ahora mismo. ¿Has pensado en comercializarlo? Tu tacto. No te niego la posibilidad de que ganarías ventajosos beneficios en comparación a esto que llamas opio y que muchos denominan graciosamente veneno.

La irlandesa se dejó caer en un confortable sofá que ante ellos parecía rogar por algo de compañía. Su mano no abandonó en ningún momento la pipa, así como su boca el tomarla entre sus labios. La mirada de Cordelia tampoco parecía abandonar al turco, buscando que éste tampoco la abandonara a ella y, al mismo tiempo, que la hiciera abandonarse a si misma.


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Mensaje por Adham al-Kahtib Jue Feb 18, 2016 12:03 pm



Sin embargo, y para desgracia de la irlandesa, los intereses del turco estaban bien alejados de lo que ella representaba. No erraba en sus palabras al asegurar que era vista como una mujer de alta cuna. Sin embargo, para el otomano, esto no era ni muchísimo menos una desventaja a la hora de tratar con él. ¿De dónde procedía su propia persona? Estaba seguro de que los lujos vividos en sus lejanas tierras, no tenían comparación a los que aquella mujer había conocido a lo largo de su vida. ¿Cual era, pues, su interés? El vender. Lograr que una tonta cayera en los brazos del abandono para que sus bolsillos se vaciaran cada vez más, para que las monedas fueran cuidadosamente depositadas en las manos de Adham; actos invisibles envueltos en la humareda del falaz paraíso.

Mas debía reconocer que le agradaba ver a una dama semejante. Por su acento deducía que sería de Gran Bretaña -aunque no a ciencia cierta de qué región-, y desde que había pisado suelo francés, lejos habían quedado las maravillosas mujeres de su patria. Ojos negros donde te perdías sin saber siquiera como regresar, cabellos semi-revueltos y azabache, los cuales se camuflaban entre la noche; la Noche del Destino, donde imploraban plegarias en pos de la salvación y la piedad. Empero, Dios no tenía cabida en aquellos gritos silenciosos. Ellas, las únicas bien recibidas hasta que el sol decidiera hacer acto de presencia.

Lo hemos revelado en la Noche del Destino.
Y, ¿cómo sabrás que es la Noche del Destino?
La Noche del Destino vale más que mil meses.
Los ángeles y el Espíritu descienden de ella, con permiso de su Señor, para fijarlo todo.
¡Es una noche de paz, hasta rayar el alba!


Era consciente de que él mismo debía andarse con ojo. Le parecía extraño que una desconocida se dejara tentar por otro desconocido. En aquellos turbulentos tiempos la confianza era escasa. Y lo decía también ligado a sus propios miedos -¿qué peor tentación que la mujer misma?-. Tumbado en el sofá, sin embargo, solo podía contemplar como la británica se dejaba caer en el pecado más mundano y patético, ése del que hablan los fracasados, quiénes deciden huir de un mundo que no les comprende, o del que ellos no comprenden -a saber-.

Tardó en contestar a las palabras que hacía unos largos minutos, ella había pronunciado. Por fortuna, no había abandonado su mirada de la ajena, y se congratulaba de que así fuera respecto a la mujer. Carraspeó, molesto en parte por el ambiente del lugar -años allí trabajando, y nunca había dado una sola calada. No era quién a acostumbrarse-.


-¿Veneno? El veneno solo trae dolor y muerte. Lo que usted tiene entre sus manos, mujer, es un manjar divino que nos ha sido otorgado a los mortales. No se puede comer ni beber, mas inunda nuestro ser, llegando a rincones de éste que desconocíamos hasta el mismo instante en el cual su efecto empieza a ser etéreo pero notorio -echó un rápido vistazo a sus manos. Viejas, estropeadas, repletas de manchas y cicatrices; señal de las horas que había pasado bajo el asfixiante sol del desierto blandiendo sus armas en una guerra que no le pertenecía, de la que nadie saldría victorioso-. Jamás he pensado en vender mi tacto, pero al entrar por esa puerta -señaló con la cabeza la entrada al lugar, no sin apartar la mirada de la irlandesa- ya estoy siendo vendido por mí mismo. Mi compañía, mi parloteo, mis halagos repletos de mentiras a los clientes. ¿Acaso no estoy vendiendo mi tiempo? ¿Hay algo más valioso que ello? Además -rió por lo bajo, acomodándose todavía más en aquel sofá, atreviéndose a tomar la pipa de la mujer, rozando sutilmente la nívea piel de ésta. Un gesto sutil, pero pensado-, ¿no ve a estos hombres? Bellas mujeres a su alrededor, y prefieren este veneno del que usted habla, a la compañía de ellas. La petite mort que dicen aquí, dura apenas unos segundos en comparación a la verdadera muerte que otorga esto-alzó la pipa, dejando que aparecieran en ella destellos dorados debido a su acabado en oro. Posteriormente, se la devolvió a la británica.

Adham permanecía quieto allí, como si el lugar fuera su auténtico hogar, como si realmente aquel fuera su refugio particular.


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Mensaje por Cordelia Holtz Dom Feb 21, 2016 1:26 pm



La forma de hablar de aquel hombre, en armonía con el lugar y aquello que pretendía vender: su particular paraíso. Un paraíso en el que desvanecerse y tocar el cielo con la punta de los dedos. Desgraciadamente, la parte que no se contaba era aquella en la que las nubes de aquel cielo no estaban hechas más que de gas tóxico y la ensoñación de cada una de las personas que acostumbraban a frecuentar el lugar, partían del mordisco de una serpiente cargada de la ponzoña del veneno más letal: el que no nos permite mantener los pies en la tierra y consume lo que alguna vez fuimos en pos de la nada.

Curioso resultaba el árabe, siendo dueño de un lugar de encuentro de tan baja calaña, pero platicando tan codiciosas expresiones en una conversación cuanto menos espontánea y carente de valor. Un discurso que seguramente ya sabría al dedillo, así como la cantidad de mujeres a las que consideró soltárselo en algún momento. Cordelia, en este caso.

Los labios de la irlandesa continuaban haciendo migas con la boquilla de aquel artefacto y el humo cada vez entraba y salía con mayor facilidad. Algo imperceptible para ésta, pero evidente para alguien como Adham, maestro en el arte del abandono ajeno.

- Ha sido usted el que me ha sacado a regañadientes de mi propia ensoñación para dedicarme su tiempo, algo que yo en ningún momento le he pedido. Si quiere dejar de perderlo, sólo abandone este sofá. ¿Acaso tiene algo mejor que hacer? ¿Más ingenuos a los que vender penetrantes miradas y un laberinto de palabras con intención de que si no se pierden en una, se pierdan en otra?

