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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Serge Auric Mar Mar 28, 2017 10:07 pm


“I dream of massacres.
I am a garden of black and red agonies.”


El universo estaba conspirando en su contra. Lo estaba empujando a una locura más atroz, si es que tal cosa podía existir para un ser forjado en odio y destrucción como él. No sólo se estaba burlando de él, le escupía en la cara y Serge no era de los que toleraran los malos tratos hacia él. No le importaba si era un mendigo en la calle al que le podía romper las piernas, o el puñetero universo que, una y otra vez le birlaba la oportunidad de la inmortalidad. Como si de antemano las estrellas supieran de la desgracia que teñiría de rojo el mundo si un ser como él lograra alcanzar la ansiada eternidad.

La promesa se desvaneció ante él. Babenberg había desaparecido con el alba. Incluso ese vampiro de gafas, insignificante como era, no se había vuelto a cruzar en su camino. Pero una de las pocas características que redimían a Serge era su tenacidad. Él no se daba por vencido. Iba a gastar hasta el último de sus recursos en esa búsqueda suya. Mientras, dejaría huella en este mundo de mierda que tanto le disgustaba.

Con ese porte de señotito entró al Musée du Louvre al anochecer. Silbando una canción que había aprendido en algún burdel, y con las manos en los bolsillos. Encantador, como lograba serlo, saludaba a guardias y visitantes por igual. Se le veía despreocupado, contento incluso. Y el Infierno sabía que esa no era buena señal.

Sin detenerse a apreciar ninguna obra, fue directo a una sala donde un cuadro de dimensiones monumentales ocupaba toda una pared. Entonces ahí se detuvo, frente a la escena bélica de que narraba parte de la toma de Jerusalén. Kuvenko se lo había dicho alguna vez. Lo generosa que había sido en donar esa obra maestra al museo. Se sentía muy orgullosa de eso, y aunque Serge desconocía qué había sucedido exactamente, su temor de la desaparición de la vampiresa le fue confirmado hace apenas unos días atrás.

Inhaló y exhaló una, dos, tres veces y cerró los ojos. En su bolsillo derecho, donde aún escondía su mano, también tenía guardada una daga sencilla. Todo lo que no tenía en belleza, lo tenía en letalidad. La empuñó, nadie le estaba prestando atención. Y sonrió como si fuera a cometer su primer asesinato. De algún modo, iba a hacerlo. Soltó un bramido, una mezcla de rabia y dolor, brincó, encaramándose al lienzo y clavó la punta del puñal lo más alto que pudo, entre los caballos de dos cruzados. Bajó el arma con fuerza, desgarrando la tela, haciendo ese sonido de las fibras separándose, como un rugido. Fue hasta entonces que dos guardias fueron a su encuentro, tratando de detenerlo, pero Serge estaba hecho un energúmeno y a pesar de su complexión delgada, logró darles batalla, sobre todo cuando hirió a uno con el cuchillo.

Suéltenme —ni siquiera levantó la voz—. Quiten sus sucias manos de mí. No lo entienden… —y no, no iban a entender que era su forma de canalizar la frustración. Ninguno de los guardias, ni siquiera el herido, respondió mientras lo arrastraban a quien sabe qué lugar. Serge dudó que fuera a la calle. Había destruido sin escrúpulos una obra maestra del flamenco temprano.

Lo aventaron en una habitación. El guardia herido le escupió, aunque no logró mancharlo, y azotaron la puerta cuando se marcharon. Serge se mantuvo sentado en el suelo, tratando de imaginarse el castigo que iban a darle. O el escándalo que iba a significar su comportamiento, tratándose de un Auric, aunque no sería la primera vez que su padre y hermano pagaran a medio mundo para callar uno más de sus escándalos.

Esto ya no es divertido —habló para sí mismo, cuando los minutos transcurrieron en oscuridad, y nada pasó.


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Mensaje por Invitado Mar Abr 04, 2017 11:30 am

Había muchísimas características que podían aplicárseme, tanto en lo positivo como en lo negativo, a la hora de definirme como ser, no humano porque había dejado de serlo hacía mucho tiempo, pero sí como mujer, que era un término más apropiado para mí. En función de a quién se le preguntara, la definición que daría de la mujer en la que me había convertido sería diferente, igual que, por fuerza, también lo sería si se preguntaba respecto a un momento concreto de mi larguísima existencia. Por lo general, y dadas mis interacciones sociales, que debían mantenerse en el estatus que me correspondía, me había ganado fama de correcta y comedida, de ser con la más exquisita educación y una paciencia infinita, tolerante y respetuosa, lo cual encajaba perfectamente tanto con mi faceta de reina como con la de mecenas y dueña de un extenso museo en París. Esa era la actitud que debía mantener con súbditos y nobles por igual, con aquellos empleados a los que saludé, por la noche, cuando llegué al museo, y también con la mayoría de seres con los que me relacionaba, por un motivo o por otro; como tal, se había convertido en una costumbre, en una máscara de cuero viejo ya adaptado a mis rasgos que no me costaba nada ponerme, y que a veces ya identificaba como mi propio rostro. Es por eso que había llegado a un punto en el que apenas pensaba ya en ello, e incluso me lo tomaba con tanta normalidad que ni me planteaba que tal comportamiento no siempre había sido propio de mí, especialmente en mis años como neófita, donde la pasión y la volubilidad eran lo que realmente había regido mis emociones y mi comportamiento. Hacía tantos siglos que no tenía la oportunidad de que así fuera, de nuevo, que había olvidado echarlo de menos, y ni se me pasó por los pensamientos hasta que, estando sentada en mi despacho, uno de los guardias de seguridad que formaban parte de mi equipo entró corriendo a mis dependencias y, ante mi estoica mirada, me narró con la voz entrecortada el vandalismo que no habían sido capaces de impedir en una de las obras de mi colección.

