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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Edouard F. Carrouges Jue Ene 03, 2013 12:01 pm

Llovía en París y el agua caía como una cortina vaporosa que cambiaba de orientación y se ondulaba conforme soplara el viento, ora hacia el norte ora hacia el este, azotando a los ciudadanos que transitaban por las calles sin sentirse mal por ello. Las estaciones se sucedían y el clima tenía que seguir su curso al margen de los intereses y deseos de los humanos, cosa que en cierto modo era una circunstancia afortunada. Si lloviera únicamente cuando a todos les viniera bien haría mucho tiempo que el mundo estaría seco, pues siempre había alguien que se encontraba con que las gotas frustraban sus planes y la gente era demasiado egoísta como para pensar en el bien de las plantas y la atmósfera cuando se preparaba para salir. A Edouard en cambio le gustaba el ambiente que imperaba en la urbe francesa cuando las nubes cubrían el cielo, encapotándolo con un esponjoso manto gris, y descargaban sus ubres hinchadas casi sin advertir de sus intenciones con antelación.

Aquella tarde el criado se preparaba para una misión en solitario de las que rara vez le encomendaban, una Visita. Las visitas con minúscula eran todas las que Madame le obligaba a hacer como acompañante, siempre vestido a conjunto con ella y siempre dos pasos por detrás como un perrito bien enseñado. Eso no le incomodaba mucho porque siempre le daba la oportunidad de escabullirse mientras su señora estaba ocupada con las amistades a las que había ido a ver, y así mientras ellos conversaban el muchacho se perdía por los pasillos y las estancias de las mansiones de los ricos. No necesitaba dejar volar su imaginación construyendo castillos con oro en sus sótanos porque realmente aquellas viviendas lo parecían de verdad. Seguro que algunos tenían hasta un dragón esperando en lo que antaño fueron las mazmorras. Sin embargo lo que le aguardaba a las cuatro era una cita bien distinta, una Visita con mayúscula, de las de protocolo. Al parecer una personalidad importante había llegado a Francia y a Madame le urgía ir a presentar sus respetos, pero por algún motivo consideraba que desplazarse en persona al a residencia del susodicho sería humillarse en demasía. Edouard no entendía en absoluto todos esos rígidos preceptos sociales y los cientos de consideraciones que se debían tener en cuenta para algo tan sencillo como pasar a saludar a otro.
- Vas a ir tú en mi nombre con un presente, querido. - Le informó la señora mientras se miraba al espejo y se acicalara como si fuera a salir ella en lugar del criado. - Tienes que ser servicial pero también orgulloso, no me dejes mal. No se te ocurra ser demasiado orgulloso, eso quedaría presuntuoso, y no olvides que se trata de la realeza. ¡Además la realeza española! Esos tienen mucho carácter y miran a todo el mundo por encima del hombro. Tú no dejes que nadie te mire como si fuera más que tú, querido, porque no es cierto. Bueno, más que tú sí porque eres un sirviente, pero como vas en mi representación realmente sería como si me mirasen con altivez a mí y eso no puedo permitirlo.
En ese punto del discurso el muchacho desconectó y dejó que Madame siguiera divagando media hora más sobre un montón de contradicciones que esperaba que Edouard se las arreglara para acatar. Con lo único que realmente se quedó fue que el hombre iba a ver se llamaba Felipe de Mendoza y que tenía que estar a las cuatro en el Hôtel d'Aumont.
- Honoré te llevará.
Honoré era el cochero de las ocasiones especiales, un conductor bastante más apuesto que el viejo Gaspard que utilizaban para sus paseos menos pretenciosos.

Así fue como al chico le dieron una bandeja de frutas más alta que él mismo y lo empujaron a un escenario lluvioso y oscuro que no presagiaba un encuentro muy feliz. Bueno, tampoco es que él fuera a dejarse llevar por presentimientos sin fundar, de hecho al criado - como ya hemos dicho antes - le gustaba mucho que lloviera y no le importaba estarse mojando. Mejor. Así los rizos que su señora le marcaba con unas tenacillas calientes se iban difuminando y volviendo a su posición original, que era bastante más caótica que la otra pero también más suya. Cuando llegó al lugar indicado faltaban diez minutos para la hora, por lo que el mayordomo se negó en redondo a dejarlo pasar y lo tuvo un rato más esperando y volviendo infructuoso del todo el trabajo de peluquería que lo dejaba convertido en algo parecido a un caniche. Así, cuando al fin entró en el elegante vestíbulo, Edouard parecía un muchacho normal con un cabello normal y las mejillas húmedas de lluvia, si Madame pudiera verlo se tiraría del pelo. Él encontraba una secreta satisfacción en dejar por los suelos la reputación de su señora, así que ni siquiera hizo amago de colocarse los rizos con las manos. Agarrando aquella bandeja que le mantenía oculto detrás esperó a que lo anunciaran como sirviente y representante de su patrona y avanzó por el pasillo viendo sólo cinco centímetros por delante de sus pies, lo que la torre de naranjas le permitía. Cuando tropezó con una alfombra de color vino supuso que ya había llegado a donde estaba el príncipe, así que sin cortarse un duro dejó en el suelo la bandeja que pesaba un quintal. Después hizo la reverencia de rigor y aguardó a que le dieran permiso para ponerse de pie, porque lo contrario habría sido de mala educación.