Imposible no hacer referencia a la compostura que exhibía el hombre aún rodeado de tantas tentaciones a las que otros no dudarían en sucumbir.

- Es curioso que mencione las preferencias de estos caballeros, y que usted mismo parezca detractor de la materia tan sólo con su mirada o ese simple carraspeo inocente que esconde algo más de lo que pueda parecer. ¿Me equivoco? Si no me equivoco, ¿usted es de esos que atesoran más la compañía femenina en ese caso? ¿Entonces qué más busca? Si está aquí, disfrutando del tiempo de una mujer a la que no le sobra y que no requiere de pagos a cambio.

Su mirada amenazaba a la del otomano y, en adelante, su cuerpo -aposentado a una menor distancia- y brazo también. Acercando éste al hombre mientras empuñaba la espada que daría muerte a cualquiera que recibiera el profundo abrazo de ésta: el veneno de aquel cachivache que parecía comenzaban a compartir.

- Su turno.


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Mensaje por Adham al-Kahtib Mar Mar 08, 2016 2:54 pm



Le sorprendía la facilidad de aquellos hombres y mujeres a la hora de ser engañados. Costumbres tan alejadas de las suyas, tan extrañas y complejas, que llamaban la atención lo suficiente para acabar consumidos por lo exótico y diferente. Aquel veneno, futuro fin de tantos hombres y jóvenes prometedores en una Europa moribunda y perdedora. El futuro del mal, el enemigo sin sombra tan difícil de vencer cuando los propios hombres se posicionaban a su lado -ya fuera por pura codicia, o por abandono de la mortecina tierra-.

Y ellas, las verdaderas perdedoras. El sexo débil, según la mirada de aquel poderoso Occidente. Y mientras ella se perdía en el aroma a pecado que asolaba el lugar, el árabe hacía lo propio en los oscuros ojos de la mujer, recordando aquellas damiselas de cabello tan oscuro como las noches inciertas en el desierto. Un soplo de recuerdos, su propia dejadez hacia un lugar ya no existente, solo posible en sus ensoñaciones.


-¿Algo mejor qué hacer? -sonrió, como solía hacer. Desenfadado, despreocupado. Mostrando una confianza nada propia en un hombre de su tiempo-. Ahora mismo, lo más interesante que se me ofrece es observarla. Intentar sonsacarle el porqué de su presencia en mi pequeño Edén al cual, vosotros los cristianos, ansiáis ascender -las prostitutas que bailaban contorneando sus redondeados cuerpos en el centro del lugar, se acercaron a un grupo de hombres recién llegados al burdel que hacía también de fumadero. Adham, mientras tanto, las miraba de reojo; no con deseo, ni mucho menos, sino con cautelosa vigilancia-. Pueden trabajar sin problemas aunque yo me dedique durante unos instantes a otros quehaceres. Además, a lo que hacía referencia... Una mujer de buena cuna, solo hay que percatarse de sus inmaculados dientes y de su nívea piel, ¿qué hace actuando como una fulana? No creo encontrar, ahora mismo, nada más interesante.

Los hombres parecieron encantados con el recibimiento, y no tardaron en desaparecer en las habitaciones privadas dispuestas en el local. Una de las meretrices le guiñó un ojo al que era su benefactor, y éste no dudó en devolverle el gesto.

-¿Acaso es de esas mujeres que se creen irresistibles? Esas mujeres que creen ser el fruto divino, y la auténtica tentación del hombre... -soltó una sonora carcajada, chasqueando los dedos a las camareras que servían en la barra. Éstas asintieron, no tardando en llegar a aquel sofá y depositando sobre la mesita dispuesta delante de ellos, dos vasos con ruki en su interior. Una bebida alcohólica típica turca, a base de frutas variadas. De color semejante al de la leche, disuelto en agua para rebajar su sabor. El árabe sonrió a la camarera que les había servido, y ésta hizo una reverencia antes de irse-. No, hay algo por encima de vosotras. Siempre lo hay. ¿Acaso Helena de Troya no fue más que una excusa para así atacar la ciudad por parte de Menelao, y su avispado hermano Agamenón? La leyenda dirá que Paris sucumbió a su belleza, como tantos otros, y esa fue la causa de la guerra... cuando la realidad es bien distinta. Codicia, poder. Ambición. No hay nada más poderoso que eso -y el bien sabía sobre ese tema, recordando de pronto los motivos de su huida del Imperio Otomano-, y para aquellos incapaces de soñar siquiera con ese mencionado poder... tienen lo que usted me está ofreciendo -negó con la cabeza, percatándose del roce de ambos cuerpos. Como hombre educado que era, no quería menospreciar ese gesto de acercamiento, y no se movió de su sitio-. No, gracias. Tengo otras formas de liberarme, como por ejemplo, ésta -acabó mencionando, acercando uno de los vasos a la mujer, y tomando otro para él-. Ruki, la bebida que solía tomar siempre que podía en Turquía. Alcohol de frutas, de sabor agridulce, pero el cual deja una agradable sensación de calor tras el primer trago... ¿un brindis? -finalizó, alzando su propio vaso, esperando la respuesta de la falsa ramera.


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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Abr 01, 2016 2:51 pm



Abrió los ojos, suspiró y, como nada, los volvió a cerrar. La amenaza de lo desconocido infundió en sus párpados la ligereza necesaria y en su respiración la alerta de unos latidos cada vez más vigorosos que impulsaban abruptamente la recogida y expulsión del aire necesario para encajar aquella situación.
Tumbada sobre lecho desconocido, provista todavía de las últimas ropas que recordaba haber lucido, sus ojos buscaban viajar por el lugar, pero su cabeza se lo impedía. El aturdimiento no parecía ser sólo parte del desconcierto. Parecía causado. Causado por la ingeniudad de la irlandesa y el oportunismo laborioso del turco.

Un frente que, desde luego, amenazaba tormenta. Tormenta prácticamente inapreciable, iniciada en unas pocas gotas. Sin embargo, no de agua, sino de ruki.


Horas antes


- ¿Por qué pasar el rato en un sofá como este e intentar sonsacar a una mujer, a la cual no ha visto en toda su vida, algo de información, es para usted un divertimento pero el dedicar mi vida a entremezclarme con diferentes gentes, en un sinfín de pieles, tiene que ser algo bien diferente al ocio en mi caso? Por su forma de hablar intuyo que no es de aquí. ¿Alguna vez ha escuchado la expresión: la curiosidad mató al gato? ¿Hay gatos en su país? –preguntó divertida- Disculpe mi ignorancia, pero mis disfraces todavía no me han llevado tan al este. Como mucho he cruzado algún que otro océano.

