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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Éline Rimbaud Miér Nov 02, 2016 2:53 pm

Once we have accepted the story we cannot escape, the story is fate.
                                                                                            P. L Travers




Preludio

La poesía del cuerpo moría poco a poco, la nana de cuna de un flagrante final, la última lección de vida atrapada en una bola de cristal, que predice y raras veces apuesta y acierta. ¿Cómo se llegará al yo primigenio sin lamerse las heridas?



+++


Soñó al otro lado del mundo que éste podía cambiar, que un escorpión seguiría siendo mortífero aún encerrado en una cárcel de seda. Las gotas de su veneno quedarán impregnadas en los aterciopelados pergaminos del tiempo. Es inútil contar ahora el papel que jugó el vil reptil del Edén, pero mientras rememoro estas notas finales no puedo evitar pensar en él. ¿Hubiese sido ella merecedora de una sola palabra escrita de no haberse transformado en espíritu errante carente de razón? ¿Habríame cautivado entonces para trasladar su caótico y satinado pensamiento sobre estas páginas? Hubiese vivido y muerto sin haber alcanzado el otro plano de existencia rota. Y yo; yo ni siquiera habría sido.

A veces, las reglas del Universo pueden ser tan crueles. Se tergiversan únicamente por puro placer de aquel que lo comanda. Y sabiendo la azarosa decisión a la que se veía forzado me pregunto si Él, si Dios, lloró. Quizá había un propósito mayor en toda la tragedia, como suelen decir los hombres de Iglesia.

Oh, tanto cinismo en ocasiones también mata.

Éline iba a ser un animal herido, protagonista sólo a medias de su propio final, marioneta con la Mefistófeles retaba (¿y derrotaba?) al final al ambicioso estudiante de cosmogonías. Éline soñó. Soñó al otro lado del mundo con unas entrañas rojas, con un alma que escondía un grandísimo dolor, con la piel de un diminuto lobezno cubriendo sus manos temblorosas, regadas en sangre. La guadaña que sesga la vida de manera brutal la encoge.

Le hubiese gustado tanto no ser ella misma. No sentir lo que sentía, no amar lo que amaba, no profetizar lo que profetizaba. Ser la querida de Dios para luego descender a los psicóticos infiernos había sido tan duro, tan deshonesto. Ahora, su cuerpo estaba a punto de deshacerse en pedazos y la otra vida que latía en ella, de la que era responsable, se desharía también con ella.

Hubo un tiempo en el que no tenía miedo a la muerte, cuando había abrazado la religión; hoy estaba aterrada.

Abrió los ojos.

Su futuro no existía.


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Mensaje por Fausto Miér Feb 22, 2017 7:33 pm

El cielo iba a romperse al ritmo que allí rompían las olas, el manto negro que cubría la inmensa parte del mundo como reflejo irremediable de su mirada. La mirada oscura de Dios. La realidad más cruel del Padre. Su eterno parentesco con el Diablo.

Menudo festín se daba la hipocresía cada vez que hacía coincidir sus nombres sobre el lienzo de sus planes. Tres figurines encerrados en sus propias taritas existenciales mientras la única alma que sabía de su manejable condición era un pájaro que ni siquiera existía.

Lamentable. Ninguno escapaba a tan escueta descripción.

La extraña pareja llevaba ya varios días seguidos absorta en aquel experimento retorcido: Fausto la guiaba hasta esa playa apartada de la civilización que pretendía azorarlos con el resultado que Éline guardaba en su vientre y ésta se introducía en las aguas, chapoteando o lentamente —siempre dependía de lo avanzado o no de su estado— hasta que el frío bordeaba su ombligo. No más allá. Al final ella parecía una chiquilla que hubiera perdido el norte una vez más, la definitiva, y él la contemplaba a pocos metros, sumergido en la desgracia de la razón como si fuera quien se estuviera dejando engullir por la falsa pureza del océano.

Nunca lo suficiente para separarse de su lado. Hasta ese día.

Ese día, ese maldito día, la arena afilada se entremezclaba con las nubes grises y el frío se esparcía por el aire sin necesidad de adentrarse en los dominios de Neptuno. Más ensartada aún que si aquella deidad pagana hubiera intervenido con su tridente, se percibió la entrada de un tercer personaje en el íntimo escenario de su perdición.

La última perdición de todas.

Ante aquella horrible aparición, Fausto avanzó rápidamente con su instinto de cazador paradójicamente tranquilo hasta resguardar a la demente empapada tras su espalda —sus botas de cuero clavadas justo en la orilla bajo el vaivén de la marea—, de cara a la sonrisa del demonio que escogió un nombre imposible de separar del suyo.

—Ya estabas tardando más que en tus dos vidas juntas.


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Mensaje por Invitado Miér Mar 01, 2017 1:32 pm

El vampiro se encontraba extático, al borde de un abismo que consistía en dar semejante alarido de felicidad que se le escucharía a lo largo y ancho del maldito mundo, para que a todos los que lo habían ultrajado les quedara claro que la Bestia volvería a ser la de siempre, o al menos eso se creía. Pero no, ni por esas: Ciro era muy consciente de que había invertido tanto tiempo planeando cada maldito detalle de su venganza, incluso poniendo títeres de por medio mientras él se preparaba hasta en el detalle más ínfimo, que cuando por fin la cumpliera no sería suficiente, y se sentiría vacío. ¿Cómo, si no, si habría perdido el único rumbo que había tenido en años…?

Pero no hay que adelantarse a los acontecimientos, él desde luego no quería hacerlo, así que volvamos a lo interesante: de una maldita vez por todas había decidido que el momento de atacar había llegado, así que se dirigió hacia la playa de las afueras de París (¿la del Sena contaba como tal…? A veces se preguntaba cosas así, no podía evitarlo), siguiendo un rastro que podría captar hasta estando muerto. ¡Porque lo estaba! Demonios, qué sentido del humor poseía… Daba igual por cuánto pasara, cuánto sufriera o cuánto decidiera Ciro que deseaba liberarse (pues, al final, efectivamente su locura poseía algo de cierta, pero había mucho de voluntad del hombre de abandonar toda atadura, de ahí lo caótica y confusa que resultaba, hasta para él. ¡Sobre todo para él!), porque algunas cosas nunca cambiarían.