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Mensaje por Felipe de Castilla Mar Ene 08, 2013 7:05 am

El martilleo era incesante, de ritmo variable, pero aun así sin final verosímil. Era un sonido implacable, tenaz, que se obcecaba en hacer suyo el ambiente en el que reinaba, falto de oposición alguna. Sin pedir permiso, se inmiscuía por el panel auditivo izquierdo para azotar el cerebro y ya, si le quedaban fuerzas y ganas, salir por el derecho. Así era como excusaba Felipe su falta de concentración, por esa distracción que, según su propio pensamiento, le impedía centrarse en el pliego amarillento que se extendía frente a él; en concreto se le atragantaba esa decimocuarta línea que aún no lograba comprender y que debía de estar releyendo por séptima vez.

Con un suspiro se levantó del mullido asiento que ocupaba y dejó el escritorio para dirigirse directo al origen de su turbación. Irónicamente, su intención distaba de intentar paliar el inconveniente, no haciendo más que mirar las gotas que chocaban impasiblemente contra la ventana. Acercándose aún más a ella, dejó su frente pegada al frío vidrio mientras que a sus pupilas llegaba lo que sucedía en la calle. Apenas había transeúntes, pero eran los suficientes como para asombrarle la resistencia, o necedad, de los franceses al mal tiempo. Una nueva vez, la quejumbrosa exhalación volvió a escapársele por entre los carnosos labios, perdiéndose sobre los pesados cortinajes color turquí; y luego, la repitió.

¿Quién le hubiera dicho a él que convertirse en príncipe de España iba a ser tan agotador? No era tan iluso como para creer que quedaría exento de responsabilidades, no al menos desde que comenzase a ser consciente de la forma en la que funcionaba, o debía funcionar, el mundo; y, sin embargo, tampoco hubiera llegado a suponer que ese deber pudiera llegar a hastiarle de tal manera que hasta su intelecto se viese saturado, dejándole útil cual andrajoso guiñapo. Él no había nacido para gobernar y, mucho menos, había sido criado para tal menester, viviendo casi toda su vida en una pequeña villa al otro lado del océano en la que el protocolo y el respeto eran ajustados al compañerismo y la amistad. Y, ahora, de la noche a la mañana, debía de comportarse como el hijo de un rey. Fue así, repentinamente, cuando se enteró de que el monarca hispano iba a reconocer a su hijo bastardo, una decisión que no pudo alegrarle más, pues tampoco anhelaba nada con más ansas, pero que iba a cambiar su vida drásticamente. La política española era delicada, con unas ideas libertarias llegando tanto del otro lado de los Pirineos como del joven país de los Estados Unidos de América, amenazando la estabilidad del Imperio; y, para más inri, sus ideales concordaban con aquellos. De hecho, si no sintiera ese aprecio incondicional a su padre, no le cabía duda de que se hubiera adherido a los movimientos revolucionarios de las colonias, buscando la justa independencia de La Plata. Pero era hijo de quien era hijo y, no sólo era su obligación, sino que además quería ayudar a su padre en ese revuelto tiempo.

Rehusó seguir contemplando el exterior, aunque tampoco iba a ser capaz de ignorar el persistente temporal, y cambió su posición para colocar su cuerpo sentado en ese taburete de un azul que encajaba con el resto de decoración. Levantó la tapa lacada y apenas rozó la superficie ebúrnea antes de erguirse y dejar su ser a la fútil labor a la que se había dispuesto. Tras un arpegio inicial, los martillos del instrumento comenzaron a encontrarse ágilmente con las cuerdas, dejando que el ambiente se inundase de una sutil melodía, levemente repetitiva y tan sencilla como la manera en la que lograba tranquilizarle. Las notas no rasgaron el aire, sino que se fundieron con él, vaporosas, y, casi sin haber empezado, el pequeño prélude del genio Bach concluyó; y justo entonces, como si hubieran esperado a que éste terminase, llamaron a la puerta. Una vez la hoja fuese abierta, apareció un mayordomo que le comunicó que había llegado su primera visita. Felipe reprimió un nuevo suspiro y desvió la mirada al reloj de cuerda, tan fastuoso que las manecillas se perdían en la decoración, comprobando que quedaba un minuto para las cuatro.

- Bien. Entonces, hazle pasar. – murmuró con una voz cansada que se apresuró a corregir con un carraspeo.

