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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Benjamín Revueltas Lun Oct 30, 2017 11:25 pm


“Quiero seguir, ir más allá, y no puedo:
se despeñó el instante en otro y otro,
dormí sueños de piedra que no sueña
y al cabo de los años como piedras
oí cantar mi sangre encarcelada.”
— Octavio Paz, Piedra del Sol


Huir. Huir no era lo que mejor sabía hacer, pero sí lo único que le quedó, cambiando pieles como un nahual. Máscaras y máscaras para poder salir de la tierra donde echaba raíces, donde su sangre hacía correr los ríos, y sus sueños e ideas hacían florecer las dalias blancas como el vestido de una novia. Huir no era lo que mejor sabía hacer, sabía invocar a sus ancestros, y al agua (el Señor de las Aguas hablaba a través de él), y sabía curar males de amores y de los pulmones, dolores en el alma, a veces, y dolor en el cuerpo, siempre. Benjamín odió cada instante que pasó en alta mar, la decisión que tomó, no…, que le obligaron a tomar. La de dejar atrás la tierra negra de los zapotecas, con tal de salvar el pellejo. Su abuela estaba muerta, y su única opción era su padre. No para vivir, sino para no morir. Aún no podía morir. Aún tenía cosas que hacer aquí, y luego sí, al Mictlán con el señor Mictlantecuhtli, con un trago de pulque y otro de mezcal.

Entre todas las cartas que su padre escribió a su abuela, encontró conexiones que le servirían para dar con él. No sabía si seguía en España, o habría cambiado de residencia, no sabía nada. Eligió a alguien que su padre mencionó dos veces, una mujer. En una parada en las Antillas Españolas, le escribió a esta persona, no le reveló su identidad, sólo le dijo que tenía que hablar con ella sobre los Revueltas. No quiso escribir directo a la última dirección que tenía de Felipe, pues no podía enterar a sus abuelos paternos que él existía, esto era mejor, más seguro. Le dio un aproximado de cuándo estaría pisando suelo europeo, y continuó la travesía.

Así, finalmente, Benjamín llegó a Huelva y de ahí se movió a Madrid. Se coló entre un grupo de indígenas que iban como sirvientes de algunos nobles. Ganó rápido el aprecio de los capataces porque les ayudó de intérprete, y mientras éstos dormían, les dio un veneno para que no despertaran. Su poder, para entonces era débil, casi no podía sentirlo, aunque notó que conforme se aclimataba, éste volvía a fortalecerse. De ese modo, liberó a los indígenas y les aconsejó regresar a la Nueva España, pues ahí iban a acabar de todos modos como esclavos, o peor, muertos. Y continuó su viaje hasta la capital, donde se vería con ella, con Abigail Zarkozi.

Rentó un cuartucho en una posada, y todos los días fue a la Puerta del Sol, siempre durante las horas más calurosas de la tarde. Ahí le había dicho que se verían, y dado que estaba viajando, no pudo recibir una carta de vuelta, confirmando la cita. Lo único que le quedaba era esperar, tener fe. Su abuela siempre había tenido fe, pero a él, por otro lado, le costaba más trabajo.

Para entonces ya había conseguido un trabajo como albañil. Se hizo de él gracias a sus habilidades, no iba a negarlo, mismas que continuaron fortaleciéndose, pero jamás como se manifestaban allá en su tierra de guerreros águila y jaguar. Ahí se sentaba por horas, hasta que algún policía llegaba a quitarlo, y sólo se iba con la puesta del sol.

Esa era décimo quinta vez así. Aguardando, comiendo una manzana, adaptándose a este nuevo país, el de su padre. Entonces, esas fuerzas que poseía, sobrenaturales y salvajes, se removieron en su interior cuando una mujer se fue acercando hasta donde estaba él. Se limpió la boca con el puño de la chaqueta que llevaba y tiró el corazón de la manzana.

Abigail Zarkozi —dijo, sin titubear, estando seguro. Su voz con ese tono siseante del zapoteco, aunque capaz de hablar en castellano. Esperó que la mujer dominara ese idioma también, sino sí que sería un problema—. Yo soy Benjamín, creí que no iba a verla —continuó. Hubo algo, una resignación imperfecta en lo que acaba de decir.