Resultaba curioso que se mostrara a favor de ello, pues incluso las que sí que lo hacían, como él, podían a veces rememorar el pasado, con lo cual la variedad era tal como amplios eran sus pensamientos (mucho, en resumen). Él, desde luego, eligió la reminiscencia y la loa hacia sí mismo, nada sorprendentemente, y así lo hizo con su aspecto, pues el espartano tuvo a bien afeitarse la poblada barba, cortarse el cabello y enfundarse un traje que se estropearía en cuanto se revolcara en la arena, como quizá sucediese pronto (o quizá no. Si algo tenía que admitir de su rival, o al menos si algo estaba dispuesto a reconocerle, era que podía ser tan impredecible como él mismo. ¿Dos caras de la misma moneda, hola?), pero que mostraban su recién adquirido estatus.

Qué curioso que para llegar a aquel punto solamente hubiera necesitado a una esclava de sangre para él solito durante un tiempo, lo suficiente para que pareciera que su última cita con Fausto ni siquiera había sucedido. Pero lo había hecho, la tortura lo había llenado de tantísima rabia que se había obsesionado y había cambiado, todo orientado a aquel encuentro que iba a empezar a tener lugar en tres… dos… uno… ¡Ah, por fin se halló frente a ellos! Tras un viaje lento como sólo un carruaje podía serlo, Ciro se enfrentó a Fausto, que protegía a su hembra embarazada, de un ser que había perdido todo lo que lo hacía parecer humano, pues su bestial rostro era una máscara de tantas cosas que helaba el aliento con solamente mirarlo. Y más que lo haría…

Sólo para que me eches de menos, Fausto. ¿No me presentas a tu furcia? Por supuesto, ya sé todo lo que hay que saber de Rimbaud, me lo ha contado el Señor Maspero, pero ¿robarte a ti una oportunidad de hacer algo? Por favor, no, nunca. – ironizó, sorprendiéndose a sí mismo porque aún parecía estar calmado, si bien en su interior estaba tan a punto de estallar que casi le resultaba doloroso controlarse. Por ello, eligió no hacerlo, y pese a que Fausto esperaba que hiciese algo, no pudo prever que Ciro se valdría de un truco muy humano, muy estúpido, indigno de él, pues, a fin de cuentas, Ciro por fin había comprendido que su némesis sí lo tenía mínimamente en cuenta… No le habría dado tantas oportunidades de destruirlo, de no hacerlo.

Así pues, Ciro sacó la mano del bolsillo del traje y sopló la ceniza a los ojos del cazador, lo cual le permitió, con su sobrenatural velocidad, aprovecharse de la ceguera momentánea del germano para casi volar hasta detrás de Éline, posición desde la que la rodeó con sus brazos en un gesto que no tenía nada de amable, o de amante. La sujetaba y la presionaba con los ojos clavados en el cazador, pues ella no le importaba de por sí, sino únicamente como medio para obtener un fin. – Vaya panda de estúpidos desagradecidos que sois, ni siquiera me permitís que conozca a mi… ¿sobrino? ¿O quizá nieto? Porque soy lo más parecido a un suegro que tendrás nunca, Éline. – afirmó, colocando sus manos sobre el vientre abultado de la pelirroja, indicando peligro inminente simplemente con eso. Ah, si Fausto sólo supiera la que se le iba a echar encima…
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Mensaje por Éline Rimbaud Miér Abr 26, 2017 4:31 pm

Tres puertas te dieron y tres puertas tienes; una para la soledad, otra que alberga la belleza de las bestias y la otra...La otra aguarda una escalera a tu reino roto. ¿Te pondrás la corona de espinas? ¿Acariciarás a las mansas feroces? ¿Te regocijarás con la presencia de ti misma? Dime, pequeño pajarillo de alas rotas, de entre todas, ¿cuál elegirás?

Te quedas pensando un minuto, eterno como las rocas. "Ninguna y las tres", dices al fin, "pues todas ellas son el tríptico que conforma el latido del universo".

Únicamente los hijos del océano sabían en ese momento quién lloraba la lluvia rota, aquellos los nacidos de las aguas, pues tú, en ese momento, eras una ninfa de los ríos. ¡Bendito cuadro que hacía las mieles del impuro que osaba tenerte como tuya! Maldecida hada de los vientos por ser la gracia del Todopoderoso. Él te hizo, la serpiente del Edén te transformó, pero sólo el lobo te tuvo, al ambos ser iguales en vuestra vorágine de ecos infinitos.

La quietud del mar anunciaba el desastre. "Ya oigo los tambores de guerra. Los llevo oyendo desde que nací", me repites mientras cantas un poema, mientras dejas que el purificador brillante de la naturaleza bañe tu piel herida, tu vientre abultado. Sí, sin duda debes ser una criatura que en todo su origen perteneció a la inmensidad. Los mitos del cielo desbordándose por el acantilado de recuerdos.

Cruzas una mirada con el lobo. La sonrisa del fin surca tus etéreas facciones.

Sólo se necesitan dos garras monstruosas para despedazar la voluntad del cisne. Él a quien amas será el objeto del desenlace y Nadie será el nombre de vuestro heredero.

Ya está aquí. Ya huele a tinieblas. Ya retumban los cuernos en la lejanía de tu esquizofrenia. Te revuelves. El agua gime. Sales chapoteando para llorarle al mundo una vez más, pero él te sostiene.

La serpiente te transformó pero será el pasado del lobo quien te mate. Está ahí y sus ojos son dos esferas rojas. Sientes como quiere despedazarte desde dentro, y forcejeas pero al final le permitirás romperte.

Porque está escrito en las estrellas. Porque ya no puedes más.