Sin variar lo más mínimo la expresión de mi rostro, pues de lo contrario lo habría notado, me incorporé, con las manos apoyadas en la mesa de caoba brillante, y le pedí que me contara absolutamente todo lo que supiera al respecto. La calma con la que hablé fue aún más aterradora para él que si hubiera gritado, y su voz se volvió todavía más frenética, de modo que apenas si pude comprender todas sus palabras, en un francés tan cerrado que casi me hizo sentirme extranjera. ¿Y es que, acaso, no lo era...? Desde que me habían esclavizado me habían llamado bárbara, y pese a mis mejores esfuerzos por integrarme porque sabía que eso sería más beneficioso para mí, nunca había podido renunciar a mi vida mortal, a mi naturaleza como miembro de un clan guerrero, y guerrera a mi manera y aunque nunca nadie me hubiera entrenado para ello. Es por eso, por la certeza que me estaba recorriendo ante la visión miedosa del vigilante que me dijo que el cuadro era una donación de una mujer llamada Kuvenko (y no necesité más para saber exactamente a qué obra se estaba refiriendo, lo cual incendió aún más mis volubles ánimos), que decidí tomar cartas en el asunto y abandonar mi despacho, sin escuchar a dónde habían llevado al ladrón porque ya lo sabía: a un almacén vacío, situación que sólo era posible por el proceso de crecimiento en el que aún se encontraba mi museo. Era la única dependencia oscura y segura al mismo tiempo donde podía llevarse a un criminal para asegurarse de que pagara por su crimen, y eso era exactamente lo que yo iba a hacer, pero, por supuesto, a mi manera, pues por mucho que estuviera dispuesta a reconciliarme con mi pasado barbárico, no sentía el mismo agrado hacia la idea de convertir mi museo en un matadero. Así pues, me dirigí hacia allí sin la menor iluminación, dado que mis sentidos me permitían ver por dónde iba sin ningún tipo de dificultad; en silencio, con la agilidad que caracterizaba a mi especie, me adentré en la oscuridad donde el joven, lo capté enseguida (e incluso reconocí su olor) aguardaba, presa del nerviosismo, pero no de la culpa, porque esa no la sentiría, de eso estaba segura. – Serge Auric. ¿Tanto te ha roto el corazón la partida de la señorita Kuvenko que necesitas pagarlo destrozando su rastro? Qué patético, no me extraña que sigas siendo humano.
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Mensaje por Serge Auric Dom Mayo 28, 2017 6:13 pm


Una voz. Como un trueno que cruza el cielo nocturno y deja ver sus horrores por un breve segundo. Ominosa y presente. Cercana pero incorpórea. Serge se puso de pie y los golpes que los guardias le propinaron le dolieron todos, al mismo tiempo, pero no se quejó. Entornó la mirada en dirección a la voz, donde había surgido entre las sombras, pero no alcanzó a ver nada a pesar de que para ese entonces, ya se había acostumbrado a la escasa luz.

No supo qué de todo eso le molestó más. Quizá todo. Que quien quiera que estuviera hablando; una mujer, de eso sí estuvo seguro, y vampiro, ella misma se lo confirmó luego, pareciera saber su vida y obra. Hizo una mueca de disgusto más pronunciada a la que acostumbraba llevar puesta en esa cara de rasgos finos, como esculpidos por la misma daga con la que había perpetrado su crimen.

Imagino que es inútil presentarme, ya que parece saber mucho de mí —dio un paso al frente, con esa seguridad suya que a veces (siempre) parecía absurda si se tomaba en cuenta su complexión y edad. Un niño jugando a ser adulto. Pero ese mismo paso que dio, luego lo retrocedió, y uno más, aparte.

¿Conoció a Kuvenko? Maldita mujer, maldigo su nombre —pronunció todo aquello con un dejo amargo en cada palabra, en cada vocablo, en cada sonido que de su boca salió—. Soy mortal porque parece que ustedes quieren burlarse de mí. ¿Acaso les da miedo lo que podría hacer si me regalaran la inmortalidad? ¡Muéstrate! Demuéstrame que no es así. No soy de esos que creen en el destino, pero sí creo que todo llega a su momento. Y mi momento va a venir, más temprano que tarde —Serge, de por sí, no medía consecuencias. No sentía miedo como el resto, y en esa situación, dirigido por la furia, aún menos. Morir le daba exactamente lo mismo.

El problema era que, su meta real era morir, para revivir a una existencia que añoraba con tanto ahínco que parecía doloroso. Era su propia manera, muy personal, de sufrimiento. Uno que nadie iba a comprender jamás. Como nadie iba a comprenderlo a él mismo, como persona.

No sé quién eres, pero si eres inmortal, a lo mejor comprenderás lo que es un acto simbólico. Este fue un acto simbólico. Llámalo destruir su rastro. Sí, eso fue, y más. Su recuerdo, su legado. Ya no me interesa. ¿A ti te interesa? ¿O por qué estás aquí? Estoy seguro que tendrás que atender asuntos más importantes que lidiar con un pobre vándalo mortal —la última palabra vino con una entonación casi rabiosa. Como si, de estar cerca, Serge hubiera soltado una mordida hasta arrancar un trozo de carne.

Se movió en la oscuridad, aún con cierta torpeza, pues aunque ya no era tan molesto no ver nada, seguía sin… de hecho, ver nada. Pareció un cervatillo recién nacido dando tumbos. O un niño perdido en la multitud.

Lo que vayas a hacer, hazlo ahora. Pero… —sonrió. ¡Sonrió! Sólo a Serge se le ocurría sonreír en esa situación—. Quiero ver tu rostro antes —no estaba en posición de hacer esas exigencias. Porque fue una orden, no una petición, ni un último deseo antes de morir. Fue una orden porque sólo de ese modo sabía expresarse.


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Mensaje por Invitado Lun Mayo 29, 2017 2:41 pm

Una curiosa mezcla bullía en mi interior, una que combinaba la rabia más absoluta por la desfachatez que había cometido contra una de mis obras y la admiración por su audacia, que no podía sino ser producto de la desesperación, pero que, aun así, no dejaba de resultar digna de contemplar. ¿Acaso era frecuente ver a alguien que, en la más absoluta inferioridad, lejos de rendirse hace exactamente lo contrario: hincharse y demostrar una fortaleza a todas luces inexistente? Por supuesto, admiraría más su tenacidad si no hubiera cometido una afrenta hacia mí que no quería perdonarle ni tenía por qué hacerlo; aun así, el sentimiento permanecía, camuflado bajo la frustración que me provocaba cada una de sus palabras, dichas con tal certeza que casi parecía ser yo la intrusa allí. ¡Yo, la dueña del Museo, del cuadro que había decidido vandalizar en un acto de violencia que nada tenía que ver conmigo! Francamente: me importaba muy poco cuál era el motivo real de su rabia, aunque lo conociera porque había oído hablar de Melina; me importaba más que se hubiera creído con la potestad de pagarla conmigo y con mis pertenencias, que mi tiempo me había costado conseguir. Tal vez aquel cuadro, en concreto, no fuera en absoluto la joya que más valoraba de toda mi colección, pues otros lienzos ocupaban ese lugar preeminente; sin embargo, en tanto que coleccionista, valoraba la unidad que componían las obras que había acumulado, y ver un agujero en el lienzo, literal y figurado, de mi pasión, lógicamente me enfurecía. Sin embargo, no supe cuánto exactamente hasta que él no continuó hablando, inflamando un fuego que ya de por sí era intenso y estaba lejos de ser controlado. Serge Auric estaba buscando las cosquillas de un ser que se encontraba a un paso de la monstruosidad más absoluta, y sólo esperaba que luego no fuera tan descarado de culparme a mí de las consecuencias... como ya me culpaba de su mortalidad, por otro lado.