Última edición por Benjamín Revueltas el Jue Nov 30, 2017 10:47 pm, editado 3 veces


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Mensaje por Invitado Dom Nov 05, 2017 12:44 pm

Debía de estar realmente desesperada por salir de París y de mis labores como inquisidora si estaba dispuesta a hacer caso de una carta que me había sido enviada desde muy lejos por alguien a quien no conocía y preguntándome por alguien de quien, en realidad, no sabía demasiado. Más desesperada tenía que estar aún para plantearme en serio cruzar los Pirineos y viajar hasta la villa de Madrid, que, en comparación con París, parecía más un pueblo que la capital de un reino otrora poderoso como el español. Dado que había terminado por ceder, no me quedaba más remedio que admitir que sí, estaba desesperada, pero ¿alguien podía culparme? El trabajo de líder de la facción de los soldados en la Inquisición, rama francesa, podía ser tan cargante, especialmente con una mano derecha díscola que sólo quería ahorcarme y quedarse con mi puesto, que no dejaba de buscar la manera de liberarme de las ocupaciones, bien fuera a través de salidas a misiones que solían ir bien o de cualquier otra manera posible. Dado que apenas tenía tiempo para escaparme al burdel o para apropiarme de los servicios de un hombre o mujer que me sirviera para desahogarme, tenía que buscar las ocasiones con mucho cuidado, y lo cierto era que, pese a los inconvenientes, la carta me vino de perlas. En realidad, ese era mi motivo para querer viajar hasta Madrid, no tanto ayudar a alguien que no conocía en una situación que no me era demasiado cómoda; por eso, lo planifiqué con cuidado, valiéndome de una visita a la Archidiócesis de Toledo, con la excusa de tratar asuntos de la Inquisición, para poder escaparme sin que nadie me lo discutiera. Dado que nadie lo hizo, ¡y pobre del que se hubiera atrevido a intentarlo!, pude preparar mi equipaje con cuidado, llenándolo tanto de armas como de ropajes y de libros para pasar el rato, porque intuía que el viaje iba a ser largo, en demasía.

Ah, cuánta razón había tenido... Sin contar las veces que tuve que cambiar de caballos, los retrasos ocasionales, el maldito tiempo que no pasaba o que me pilló la luna llena durante uno de los trayectos, me llevó mi tiempo concluir el trayecto y encontrarme en Madrid, más aún porque, para cumplir con la excusa, tuve de verdad que desviarme a Toledo y reunirme con inquisidores en el Palacio Arzobispal. Mirándolo por el lado bueno, y a aquellas alturas era lo único que me quedaba para no terminar de convencerme de que el viaje había sido un gran error, eso me permitió desempolvar mi español y camuflar mi natural acento francés con uno más castizo, totalmente propio de la zona de Castilla a la que me había desplazado. Dejando aparte lo mucho que me disgustaba el sonido chulesco y arrastrado de la variedad de la lengua, me venía bien para que no me tildaran de gabacha y me odiaran simplemente por venir de más allá de los Pirineos, de modo que lo estuve practicando en cuanta ocasión tuve, incluso cuando ya me encontraba hospedada en una pensión de Madrid. Ésta, cercana al Palacio Real, se encontraba en una zona bastante tranquila, siempre según los estándares de la casi siempre sucia villa, pero la citación que había recibido me invitaba a acudir a la Puerta del Sol, de modo que tuve que trasladarme hasta allí. Harta, como me encontraba, de los carruajes, decidí acudir caminando porque la distancia me resultaba asequible, y gracias a que me encontraba ataviada con mis mejores galas de madrileña de pura cepa no hubo nadie que intentara interrumpirme para que les diera una limosna. Sí que los hubo, pícaros como tenían la fama de serlo, que intentaron robarme, pero en cuanto encontraron una navaja más cerca que un saco de monedas decidieron apartar la mano, de modo que no hubo mayores incidentes hasta que no llegué a una posada y fui abordada por quien, suponía, me había citado. Ah, todo empezaba a tener sentido...

– Admito que estuve preguntándome y planteándome si debía acudir a una citación en un reino extranjero para la cual debía dejarlo todo y sin las garantías de saber quién deseaba hablar conmigo. Sin embargo, aquí estoy, y ahora todo está un poco más claro. Benjamín Revueltas, ¿eh? Tiene usted cierto parecido con su padre, pero me permito aventurar, por su acento, que usted no nació en la Península, de modo que me genera cierta intriga. ¿Por qué exactamente quería verme?
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Mensaje por Benjamín Revueltas Jue Nov 30, 2017 11:27 pm


Su madre había cometido el error de posar sus ojos en un extranjero, y fue eso, a final de cuentas, el hecho que terminó por marcarlo de manera definitiva. Sin embargo, ahora que tenía a Zarkozi de frente, supo entender a su progenitora y sus razones, el magnetismo que los blancos pueden ejercer sobre ellos, lo pensó, a pesar de que Abigail era más bien atezada.