El conocimiento es poder. La información, valiosa en exceso, era algo tan codiciado por Cordelia que recelaba de ella a cada paso que daba. Proporcionaba la necesaria, pero únicamente cuando ello seguía ajustándose a sus intereses. Cansada ya de inventar tantas vidas, historias y mentiras que le era prácticamente imposible recordar ninguna. Nadie, en este caso al-Kahtib, necesitaba saber ninguna realidad. Sólo buscaban saciar caprichos. Trampas momentáneas creadas por la mente. Poco importaba si la información recibida era falsa o cierta. Lo único que importaba era rellenar aquel hueco.

- Aunque no se lo crea, lucho por dejar de sentirme así. Lamentablemente suelo toparme con hombres que se molestan por mantenerme fantaseando con una corona que los reine a todos -el resto de aquel espontáneo juego consiguió la sonrisa de la mujer-. Cuan equivocado está si al verme es el nombre de Helena el que ronda su cabeza –negaba de un lado al otro, mientras sonreía-. Mi sitio no es Troya. Nací de los violentos rayos de Helios y la fecundidad del océano. Mi procedencia no es otra que la isla de Eea, y no brillo por mi hermosura como le sucede a la espartana, sino por los tesoros de los marineros que perecen a mis pies cuando se atreven a injuriarme de cualquier manera. No soy fecunda en belleza. No más que cualquiera de las mujeres que bailan para usted. Soy fecunda en ardides y mis palabras están cargadas de un poder que espero haberle advertido con la primera de mis miradas.

Penosa era la forma en que buscaba similitud con Circe, la hechicera, demostrando trágicamente el día a día de una Penélope que nunca ha dejado de esperar a su Odiseo.
Pamplinas, injurias… nada más que una mentirosa. La única verdad absoluta en la cazadora.


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Mensaje por Adham al-Kahtib Dom Abr 03, 2016 3:51 pm



El sol era totalmente diferente en su nacimiento al que recordaba en tierras lejanas. Aquí, las nubes solían encubrir su auténtico resplendor, ocultando la alegría del amanecer a todos aquellos valientes dispuestos a abandonar sus alcobas, en pos de recibir el nuevo día con los brazos abiertos. Mas, para el árabe, el abrazo que el cielo le procuraba dar jamás le otorgaba el sosiego que anhelaba. Falsedad, en el aire que respiraba -suciedad, humo, tinieblas y demacración. Adiós a los rayos golpeando los dorados tejados, rebotando en las coloridas vestimentas de los turcos y resplandeciendo en las tostadas pieles, bañándose bajo el Diyáa, la conocida luz radiante entre sus coterráneos-. No, en suelo galo reinaba un falaz colorido entre los que bailaban con pelucas repletas de ignorancia bajo las simuladas estrellas en sus palacios; eluyendo las tinieblas que se cernían sobre los más humildes. Echaba de menos, sobre todo, el olor. El olor a la deliciosa comida turca, penetrando de lleno en su cuerpo en cuanto abría la ventana. En París, solo entraba el hedor de sus habitantes.

Por suerte, había diversas formas de eludir aquel lugar tan sinsentido para él. En el burdel que a la vez hacía de fumadero -o el fumadero que hacía de burdel, según a preferencia de cada uno-, había creado su refugio particular. Una parte de su querida Estambul había viajado a través del espacio para situarse en la capital del -supuesto- amor. La decoración, las ropas de sus camareros y meretrices, los perfumes traídos desde oriente medio y, lo mejor de todo, un pequeño baño. Una sauna con una inmensa bañera, y el vapor saliendo de ésta a la vez que los suspiros del musulmán. Ya era la hora. La mujer desconocida debería despertarse en pocos minutos, sino lo había hecho ya.

No tardó en salir de aquella ensoñación, y cogió uno de los batines bordados con hilo de oro, dibujando sobre él diversas figuras geométricas, destacando aún más si cabe el color de su piel. Cuando salió del baño, aún se podía apreciar las gotitas de agua y sudor entremezclándose mientras competían en veloces carreras sobre su cuerpo. Su pecho se podía entrever en cada movimiento, y el olor a aceite de Argán, directamente traído desde Argelia para su exclusivo disfrute, se adentraba si podía a través de los cinco sentidos. No pudo evitar soltar una ligera risotada en cuanto vio a la británica aturdida sobre su lecho.


-¿Cansada? Anoche te pasaste con el ruki... Supongo que produce ese efecto en aquellos no acostumbrados... -carraspeó. No se le daba bien mentir, jamás había sido un buen artista en este tema-. No sé si querrás cambiar tus ropajes de... consorte por interés, pero sobre las sábanas te he dejado un camisón -éste, al igual que todo lo que les rodeaba, parecía emitir destellos propios-. Cabe añadir que he estado velando por tu buen sueño durante varias horas... Espero que algo así no te incomode. Es mi deber como benefactor de sustancias prohibidas, ¿no crees?

Adham se dejó caer sobre uno de los sofás dispuestos, y chasqueó los dedos. Al poco uno de sus incansables jornaleros apareció con una bandeja y dos cafés sobre ella. El árabe le indicó que lo dejara sobre la cama, y así hizo. Antes de desaparecer tras el arco que daba la bienvenida a la habitación, hizo una exagerada reverencia. Adham no apartaba la mirada de aquella intrusa. Porque en eso se había convertido en cuanto se atrevió a pavonearse ante sus clientes, bajo el disfraz de una ramera.

-Para mostrarte mi buen hacer, te dejo a ti escoger -murmuró, refriéndose a la bebida-. ¿Confiarás de esa forma en mí? Por cierto, por si lo has pensado durante este tiempo... -señaló a la salida, no sin antes guiñarle un ojo-. No hay escapatoria posible.

Dicho esto, se recostó todavía más en el susodicho sofá. Echó su cabello hacia atrás, y la sonrisa de autosuficiencia permanecía inalterable -¿durante cuánto tiempo?- sobre su rostro fanfarrón.