– Por supuesto, claro, la culpa es de todos y nunca de ti. Tú, que eres bueno y dulce, inocente y justo, ¿cómo no ibas a ser merecedor de que alguien te diera la bendición de la vida eterna? – ironicé, con una risotada poco delicada al final, como demostrándome a mí misma que la identidad elegante que había construido en torno a mi persona no era más que algo que fingía para camuflar a mi verdadero yo, el animal que mi sire había visto y había decidido transformar para regalarme la vida eterna. Por desgracia para él, yo no era como mi creador, y la bestialidad nunca era una de las características que buscaba a la hora de transformar a alguien. – Un crío no nos da miedo, y si a alguien se lo da, le recomiendo que se lo haga mirar. No, si nadie te ha transformado es porque no eres digno: esa es la verdad, nada más y nada menos. – afirmé, con frialdad y desprecio, y clavé las manos en las caderas con firmeza, la misma que estaba guiando todos mis movimientos en paralelo a la rabia y al desprecio. – ¿Me preguntas si entiendo un acto simbólico a mí, dueña de un Museo? Por supuesto, Serge, y por eso he venido en persona a ocuparme de este vándalo: lo llamo meterte en vereda y recriminarte que destruyas su rastro en algo que pertenece a otro ser. ¿Hay algo más importante que eso? – pregunté, y aunque él no me vio porque permanecíamos ambos en la penumbra, sonreí. No pensaba obedecerle, del mismo modo que tampoco iba a dejar que nadie me mandara, ya no, así que decidí hacer exactamente lo contrario a lo que él deseaba: permanecer en la sombra. Incluso lo hice a medida que me acercaba, en el más pesado silencio, para que no supiera dónde me encontraba hasta que no me tuvo detrás, golpeando sus rodillas para que las doblara con una milésima del respeto que me debía sólo por existir. – ¿Vas a disculparte, niño caprichoso, o tengo que partirte el cuello de una vez, sin plantearme siquiera conocerte más para ver si eres digno de mi vida eterna? – inquirí, con la mano en sus cabellos, sujetándolo.
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Mensaje por Serge Auric Dom Jul 23, 2017 6:18 pm


Escucharla hablar era como escuchar a un demonio. Uno que no puedes ver por su misma naturaleza. Escritores y teólogos habían discernido por siglos respecto al aspecto de los diablos, y en ese instante, escuchando aquella voz sin rostro, Serge estuvo seguro que era una tarea fútil. Que no existía manera de que los mortales pudieran si quiera empezar a bosquejar los rasgos de un ser demoniaco. Y ella, entre penumbra, lo fue para él en ese instante.

Por vez primera en toda su corta vida, Serge sintió el peso frío del temor sobre su vientre. No lo supo de inmediato, a falta de costumbre. Sólo fue una sensación nueva, y desagradable sobre su cuerpo. Misma que ayudó a atizar la lumbre de su furia. Movió los ojos, buscando la fuente de las palabras que a sus oídos llegaban. Cuando creía haberla encontrado, ésta ya se había movido. Sus puños se cerraron tan ceñidamente, que los nudillos comenzaron a ponerse blancos, y las uñas se clavaron en la carne. El dolor de aquello fue minúsculo ante el berrinche que estaba montando.

Lo merezco. ¡Lo merezco más que nadie! ¡Pero me han quitado la oportunidad más de una vez! —Se giró con violencia en su propio eje, y elevó la voz casi en un grito desesperado—. Tú no sabes nada. Hablas por todos los que son como tú, ¿acaso eres su líder? —Se mofó, sintiendo la muerte más cerca que nunca. Y eso que él, siendo como era, la había enfrentado en más de una ocasión, saliendo con vida de puro milagro.

Pues bien, aquí estoy… —fue a continuar retando, vociferando. Pataleando como niñito consentido, pues a final de cuentas, eso era, no obstante, el golpe que lo obligó a flexionar las rodillas lo calló—. Mierda —musitó y cuando creyó que iba a caer de bruces al suelo, algo lo detuvo de la cabeza. Del cabello, mejor dicho.

Sintió aquella mano helada impidiéndole terminar de irse contra el piso. Dedos como patas de una araña monstruosa. Respiró profundamente. La tenía cerca, pero no podía voltear para verla a los ojos. Para finalmente conocerla. Cuando le ordenó que se mostrara, una parte de él estuvo consciente que muy probablemente su captora no le hiciera caso. ¿Quién era él para ordenarle a un ser milenario? Porque a pesar de todo, si había algo que fascinaba a Serge, y algo que le despertara el más mínimo respeto, eran los vampiros. Su obsesión le ganaba a la cordura, al miedo y la sensatez.

Aquí me tienes. Hazlo. Quizá antes de morir por fin pueda verte a la cara. ¿Qué existencia es esta donde mis límites mortales me detienen? Es una que no vale la pena —dijo, apretando muy fuerte los dientes, de puro dolor y furia. No obstante, lo último encendió una vela en su propia oscuridad.

Se relajó todo lo que pudo. Respiró un par de veces con dificultad.

¿Y qué si lo hago? ¿Qué si me disculpo? ¿Mostrarás tu rostro y verás lo digno que soy de la vida eterna? —Sonó casi dócil, considerando. Cambió su talante a uno más flexible y negociador. Odiaba estar en desventaja, no obstante, veía en aquello un sacrificio que podía cometer, con tal de que la recompensa fuera eso que tanto buscaba: la inmortalidad.

¿Me vas a decir que esa era tu pintura favorita? Porque te dio la menos valiosa de su colección. Yo estuve ahí —aguardó, aún sostenido por la mano de la vampiresa—. Me disculpo por mi afrenta —finalmente dijo, la voz sonó monótona, completamente falta de emoción. Aunque había algo en todo ello que hacía creer que era sincero. No por el crimen, sino porque ahora, y ante la posibilidad abierta, en verdad buscaba el perdón.