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Mensaje por Fausto Dom Abr 30, 2017 10:31 pm

El día esperado, la noche temida. Aquélla era una dualidad que le había estado persiguiendo desde que todos los parámetros que había controlado en su entera existencia se ahogaron sin remedio a causa del remolino de lluvia y saliva en el que besara por primera vez a su condenado experimento —y cuán acertado era su calificativo, en eso sí que no había errado—. Incluso tras haber conseguido torturar a la tortura misma con los frutos de su metódica y obsesiva destreza, incluso cuando el clamor de la venganza había nublado finalmente sus sentidos hasta arrancar casi para siempre los de la criatura demoníaca que acabó con su vida anterior, algo dentro de él, quizá las manías imborrables de Georgius, se negaba a descartar al único ser viviente que le había hecho experimentar el resultado de la humanidad que más detestaba:

El miedo.

Aunque lo que realmente le dio miedo en ese preciso instante, con la visión de su eterno Mefistófeles apresando a la madre de su hijo delante de sus narices, fue darse cuenta de que ya no sabía a cuál de ellos dos se estaba refiriendo.

Y es que, ¿acaso resultaba fácil decidir quién diablos era el auténtico responsable de que el mismísimo Fausto tuviera miedo?  

Ante el descuido imperdonable en el que ese bebedor de sangre sabía convertir sus reflejos de cazador incluso si había estado al borde de la muerte para acabar en aquel pozo de inmundicia, el alemán clavó la vista en sus garras al tiempo que éstas lo hacían contra el vientre de Éline. Y con el escozor de la cegadora ceniza en los ojos, vio corroborados todos los motivos para ese temor que por fin se materializaba en su historia. La historia de aquellos tres personajes que ni el propio destino borraría de su memoria porque hasta a él lo habían dejado como un mero espectador.

Y sólo un pájaro imaginario entendería su impotencia.

—Tiene gracia —habló, al cabo de otra hilera de segundos que pasaba a violar el viento. Lo hizo tranquilo, casi resignado, en el tono de voz menos esperado para aquellos oídos rabiosos que mantenían falsamente calmado el resto del cuerpo. Pero ese pobre diablo no podía engañar a quien ya había estado antes en su lugar. Debió pensar mejor lo que hacía con su juguete ocho años atrás—. ¿Realmente sigues creyéndote que nos parecemos tanto? —Sin moverse, sin volver a parpadear aunque eso significara que en su dañado lagrimal se escurriera una mísera gota—. Cuando tú me destrozaste la vida sólo por diversión, mi reacción fue usar esa misma condena que me habías echado encima para crecer por mi cuenta. Y al final, después de convertirla incluso en mi propio cometido, ni siquiera tuve que buscar a mi némesis porque ya te apareciste tú solito para empezarlo todo otra vez, para seguir jugando con lo que pensabas que te había salido bien. —Su regreso de la nada justo en mitad del accidente repetido que había supuesto Éline Rimbaud, el teatro de sombras en el sanatorio que destrozaron con su reencuentro... De no ser por todo aquello, Fausto no hubiera ido tras él, no le hubiera acabado dando caza, y Mefistófeles lo sabía. Los recuerdos se agolparon allí para cada presente y el gusto de la ironía se hizo diferente en cada paladar—. Pero resultó no ser así, ¿verdad? Aun con la obscena cantidad de experiencia que te ha otorgado la inmortalidad, no quisiste siquiera considerar la idea de que algo podría haberte salido mal. Y ahora te ves distinto ante el error, viejo, porque lo que empezó como un mero entretenimiento ha conseguido cambiarte. Porque el sabor de tu propia medicina ha sido tan repulsivo, tan disparatado, que te ha devuelto tu locura con creces. Más autodestructiva, más decadente; dolorosamente definitiva. —El olor a carne quemada de la celda en la que había contenido a la bestia podría haber regresado al olfato de ésta sólo con mirarse en el espejo azul de sus ojos ardiendo—. ¿Y qué haces cuando las consecuencias de tus actos sólo te permiten recoger lo que en su día sembraste sin respeto alguno? Volver a aparecerte. Como siempre. —Quizá fuera fruto de la enajenación conjunta de toda la situación, pero Ciro y Éline pudieron ver cómo una sonrisa conocedora, magnánima, una copia perfecta de lo que ejércitos enteros de muerte presenciaron en cierto general hace mucho, mucho tiempo se asomaba en los labios de aquella leyenda germánica que no había muerto— ¿Quién echa de menos a quién? —Todas las veces en las que el otro se mofaba de su comportamiento vengativo, tildándolo de 'novia despechada', y ahora…

Ahora.

En el punto álgido de su discurso vio dispuesta la oportunidad de devolverle el arranque de sorpresa y abalanzarse sobre el monstruo de sus pesadillas. Sin más, con un placaje tan sencillo como la jodida ceniza de antes y con la misma efectividad que separó a la mujer de la contienda y les hizo acabar a ellos dos enmarañados sobre la orilla del mar, su cuerpo apresando el de su presa con el filo de la estaca que guardaba en su abrigo a un centímetro definitivo.

—¡Pobre titiritero, cuánto le escuecen los giros de su propio guión! —Viniendo nada menos que de un vampiro— Ya toca madurar, espartano.

En los trastornos de la venganza Ciro no era más que un principiante; el aprendiz de su propia creación.


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Mensaje por Invitado Lun Mayo 01, 2017 2:47 pm

Notó a la criatura de su némesis moverse bajo sus manos, apretadas (la bestia y él, la Bestia, enorme diferencia de conceptos) contra el vientre de una pelirroja tan aterrorizada como el cazador, ¡por fin!, lo estaba. Como si siguiera el mismo ritmo que ese ser, Ciro sonreía y movía la cabeza a ambos lados, espejo claro y nítido de una demencia que le habían incrustado, claro, pero ¿hasta qué punto no había estado ahí antes? Porque hasta él lo sabía: si seguía loco era porque quería, no porque el cazador hubiera hecho un buen trabajo con él; como trabajo, es más, había sido mediocre, de esos de ¡enhorabuena por participar!, pero lárgate a aprender antes de los profesionales. Sin embargo, el mérito residía: Fausto había sido el catalizador de algo intrínseco en Ciro, algo que quería salir, pero que no había sido hasta que él no encontró una excusa que no vio la luz... o la oscuridad, según se mirara. Esa misma en la que planeaba ahogar al cazador.