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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Abr 05, 2016 6:13 pm



Ventanas bañadas en cenefas buscando morderse la cola. La luz del exterior, en constante lucha con unas cortinas que sangraban asumiendo su derrota. Tal era la sangre, que recubría las sábanas de la cama en que Cordelia despertó. Pasión. El embrujo inconsciente de un color, apelando al sentimiento, a la emoción, al deseo. El resto de la sala, aunque no desierta, presumía de vacuidad. Y, aún con todo, lo más desconcertante de aquel reino particular y peculiar era su olor. Aromas ocultos de aquel París ciego que sólo parecían poder disfrutarse bajo el manto escarlata de un Edén envuelto en sábanas de algodón.

- ¿Quién me ha secuestrado ahora? –preguntó la mujer, acostumbrada a situaciones tales, donde mareos y dolores en las sienes parecían la marca de la casa cuando se trataba de drogas que buscaban la pérdida de consciencia con su utilización.

El movimiento se hacía patente tras las gruesas cortinas que adornaban el lugar y la cazadora contemplaba intrigada por saber quien sería el afortunado que mordería el polvo aquella mañana. Mas la única que consiguió morder algo fue ella. Se trataba de su labio inferior y ello procuró que sus palabras se precipitaran garganta abajo. Éstas, junto con su disimulo, perecieron al mismo tiempo cuando el cuerpo del otomano amenazó en la lejanía con conquistar no sólo la sala entera, sino la atención de la mujer. Era imposible que las gotas de agua que todavía le bañaban buscaran huír. La irlandesa conocía la verdad. La intuyó al instante. Buscaban lo mismo que cualquier mujer podría buscar con hombre semejante: la unión de los cuerpos.

- Me han sedado tantas veces que puedo decirte el color, la cantidad, olor y precio de lo que echaste anoche en ese riku. ¿Me ves preocupada? Sólo dime una cosa. ¿Compartimos algo más que la pipa? A lo mejor después me confundí y cogí la pipa que no era –declaró traviesa- Llámame loca, pero no lo recuerdo. Ni tampoco cómo he llegado hasta aquí.

Con un ojo, oteó los ropajes que acababan de serle ofrecidos. El otro, por el contrario, no se separaba del sofá. El pudor del otomano parecía desaparecido en combate.

- Así que por esta cama han desfilado una ingente retahíla de clientes… ¡por un momento creí que me considerabas especial por algún motivo inimaginable! O lo hubiera hecho, si fueras más convincente. ¿Vas a mirar o puedo disfrutar del poco orgullo que creo todavía conservo? –preguntó abandonando la cama para cambiar sus ropas dando la espalda  al resplandeciente sol alrededor del cual orbitaba toda aquella habitación, el propio burdel y fumadero también-.

¿Escoger qué? ¿El veneno con el que morir? ¿Terrible agonía o muerte instantánea? Como dice la canción: Que será, será.

- Gracias, no quiero más riku –respondió haciéndose un hueco en el susodicho sofá- ¿Confiar en un absoluto desconocido? ¡Claro! ¿Por qué no? Los matrimonios se mienten, las alianzas se rompen y las amistades se traicionan. ¿Qué me puedes hacer tú? ¿Tienes nombre o tampoco? A lo mejor me lo dijiste y no me acuerdo. A lo mejor lo gemí entre dientes y tampoco lo recuerdo.

Poco importaba que existiera escapatoria alguna. Lo único importante era la curiosidad de la mujer, buscando matar al gato


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Mensaje por Adham al-Kahtib Dom Abr 10, 2016 2:59 pm



En tiempos pasados, Adham podría haber aprovechado su buen físico, su posición e incluso su riqueza para embaucar a cualquier mujer que deseara -de hecho en la actualidad podría pulir sus encantos para así ser el nuevo Ares, llevándose a todas aquellas desdichadas Afroditas, quienes comparten infelices alcoba con sus particulares Hefestos-. ¿El problema? Que no desea a ninguna mujer. El recuerdo de lo perdido persiste en su enferma mente, y en aquel entonces, su mirada solo pertenecía a única mujer. De ahí que la insinuación de la británica ante lo que podría haber acontecido en la noche, solo le procuró una sonora carcajada.

-Y podría decirse que eres especial, puesto que solo yo he tenido el placer de ser abrazado por esas sábanas de seda -y lo peor es que ella se creería graciosa, que el árabe se estaba riendo de sus palabras, cuando en verdad se estaba riendo de ella-. Estoy acostumbrado a convivir con mujeres desnudas, ¿de verdad crees que te atacaré como si fuera un depredador ansioso de carne? Lamento decirte que no. Además, así practicas para la próxima vez que entres en mi fumadero disfrazada de ramera. El arte de desnudarse mientras te miran sin parpadear es una de las disciplinas más importantes entre mis queridas señoritas.

Por supuesto, sus oscuros ojos no querían despedirse -todavía- de lo que parecía ofrecérsele. No obstante, permanecía inalterable, como si aquel espectáculo particular no tuviera ninguna clase de emoción hacia su persona. La costumbre, la apatía quizá. O el deseo por lo que había dejado de existir.

Cuando la mujer se hizo un hueco a su lado, éste aprovechó para coger uno de los vasos. El olor del café inundó toda la habitación, y el musulmán cerró los ojos para ser transportado por la gracia de  Al-lāh a su Turquía natal. Unos meros segundos de abandono, aunque evidentes a cualquiera que le observara debidamente. La felicidad, a su juicio, podía descubrirse en pequeños gestos como aquel, aunque duraran menos que un suspiro.


-Más bien, ¿qué me podrías hacer tú? Apareces por aquí sin decirme quién eres o qué quieres. ¿Qué pretendes? -se relamió los labios para capturar hasta la última gota de aquel café arábigo. Mientras hablaba, se podía apreciar el cambio en su tono de voz. De tranquilidad y prudencia, a rudeza clara y concisa-. Respondo al nombre de Farûq. ¿Y la señorita? ¿Se te puede referir con ese término, o prefieres otro?

Le dedicó una mirada helada. No podía confiar en nadie desde lo sucedido en su lugar de origen. Vivía consumido por la paranoia, y a cada esquina creía encontrar un potencial enemigo dispuesto a terminar con lo que había vuelto a construir. Solo era una mujer, desde luego. Pero quizá ese era su punto fuerte, el desconcierto.

Se incorporó levemente sobre el sofá, deslizando la yema de sus dedos por el cuello de la mujer. En principio, solo eran meras caricias. A cada rato ejercía sobre su nívea piel una leve presión. Una sutil amenaza, hasta que se acercó a su oído y confirmó la razón de aquel gesto, en el mismo momento en el cual rodeó su quebradizo cuello con su mano curtida en infinidad de batallas. Finalmente, el suspiro que lanzaba sus últimas palabras:

-Hace tiempo que perdí el miedo a lo que mi Dios ha decidido interponer en mi camino. Dime, mujer, ¿quién eres realmente?