El príncipe se colocó tras el escritorio del embajador, cargo que ocupaba, aunque de poco le sirvió sentarse. Antes de que pudiera afianzar un frívolo rostro, sus labios se entreabrieron con asombro y su ceja izquierda dio tentativas de independencia al, contraria a su intención inicial, alejarse hacia lo alto. Lo único que podía encontrar del representante que debía de hacer acto de presencia, y que el mismo criado que antes anunciaba, era ese par de piernas que sustentaban, en donde debía de estar el cuerpo, una enorme pilastra de frutas. Al tiempo que ese extraño híbrido bajaba para colocar la bandeja en el suelo, el propio rioplatense volvía a ponerse en pie, con sendas manos sobre el tablero de la mesa, como si intentase llegar a distinguir mejor los rasgos del portador, que se habían mantenido ocultos. A pesar de que seguirían estándolo algo más, a causa de la reverencia que no reveló más que un rubio y desordenado cabello, cerca del gusto de ese momento, lo que realmente llamó su atención fueron las gordas gotas que se desprendían de su ropa y cabello cayendo directamente al suelo, donde comenzaban a empapar también la alfombra. No supo cómo reaccionar, si riéndose por el casi inverosímil de los hechos o sintiéndose ofendido. Por lo tanto, tardó en poder contestar.

- No logro entender qué afán tenéis los franceses para con mojaros. – comentó, sin atender bien a sus palabras, que casi podrían sonar como reprimenda. Nada más lejos de la realidad, no era su propósito ofender al muchacho ni tampoco criticar aquel hábito, por muy poco acorde a la visita que en teoría estuviese, sino iniciar una conversación. Quizás no fuera muy ducho en la materia, pero igualmente era su deber - Puede levantarse. – terminó por conceder, sin saber bien cómo proceder, pues era una de sus primeras entrevistas oficiales. Antes de nada, volvió a dejar sus rasgos en la posición más neutral que pudo, aunque le fue imposible deshacerse de la curiosidad, y colocó su espina en posición recta, recuperando el porte - ¿A quién debo el honor del presente? – preguntó, para concluir su intervención, razonando que se refería más a la sorpresa que a esa cantidad ingente de frutas que si llegara a comer en su totalidad sólo podría provocarle una fuerte aflicción de estómago.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Mar Ene 08, 2013 10:47 am

Muchas personas de condición humilde se habrían sentido ofendidas al saber que Felipe de Mendoza estaba desbordado por su condición de gobernante. No les faltaría razón al afirmar que el joven príncipe se quejaba de vicio. Seguramente el Conde de Minas desconocía las penurias de una vida de sacrificios dedicada al trabajo duro. Nunca sabría, por fortuna para él, lo que padecían las manos ásperas de los carpinteros en invierno, o los terrores nocturnos de las mujeres que se habían visto abocadas a ejercer la prostitución contra su voluntad. Era ajeno al aguijón del hambre y al desamparo de la indigencia, de la mendicidad. Estaba protegido de la humillación de la servidumbre y de la inclemencia de la sumisión a las clases poderosas, que a menudo hacían alarde de su superioridad jerárquica empleando con los desfavorecidos métodos déspotas y crueles sin motivo. Sí, sin duda el muchacho tenía menos razones para lamentarse de las que creía, pero no sería Edouard quien se atrevería a juzgarlo.

Las diferencias entre ambos eran tan insalvables como las dos orillas encrespadas y abruptas de un acantilado: uno había nacido teniéndolo todo y el otro abandonado a su suerte en un hospicio de monjas. O al menos eso era lo que cualquiera pensaría al verlos a simple vista, uno al lado del otro. Pero también habría muchos que asegurarían sin dudar que Edouard llevaba ahora una existencia cómoda y satisfactoria sirviendo en una de las casas más ricas de París. ¿Qué sabía la gente que no le conocía acerca de sus metas, sus aspiraciones y sus sueños? Tan poco, probablemente, como de los anhelos del joven Conde. Era fácil juzgar un libro por su cubierta, y también más cómodo quedarse anclado en una perspectiva superficial de las cosas y de los seres humanos, que eran en realidad mucho más complejos de lo que pudieran dar a entender. El criado francés se cambiaría con gusto por el carpintero de las manos ajadas, y puede ser que su Alteza Real española también. O no. Pero a Edouard le gustaba dar a los demás el beneficio de la duda, entre otras cosas porque tenía poco más que hacer que divagar mientras esperaba allí agachado a que le dieran permiso para volver a incorporarse.