Cualquier otro consideraría ruin utilizar a la hembra de un enemigo, pero a él le daba igual, y de hecho era algo que había planeado desde el principio, a sabiendas de que a ella los vampiros le habían arruinado la vida hacía mucho, mucho tiempo en su trastornada mente. ¡Cuánto la comprendía él ahora...! No por ver pajaritos, no, esas vulgaridades líricas no las cometía el espartano, demasiado peloponésico en ciertos aspectos; la comprendía en lo de agarrarse al caos para sobrellevar algo que era, de por sí, absolutamente confuso, sobre todo con egos como los del germano. Aunque no iba a mentirse cuando ya había admitido que su locura era mitad capricho y mitad real: le gustaba saber que algunas cosas nunca cambiarían, y que el cazador siempre tendría su enorme bocaza abierta para lanzar una frase lapidaria de las suyas, ¡no fuera a ser que alguien le robara el centro de atención que adoraba ocupar...!

Para parecerte tan poco a mí como dices, haces una imitación estupenda, sólo te falta tintarte el pelo y tener un poco de clase para que hasta yo me confunda momentáneamente. – comentó, y ¿cuánto había tenido de broma y cuánto de algo en serio...? Porque se habían vuelto parejos, tanto por los paralelismos de la situación como por la momentánea inversión de papeles, al creerse el germano con derecho de quedar por encima del espartano. Y hablando, precisamente, de eso, llegó el placaje que lo tiró al agua, su maldito elemento favorito: ¿cómo demonios no había contado Fausto con eso! Sólo había uno que le gustara más, y ese era el fuego en el que mandaría a su némesis arder hacia el final de su enfrentamiento, cuando ambos se quedaran sin esa fascinante función vital en la que se había convertido el enfrentamiento para ambos. Así pues, el espartano se río, mecido entre las olas, y la imagen habría sido romántica, incluso, si él no hubiera vuelto a sorprender a todos, salvo a sí mismo.

¡Abricias! ¡Repámpanos! ¿Qué criatura era esa que se movía con la agilidad de una anguila por entre la arena, que le manchaba el traje, y el suave oleaje? Con esa pista era sencillo: ¡Ciro! Premio para el ganador y otro extraordinario para quien hubiera sido lo suficientemente retorcido para prever que Ciro se sentía particularmente cómodo en ese elemento cuando provenía de un secarral de dimensiones históricas e, incluso, épicas. Llegados a ese punto, por muchos ases bajo la manga que Fausto pudiera improvisar, su némesis había fantaseado con el reencuentro tantas malditas veces que tenía todos los ángulos cubiertos (absolutamente todos. Posibles apariciones del fantasma de Georgius o de una Hidra también; en ciertos aspectos, la locura de Ciro estaba más que justificada y hacía un gran acto de presencia), y ese incluido, sobre todo desde que había sabido que todo transcurriría en una maldita playa. Inténtalo otra vez, germano.

Si no somos sinceros ahora, no lo seremos nunca, Fausto, así que empezaré yo porque soy así de buena persona: ¡disfrútalo! Y tú, pelirroja, muy atenta; dile a Maspero que te traduzca para que te enteres de todo. – advirtió, y una vez más se encontró junto a ella, sólo que esta vez sentado en el fondo arenoso, con las manos en las piernas de la mujer, de forma que pudiera tirarla si así lo deseaba... y la única dirección sería hacia delante, con lo cual se abrían las apuestas: ¿quién sufriría más la caída, ella o su engendro germano y demente? – No te arruiné la vida por capricho. Fuiste un daño colateral en una guerra que ni te iba ni te venía entre Georgius, a quien yo creé, y yo mismo, defraudado con su patetismo. ¿Disfruté arruinándote? Oh, pues claro, no lo dudes. Pero matarlo era algo que habría hecho de todas maneras, con o sin ti. Tú sólo fuiste la guinda del pastel. – afirmó, y no mentía.

¡Paren las rotativas, el espartano había dicho la verdad por primera vez en... en mucho tiempo! A punto estaba de decir que en dos milenios, pero estaba como al veintinueve por ciento seguro de que había dicho la verdad en tiempos más recientes, así que prefirió disimular y atenerse a algo más abstracto, siempre en sus pensamientos, pero nunca en la realidad. Ahí prefería concreción, como acariciando las piernas de la mujer e incluso abriéndoselas para darle un mordisco en la ingle, peligrosamente cerca de la vena que la mataría si sangraba en canal, como se le paso por la cabeza un momento hacer. Y con ese baño de sangre en su garganta cerró los ojos, subyugado por lo precioso de la situación, por esa venganza que estaba llevando a cabo tan despacio porque la quería disfrutar, e incluso haciéndola sufrir a ella porque ¡para eso estaba! Si no, se la cargaba, no es como si a Ciro le importara mucho hacer eso.

Admito mis errores. Pero ya va siendo hora de que admitas los tuyos. He cambiado pero porque yo he querido, nada me impedía volver a ser el de antes, pero cuando eres un “viejo” como yo, de vez en cuando quieres cambiar de aires o te acabarás aburriendo. – afirmó, lamiendo la piel suave de Éline y manchándose de sangre la cara a propósito, casi incluso frotándose contra ella, pero no lo hizo, porque prefirió incorporarse, dándole un toquecito en la barriga, y acercarse, como una deidad primitiva, empapada y, ¡demonios!, hermosa a su manera a Fausto, a quien le arrancó la estaca con la facilidad que traía consigo jugar con lo que más le importaba y se la guardó para sí, inalcanzable para nadie que no fuera él mismo. A continuación (y suponía que con el permiso del otro, pero a aquellas alturas le daba igual), lo cogió del cuello y le acercó el rostro al suyo, casi labios con labios, lengua con lengua, obligándolo a que bebiera de la sangre de su hembra y de la de su hijo no nato.