La mano, firme. Dejando un espacio para que ella pudiera respirar y, por supuesto, responderle.


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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Abr 13, 2016 5:58 pm



El cariz que parecía haber tomado la situación resultó considerablemente impredecible para la mujer, acostumbrada a librarse de casi cualquier problema semejante haciendo uso de sus más que meditados movimientos, miradas e insinuaciones. Algo que, con la primera caricia que logró recibir de aquel caballero, parecía estaba funcionando.

Sin embargo, el osado paso que había decidido tomar el otomano puso sobre aviso a la irlandesa, consiguiendo que comenzara a comprender lo inútil de su palabrería y lo absurdo de sus juegos. Avispada –en su justa medida- como era, logró vislumbrar a medias que la impulsora de aquella clase de comportamiento parecía la necesidad. Su otra mitad estaba demasiado ocupada comenzando a forjar sensaciones negativas hacia su compañero de sofá.

- Soy alguien que no debería estar aquí, ¿recuerdas? –la compresión ejercida en su cuello complicaba cada palabra- Sólo permanezco porque decidiste tomar la errónea decisión de entrometerte en mis asuntos. Así que puesto que eres el culpable de que estemos aquí, y ahora, ¿qué menos que comportarte como el jodido caballero que deberías ser y soltar mi maldito cuello?

Las manos de la mujer se cerraron en derredor de la del hombre, ejerciendo la fuerza necesaria para que el mensaje fuera comprendido: suéltame. Y así logró la tregua necesaria para que sus pulmones volvieran a despreocuparse. A continuación, abandonó el sofá.

- Mis asuntos, aunque estaría encantada de poder compartirlos a los cuatro vientos –molesta y, sin embargo, no perdía hueco para poder colar a su amigo el sarcasmo-, son míos, herméticos. ¿Qué clase de confidencialidad guardarías tú si anotaras los nombres de cada político o persona de clase adinerada y con familia que se dedicara a bajarse los pantalones ante cualquier zorra de este burdel? –con intención de abandonar el lugar, se hizo con sus ropas, más por orgullo que porque fuera a ponérselas, pues dejaban demasiado poco a la imaginación. La bata del turco parecía hacer mejor las veces de refugio- Los negocios o propósitos de que hago gala aquí son enteramente míos y de mis clientes. No tienes porque preocuparte, pues en ninguna transacción ha salido a relucir tu nombre o el de este lugar, si es eso lo que te preocupa. Pero sí el nombre del hombre con quien me encontraba anoche, al que por tu culpa perdí –ahora sí, señalándole, amenazante-. Así que si no vas a disculparte por impedir que cumpla mi trabajo, al menos hazlo por ponerme tus sucias zarpas encima, porque puede ser lo último que hagas.

Una amenaza del todo vacua, pues por desgracia para la mujer, ninguna de las armas que solía frecuentar en busca de protección se encontraban en aquel instante con ella. Cosa que poco importaba realmente, ya que en contadas ocasiones, la amenaza era arma suficiente. ¿Lo sería en esta?


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Mensaje por Adham al-Kahtib Vie Jun 10, 2016 9:09 am



Aquella era su morada. Y, al igual que en cualquier otro sitio, reinaba la desconfianza. No podía permitirse el lujo de dejar nada al mero azar, puesto que incluso éste -en ocasiones- es más que traicionero.

Observaba a la mujer, mientras sus ojos se clavaban en el otro mutuamente. Apenas parpadeaba. Quería, deseaba ver que se ocultaba bajo aquella presunta dureza y entereza. ¿Una mujer preparada? ¿Asustada? ¿O una actriz digna del mayor aplauso de la historia? Difícil, y extraño a partes iguales. Una fémina normal y corriente, aunque tuviera entre sí tejemanejes de dudosa procedencia, se habría mostrado alerta, temeroso ante semejante acción.


-¿Perdón? -el turco se echó a reír. ¿Acaso era él, ahora, el culpable que debía pedir perdón?-. Tú, y solo tú has sido quién ha entrado en este lugar fingiendo ser quien no eres en verdad. Te has reído de mí, de mis clientes. Y has intentando engatusarme como anteriormente lo habías logrado con mis queridos amigos -se levantó del sofá, mostrando una sonrisa de autosuficiencia. De burla, de chanza-. No, no te voy a pedir perdón. En todo caso, tú deberías arrodillarte y perdonarme a mí, de la mejor forma que conozcas. ¿Cómo puedo confiar en ti, si nuestro primer encuentro no ha sido más que una falacia? No sé quién eres, ni qué pretendes. Y, lamentándolo mucho, no te irás de aquí hasta que hables como debes hablar.

Y, dicho esto, chasqueó los dos. Dos de sus guardias se quedaron inmóviles cual estatuas en la puerta. No dejarían que nadie pasara por allí, si es que Adham no lo ordenaba. Mientras tanto, se dejó caer de nuevo sobre la cama, despreocupado. Tomó entre sus manos una de las bandejas que había sobre la mesa al lado del lecho, y cogió un buen racimo de uvas.

-Diréis que las mejores cosechas son las francesas, pero debo reconocer que echo de menos el sabor de la fruta árabe -volvió a reír, no sin antes llevarse a la boca una de las uvas, saboreando ésta con delicadeza y tiempo-. No te preocupes, no te volveré a poner la mano encima, a no ser que des motivos para ello. Puedes pasar el tiempo que quieras aquí, hay comida de sobra. Te tratarán tan bien, como a una de mis señoritas.


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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Jun 15, 2016 8:26 am



Ira a flor de piel, la cazadora debía seguir jugando al juego del turco. Un juego que se prestaba más a ser jugado con actitud relajada y una mente alejada de tribulaciones innecesarias. Fue de esa manera pues, como la irlandesa tomó el relevo de la conversación.

- Trabajo o no, ¿quién no buscaría engatusar a un hombre de semejantes características con vista a otros intereses? –su mano se balanceaba de arriba hacia abajo, presentando al extranjero su propio cuerpo, como si éste nunca hubiera sido consciente del mismo- Siento lástima por ti. Realmente ignoras los atributos que tu Dios te ha dado si piensas que una mujer debe estar en posesión de cruentas intenciones para acercarse a ti –el resto de la conversación hizo sonreír burlona a la mujer- ¿Tal es tu tedio que buscas gigantes donde sólo hay molinos de viento? Mírame. ¿Parezco peligrosa? –bromeó, pues en verdad lo era-. Pocas cosas conseguirás de mi, pero una de ellas no será hacer que me arrodille. No al menos para pedir perdón a nadie.