Se le había ordenado específicamente que no abriera la boca más de lo estrictamente necesario. Madame sabía de sobra que su muñeco favorito de carne y hueso era un arma de doble filo, y eso que no contaba con la agudeza de intelecto necesaria para acabar de entender todas las chanzas ocultas del chico. Mantenía al mozo a su servicio porque le servía como objeto decorativo y le calentaba la cama, pero no terminaba de sentirse cómoda con su rebeldía innata. Ya era tarde para lamentaciones, no obstante, porque era precisamente a él y no a otro a quien había enviado a visitar al príncipe.
- No perdemos la esperanza de que el agua nos haga crecer, Alteza. Como a los geranios.
Le había parecido percibir cierto tono jocoso en las palabras de su interlocutor, o es que oía lo que quería oír para no aburrirse tanto en aquella visita protocolaria. De cualquier forma se aferró a la esperanza de que Felipe de Mendoza tuviera cierto sentido del humor y no lo reprendiera por tomarse confianzas. ¡Pero si era un niño! Tal vez si Edouard hubiera escuchado a su señora mientras le ponía al corriente de todo iría más preparado para su excursión, pero se había presentado en el Hôtel creyendo que se enfrentaría a un hombre de cierta edad y sienes plateadas con un ego enorme. Lo del ego aún estaba por ver, pero de momento ni años ni canas. Parecía aún más joven que el sirviente, y eso lo convertía en un adolescente al que además habían llevado lejos de su hogar. Posiblemente extrañaría algo más que el clima.

- ¿El presente? - Ah, las frutas. Por un momento se había olvidado de ellas. - Pues me llamo Edouard Fre...
Se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba siendo un estúpido integral al dar su nombre, así que rectificó y presentó como era debido a su señora con su nombre completo, sus apellidos y todos los títulos de nobleza que ostentaba en el carnet.
- Os ofrece sus saludos y se pone a vuestros pies. - Terminó con la fórmula de cortesía habitual.
Ojalá se pusiera de verdad a los pies de Felipe, sería enormemente conveniente que la señora se encaprichara del príncipe y lo dejara tranquilo a él. A fin de cuentas era cosa probada en sus propias carnes que le gustaban los hombres más jóvenes que ella, pero no caería esa breva. Tampoco quería desearle tanto mal a quien tenía delante sin saber todavía si se trataba de un patán o no.



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Mensaje por Felipe de Castilla Lun Ene 14, 2013 3:12 pm

Nadie que se vanagloriase de un mínimo de agudeza y perspicacia podría asegurar que el hombre hispano, o muchacho más bien, presentaba un aspecto seguro y firme, uno que denotara seguridad en sí mismo o aptitud para el cargo. Más bien se le podría haber descrito con una leve vacilación, un nerviosismo que se derivaba del no saber con exactitud cómo reaccionar, cómo actuar en una conversación diplomática o, al menos, no en el papel que le tocaba representar. Esto era debido a la inexperiencia, a la falta de práctica y, más aún, a la corta edad con la que contaba, no alcanzando ni por error el final de la pubertad, un camino que el emisario que tenía delante podría jactarse de estar a punto de concluir.

Paulatinamente, como si un caprichoso geniecillo hubiera decidido ralentizar el habitual devenir del tiempo, toda la escena viró de posición coincidiendo con el cambio de postura del visitante, que enervó la espalda hasta erguirse por completo. El rioplatense irremediablemente le analizó, curioso más que inquisitivo, revelando unos rasgos algo aniñados que, sin embargo, denotaban un incipiente paso a la madurez. No cabía espacio a duda sobre su atractivo, portador de una apariencia serena y de una abundancia representada en los gruesos y no estrechos labios. Bajo su frente, el recio puente de la nariz daba punto de partida a una curiosa y sutilmente curvada pendiente, recubierta por la misma piel pulcra presente en resto del semblante que sólo quedaba manchada por unos pequeños y casi imperceptibles lunares. Pero, sobre todo, contaba con una mirada atrayente, rasgada, de un azul ineludible que debía contar con alguna propiedad singular, pues, durante un instante, logró arrebatarle el dominio de su intelecto, y de paso, de su boca, pues en ella se creó una leve abertura contraria a su control. Ya no sabía si era rubio o si el aclarar del castaño había sido un embuste de sus pupilas a consecuencia de la caprichosa luz que, difusa y apagada, reinaba en aquel lluvioso día; tampoco sabía cuánto tiempo estuvo prácticamente inmóvil, pero dedujo que no demasiado, a causa de no percatarse de ningún silencio que debiera rellenarse en la conversación.

No había esperado contestación a su apunte, por lo que ésta causó el doble de efecto. Su rostro cambió de solemne a una mueca modelada por la risa que no pudo, ni quiso, evitar, complacido por el chistoso comentario. No conocía a aquel muchacho, pero la primera impresión había sido favorable: una singular aparición, una presencia agradable y, además, una compañía que prometía amena; sin embargo, no quiso dejarse a esos pensamientos, no sólo porque cavilar demasiado hubiera impedido el hablar correctamente, sino, además, porque no creía que ese encuentro se extendiese en demasía y dudaba de volver a encontrársele en otra ocasión. A causa del representante, la madame le pareció ser una persona respetable, aunque el hecho de que no fuera ella la que se hubiera rebajado a ir a su encuentro contradijese esa impresión. ”Para ponerse a mis pies, está muy ausente” había razonado para sí, comentario que, si ya de por sí se hubiera guardado, como embajador menos aún lo iba a pronunciar para oídos ajenos, pues no quería faltar a nadie, no ya personalmente, sino como personalidad.