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Mensaje por Invitado Sáb Ago 05, 2017 4:04 pm

Mi poder no provenía de mi posición, en la que su vida estaba literalmente en mis manos al encontrarme a un movimiento de distancia de romperle el cuello y obligar a su corazón a dejar de latir; no, mi poder provenía de su certeza de que lo que había hecho estaba mal, de conocer las consecuencias de enfadar a un vampiro y, aun así, hacerlo. Mi dominio provenía de mi fuerza, sí, pero también de unas circunstancias que él me había regalado y a las que estaba respondiendo con una arrogancia que, inútilmente, trataba de ocultar el aroma del miedo que desprendían sus poros, tan abrumador como intenso dada mi cercanía. Y, la verdad, no podía negar que me gustaba, como si me hubiera convertido en el símbolo de una justicia arcaica mezclada con su madre, que lo obligaba a pedir disculpas aunque no lo sintiera, como si las disculpas falsas fueran a servir de algo en su situación. ¿De verdad creía que iba a ser tan fácil tratándose de un vampiro? Es más, no solamente porque se trataba de un sobrenatural como lo era yo, sino que también era aún más complicado porque el lugar en el que se encontraba, el de su delito, era mi territorio, el cual había violentado e invadido sin mi permiso. Si eso no era un agravante, que viniera cualquier jurista del mundo y me lo dijera, pero de momento me estaba comportando con la magnanimidad de una emperatriz antigua pensándose un indulto, quizá un recordatorio de la época en la que había nacido. Tal acto me hacía plantearme cumplirle el capricho, quizá como una cruel muestra de buena voluntad antes de hacerle daño y realmente matarlo, aunque aún no sabía si lo haría o no. En condiciones normales, el daño a una pintura que, tenía razón, no era la más valiosa de mi colección simplemente traería como consecuencia que lo castigara con algo de lo que pudiera recuperarse, mas su osadía era tanta que las condiciones distaban mucho de ser normales, así que aún tendría que pensármelo un tanto.

– ¿Y...? ¿De verdad crees que tienes razón en algo de lo que dices? Si lo merecieras más que nadie, ya lo serías. Si el cuadro no tuviera valor, no te estaría castigando por su destrucción. Que no sea una obra maestra no le resta importancia, y más si ha sido un regalo; niño insensato, ¡piensa antes de hablar! – espeté, algo harta de su dramatismo, y en contraste con la dureza de mi tono, apoyé la mano sobre su coronilla, suave en el gesto y delicada en la presión que ejercía, como si no fuera un mismo ser. No debería sorprenderle, dado que los vampiros éramos tanto sombras como luz, en un claroscuro que pocos comprendían, pero que la mayoría eran capaces de respetar. – Bien, bien, casi me he creído tus disculpas... Algo de sinceridad parece que había, sí, por lo que considero que sí puedo mostrarte mi rostro. Qué menos, si voy a matarte, que ver quién es tu verdugo, ¿no lo crees así? – inquirí, con un tono de voz tan sosegado como el resto de mis movimientos, en contraste con el frenético latido de su corazón, tan fruto de los nervios como del miedo que, irremediablemente, aún me tenía. Yo, la verdad, lo prefería así; una cantidad saludable de miedo podía colocarlo en su sitio más rápidamente que la violencia real por mi parte, y tal vez si seguía así podía continuar sin matarlo, que parecía ser hacia donde me estaba dirigiendo aunque él creyera lo contrario. Para continuar con la racha de miedo que le estaba obligando a sentir, me tomé mi tiempo con los siguientes movimientos, deslizándome con calma a su alrededor hasta quedar frente a él, aún con el rostro en penumbra por el juego de la luz escasa de la habitación. Así permanecí un instante, quieta, tentándolo con la posibilidad de no enseñarle mi rostro, hasta que, sin previo aviso, realicé una genuflexión que me colocó a su misma altura, con su faz a apenas unos centímetros de la mía, ladeada. – Esto es lo que pasa cuando se te da un capricho: no quedas satisfecho. Vamos, tu rostro lo dice, ¿qué te pasa ahora? ¿Es que has visto un fantasma...? – bromeé, medio sonriendo.
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Mensaje por Serge Auric Dom Oct 22, 2017 4:07 am


El miedo, ese sentimiento que es capaz de invadirlo todo en un segundo, era aquel que distinguía a los humanos, la más sincera de sus sensaciones, cuando se mostraban tales cuales eran, invadidos por el pavor, sacrificándose o huyendo, sólo en ese instante de gélido temor se podía conocer con certeza las prioridades de los hombres. Sentirlo, aunque fuera por primera vez, era esa advertencia de que por sus venas aún corría sangre caliente de un corazón vivo y joven que bombea con fuerza. La sensación no le gustó, para nada, y no sólo porque lo vulneraba ante la mujer inmortal, sino también porque era un estigma, el de saberse humano, con caducidad y con todas las debilidades que eso conllevaba.

Agachó más el rostro al sentir la presión, y escuchó. No era la primera vez que se metía en un aprieto así con un vampiro, pero sí la primera vez que sentía la muerte cerca, acariciando su piel, susurrandole al oido, y encontró todo demasiado injusto. Antes, en sus otros encuentros, se trató simplemente de seres de la noche que lo confundieron con alimento, en esta ocasión había algo mucho más grande: la pintura.

Quiso reaccionar, pero cuando lo hizo, fue apenas para levantar la cara y verla de frente, rasgos finos y crueles cincelados en el mármol del tiempo. Era bella, y aterradora, y eso sólo la hacía más atractiva. Serge olvidó como respirar por un instante, aguantó un suspiro, simplemente hizo el cuerpo para atrás todo lo que pudo, que no fue mucho debido a su posición.

Al menos sé que la muerte es hermosa —dijo, y no había intenciones de halagar, lo dijo con toda su oscura sinceridad. Tragó saliva y cerró los ojos—. No, no estoy satisfecho, y eso que toda mi vida la he dedicado a cumplir mis caprichos —continuó—, una vida corta, y ahora que lo entiendo, incompleta también. —Abrió los ojos poco a poco, todavía estaba muy cerca de él. Soltó aire quedamente, como si no quisiera molestarla.

Dime, ¿cómo será mi muerte? ¿Lenta, una obra de arte? ¿O rápida, apenas un chasquido de dedos en la oscuridad? —preguntó. Quería saberlo, quería que le contara cómo iba a ser como si le relatara un cuento antes de ir a la cama. Serge encontraba deleite en esas impiedades aunque esta vez se tratara él mismo de la víctima—. Pero antes… sí, sí, antes de que continúes, no sé qué valor tenía para ti la pintura, más allá del histórico, pero lo lamento, y lo digo en serio. —Se llevó una mano al corazón y abrió ligeramente más los ojos, como si quisiera captarlo todo antes de dar el último estertor.

Estoy seguro que no te importa, pero te lo diré de todas formas. Yo ya estoy muerto —declaró e hizo una pausa, para luego continuar—: no sé dirigir mi ira, y creo que esta vez me va a costar caro. —De entre todas las cosas que pudo haber hecho, decidió sonreír. Sonrió de lado como un maniático. Con algo parecido a la alegría y a la maldad.

No sé dirigir mi ira, imagina lo que puedo hacer con la inmortalidad y una guia. Imagina los imperios que podría hacer caer —susurró esta vez, sin dejar de ver a su bello verdugo. Entonces soltó un suspiro, aguardando, sintiéndose tal como lo había dicho: muerto ya, sin esperanza. Alzó el mentón, y volvió a cerrar los ojos, a pesar de su posición de desventaja, mantuvo una dignidad que muchos hombres que le doblaban la edad envidiarían.