El orgullo era tal vez uno de los mayores defectos de la británica. Aún cuando debía hacerlo desaparecer, nunca olvidaba las circunstancias del momento y la venganza terminaba llegando tarde o temprano.
Se instauró pronto, si pronto implica un montón de traiciones, burlas y corazones rotos. En su juventud ni siquiera hubo sabido del significado de la palabra. Sin embargo, una vez casada, sometida y despechada, el orgullo la acompañó como fiel escudo complementario al resto de murallas que comenzaba a levantar. Pocos eran los amigos que tenía, pero el orgullo se encargaba de llevarla de la mano por el día y mecerla por la noche.

- Lo siento, pero los hombres me suelen gustar de uno en uno –advirtió cuando los guardias del turco hicieron acto de presencia-, y las conversaciones, privadas a ser posible. ¿Cómo alguien puede pretender que una persona hable de sus secretos con público expectante? Lo único que consigues es frustrar tu propia búsqueda. Primero mi cuello, ahora esto… cada vez tienes menos posibilidades de que lo único que oigas de mi boca sean groserías.

La cazadora dio la espalda a Farûq una vez que éste se hubo tumbado en su camastro. Cavilaba sus posibles opciones, así como sus posibles y nuevas intenciones.

- Como si eso fuera nuevo para mí, el ser tratada como a una puta–musitó casi para si misma antes de volverse-. Quid pro quo, que decían los latinos. La información tiene un precio y aunque en mi caso no debería tenerlo, hace tan buen día que me siento generosa –se sentó lentamente en el sofá, expectante ante la decisión del turco-. Contestaré a una de tus preguntas si tú contestas a una de las mías. En el caso de que no haya contestación por parte de alguno de los dos, el juego terminará. Bajo la responsabilidad del que no conteste, desde luego. Y para que tengas presentes mis buenas intenciones, seré la primera en contestar. Te aconsejaría ser original, pues me aburro con facilidad. Bajo tu responsabilidad también recae el que yo no me aburra.


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Mensaje por Adham al-Kahtib Miér Jun 22, 2016 3:34 pm



Entre sus manos, el fruto prohibido. Sonreía. Sonreía ante la aparente fortaleza de la mujer. Ególatra, creyendo poseer un poder que en verdad desconocía. Tal vez, el juego era ese. Mostrar una valentía figurada, y así salvarse de aquel que no teme -ni ha temido jamás- a disfrutar del manjar prohibido por aquel llamado Dios.

Dio un mordisco a la susodicha manzana, entrecerrando los ojos para así disfrutar todavía más de su aroma, de su sabor, de la sensación que dejaba en su paladar. Entre tanto, reía. Reía por las necias insinuaciones de la enigmática británica. El mismo juicio de siempre hacia los hombres, hacia sus instintos básicos, hacia aquello que les parece mover sin razón aparente. No obstante, el presente turco, se diferenciaba de los primitivos. No caía fácilmente en artimañas tan elementales. Veía más de lo que se mostraba. Veía, a través de las palabras y las miradas, de los movimientos inconscientes que ella realizaba. Y reía. Una carcajada tras otra, sin parar, socarrón, tratando a la intrusa como un mero bufón.

-No debería aceptar, ¿no crees? Aquí, yo soy el dueño de este pedazo de Yanna, de paraíso donde supuestas vírgenes nos esperan tras la batalla. Donde los ríos son de vino, las paredes doradas, y el sol jamás desaparece -se acomodó aún mejor sobre el camastro-. Una simple ilusión. Me ven como el dueño, como un Dios en este jardín infinito. Sin embargo, las vírgenes dicen perder ese don con el cual todas nacéis, cada noche... el vino es mezclado con agua, adulterado, las paredes con colores artificiales, y el oro no existe puesto que los buenos hombres conviven también con los ladrones, con esos que aún conservan sus manos... Ilusiones, mujer. Ilusiones, como las que tú intentas encubrir bajo ese orgullo, esa fortaleza... la cual no dudo que pueda ser sólida, sin embargo, si los muros de Estambul fueron derruidos, los tuyos caerán todavía más raudos.

Dejó los restos de la manzana sobre el cuenco, y entonces se apresuró a coger las cerezas que había dispuestas sobre éste, otorgando el escarlata a aquellos frutos de la tierra.

Sabía que había otras formas de averiguar quién era ella, y qué tramaba. Tiempo atrás, cuando era un soldado a merced de las normas y de la autoridad, había escuchado los llantos y los ruegos de hombres y mujeres siendo azotados por lo que ahora le parecía una mano ajena, mas había sido la suya. Tortura tras tortura, y las mentiras dejaban paso a la verdad. Aunque, quizá, a una verdad fantaseada como salvación. No, ya no emplearía la flagelación ni ningún castigo semejante para escuchar lo que él deseaba oír a través de unos labios partidos y moribundos.

-Acepto, pues. ¿Cualquier pregunta? Aunque debería haber una reprimenda peor para aquel que no desee contestar. O, para aquel que esté mintiendo y el otro lo sospeche o crea firmemente. Debería cumplir lo que el ajeno le diga, ¿te parece? Un acto, un gesto. Nada peligroso -y tras la última cereza, se levantó de un salto de la cama. Se sentó al borde de ésta, y cruzó sus piernas. Sus oscuros ojos apenas pestañeaban, atentos ante cualquier ademán o mueca por parte de ella. La fanfarronería continuaba. Se atusó su escasa perilla, mientras pensaba qué podía preguntar. Finalmente, chasqueó los dedos antes de murmurar-. ¿Le espera su consorte en el lugar donde quiera que pase la mayor parte de sus noches?

¿Lo peor de todo? Que empezaba a crecer el interés del otomano. Sí, quizá ella tendría miedo -al igual que él, creyendo que la mujer podría ser alguien de aquellos en los que no deseaba pensar-, quizá esa actitud no era más que una coraza... pero, una damisela capaz de manejar una situación semejante, llevando ella la batuta en la representación, le provocaba cierta fascinación. Tenía el poder, y lo sabía.

Le arrojó una manzana tras formular la pregunta. Para terminar diciendo:


-Con suerte, tu Dios y el de todos vosotros, sea real... y nos observe tomando este fruto, y nos arroje de este paraíso.