- Y yo estoy para lo que necesite. – respondió el príncipe, completamente como acto de cortesía - Dele mi agradecimiento por la molestia. – sonrió, sin querer mirar a las frutas y, mucho menos, tener que hacer frente al problema de cómo repartir el montón entre los habitantes del palacio o, peor aún, cómo embutirlo en su delgado cuerpo.

En ese preciso instante, no supo cómo proceder, creando un silencio que no fue capaz de evitar. Quizás debiera despedirle y volver a su soledad, retomar la tarea que antes había dejado inconclusa y que, nuevamente, tenía extendida bajo sus narices. Pero, ya fuera por procrastinación o por real interés, sentía la necesidad de evitar aquella resolución, concluyendo en una indeterminación que marcaba la duda.

- ¿Quiere tomar café? – preguntó, de pronto, extendiendo la mano para, con el índice, marcar un punto impreciso en el espacio que luego concretó en un juego de sillones y sofá a la izquierda de su interlocutor, frente al piano. Aquella situación podría parecer, para otros, de lo más normal, pero a él se le antojaba casi inoportuna, por lo que intentaba calmar sus nervios para evitar un fácil sonrojo – No hace mucho que estoy en París y me agradaría que alguien me contara sobre la ciudad. Si gusta, claro. – no era una mera excusa, sino una inquietud que bien podría serle útil, aunque, inconscientemente, la había usado para sus propios fines, de alguna manera no queriendo cumplir con su deber y dejándose, quizás no al placer, pero sin duda sí al capricho.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Mar Ene 15, 2013 4:06 pm

Si había alguna suerte de nerviosismo o inseguridad en el temperamento de su Alteza no era algo de lo que Edouard fuera a darse cuenta. El criado era observador, más de lo que parecía, pero su experiencia con personas de tan noble cuna como lo eran las de familia real era muy limitada y todavía no estaba versado en el arte de leer en sus rostros y sus gestos. Los ojos de Felipe no le decían tanto, por ejemplo, como le habían esclarecido los de Anuar cuando en su día se reunieron. No por falta de expresividad, el príncipe podía tener unos iris estupendos, sino porque cuando se hallaba frente a él el sirviente solo veía a un futuro Rey. Nadie le había dicho nunca que los supuestos representantes de Dios en la Tierra tenían las mismas cualidades buenas y malas que los humanos de la clase más baja imaginable, incluso que los vagabundos y los pedigüeños. No es que Edouard los adorase - al contrario, tenía una especie de desconfianza innata hacia los poderosos - pero le costaba convencerse de que era de la misma raza que aquel joven que tenía delante.

Por esta razón si alguien acababa pillado en falta en aquel encuentro sin duda sería él y no su Alteza, así que no estaba como para fijarse en si el otro se quedaba absorto o no. Es más, de haberlo notado habría creído que era porque seguía todo mojado y porque francamente desconocía qué postura debería adoptar una vez se había incorporado. ¿Tenía que hincar una rodilla en el suelo y postularse para ser su eterno servidor? ¿Bastaba con inclinar la cabeza y marcharse? ¿O iba completamente errado y no tenía que hacer nada de eso? Felipe de Mendoza no parecía el típico aspirante a monarca, dejando aparte el hecho de que Edouard no había conocido a muchos que entrasen en esa categoría. Para empezar se había reído y por un momento había parecido alguien cercano, sus rasgos se habían tornado algo más infantiles descubriéndolo como el quasi adolescente que era en realidad. Tal vez fue eso lo que hizo que el criado se descuidara y se permitiera hablarle en un tono nada apropiado para la situación.
- La molestia va a ser más para vos si tenéis que comeros todo eso... - Comentó.
No había querido sonar burlón por una vez en su vida, y sin embargo ahí quedaba flotando entre ellos ese comentario que el príncipe podría tomar prácticamente como una amenaza directa.
- Aunque naturalmente es una fruta muy... fresca. Buena. Creo, porque yo no la he probado.
La iba fastidiando cada vez más, así que optó por cerrar la boca de una vez. Se cogió las manos detrás de la espalda y después se las soltó de nuevo para que cayeran a ambos lados de su cuerpo.

Estaba claramente incómodo en una situación tan formal y por eso agradeció sobremanera que su Alteza propusiera un cambio de aires aun dentro del mismo salón. Además le había invitado a café, ¡café!, algo que Edouard no había tomado jamás porque Madame decía que era muy caro. Estaba reservado para ella y sus amistades, los miembros del servicio bebían malta.
- Sí, gracias. Os puedo hablar sobre París pero necesitaría un mes para poneros al corriente de los detalles. - Sonrió.
Era una ciudad grande y muy variopinta, con multitud de distracciones para cada tipo de persona y adecuada a sus gustos. Y eso que el muchacho no sabía que existían, además de los humanos, otras razas sobrenaturales con sus propias aficiones y lugares de reunión. Desde luego la capital francesa hacía honor a su sobrenombre de ciudad de la luz, pero no tanto por el número de faroles que iluminaban sus calles sino por ese brillo especial que Edouard creía verle. No era orgullo patrio sino otra clase de sentimiento, una debilidad que derivaba del aprecio del chico por todo lo que fuera tan misterioso e insondable como a veces era él mismo.