Vamos, Fausto. Sólo te falta esto para ser como yo. He aparecido, estoy siguiendo este guión que escribimos entre los dos, pero recuerda, el del teatro soy yo, el que vio cómo nacía y cómo se desarrollaba soy yo, el que conoce las bambalinas soy yo. Tú tal vez seas Fausto, pero yo soy Mefistófeles: no necesito crecer, no necesito tu participación porque como tú habrá otros. Pero, recuerda, estoy siendo sincero: quiero que seas tú quien esté aquí y ahora. Quiero que tú la veas sufrir y sufras con ella, que bebas de tu criatura incluso, porque por lo mismo que a ti te gustó someterme, a mí me gusta verte caer. – sentenció, sonriendo, y de nuevo lo obligó a beber con casi un beso, o quizá realmente lo fue, pero ¿acaso se puede llamar así al producto del odio más intenso que podía sentir un inmortal como él lo era...? Probablemente no. Y menos sujetando a Fausto con la fuerza, imposible, con la que lo hacía.
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Mensaje por Éline Rimbaud Sáb Jul 29, 2017 4:10 am

I know it was destined to go wrong
You were looking for the great escape
To chase your demons away



Qué curioso es eso del alma y con cuánta ligereza los poetas de todos los tiempos la mentan. El alma se crea, se destruye, el alma se posee y, al final, se deja ir. El alma es el corazón de la mente y a ti te la arrancaron hace tanto que parece que eones hayan pasado. ¿Acaso puedes sentir el tiempo en tu atrofiada dimensión? No te preocupes, pajarillo. Al final, todo quedará perdonado.

Oyes al lobezno llorar. Sigue sus huellas de sangre. Y lo lamentas. Oh, cómo lo lamentas. "¿Podrás disculparme por marcharme así?", le rezas a tu hijo. Tratamos - tu lobo y yo - de escudarte del frío del mundo, todo en valde, pues el frío eras tú. Pero no te preocupes. Al final, todo quedará olvidado.

Te vas con las aguas a la par que tu cuerpo cede a la presión. Podrías arrancar al demonio que dictará la sentencia de dentro de tu cabeza. Sé que podrías, si quisieras. Si quisieras.

Éline apretó los ojos con fuerza ante la zarpa sobrehumana que la agarraba. La olía y ella a él. Olía a desencanto, a ruptura, a final. "Estoy tan cansada, Señor Maspero". Una lágrima roja se derrama por su mejilla en un último milagro que el que no había sabido custodiarla en su reino le regaló. Cruzó una mirada con el lobo. ¿Acaso era ella la única que había visto El Caos?

La mar se los tragó un momento, y mientras Éline corría al lado del cazador, ambos enemigos acérrimos se incorporaron de nuevo. Comprendió que la música de las estrellas no velaría por ellos esa noche.

El glacial colmillo de la bestia devoró el último rastro de calidez de su mundo. Pataleó y se revolvió como la herida pantera que era, pero la visión del charco escarlata que moría al mar perturbó su estómago. Sentía la cabeza pesada, la putrefacción de sus sentidos no le impedía comprender. "Algún día, todo quedaría perdonado".

Trató de ponerse en pie y cayó, sus delgadas piernas revueltas en la arena. El cielo se nublaba. El viento traía el olor del océano.

-Tu raza podrida de víboras -escupió al suelo. La proximidad de su mala ánima con el lobo hizo que sus vísceras ardieran- siempre conjurando desgracias, cuando vuestra mayor camalidad es haber nacido. Condenados hijos del Caído. El malvado cree que Dios se olvida, que se tapa la cara y nunca ve nada.

Oh, for so long I've tried to shield you from the world
Oh, you couldn't face the freedom on your own


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Mensaje por Fausto Dom Jul 30, 2017 11:04 am

Por muchas batallas continuas de ego que se libraran cada vez que esos dos compartían un espacio escrito previamente por dioses, Fausto no siempre era inmune a las palabras de su eterno rival. A fin de cuentas, para que nadie más ni nadie menos que aquel germano de leyendas considerara a alguien su rival, no podía ser de otra manera para el mundo. Porque una guerra entre esos dos era capaz de llevárselo todo por delante en su camino, y ahí mismo estaba de testigo la mente más trastornada que guiara jamás un ruiseñor.

Le escuchó, le rebatió, le sintió cuando el beso de la muerte inundó la playa antes de que lo hiciera la propia marea. Ambos estaban acostumbrados a las estocadas cruentas con las que se habían cambiado entre ellos, pero aquella vez era distinta a todas las anteriores porque, por fin, se había vuelto algo personal para las dos partes. Y Fausto lo recibió de forma plena con el sabor de su némesis, su mujer y su hijo nonato mezclados en su boca. Después, llegó también la mezcla de sus ojos mirándose con violencia mientras lo demás ardía, y de un tirón seco del brazo se apartó de él para respirar su propio oxígeno ahogado en aquellos líquidos de absoluta perturbación.