Era evidente que Benjamín se sentía terriblemente fuera de lugar, pues se movía muy poco y hablaba de manera acartonada, aún así, se sobrepuso a sus propias inseguridades para esbozar una sonrisa, que, aunque no fue amplia o evidente, sí fue muy sincera. El hechicero no gastaba ese tipo de ademanes sin sentirlos de verdad, por eso a veces podía parecer muy serio, o muy lejano. Asintió.

Lamento si interrumpí su rutina, entiendo que venir a ver a un desconocido no es prioridad de nadie, y como no tuve respuesta, por obvias razones, no sabía cuál sería el desenlace de todo esto. —Fue a agregar que había sido educado para desconfiar de ellos, los conquistadores, pero le pareció demasiado imprudente, sobre todo si quería obtener algo de información. Además creía que esta mujer ya se salía de la norma por haber acudido a pesar de lo que él mismo había dicho; no sabía si por buena voluntad o por razones personales, y en el gran orden de las cosas, realmente no importaba mucho. Por lo que hubiera sido, ahí estaba ahora.

Me alegra que recuerde a Felipe Revueltas, no sé si podría llamarlo «padre», ya que no estuvo presente en mi vida, pero sí, soy hijo ilegítimo de ese hombre, aunque me diera su apellido. —No dejaba de serlo, un bastardo, porque aunque Felipe fue lo suficiente hombre para darle el nombre de su familia, había sido concebido fuera del matrimonio. Era una confesión demasiado personal si se consideraba que se trataba de un primer encuentro, pero Benjamín no encontró motivos para ocultar esa información, sobre todo si precisamente iba a preguntar por ese hombre. Si no era claro desde ahora, más tarde vendrían las preguntas como: «no sabía que Felipe Revueltas tuviera un hijo llamado Benjamín, ¿dónde habías estado?» y cosas por el estilo.

Nací en la Nueva España, y el castellano ni siquiera es mi primer idioma. —Creció escuchando mayormente zapoteco, el español vino después, como una necesidad, y lo dominaba, aunque ahora le quedaba claro que poseía un acento que para oídos europeos, seguramente sería muy raro, exótico incluso.

No debe preocuparse, señorita Zarkozi, lo que necesito de usted a penas es un Norte. Sucedieron cosas en mi tierra natal que me obligaron a venir, y mi único pariente vivo es Felipe Revueltas… —Pareció que iba a continuar, incluso abrió la boca, pero ya no dijo nada. Iba sobre todo porque su abuela le había dicho que lo hiciera, y porque las fuerzas del Virrey lo estaban buscando, no por un deseo real de conocer al susodicho.

No le guardaba odio, ni rencor, pero tampoco tenía interés que forjar un lazo con ese hombre, quizá por eso mostró una parca felicidad ante la confirmación de que era ella a quien buscaba, y es que su presencia significaba acercarse a su objetivo, pero estaba lejos de sentirse extasiado por la perspectiva de conocer a su padre. Era la última voluntad de Herlinda, no la suya, y de paso le servía para protegerse de la persecución de la que era víctima.

Pero si gusta, podemos hablar en otro sitio, los gendarmes aquí ya me conocen —dijo. Miró por encima del hombro de la mujer, un policía a pie ya se acercaba a ellos.


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Mensaje por Invitado Vie Dic 22, 2017 5:02 pm