- ¿Tocáis el piano?
Allí había un instrumento que no parecía decorativo, alguien tenía que ensayar de vez en cuando. A Edouard le agradaba la música, pero tenía que concentrarse en aprender a leer y a escribir lo mínimo antes de plantearse ningún otro capricho. Dada su posición era absurdo aspirar a tomar lecciones de solfeo, pero lo que sí hacía era repasar cada noche con su torpe caligrafía la lista de letras que le había dado el rumano y que había quedado inconclusa a causa de su temblor. Sus torpes intentos por repetir el alfabeto parecían más propios de un niño pequeño que de un joven de veinte años, pero los comienzos siempre eran arduos y más valía tarde que nunca. Eso decía siempre madre.
- Yo... - Se detuvo indeciso al llegar a la altura del sillón. - Os voy a mojar el tapizado.



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Mensaje por Felipe de Castilla Mar Ene 22, 2013 6:39 pm

La sala se mostraba amplia y, sin embargo, dividida por aquella frontera que separaba la posición del poder de la de los subordinados. No podía decirse que al príncipe le disgustara esa cuestión o, al menos, él podía encontrar cualidades tranquilizantes al esconderse tras el escritorio de roble. Como barrera que era, le garantizaba cierta protección, no sólo física, sino también abstracta, y un obvio distanciamiento en el que poder refugiarse, rehuyendo de sentimientos exaltados de presentarse. Pero también era esto algo que le disgustaba. En las estrictas formas la empatía quedaba estrangulada y relegada a un segundo plano al ser eclipsada por el puro interés y él no estaba acostumbrado a tamaño rigor. De una u otra forma, era algo necesario, pues ahora se había convertido oficialmente en el primogénito del rey hispánico y, por lo tanto, era un obvio objetivo que necesitaba protección, aún más en un país que acababa de declararse antimonárquico; y él no parecía acabar de asimilarlo.

El nuevo y otra vez jocoso comentario no le pilló tan desprevenido como el anterior, pero hizo reaparecer la curvatura de sus labios, ahora más contenida que la anterior. No hubo agravio alguna que el príncipe sintiera, casi más agradecido por el tono relajado que el coloquio estaba tomando que ofendido. Sin embargo, nuevamente volvió a quedar sorprendido por el muchacho.

- ¿Nunca habéis probado la naranja? – abrió sus ojos a causa del alzamiento de cejas que sufrió su rostro, sólo para, a continuación, volver a relajar sus párpados recordando que el chico era un sirviente y que se encontraban en Europa y no en la tierra que le había visto crecer. – Disculpe, en América son más frecuentes que en estos campos – sonrió casi a modo de disculpa y, a continuación, tras dudar por tener que pasar al lado de él y exculpándose con un ”Un momento”, se encaminó a la puerta. La abrió y se dirigió a uno de los dos guardias que velaban por su seguridad debidamente ataviados - Dígale a Fermín que prepare café; de Moca, por favor – y, dicho esto, volvió a cerrar la hoja quedándose de nuevo, y por el momento, a solas con la visita.

Fermín había sido el cocinero del anterior embajador y él no tenía intención alguna de buscar un sustituto, sobre todo desde que le había presentado aquella variedad que iban a degustar. Ya había probado antes esa bebida, pero la que cultivaban en el Brasil, de una calidad muy ínfima, por lo que el chef había logrado ganarse la simpatía del nuevo residente con un sencillo gesto. Lo cierto era que en París debía de existir un buen hábito de consumir el brebaje, al menos entre las clases pudientes y a juzgar por el número de establecimientos dedicados a su consumo. Esto le agradaba, o lo haría de tener alguien con quien frecuentarles, lo cual no era el caso. ”Sólo es cuestión de tiempo” eran las palabras con las que intentaba animarse.

- Sí, toco el piano; o al menos lo intento. – le contestó con otra pequeña sonrisa, consciente de que no podía clasificarse como malo, pero que quedaba muy lejos de aquellos que se dedicaban profesionalmente al instrumento – Me tranquiliza y me ayuda a despejarme – el Conde de Minas no parecía tener reparo alguno a entregar casi todo tipo de información, por muy poco recomendable que esto resultara.