—¿Has cambiado porque tú has querido? —Y a raíz de algo suyo—. Mejor me lo pones sin darte cuenta —tosió una sola vez sin vergüenza, consciente de ese pequeño respiro que necesitaba. De lo contrario, no se respetaría ni a sí mismo y aquel capítulo sin cerrar de sus memorias era demasiado importante como para compartir ceguera con su peor enemigo—. Es cierto, Ciro —Fausto le llamaba así pocas veces, el otro sabía perfectamente a qué significados atenerse cuando decidía usarlo—, supongo que todo me iba mejor antes de que me tatuaras la cabeza, pero no porque todavía no te hubieras aparecido en mi vida sino porque mi ambición todavía no se había desatado completamente —admitió, y él también estaba siendo sincero—. Fue mi enferma necesidad de albergar el conocimiento mayor de todos los mortales lo que me envenenó, y me habría condenado a un destino fatal con o sin tu colaboración. Tú me hiciste daño, pero lo cierto es que cualquiera podría habérmelo hecho entonces, si no hubieras sido tú, habría sido otro, habría sido Georgius o habría sido yo mismo. —con el dorso de la mano, se limpió el fluido obsequio de su demonio personal y lo contempló por unos instantes en su piel, los pocos que no empleó para engullir al otro hombre con la mirada— Los dos buscamos y encontramos, te empeñas en decir que habrá más como yo pero hasta los vampiros, maestros absolutos del tiempo, compartís el momento presente con el resto de seres vivos, incluso sabéis de su importancia mejor que ellos. Yo soy tu único Fausto 'ahora', uno que ya venía bautizado de antes, pero mi Mefistófeles antes de encontrarse en ti, estaba en mí mismo. Tú le diste un cuerpo para tus propios propósitos que al final han derivado una vez más en mí. No paso por alto tu sinceridad, espartano, que aun sumergido en tu burbujeante egolatría, lo sabes. —volvió a clavarle sus pupilas y la visión del azul se hizo el doble de inabarcable con el mar a sus espaldas— Lo sabes y a pesar de ello, o justamente por ello, volviste a mí. Volviste tú, no yo. No soportabas que tu descuido se quedara con la última palabra, así que tenías que condenarme de una forma todavía más atroz, más única y característica. —su vista se desvió brevemente hacia la víctima colateral más presente de todas para regresar enseguida a quien la había herido con un juicio tan afilado como sus garras— Y no importa lo mucho que me arruines la vida porque así no soy yo quien más se expone. Tú ya me has visto a mí siendo el resultado de tus acciones, la historia se repite, pero a la inversa, de algún modo, es nuevo para este guión. Es nuevo para mí y eso, amigo mío, nos basta a los dos ahora.

No lo dudaba viniendo de un inmortal hijo de las épicas guerreras de aquel planeta, al fin y al cabo el cazador había sido criado por uno de ellos. ¿Habría muchos más para el impávido general? Seguro, pero ninguno como él. Y tampoco era el ego de un alemán quien corroboraba ese hecho, sino los más de dos mil doscientos noventa y cinco años que portaban los ojos de Ciro cuando se detuvieron a elegirle a él. A odiarle a él.

Y al instante en que Éline se desplomó en el suelo, y de ese modo hizo más evidente las consecuencias inevitables de aquel nuevo encuentro, Fausto dejó de pensar sólo en sí mismo. En la continua condena de su nombre, en la que había podido infligir a su Mefistófeles, y esa vez pensó a tiempo —mucho más que la primera vez en la India, aunque ninguno de los dos hombres supiera todavía que tampoco había sido suficiente— en la tercera persona que implicaban allí con su odio. Algo había ido mal y era consciente, quizá no tan consciente como la madre de su hijo que arrojó aquella poesía sucia en forma de las pocas palabras que aún recordaba del lenguaje cuerdo. Se arrodilló ante ella y la tomó en brazos, manchado de arena, sangre y saliva, y miró por última vez al causante de una desgracia que ya venía cocinada por ellos.

—Respira hondo —dijo al clavar toda su atención de una vez en ella, mientras se quitaba el abrigo y rompía la manga de su propia camisa para las vendas—, pronto te sacaré de aquí.

Deberían haberlo parado mucho antes de que pasara eso, que la locura nunca había sido buena celestina de nadie.


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Mensaje por Invitado Dom Jul 30, 2017 11:53 am

Ciro era tan prosaico como cruel. Loco o cuerdo, guerrero o vampiro, hombre o bestia, cambiante o estático, siempre había algunas cosas en él que nunca habían cambiado pese a su reticencia a adquirir nombres o incluso a sus identidades cambiantes, fruto de un intelecto demasiado alto para conformarse con nada. Pero ese había sido siempre su problema, ¿no?, Ciro siempre había aspirado a más: más poder, más alianzas, más posiciones favorables, más dominio, más y más y más... Hasta que su más se topó con el firme muro de Fausto, el hombre que se hacía llamar así pero que había hecho honor del apodo hasta el final, exactamente igual que él lo estaba haciendo con el propio, Mefistófeles, hasta el punto de quizá desear cambiarse el nombre, ¿por qué no?

¡Justo cuando, por fin, Fausto lo llamaba Ciro! Lo nunca visto, pero a la vez la historia de siempre: Fausto aceptando algo cuando Ciro cambiaba de opinión, ¿no era maravilloso que incluso así quisieran importunarse? Pero lo que estaba teniendo lugar era mucho más, ambos eran conscientes de la dimensión extraordinaria que estaba teniendo su comportamiento, porque era la culminación de una venganza mucho más grande que los dos. Por supuesto, verla así llevaba a la decepción, a pensar que los actos no se correspondían con lo que llevaba tantísimo tiempo planeando, pero ¿qué más daba? La satisfacción imperaba. Incluso con las palabras de Fausto, verborrea incesante como siempre, pero hasta así estaba satisfecho.

Sí, sí, ¡dile más, Ciro quiere oírte! Sonreía ampliamente, ajeno a los insultos y recriminaciones que no eran tales, sino que eran la pura muestra de algo cierto pero que Ciro había modificado a su placer, como todos. Lo que no hacían todos era dotar a esa realidad de un egocentrismo como el del espartano, pero ¡Ciro no eran todos! Un ejercicio de egocentrismo cuando se piensa precisamente en eso encajaba tan bien como todo lo demás, como el dolor de Éline, como esa sangre que él había provocado y que le sabía a gloria, ¿y a Fausto también? Lo dudaba, pero le daba igual; como un dios generoso, ¡maldita ascendencia persa suya!, se lo había ofrecido como regalo, uno al que nadie podía decir que no, fueran las circunstancias cuales fuesen.

No, Ciro no iba a definirlas. Ni Ciro, ni Pausanias, ni Asdrúbal, ni Escipión ni ninguno de esos nombres que había adoptado antes de Mefistófeles, en quien había tanto de ellos como de Fausto, exactamente igual que al contrario; ¿acaso pensaba entonces el germano que sería diferente en su caso? ¡No! Le había reconocido como némesis, némesis y no rival ni contrincante, némesis porque lo ponía exactamente a su altura, a un nivel al que Fausto solamente podía aspirar pero que había requerido de demasiado para poder siquiera vislumbrarlo. No, eran iguales a su manera distinta, Ciro lo entendía bien, pero ¿porque tenía sentido o porque estaba loco? ¡Quién lo sabía! Aún mejor: ¡a quién le importaba!