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Mensaje por Invitado Dom Nov 05, 2017 12:51 pm

Mi sire solía decir, cuando aún tenía la cabeza bien amueblada y sobre sus hombros, que sólo se conoce a alguien de verdad cuando ese alguien estaba a punto de morir, y aunque a veces sus delirios de grandeza le impedían decir cosas con sentido, los siglos me habían demostrado que, al menos en eso, no se equivocaba. Mil veces había presenciado cómo seres que en vida eran de una manera cambiaban por completo ante la perspectiva de morir bajo mis colmillos; las experiencias eran tantas que había perdido la cuenta, algo inevitable siendo una vampiresa antigua, y ni siquiera aquel joven fue una excepción, lo cual resultó un tanto decepcionante. Por otro lado, ese atisbo de su personalidad que salió a la luz en el momento de poner en peligro su vida parecía más interesante que su comportamiento anterior, intentando dialogar, pues hasta en las puertas del Hades mantenía la testarudez suficiente para intentar salirse con la suya. Si bien una parte de mí no podía evitar considerar su actitud como irritante, había otra que lo consideraba admirable, y en parte era por el comportamiento que había adoptado, una especie de admisión de la derrota sin hundirse por el peso de la insatisfacción de la muerte, esa gran desconocida, y que no era algo aprendido, sino innato. Por una vez desde que lo había descubierto casi con las manos en la masa, pude atisbar en él algo de potencial como futuro vampiro, y si bien mis últimas experiencias habían demostrado que mi criterio para elegirlos no siempre era el mejor, el pensamiento me atacó con tanta fuerza que me hizo detenerme y no matarlo... de momento. Claro, eso no significaba que me detuve por completo, y para alimentar ese terror sano que él estaba sintiendo opté por una solución intermedia: morderle el cuello con saña y beber de él hasta dejarlo débil, pero vivo.

– Eres humano, tu vida va a ser corta hasta si por algún tipo de extraño milagro logras sobrevivir hasta los cien años. – repliqué, justo al separarme, cuando su cabeza aún se encontraba en las nubes y mis dedos se deslizaron, rápidos, hacia los ríos de sangre que me caían por las comisuras de los labios para no malgastar ni una gota. En su cuello, pálido, las marcas de mis colmillos casi resplandecían, tanto por el brillante carmesí de la sangre como por el contraste de la piel oscura de las heridas con la tez blanquecina del cuello que no había destrozado por completo. – Eres joven, estúpido, irrespetuoso y demasiado ambicioso, impaciente hasta el extremo y lo menos parecido a alguien a quien desearía ver como vampiro que se me puede ocurrir. – expuse, relamiéndome los dedos con parsimonia y arreglando mi aspecto para que pareciera, de nuevo, la digna reina que toda la ciudad de París tendía a creer que era, especialmente cuanto más ocultaba mi naturaleza de inmortal. Tras comprobar que no quedara sangre en mis ropas, me incorporé y alisé la tela con cuidado, casi olvidándome de él, aunque en realidad no lo hubiera hecho e incluso siguiera con la idea de antes rondándome en la cabeza. Mala señal... – Y, dime, ¿para qué demonios quieres hacer caer un imperio? ¿Qué tiene de divertido el descontrol por encima de tus posibilidades? Crees que vales más que otros, incluso a las puertas de la muerte eres incapaz de renunciar a tu orgullo, pero esa losa tuya que cargas en la espalda te hundiría si te conviertes al final en un vampiro. Ninguno de nosotros termina bien si no es capaz de controlar ese carácter... te lo digo yo. – recriminé, negando con la cabeza al terminar de hablar, y entonces me dirigí hacia la salida, dejándolo todavía tendido en el suelo por culpa de la debilidad que yo mismo le había infligido. Sin embargo, y esa fue mi cruz, no me marché, sino que me giré para encararlo una vez más. – Dime, ¿qué estarías dispuesto a hacer por la inmortalidad? ¿Renunciarías a todo por ella?
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Mensaje por Serge Auric Lun Ene 08, 2018 3:14 pm


En penumbras y solo, algo en todo eso tenía sentido para Serge, que así fuera su ejecución, su muerte, exigua y anticlimática. Porque a pesar de su evidente delirio de grandeza, el chico se odiaba, u odiaba una parte de él, una parte esencial, su naturaleza misma, la mortalidad que cargaba como maldición inmerecida, entonces sentía que un final así, como el que estaba a punto de tener, era el castigo por la suciedad de su razón humana.

Quiso reaccionar, pero jamás iba a poder equipararse a un vampiro, y ésta fue más veloz. Sintió el mismo casi placentero dolor, que ya había experimentado antes. Un pobre vampiro idiota ya lo había mordido, no hace mucho, pero el muy imbécil se sintió incluso culpable, y lo cuidó hasta que Serge se sintió mejor. Esos rasgos de compasión y nobleza desagradaron a Serge a niveles insospechados, y una parte de él se decepcionó de los vampiros para siempre. No obstante, ahora, a manos de esta mujer, hermosa y letal como una espada forjada con el oro del Rin, supo que no correría con la misma suerte. Apenas soltó un silbido de dolor, más como un suspiro.

En cuanto ella hubo terminado, Serge cayó al frente, sin siquiera poder meter las manos, pero vivo. ¿Por qué seguía vivo? Era un regalo, u otra condena, porque al parecer lo estaban castigando en vida por todas las atrocidades que ya había hecho, a pesar de su juventud y su humanidad.

No… no… —dijo, pero estaba débil. La mujer sabía lo que hacía, sí, lo había dejado con vida pero apenas. Un hálito nada más, una pequeña, insignificante porción. Estaba mareado, aturdido, dolorido y cansado. Necesitaba comer, si no quería morir en serio—. Eso es… —Fragmentos de frases incoherentes, eso era todo lo que brotaba de su boca. Apretó los ojos, al abrirlos, la vio alejarse y trató de alzar una mano, para detenerla.

Sacando fuerza de la misma tozudez que ella le criticó, logró girarse en el suelo y quedar boca arriba. Su pecho subía y bajaba con dificultad y lentitud. Cada respiro era un martirio. Cada jadeo lo anclaba más a la vida, y lo acercaba más a la muerte. Se estaba debatiendo entre ambos, literalmente.