El Mendoza se dirigió a los asientos que ahora debían de ocupar, con obvias intenciones de volver a descansar sus piernas, como si hubiera olvidado lo mucho que extrañaba el pasar el tiempo de pie, andando, en el exterior y especialmente en el campo. Sin embargo, no alcanzó a hacerlo, pues el aviso que le llegó le obligó a frenarse en seco y a contemplar el charco de agua que se había formado sobre la alfombra. Durante un par de segundos se quedó callado, evaluando la situación y siendo consciente que esos sofás no le pertenecían realmente y, por lo tanto, no podía arriesgarse a estropear el caro tejido.

- Quizás… - y volvió a guardar silencio, temiendo que la idea que le había surgido fuera demasiado lejos, pero como la tenía en mente, le resultó imposible no soltarla – Quizás deba cambiarse de ropa. – miró a aquel tal Edouard, del cual no conocía apellido, esperando que no se molestase y entendiendo que desnudarse en casa ajena podía resultarle turbador. Notó entonces que sus mejillas comenzaban a avivarse, síntoma obvio de un sonrojo y hecho que intentó pasar por alto – No sé si tendrá las mismas medidas que yo, pero se puede probar. Si no tiene inconveniente, por supuesto – insistió en su precaución, haciendo caso omiso a la voz que le advertía de la grave falta al protocolo que resultaba aquello por no marcar la diferencia que teóricamente existía en sus sangres y sus linajes -. Luego puede contarme sobre París, si gusta.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Ene 27, 2013 3:18 am

Podía perder cuidado con el príncipe, o al menos gran parte, porque si uno se olvidaba del hecho de que por sus venas corría sangre azul resultaba ser una persona bastante agradable al trato. Aún era joven y quizá no hubiese tenido tiempo de ser corrompido por la sociedad alta de Francia, siempre tan snob, pero Edouard deseó que tuviera la fuerza de carácter necesaria para resistirse al egoísmo y la soberbia propias de su clase y condición. Seguramente no volvería a verlo nunca más a no ser que Madame fuera invitada a alguna recepción donde coincidieran, pero por algún motivo al criado le importaba el futuro de Mendoza un poco más de lo que normalmente le importaban los de los otros ricos. Un Rey con sentido del humor era un buen Rey, o tenía al menos mucho trecho ganado con respecto a esos engreídos con el mentón apuntando al cielo.
- No. - Contestó.
Iba a explicarle que allí no se veían con tanta frecuencia pero el mismo Felipe lo aclaró antes de pedir un segundo para dirigirse a alguien de fuera.

En ese breve momento en el que el sirviente estuvo a solas pudo repasar con más detalle la habitación en la que se encontraba. Lo cierto era que había esperado que le recibieran en una sala angosta y con un corredor muy largo lleno de criados haciendo cola con presentes variados. Se alegraba de que no hubiera sido así porque su bandeja pesaba mucho como para sostenerla durante media hora en la misma posición, ahora que lo pensaba. Terminó deslizando la mirada hasta la pila de naranjas y se preguntó si el príncipe sabría que, precisamente por su escasez, en París eran una fruta cara. Había dicho que en América eran muy frecuentes y Edouard temió que su Alteza pensara que le habían llevado un regalo conseguido por dos francos en cualquier mercado popular.

Se volvió otra vez hacia la entrada al oír la voz de Mendoza que regresaba.
- A veces la música dice cosas que nosotros no sabemos expresar. - Comentó, por aportar algo a aquella conversación.
El sirviente sabía de su inferioridad en todos los campos que requiriesen estudios y cultura, así que intentaba no decir nada inapropiado y poco más. Le gustaría mucho oírle tocar algo, pero por motivos obvios no iba a pedirle una canción al heredero al trono. ¿Qué eran esas confianzas? Se estremeció al tiempo que el joven contemplaba el charco húmedo a sus pies porque tenía la ropa pegada al cuerpo, y si bien antes había generado cierto calor con la fuerza de cargar la fruta ahora que estaba en reposo comenzaba a enfriarse. Si su Alteza sugería que debería cambiarse tenía que ser porque estaba pensando en una idea concreta, o de lo contrario no haría ese comentario, así que Edouard aguardó al final de la frase sin contestarle lo lógico: que no había llevado muda de repuesto.

Mentiría si dijera que no le sorprendió la proposición de Mendoza, tanto que por un instante su mandíbula inferior se separó un tanto de la superior y sus párpados se batieron confusos. ¿Le estaba ofreciendo su ropa? Eso era una falta al protocolo tan grave que ni siquiera le entraba en la cabeza, si se le ocurría volver con uno de los trajes del hijo del Rey a casa Madame le iba a dejar la espalda en carne viva con la fusta de montar. Por otro lado, ¿no sería de mala educación decirle que no al príncipe? Y además, para ser sinceros, el muchacho deseaba cambiarse y dejar de tiritar, y el sonrojo más que evidente en las mejillas de Felipe le indicaba que no se lo estaba pidiendo para retarle a decir que sí y entonces ofenderse. Parecía un ofrecimiento sincero.
- Creo que soy un poco más alto. - Le respondió.
Después se dio cuenta de todas las faltas al decoro que estaba cometiendo, una tras otra, y no pudo más que sonreír sin disimulo mirando al otro como si quisiera decirle que podía estar tranquilo, que aunque los dos la estuvieran fastidiando un poco el mal de muchos era el consuelo de los tontos. ¿Y qué eran ellos en ese instante sino un par de tontos?
- Me gustaría. - Reconoció.