Habían necesitado de sangre y sudor, no lágrimas, para llegar a aquello, pero ¿acaso no era siempre así con ellos? Pese a ello, aún faltaba un ingrediente para que todo estuviera completo; como el ser tan brillante y cruel que era, Ciro tenía la certeza absoluta de ello, y a diferencia de otros en su situación, que se habrían paralizado por las consecuencias de hacer realidad un acto tan definitorio, él sabía bien cómo actuar. ¡No por nada había fantaseado tanto con lo que estaba a punto de tener lugar, aunque estuviera a punto de alcanzar su clímax! No, el maestro de ceremonias continuaba siendo él pese a su papel delante de Fausto, admitiendo muchas cosas y las que le quedaban; ese lugar le pertenecía, y nada de lo que dijera el germano lo cambiaría. Él dominaba, en ese momento.

Porque yo he querido. Porque lo has provocado. Porque te he dejado llegar adentro, bien adentro, y has sido un catalizador. ¿Y qué? No creo en el destino, pero si lo hiciera, pensaría que el nuestro está unido inevitablemente. La culpa fue mía, luego tuya, otra vez mía, así hasta el infinito. Yo te hice a ti, que te tenías a ti mismo ya de base; tú me hiciste a mí, que me tenía a mí mismo de base. Perdido, doy lugar a destruido y reconstruido; quebrado, das lugar a fortalecido y caótico, ¡libre! Estamos empatados. Pero no me gusta estarlo, así que este es el final. Considéralo mi última palabra, pero no mi condena atroz, ya no. – reflexionó, encogiéndose de hombros.

Lo siguiente fue rápido, mas ¿acaso no lo había sido Ciro al hablar, tan excitado como se encontraba en aquel momento? La dureza física había abandonado su masculinidad hacía tiempo, y no iba a volver, pero eso era lo más parecido a un orgasmo que probablemente sentiría el antiguo diarca espartano: esa satisfacción de hundir al rival después de reconocer su valía, ese sentimiento de guerrero que nunca lo había abandonado y que lo llevaba más allá, a ganar siempre, a quien fuera. ¡Hasta si para ello era necesario buscarse a su propio enemigo y crearlo él! Por supuesto que Fausto había sido su culpa, lo reconocía, y por supuesto que había materia prima, pero en ambas direcciones, y antes de bailar con Mefistófeles, queridísimo Fausto, te conviene recordar algo: puede que sepa más el diablo por viejo que por diablo, pero si tiene ese título, es por algo...

Así pues, Ciro se abalanzó sobre Éline, no hubo otra palabra para definir su movimiento, y la golpeó con violencia y con un golpe seco en el vientre, sin hacerla sangrar. Eso ya lo había hecho, le aburría, quería algo diferente, y además así la hemorragia sería interna, en su útero, en el cerebro de su pequeño hijo, muriendo bajo el influjo de su... ¿qué habíamos quedado que era Ciro? Qué más daba. El vampiro calculó bien y le dio el golpe con la fuerza adecuada, acompañándolo de otros que dolían pero no mataban: ¿para qué liquidarla si viva pero abortando le haría más daño! Que a nadie se le olvidara, el objetivo era ese: que Fausto sufriera. ¡Sí, sufrimiento para él...!

Por eso, cuando las cosas se torcieron, Ciro no lo lamentó. Bien, sí, él no la había querido matar, sus golpes habían tenido un evidente efecto en ella pero no mortuorio, estaba más que claro; sin embargo, si moría, Fausto sufriría. De un modo u otro, cumplía su venganza; la satisfacción lo cubrió por completo, como el agua del mar rompiendo contra la costa, y exactamente igual que esta se desvanecería, el vampiro lo sabía bien. No obstante, Ciro se satisfizo completamente, y, teatral como siempre lo era, eligió ese momento para largarse. Su objetivo ya había sido cumplido, ¡allá Fausto con su dolor! Ya lo buscaría; siempre lo hacía. Ciro no sufrió al marcharse ni a poner fin a su papel. Ciro no sufría... Ciro continuaría más adelante en otra representación, con Fausto como antagonista, próximamente.

Mutis por el foro.

Fin de la función.
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Mensaje por Éline Rimbaud Jue Ago 24, 2017 4:00 am

Te descosimos entre todos. Te deshilachamos en hilos de oro y plata. Te rompimos como se rompen los amaneceres. ¿Y qué podíamos hacer si el Omnipotente lo había orquestado todo desde el primer instante? Él. Él solo lo decidió por nosotros, cuando el Lobo te robó la luz, cuando te surmegió en la fuente de la vida.


All that is done


El grito agrietó el cielo, lo desgarró como desgarrada estaba tu carne. El grito más doloroso, bello y lírico que yo haya escuchado; el que provoca la pena de una madre. El harapo blanco que cubría tu cuerpo se tiñó de rojo, creando una estrella escarlata allí donde antes crecía algo. Del temblor del mundo -tu mundo, claro- las piernas te fallaron e hincaste las rodillas en la arena suave de la playa. Detrás, el océano negro se comía el Universo para fusionarse con él. ¡Oh, qué tristemente hermoso! Recuerdo el viento revolviendo tus cabellos (de qué cosas más estúpidas se acuerda uno en los momentos de pérdida) y con tus manos pringadas de sangre, una sangre que era tuya y de vuestro hijo, acariciaste la mejilla del Lobo.