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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Jun 22, 2016 7:15 pm



- Tus palabras relucen bajo el sol que calienta las paredes de la morada de la que tanto hablas. Ciegan a cualquiera que esté dispuesto a perderse en lo exótico de tu acento, de los lugares a que haces mención y de la serpenteante lengua con la que saboreas cada una de las palabras que de tu boca salen, invitando a aquel que las oye a saborear lo mismo que tú. Dame tu lengua y ahórrate la palabrería porque aunque embelesadora, es tan repetitiva como evidentes son tus intenciones para con ella y cualquier persona a la que te puedas dirigir. ¿Muros? ¿Quién levanta muros aquí? –advitió con una mirada dirigida hacia la puerta que le era imposible cruzar-.

Muros que habían comenzado su construcción sin permiso y que se habían mantenido en pie aún cuando educación y  afecto ajenos rogaban que éstos se abrieran, velando más por la mujer que la propia y engañosa muralla. Sí, esos muros existían. Y aún con todo, lo peor siempre venía de dentro. Las amenazas vacilaban lo justo y necesario. En ocasiones las tácticas eran más comedidas, otras más violentas. ¿Las peores? Las convincentes. El muro se tambaleaba pero realmente nunca llegaba a desplomarse. Era la princesa, sin embargo, encerrada en la torre la que en los más absurdos arrebatos de una confianza que ella creía auténtica, abría la puerta o advertía de las grietas que daban paso a un rival que proclamaba la paz, pero jugaba las cartas de la conquista. Tarde o temprano, la princesa se vería encerrada en la torre, atada de pies y manos, por su propia seguridad y sin oportunidad de ayudar a nadie a cruzar el muro.

- Mi naturaleza me dice que la sospecha va a ser una carta que se juegue en el tablero de forma continuada. ¿Cómo así seremos capaces de llegar a ningún lado? Si castigáramos la sospecha, no haríamos otra cosa que castigar al otro sin conseguir información alguna. Una mentira dice más verdad en ocasiones que cualquier otra cosa. ¿No cree, sultán Shahriar?

Aquella pantomima se convertiría en las mil y una noches de la mentira. Preguntas. Con cada una, un cuento. Los que fueran necesarios hasta encontrar la manera de huir de un sultán que prometía lo mismo que Shahriar a Scheherezade, la separación de cuello y cabeza sin titubeo alguno.

- Considero tu idea como un añadido de valor que prometerá hacer el juego más interesante. ¿Lo suficiente? Habrá que verlo.

La primera pregunta resultó irrisoriamente sencilla. ¿Para qué mentir? ¿Por qué malgastar esa baza tan pronto, arriesgándose a ser descubierta? Las palabras volaron solas, sin amontonarse. Cada cual sabía en que momento salir. Cada cual sabía si debía o no esconderse. La cazadora no iba a dejar escapar más que las palabras justas, las descripciones necesarias y  sucedáneos de cualquier clase de confesión realmente comprometedora.
Eva se hizo con la manzana del pecado y acertó a contestar antes de continuar con el juego.

- El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Qué es lo que has hecho?” Y la mujer respondió: “La serpiente me engañó y comí.” –sentenció, grabando con violencia su dentadura en aquel trozo de Edén que parecía tan traicionero como el siseante reptil que acababa de ofrecérselo.- No, no hay consorte que me espere en ninguna cama –ciertamente no lo había, pues la cama que más solía frecuentar Benjamin Holtz no era la de su esposa. Ninguna mentira en el horizonte-.  ¿Son mis ojos cansados los que te aseguran un casamiento o es la desnudez de mi dedo corazón? Olvídalo, no respondas. Perderé mi turno y lo necesito como tú necesitas tu dorada palabrería. Dime, ¿Por qué un burdel? ¿Por qué el opio, algo que ni siquiera tú apruebas?



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Mensaje por Adham al-Kahtib Mar Oct 18, 2016 12:46 pm


Shahriar. ¿Aquello era un mero cuento, un simple entretenimiento? La presionara, la mujer reluciente ante sus ojos. Un deseo, y a la vez un castigo. Pregunta tras pregunta, enlazando el nacimiento y la muerte de Helios. ¿El final? Cuando Apolo, agotado, decida abandonar el carro y desistir en el ardua tarea de tirar del sol.

Ahora, la muerte era real, y el fin del día había sido amortajado. La mujer, debía deleitar al hombre con esos cuentos y fábulas -¿mentiras?-, haciéndolo participe y, por supuesto, logrando que las falacias fueran tan reales, que él solo deseara escuchar más.

- Por favor. Ni yo soy Shahriar, y aún menos usted es Sherezade. Las mil y unas noches pueden ser demasiado largas y sobre todo, soporíferas. ¿Acaso se ha visto en un espejo? No deseo insultarla, pero la mujer del interminable cuento es deseada por su belleza... y en fin... -sonrió. No era una sonrisa con malicia, sarcástica o burlona, qué va. La sinceridad residía en ella, quizá entremezclada con cierta nostalgia-. No puede competir con la belleza de una mujer árabe. No lo digo como insulto, desde luego. Tampoco afirmo nada acerca sobre su hermosura. Diferente, fría y distante. Extraña. Lo que no quita de bella, por supuesto. No obstante, aunque yo sea el sultán de mi reino, y usted mi prisionera, la comparación le queda demasiado mayúscula.

La mirada, recorría el semblante de la irlandesa. Sí, sin duda,lo que la mujer irradiaba no era a lo que estaba habituado. No sabía ni siquiera como catalogar su hermosura y, aún menos, su creciente interés.

- Los hombres son fácilmente manipulables. Algunos más que otros, está claro. Y, si estos hombres, tienen ciertos vicios, aún es más fácil engañarlos. Un vicio puede ser una mujer, o también el opio. O ambas. Un pequeño paraíso, donde abandonar las preocupaciones, donde los enemigos parecen nuevos amigos. Donde nada real existe, pero la imaginación es tan palpable, que se nos hace real por unos instantes. Abandono, eso es. Una pregunta en el momento adecuado, y los secretos de estado, las conjuras del vaticano o los odios entre familias, son escuchadas por estas señoritas. Ellas, putas y amantes, pero también madres que escuchan y espías que susurran -cerró los ojos durante unos instantes, su cabeza, su mente, viajaba a través del tiempo y el espacio-. No sé si creerle. Quizá debería acercarse más, para poder perderme en los ojos de una valiente al no ocultar la verdad, o de una traidora ante la sinceridad -volvió a incorporarse, dejando algunos cojines tras su espalda, y apoyando ésta sobre ellos, en el cabecero. Dio unas palmadas sobre el hueco libre de la cama, invitando a la británica a que se uniera a él-. Que conste, no le estoy ofreciendo mi lecho, solamente mi compañía interesada. Veamos... -jugueteaba con su propia barbilla, acicalándose la escasa barba que tenía. No iba a hacer la pregunta más obvia, no. Todo debía ir in crescendo. Sino, la gracia se perdería demasiado veloz-. ¿Qué la mueve en este mundo?