Si había algo en lo que me había fijado desde que había atravesado los Pirineos y abierto la boca, definitivamente en ese orden, era en que los españoles llevaban muy mal lo de que yo fuera francesa, y solamente mi posición como inquisidora, una institución muy suya, les obligaba a mostrar respeto. Era algo que me esperaba porque lo había vivido en mis carnes durante todas mis vistas a aquel reino, y también era algo que sabía a la perfección por experiencia: los reinos fronterizos, como los nuestros, estaban destinados a odiarse, ¡así era la vida! Por eso mismo, no me había sorprendido lo más mínimo escuchar, cuando creían que no entendía o que no oía (por francesa y por lejanía, ignorantes de que era una mujer de mundo y además una licántropa. ¡Menudo ejemplar, señoras y señores!), que era una estirada y una hipócrita, y, la verdad, no podía por menos que estar de acuerdo... Al César lo que es del César, y a los españoles lo que es suyo, no se me iban a caer los anillos por admitirlo. ¿Qué podía decir? Me arrimaba al árbol que más sombra daba, hacía siempre lo que más me beneficiaba, fueran cuales fuesen las circunstancias, y mi encuentro con el señor Revueltas no era ni podía ser una excepción: había ido a España porque me beneficiaba, y le iba a decir sólo lo que me venía bien a mí de todas las verdades que quería escuchar. ¿Significaba eso que iba a mentirle? No, no necesariamente; simplemente se trataba de una decisión consciente de no decirle cosas como que, por ejemplo, a su padre (eso tenía sentido, y lo de que fuera un bastardo del indiano revueltas también, dado su acento) lo conocía lo justo, o que dudaba mucho que pudiera ayudarle en algo. No nos beneficiaba ni a él ni a mí, todavía más importante, así que opté por ahorrármelo; por el contrario, no me interesaba tener a la policía rondándonos, así que decidí tomar las riendas de la situación y cumplir con el otro tópico que se me echaba en cara siempre que me adentraba en la castiza España: ser una damisela estirada. Así, le expliqué al policía que Benjamín era el hijo de una criada que necesitaba recoger unas pertenencias de su difunta madre, y cuando se creyó mi historia (o se distrajo por mi escote, igual daba), me ocupé de llevar a mi interlocutor en dirección a la Plaza Mayor, siempre tan transitada que nadie nos tenía por qué molestar.

– Ya son varias las cosas que tenemos en común: ninguno de los dos nos defendemos con total soltura en castellano, y aun así es el idioma que nos vemos obligados a utilizar. Sólo por eso, creo que le tendré cierta simpatía, la suficiente para no preguntarle si debo inquietarme por la presencia de la policía cerca de usted... Oh, de nosotros, de los dos. ¿Los ve? No sé si terminan de fiarse de usted, parezco más inofensiva de lo que soy y algunos hombres lo interpretan como que necesito ayuda. Tendrá que acompañarme, si no le importa.

Comencé la marcha tras hacerle un gesto muy suave, casi sutil, que indicaba que me siguiera; la intención había quedado clara, sí, pero tampoco estaba de más repetirla, y más si quería que mantuviera cierta impresión de calma para no despertar las sospechas de los policías. Francamente, yo no iba a tener ningún problema, ni por mi procedencia ni, tampoco, por mi posición en la Inquisición, pero él era harina de otro costal, casi un animal para los ojos de muchos de los que nos estaban rodeando, y prefería ahorrarnos problemas... también porque sentía curiosidad, debía reconocerlo. No todos los días contactaba conmigo el bastardo de un viejo conocido, citándome en un reino bastante alejado del que yo habitaba, para decirme algo que ni siquiera sabía qué era; pocas veces, ¡y eso que me dedicaba a cazar seres sobrenaturales!, había visto una muestra de desesperación semejante, y como la depredadora en la que me convertía cada media noche, me sentía enfermizamente atraída por ella. Es más, tenía tanta curiosidad por saber qué era lo que Benjamín tenía que decirme, con ese acento tan musical suyo que hacía que el mío pareciera monótono, que lo conduje hasta la Colegiata de San Isidro, recientemente remodelada por el arquitecto Ventura Rodríguez y afortunadamente muy cerca de donde nos habíamos encontrado. Qué sorpresa, ¿no?, ¡si la francesa se conocía Madrid...! No me gustaba ir sin prepararme antes a ningún sitio, y aquella ciudad no era una excepción, aunque para ello hubiera tenido que estudiarme concienzudamente los planos de las callejuelas de la antigua villa, enrevesados hasta un punto que hacía que se asemejaran a los de las partes medievales de mi propia ciudad. Tampoco era como si hubiera tenido mucho más que hacer para entretenerme en el trayecto, así que me había venido que ni pintado. En fin, después de un rato escaso paseando, nos adentramos en el magnífico pero demasiado moderno templo, y lo conduje hasta la capilla de Jesús del Gran Poder, vacía en aquel momento y, por tanto, perfecta para nuestra conversación. Una vez llegamos, le hice un gesto para que se sentara en el banco que yo misma estaba ocupando, y cuando lo hizo crucé las piernas, apoyé los codos sobre los muslos y me incliné hacia delante, hacia él.

– La policía no nos molestará si nos encontramos en sagrado, es una ventaja de este reino tan fervorosamente católico. Dígame, ¿qué sucedió para tener que marcharse? No me da la impresión de ser alguien deseoso de conocer el viejo continente, ni tampoco de morir de ansia viva por conocer a su padre. Así que tiene que haber otro motivo, ¿me equivoco? Y, por supuesto, también me gustaría saber qué busca de mí. Tal vez así pueda ayudar.
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