Los ojos brillantes, perlas rojas escapando de tus ojos, ahora más se dislumbraban más cuerdos que nunca. "Respira hondo", te dice. Las palabras que tú querías pronunciar se ahogaron entre lo que nunca fue, el mismo mar donde te perdiste. Querías decir cuánto lo sentías (tal vez lo hiciste). Oh, lo sentías tanto. Por no ser capaz de albergar una vida, por pudrir y haber sido pútrida. Por dejarte desvanecer como la espuma que iba a parar a esa playa.


is forgiven


Manos pegajosas, el rojo se había amalgado a tu cuerpo, tintándolo con el fuerte olor. Te detuviste un instante a contemplar tu sangre y la de tu hijo en tus manos. Fue el instante más extraño de tu vida, cuando comprendiste al fin que te estabas muriendo.

-No puedo, Lobo. Hay demasiado dolor.

Demasiado dolor en su mundo, incluso en el de su cabeza. ¿Cómo iba a soportar el inefable peso de cargar con el cadáver de su hijo? Palmas temblorosas que tomaron las garras del Lobo. Sangre con sangre. La de los dos, la de los tres. Las condujo hacia el vientre mutilado, pidiéndole a su guardián el último acto de gracia. Un indulto por su penosa vida. En los labios de la loca se formaban las palabras antaño impronunciables. La petición impensable; "¿Puedes acabar con mi angustia?"

El rostro del Lobo se desfragmentó en miles de cristales de espejo. Las lágrimas no te dejaban ver. Y sentiste la caricia de Dios en el vientre herido; la luz cálida que se lo llevó. A él. A tu niño.

En cuanto a mi; creo que ya he contado la historia que tenía que contar, y mi voz se apagará para siempre en el mundo de los vivos.


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Último acto {Fausto feat. Ciro} Empty Re: Último acto {Fausto feat. Ciro}

Mensaje por Fausto Jue Oct 05, 2017 6:25 pm

El oscuro maestro de la vida que había faltado siempre a su propia clase ya no dirigió más su atención hacia ese viejo fantasma que abandonaba la escena para cederle todo el protagonismo a otro espíritu que se escurría de sus brazos. O eso habría pasado si Fausto hubiera dejado que la falta de fuerzas que lo consumía entonces lo dominara como él dominaba todo, menos las emociones que le provocaban los dos seres que había enfrentado esa misma playa, aparte de su propio y trágico peso. Aun así, no lo hizo, no la soltó, no permitió que se escapara del rabioso temblor de sus dedos cernidos sobre su cuerpo a las puertas de lo inerte, incluso su egoísmo flaqueó también por un momento al preguntarse si no le estaría haciendo daño de verdad…

Pero él era el único pensante sobre la faz de la tierra que sabía tan bien como ella que el dolor de Éline Rimbaud ya la había conquistado, mucho antes que sus garras desesperadas por una salvación que no vendría. Podría venir, no era tarde, no era definitivo, él podría hacer que viniera, mas no debía venir. Sencillamente, no debía venir.

Sé lo que te estabas preguntando, hijo mío: '¿Vivirán alguna vez?' Hay respuestas que escapan a la perfección, quizá para darle un consuelo que tú ahora mismo no puedes entender. Tampoco quieres hacerlo.

Sólo había un alma, además de la que se había marchado, que pudiera detener la obsesa eficiencia de Fausto y en aquel cruento instante de cambio, fue la misma que tomó la decisión de hacerlo. La combinación más peligrosa de todas estaba en las manos ensangrentadas de quien fuera vagabunda, que las empleó para untar la suavidad del contacto en la piel de su lobo una última vez. El rojo con el que le impregnó la mejilla acariciada le pesó después, como si le hubieran arrojado al mar que a cada minuto subía más y más para tocarles, para morderles las rodillas hundidas en la arena mojada, para ser testigo de aquel suceso épico en el que el eterno insaciable se olvidó de cubrirse y su labor como cazador quedó momentáneamente obsoleta… Ni el entrenamiento, ni la meditación, ni el ego, ni cada una de las disciplinas que lo elevaban por encima del cielo y el infierno bastaron para empujarle durante los segundos, minutos, atisbos de tiempo que se descubrió literalmente sin saber qué hacer. Hasta cuando Georgius abandonó la vida por segunda vez, pudo tomar una decisión, pero ahí no era cosa suya. Ahí, el niño solitario sólo podía decidir cuánto más retrasaría lo inevitable.

'¿Y acaso pretendes dejarme solo?' dijo, pero no en voz alta. Él, quien dominaba también la lengua de los cuerdos, no habló en ese momento y ella, quien se abandonada al idioma roto de la locura, sí. La afilada ironía que cambiaba las tornas al final del camino para ilustrar aún más la evidencia: siempre se habían comprendido. Esa comprensión que barriera con los géneros, las clases y los motivos que encontrara a su paso ahora les llevaba a compartir la mayor de las intimidades que tenía la existencia misma: claro está, la muerte.

Fausto la miró hasta emborronarse la vista de un cansancio que seguía sin ser suficiente, la sostuvo con el doble de intensidad hasta temblar junto a su silueta. Tuvo el impulso de sellarla con un beso y no lo hizo por miedo a obstaculizar los últimos retales que pudieran quedarle de oxígeno, de vida, cuando él mismo terminó de incidir y rajar la última membrana hacia el otro lado. Rápida, conocedora e íntima, su eficiencia acabó sirviendo para colmar aquel deseo de la forma menos dolorosa posible. Abrazado a su gélida figura, con los labios tiritando contra sus cabellos pelirrojos y los ojos azules fundiéndose en el mar que alcanzaba a ver por encima de su cabeza, apoyada entre el hombro y el pecho, retuvo la partida de Éline hasta que fue real. Casi tanto como las lágrimas que permanecieron dentro; ahí ya había demasiado azul.

Vanidad, ambición, obsesión, codicia... aquella vez, mató sin ninguna de esas cosas.

Y así, todas las profecías que se hubieran escrito en algún lugar recóndito de las metáforas conscientes de aquella condena, se cumplieron. Con la excepción de una que aún permanecía virgen desde aquel amanecer en la India: 'el monstruo humano no sabrá amar'. Ah, pero sí sabía, lo había vuelto a aprender, y agradecía que en aquella segunda ocasión, al menos, la despedida hubiera sido de noche.


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