Todo —entonces respondió—, estoy dispuesto a todo por la inmortalidad —dijo, y se quejó, decir tantas palabras fue un esfuerzo descomunal—. Soy todo eso. Todo eso que dijiste, lo soy, pero necesito guía, y si no quieres arrasar imperios… —Tosió, y se quejó de nuevo—. Si eso no es lo que quieres, puedo levantarlos también. Sólo necesito las armas. —Se dolió ahí, todavía tirado, mirándola a ella a veces, desenfocada, y al techo también. Luego cerraba los ojos y sentía que el dolor iba a vencerlo. Que iba a morir no desangrado, sino de dolor, de agotamiento. Sintió la boca seca, la garganta le ardió y se movió un poco, como tratando de empuñar lo poco que le restaba de vida a su cuerpo, y no dejarlo escapar.

Toda mi vida —dijo, a pesar de la clara agonía en la que estaba—, busqué trascender, y sólo la inmortalidad me pareció adecuada para mi misión. —Rio, sí, rio ahí mismo, y fue un sonido triste, patético y débil—. Y mira ahora, voy a morir aquí, todo por vengarme de la mujer que me prometió eso que tanto quería, y desapareció antes de dármelo. —Rio otro poco y eso lo hizo girarse, para quedar de costado, con la cara hacia donde ella estaba.


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Mensaje por Invitado Dom Ene 14, 2018 9:46 am

Por supuesto que su respuesta iba a ser afirmativa, ¿le quedaba a alguien alguna duda al respecto? Un hombre que había anunciado, por activa y por pasiva, sus intenciones de convertirse en vampiro, que había bailado al son de los designios de una vampiresa como la que lo había abandonado y que, finalmente, había intentado convencerme a mí de que lo transformara, ¿qué iba a responder si no? ¿Que se lo había pensado mejor y había decidido renunciar a un sueño que era más bien obsesión? No, las ideas con esa fuerza no se eliminaban con solo desearlo, incluso en el caso de que lo hiciera, pero la firmeza con la que, aun moribundo, estaba defendiendo su posición me resultaba casi enternecedora. Énfasis, por supuesto, en ese pequeño y desesperante casi, que me impedía tomarlo completamente en serio y aceptar su petición de transformarlo así sin más, pese a que la situación casi parecía exigírmelo al encontrarme llena y satisfecha de su sangre cálida y deliciosa, a la que la otra vampiresa había renunciado. No me engañaba al pensar que era su última opción, que si Kuvenko le hubiera dado lo que quería no habría pasado nada de lo que nos había arrastrado a la situación en la que los dos nos encontrábamos; mi orgullo se oponía a ser colocada en último lugar, sobre todo en contraposición a una vampiresa a la que no le tenía el menor aprecio, aunque la conociera. Eso y las malas experiencias del bastante reciente pasado me estaban echando hacia atrás, pero al mismo tiempo sentía curiosidad por saber si él, desesperado por el abrazo de la inmortalidad, planeaba cumplir todo lo que estaba diciendo o se trataban de promesas del lecho de muerte, fruto solamente de la desesperación de verse al borde del abismo sin haber conseguido nada de lo que deseaba. Ah, cuán difícil tesitura...

– Supongo que podrías tener un punto de razón. Transcender es complicado cuando tu vida dura menos que un parpadeo en los ojos de Clío, la musa de la Historia. – reflexioné, acompañando a mis palabras de un parpadeo que tenía bien poco de casual y tras el que me incorporé y me dirigí a la salida de la sala, bajo su atenta mirada, desesperada de poder demostrar algún tipo de emoción con la debilidad que lo embriagaba. Una vez allí, me dirigí hacia el guardia que vigilaba la estancia y le pedí que trajera alimentos y vino para mí y mi acompañante, y hasta que no volvió con la bandeja llena no me volví a reunir con Serge, tirado en el suelo como un guiñapo, totalmente bajo mi control. En momentos como aquellos entendía a mi sire, con su obsesión por la dominación y por hacer que otros obedecieran cada uno de los deseos que se le pudieran pasar a alguien por la cabeza; con Serge, desde que lo había visto profanar algo que me pertenecía, me sentía igual, y por eso decidí ocuparme yo misma de su manutención, como el esclavo en el que quería convertirlo. – Álzate. – ordené, y él lo hizo como pudo, con esfuerzo y tomándose el tiempo que yo utilicé para servir vino en dos copas y alargarle un racimo de uvas, quizá con la idea de que su dulzura pudiera ayudarlo a recuperar algo de fuerzas. – Te he dicho que no te quiero muerto, pero no creo que seas digno de abrazar la inmortalidad. – afirmé, y él iba a hablar, sin duda para discutirme, pero alcé un dedo con muda autoridad y él se calló. – Sin embargo, podrías intentar convencerme. Te propongo algo para probar tu valía: conviértete en mi esclavo. Si, en ese tiempo, decido que lo mereces, te transformaré; si no, me ocuparé de ti. – propuse, y nada en mi tono de voz dejaba dudas con respecto a qué me refería con lo último.
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Mensaje por Serge Auric Jue Abr 26, 2018 11:39 pm


Comenzó a sentir frío, como si al alejarse ella, se llevara todo el calor del mundo. Irónico, ¿no? Cuando se trataba de un ser gélido, literalmente muerto y anclado al plano terrenal por una maldición que iba más allá de su entendimiento. ¿Ella habría descubierto ya los misterios de la inmortalidad? Si seguía ahí, convulsionando en el suelo, probablemente nunca lo sabría. Primero fueron las puntas de sus dedos, luego las manos enteras, los brazos y cuando ese frío estuvo a punto de alcanzar su pecho, ella regresó.

¿Por qué?

Escuchó la orden y batalló contra su propio cuerpo, siendo apenas una patética sombra del Serge que usualmente era, no sólo altanero, sino lleno de energía, que usaba para torturar y castigar, para hacer su santa voluntad y ahora estaba a merced de cualquier depredador. Hubo algo reconfortante en el tonto pensamiento de que al menos se trataba de un vampiro. Había una admiración sorda por esos seres que volvían completamente subjetivo a Serge, que era joven, desde luego, pero demasiado listo para su propio bien.

Como pudo, al fin se incorporó y aceptó los alimentos ofrecidos. El sabor dulce de las uvas no sólo le regresó la vida que casi se le había escapado, sino que le quitó el sabor amargo de su saliva y hiel. Mantuvo el rostro agachado, con los mechones de cabello oscuro tapándole lo ojos. Sólo levantó la cara, consumida y pálida al escucharla.

Estaba en un dilema, porque si pudiéramos definir a Serge en una sola palabra, esa sería orgulloso, ahora ponían en la balanza eso con su deseo más febril, su anhelo más preciado. Se mordió los labios resecos y sintió de manera más aguda el dolor ahí donde había sido atacado. Hinchó los pulmones con aire y se miró las manos temblorosas.