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Mensaje por Cordelia Holtz Dom Oct 23, 2016 11:43 am


- La belleza reside en los ojos de quien mira, apreciado sultán -indecisa a acabar con la carta del simil que ella misma había puesto sobre la mesa -. Siento si sus ojos no logran ver más allá. Tal vez por eso, en esta ocasión, no tenga que vérmelas con un hombre grotescamente rechoncho. Tal vez... ¿sea usted uno de esos esclavos de las apariencias? ¿Es por eso que su cuerpo parece forjado desde su concepción para el disfrute de quien pose su mirada en él?

El juego de la sospecha había obligado a la cazadora a cambiar su registro. Los modales y las buenas formas regresaban, y los precipitados amiguismos buscaban sillas en que descansar.

- Tal vez mi físico no comparta mucho con el de Sherezade, pero... ¿no he logrado embaucarle a usted y a su tiempo con este juego de incógnitas que nos llevarán mil y una noches?

Las mil y una noches que ambos se pasarían jugando al despiste con la sinceridad a cuestas y la propia confianza desconfiando de ambos.

- Creo que músculos. Órganos, venas, nervios... y todas esas cosas. Eso es lo que me mueve. Como le mueve a cualquiera. Las conjuras que llevan mi fima ya son otra cosa.  ¿Qué me mueve? -la mujer aceptó el reto del sultán. Se inclinó hacia delante, y se hizo paso en la cama como lo haría un felino: despacio pero decidido, apoyado sobre sus patas delanteras y traseras. Ya cerca de la cabecera y a un palmo del rostro del otomano, su tono se volvía meloso donde cada palabra jugaba con la lengua de aquella gata antes de salir de su boca- El interés. Y como bien has expresado, este parece el lugar adecuado para hacerse pasar por una prostituta, así que no creo que necesite explicarte nada más.

Eran muchos los sentimientos e intereses que movían los actos de la irlandesa y danzaban con la pobre diablesa. La necesidad de agradar -a pesar de fingir no necesitar la aprobación ajena-, cumpliendo cada uno de los encargos de su benefactor -prácticamente sustituto al padre que nunca llegaría a disfrutar del todo, pero con una inesperada carga sexual a expensas-. La falta de aventuras, lo suficiente para no reducir su vida en el tedio de una existencia vacua. Y, por el camino, La Búsqueda. La búsqueda de una niña que todavía esperaba encontrar lo que nunca pareció llegarle: el amor.

- Ahora, dime. ¿Por qué mi visita te ha resultado tan peligrosa? ¿De qué estás huyendo? ¿A qué le temes?


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Mensaje por Adham al-Kahtib Mar Nov 08, 2016 6:13 pm



¿Y qué diferencia hay, en verdad, entre dos mundos aparentemente irreconciliables? El miedo, el castigo. Dos profetas, dos caminos diferentes mas similares. Y, por supuesto, la mujer.

¿Quién era aquella aparente damisela, disfrazada de la más ruin de las féminas? Una trampa, tal vez, llegada desde el desierto como una tentación más, caer en ella, y a continuación un descenso sin final hasta la desaparición. Sus palabras, preguntas, fluían por la habitación. Y lo peor era que Adham se divertía. Se divertía con su sarcasmo e ironía, y como la mujer parecía estar más que acostumbrada al encierro y la incertidumbre.


-Un cuerpo quizá forzado en la lucha, ¿no lo ha pensado? Se rodeará de hombres sentados sobre sus inmensos traseros, alimentando su ego y su estómago gracias a mujeres semejantes a la que estoy viendo en este instante. Hombres, se presupone -la mirada, apenas parpadeaba mientras observaba a la británica-, quienes combaten en la lejanía, quiénes forjan en su mente imperios, mientras otros batallan y esculpen su cuerpo gracias a la sangre y muerte de otros.

Y, con esto, ya había hablado demasiado sobre sí mismo. En aquel entonces no era habitual ver a soldados hablando de recientes y cruentas batallas. No al menos en Francia, evidentemente. Se presuponían en un país civilizado, ajenos al trágico final de lo que sería de un anticuado París.

-Oh, por favor. ¿Y esa respuesta? No dudo que mienta, desde luego. Todos nos movemos gracias a lo que se mueve dentro de nosotros, pero... por favor... -soltó una carcajada, mientras agitaba la cabeza, pasando una mano por su cabello y despeinando aún más la rebeldía de éste-. Un poco de riesgo, de emoción en las respuestas. Sino, el sultán que ahora mismo ves, se acabará aburriendo. Y todos conocemos el triste final de Sherezade, ¿verdad? -le guiñó un ojo, mostrando una actitud un tanto desafiante. Si de verdad no era una secuaz de aquellos que le persiguen, jamás le haría ningún tipo de daño-. Ah, ¿interés? ¿A quién no le mueve el interés? Sí, podemos tener un cóctel de amor, filantropía... pero incluso, en estos dos casos, el interés hace presencia. El amor que damos por el interés de ser correspondidos, el interés de dar a otros para así sentirnos mejor con nosotros mismos... -añadió cuando escuchó por fin la respuesta de la intrusa. Sin embargo, ésta no le había convencido del todo, y menos satisfecho. Mientras hablaba, la mirada oscura del árabe se perdía en la figura de quien gateaba sobre sus sábanas. Era un hombre, al fin y al cabo, un depredador en invernación, esperando despertar ante cualquier atisbo de calidez, y éste estaba presente en aliento que la mujer había depositado acertadamente, sobre sus labios. Carraspeó, manteniendo aquel combate de miradas-. Temo a lo desconocido. Como tú -volvió a reír-, ¿soy yo ahora quien no está apostando fuerte por sus propias respuestas, ah? Veamos... -media sonrisa, y una milésima de segundo sus ojos posaron sobre la boca de ella, intencionadamente. Él sería un depredador, como todos los que rondaban en la sala contigua. ¿La diferencia? Adham sabía como actuar, no esperaba la comida en un cuenco, sin saber cómo ésta ha aparecido ahí. Sabía como ganar-. ¿Cuál es tu nombre real, con el cual te bautizaron?

Y ahí estaba. O decía la verdad, o se arriesgaba a mentir y a perder ante la jovial mirada del sultán.


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