Acepto —dijo en un hálito, con los ojos hundidos y desencajados, rodeados de oscuros halos, casi sobrenaturales—. Estoy seguro que…, no… —Pareció todavía sumamente torpe a la hora de articular ideas, ¿y quién podía culparlo? Casi se moría; además fue distinto a aquella vez que el vampiro sueco lo mordió, Amanda sabía perfectamente qué hacer para dejarlo débil e indefenso, pero sobre todo humillado, sin embargo, vivo al fin y al cabo. La envidió, la envidió muchísimo, ese poder de dominación y destrucción era lo que quería. Sacudió la cabeza.

Lo haré, te convenceré, y si no, aceptaré la muerte. —Por fin pudo decir lo que quería desde el principio—. Obedeceré, aprenderé, seré digno. —Se llevó una mano, sucia de sangre y de jugo de uvas al rostro, se lo limpió con el dorso. Lucía como un niñito que no ha dormido bien y está de mal humor, tan pequeño y tan tierno en su enojo.

Antes ya había aceptado irse con una vampiresa, volverse su consorte para que al final le regalara la inmortalidad. Nada de eso sucedió y regresó a la casa Auric sin dar detalles de su ausencia, y su padre y hermano tampoco le hicieron muchas preguntas. ¿Qué había de diferente ahora? En esencia era lo mismo, desaparecer de la sociedad francesa, que lo tenía como un soltero codiciado, pero en los detalles las situaciones eran muy distintas; antes se fue con una posición privilegiada, ahora sería eso que ella había dicho, un esclavo, el gran y mimado menor de los Auric, reducido a nada.

Consummatum est —dijo en latín, intentó caminar, pero al primer paso casi cae de bruces así que se detuvo. La miró, rogándole que le ayudara, aunque no se lo dijo. Sus ojos sólo fueron un par de zafiros en la oscuridad.


Última edición por Serge Auric el Dom Jul 22, 2018 11:00 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Invitado Miér Mayo 23, 2018 1:16 pm

No tenía, debía reconocerlo, la mejor relación con los esclavos. Entendía la necesidad de poseerlos, sobre todo en una posición regia como la que yo llevaba ocupando un tiempo; comprendía el efecto que podía tener sobre mí, las habladurías que traería consigo, la decisión de negarme, pero no podía evitar recordar mi pasado como tal y sentir que, realmente, era algo injusto coartar de ese modo a alguien que quizá no lo merecía. Ahí, sin embargo, se encontraba el quid de la cuestión: me oponía a la servidumbre forzada de aquellos a quienes no les habían dado más opción y cuya mera existencia era la causa que se enarbolaba para justificar su estado, pero la situación con Serge no era, en absoluto, semejante, y ante mis ojos (y los de cualquiera un poco razonable), eso marcaba la diferencia. En primer lugar, le había dado una elección que a mí, hacía más de mil años, nadie jamás me había ofrecido ni habría imaginado siquiera ofrecérmela ni por un momento, por mujer y por extranjera. En segundo lugar, su servidumbre era fruto de un castigo por una ofensa que no sólo había cometido casi ante mis ojos, sino que incluso era algo en lo que se había regodeado, con toda la alevosía posible, esperando una reacción por mi parte que, pese a ello, no sería un premio. En tercer lugar, y quizá era el motivo más importante de todos, si había decidido humillarlo siendo muy consciente de que eso era lo que estaba haciendo había sido, únicamente, por someterlo. Ese carácter suyo, que lo llevaba a ofender el mío propio de un modo que no iba a permitir a un crío mortal que necesitaba algo de mí, no sobreviviría si lo que deseaba era que lo convirtiera en un inmortal, así que tenía que encargarme de destruirlo antes de plantearme, siquiera, otorgarle el don que yo me había merecido hacía una auténtica eternidad.

– Amén. – respondí, con un amago de sonrisa y dándole, a continuación, un sorbo al vino, como una suerte de bebida ritual en aquella eucaristía en la que yo había bebido su sangre para que, quizá, él bebiera la mía en el futuro y me convirtiera así en la diosa que merecía ser si aceptaba su chantaje para transformarlo en inmortal. Aún con el frío metal del recipiente compitiendo con el de mis dedos, que lo sujetaban, contemplé sin un ápice de amabilidad su paseo desesperado, tropezón incluido, para alejarse de mí. Con la misma expresión sostuve su mirada, excepto porque a medida que pasaban los segundos se me iba dibujando una sonrisa que notaba cruel en los labios, regodeándome de la debilidad que yo misma le había provocado y que le estaba obligando a suplicar una ayuda que en condiciones normales jamás se atrevería a pedir, con o sin palabras. Aquellas, por supuesto, no eran circunstancias normales, ni para él ni para mí misma, y mientras la súplica comenzaba a hacer acto de presencia en su rostro y, no me cabía duda, en sus pensamientos, me tomé mi tiempo para consumir el vino que me quedaba en la copa y saborearlo bien, como el fruto de la vid merecía. Sólo cuando pareció que pasaba una eternidad, aunque para mí apenas fue un suspiro, decidí premiarlo con mi presencia; más aún, con mi contacto. Le permití que entrecruzara el brazo con el mío y que volcara su peso en aquel apoyo que no me movió de mi sitio, ya que era mucho más resistente que él en su eterna e infinita fragilidad, y, convertida en su bastón improvisado, lo conduje lejos de allí, con paso casi procesional por la lentitud con la que estábamos avanzando, mi única muestra de generosidad hacia él. – Pagarás un alto precio por cada pecado de soberbia que cometas, Serge. No creas que me voy a olvidar de nada, esto incluido. – advertí, y hasta así fui más generosa de lo que él merecía tras su comportamiento.
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Mensaje por Serge Auric Dom Jul 22, 2018 11:39 pm


Cuando Serge soñó con la inmortalidad, cuando unido a la única persona a la que había llamado amigo, Arrietty, la hechicera muerta a manos de la Inquisición, jamás imaginó que su camino lo fuese a conducir a ese punto, el más bajo de su vida, creyó, y en un pesimismo que no era usual en él, tuvo que agregar: «de su vida hasta ahora», porque era joven y sólo Satanás en el infierno sabía qué torturas y vejaciones Amanda tenía preparadas para él. ¿Sería capaz de resistirlo? Y es que jamás se había cuestionado su resiliencia, sobre todo porque jamás había tenido necesidad, siempre había gozado del privilegio y el permiso de su posición social, era cruel y era salvaje con los demás y la gente tenía que aguantarlo porque, aunque era el escaño menos importante en la escalera Auric, era un Auric, al fin y al cabo.

Se sostuvo de la inmortal y la soslayó, muy atento a sus palabras. En cualquier otra circunstancia habría respondido con algún comentario agudo y se habría quejado de la lentitud con la que avanzaban, aunque esto segundo sabía que era incluso por su propio bien, pues no poseía la fuerza ahora mismo para caminar más rápido. No obstante, se calló, un poco por instinto de supervivencia y otro poco porque dolía como los mil demonios. Todo dolía, le dolían los párpados y entre los dedos, y donde nacía el cabello y las uñas incluso.

¿A dónde vamos ahora? —preguntó, rompiendo el silencio que duró algunos segundos, minutos quizá—. ¿Qué clase de esclavo seré? ¿Tengo permitido preguntar eso? —Giró el rostro para verla, todo el suplicio que le significaba no sólo caminar en ese instante, sino aceptar su destino, dibujado en los rasgos hermosos heredados de su madre, finalmente, la escultura del demonio en el que se había convertido, aunque era injusto echarle la culpa a Régine de todo el daño que Serge era capaz de hacer, aún en ese instante.

Hubo una nota altanera en su voz, pero no porque quisiera retar a Amanda, sino porque aquello era inherente a él y aun cuando se quería mostrar dócil, le era inevitable. Y quién podía culparlo por querer prepararse mentalmente a lo que se le venía encima. Aunque quizá, eso mismo fuese parte de la tortura, en no dejarle saber la historia completa. Lo meditó, él mismo experto en proferir dolor y angustia, sin duda era algo que él haría con una potencial víctima, porque había algo dulce y brutal en mantener en la ignorancia al otro. Suspiró.

Cuando vine hoy al museo, mi meta era sólo dejar una marca imborrable en algo invaluable, era como… como… lo más cercano que iba a estar de la trascendencia a través del tiempo. Yo… —Entonces rio con ironía—. Yo no imaginé que el Louvre estuviera a cargo de un vampiro, sino quizá no me hubiera atrevido. Veme agora, apenas un guiñapo, es la primera vez que enfrento las consecuencias a mi comportamiento destructivo. —Tosió. Pareció con intención de querer decir más, pero se contuvo, sobre todo porque la tos se prolongó.

Era extraño, aunque no inverosímil, que Serge decidiera hacer esa confesión. Ni siquiera sabía si iba a sobrevivir para mañana, y le solía, oh, claro que le dolía, estar en esa situación, pero si era su única esperanza para obtener la inmortalidad, que el mundo se jodiera aunque eso lo incluyera a él. Aunque su realidad se viera trastocada como lo estaba siendo. Aunque significara la propia inmolación. Estaba en ese punto de su vida (tan corta, tan excesiva) en el que ya importaba el qué o el cómo, sino simplemente completar la misión.

Serge estuvo seguro en ese instante, porque siempre lo había estado, que había sido escupido a la Tierra desde el Averno para obtener el maravilloso y huidizo don de la inmortalidad. Tal vez, hasta el momento, lo había hecho todo mal, tal vez debía caer así de bajo, aguantar así de tanto, para conseguirlo finalmente.


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Mensaje por Invitado Mar Sep 18, 2018 11:59 am

Demasiadas preguntas. De no haber sido inmortal, la perorata incesante del crío que llevaba del brazo me habría provocado un dolor de cabeza horrible, y aunque era muy consciente de que él, en realidad, no había hablado tanto, no podía evitar sentir absoluto disgusto por cada uno de los sonidos que escapaban de sus labios, fueran palabras o fueran simples quejidos de dolor. Su crimen no se limitaba únicamente a haber profanado una pintura que me pertenecía y a no haberse arrepentido de ello cuando había tenido la oportunidad; no, su crimen, en mi opinión, era su arrogancia, esa valiente ignorancia que parecía resultarle adecuada como excusa cuando, para mí, no lo era en absoluto, ¡ni por asomo! Podía escudarse en esa falta de conocimiento cuanto quisiera, pero la realidad era que, para mí, no serviría lo más mínimo, y aunque eso era algo que todavía él no podía saber, pronto terminaría descubriéndolo porque me aseguraría de que así fuera como que mi nombre actual era Amanda. Así pues, continué nuestro camino a aquel paso casi procesional, como si quisiera que nuestra actitud se pareciera lo más posible a un juicio divino como el que él iba a recibir por mi parte, y permanecí en obstinado silencio mientras él hablaba porque no deseaba responder a sus preguntas, y como tal era mi voluntad, así se hizo: la primera muestra de una autoridad que él iba a terminar conociendo quisiera o no. Sin distracciones, por tanto, Serge y yo nos adentramos en la oscuridad de la noche parisina hasta llegar, al cabo de un rato, a un edificio que estaba relativamente cerca de Notre Dame y que por fuera no era gran cosa: sólo una casa más, apenas diferente a las que tenía alrededor salvo por un par de detalles básicos que sólo se veían por dentro y que él descubrió en cuanto le obligué a cruzar el umbral.

– Por lo pronto, vienes aquí. – afirmé, cerrando la puerta detrás de nosotros. La pesada hoja de madera cortó, con su movimiento, con toda la luz que provenía del exterior, y me obligó a encender las velas que contenía el candelabro con el que después me hice, obligándonos a ambos a una semioscuridad en la que yo me sentía mucho más cómoda que él, como era de esperar por mi naturaleza. – Te recomiendo que te mantengas todo lo cerca que seas capaz, Serge, esto es un laberinto y no querría ser responsable de que te pierdas. – advertí, con una preocupación tan falsa en la voz que en cuanto terminé de hablar se me escapó una risa casi cantarina, de no ser por la crueldad que hasta yo misma capté porque no dejaba de regodearme en ella. Permitiéndole aún unos segundos de margen, comencé a caminar en dirección hacia la puerta que teníamos enfrente en aquel largo pasillo y que sólo se podía abrir con una llave que yo poseía; en cuanto él me siguió, nos adentramos en la estancia y empezamos a caminar, escaleras abajo, hasta que pronto quedó muy claro que eso no era un sótano cualquiera, sino una de las muchas entradas que tenían las Catacumbas de París. – La eternidad, esa trascendencia en el tiempo que buscas con absoluta desesperación y con aún mayor alevosía, tiene un precio muy claro: la oscuridad. – expliqué. Parecía evidente para cualquiera que conocía mi raza que no podíamos salir al sol o, de lo contrario, estallaríamos en llamas, pero aunque ese conocimiento resultaba casi vox populi, no lo eran tanto las implicaciones de despedirse del amanecer y de la luz del astro rey por siempre, de modo que esa sería mi primera lección. – Vas a pagar las consecuencias de los actos, sí, y empezarás haciéndolo así: preso en las Catacumbas, sin ver la luz ni conocer la compañía, hasta que yo decida que ya basta. – anuncié, y para asegurarme de que se cumplía mi voluntad lo conduje hasta una cueva que, decorada con esqueletos de las personas que habían encontrado allí su descanso, se convertiría en su celda.
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