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Mensaje por Felipe de Castilla Mar Ene 29, 2013 5:22 pm

Agradecía no encontrarse en presencia de nadie más que su interlocutor, que parecía mostrarse más comprensivo que perdido en el actuar del muchacho. No quería ni hacerse a la idea del rostro de otro diplomático, o, peor aún, del de su padre, de contemplar las torpes decisiones que estaban tomando cuando debiera demostrar autoridad y natural decisión. Pero, ¿qué esperaban? Se había encontrado con aquella situación de pronto, empeño al que jamás hubiera imaginado llegar, por lo que tampoco había tenido la precaución de instruirse en los campos necesarios. Intentaba apaciguar su conciencia con un ”lo hecho, hecho está”, como iluso consuelo que ni él acababa de creer.

La pieza volvió a quedar en silencio por unos instantes, sin saber si el criado había aceptado o no su propuesta, por la pega que había interpuesto y por aquel me gustaría que la contradecía. Lo cierto era que sentía a aquel desconocido como alguien cercano, al menos mucho más que a los messieurs, ya fueran nobles o, más acorde a la Francia moderna, rico burgueses que tanto se afanaban en demostrar sus buenos modales y su importancia. Por el contrario, aquel sólo había mencionado brevemente a su madame, en la cual, a decir verdad, estaba poco interesado.

- Creo que será mejor que… acompáñeme. – sentenció sin preguntar por una aclaración y el príncipe, que ni había dejado descansar sus piernas por un momento, se dirigió a la salida, dispuesto a cometer su siguiente afrenta al buen proceder. Abandonó la sala nuevamente abierta y giró la cabeza para ver si el alto le seguía, permitiendo a sus pies que mostraran el camino que ya tenían más que aprendido.

La decoración de los pasillos, al igual que la del despacho, empezaba a quedar desfasada en relación a la vestimenta del joven, mucho más sobria y más acorde al momento político que lo recargado del barroco reinante en paredes, muebles y techos. Él portaba un sobretodo negro sobre un chaleco blanco ajustado al cuello con un pañuelo debidamente anudado, aunque más sencillo de algunos que se veían en las calles por mera comodidad; unos pantalones color crema y que se perdían bajo las botas hessianas completaban el atuendo. Por el contrario, los muros estaban recubiertos de bordados que se extendían hasta las juntas en las que se unían al techo, ocultas por molduras, como si la arquitectura arquitrabada fuera un atentado al buen gusto y, para solucionarlo, debieran exponer un derroche de formas retorcidas que podían llevar fácilmente a la saturación tan que al hastío. Terminaron llegando a unas puertas también fastuosamente ornamentadas cuyo pomo también se dispuso a girar, aunque antes se dirigió al rubio-o-castaño.

- No mencione esto a nadie. – le pidió, en un tono de voz que se elevaba poco más que un suspiro, como si del secreto que era se tratase. Luego, procedió a entrar a sus aposentos.

A la izquierda, la cama de doseles; al fondo, los pesados cortinajes entre los que se entremetía la leve luz exterior; y a la derecha, una estantería y un escritorio que enmarcaban un acceso al que se orientó. Desveló lo que había detrás de éste: otra estancia, que tampoco resultaba excesivamente grande, pero sí para su contenido; un vestidor del cual estaba ocupado poco más de un tercio, pues su ropa era mucho menor que la que se suponía que debía de guardar. Hacía un par de décadas aquello debía de haber sido el apogeo del colorido por el gusto que tenían los antiguos nobles de demostrar diversidad cromática, pero entonces casi se limitaban a tonos acromáticos y terrosos, con poca licencia a excepciones. Felipe se acercó al lugar y lo observó por unos segundos antes de decantarse por unos que, creía recordar, le sentaban levemente más largos de lo debido; los cogió y los separó del resto.

- Quizás esto le quede bien. – murmuró él, colocándolos sobre una repisa del armario y sonriendo a Edouard – Le esperaré fuera, en la sala contigua. Tómese su tiempo. – le autorizó antes de desaparecer por donde había venido, cerrando la puerta para dejarle la necesaria intimidad y, resoplando por saber que un apuesto varón iba a desvestirse al otro lado del muro, se sentó en la silla del pupitre a esperar y entibiar la mente.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Sáb Feb 02, 2013 5:42 am

El muchacho se daba cuenta de que, hasta cierto punto, su Alteza le estaba otorgando más protagonismo a él en la conversación que a Madame. Aquello sonaba extraño en el contexto de que fuera un criado enviado por una dama de alta alcurnia que era a quien en realidad representaba, pero esa deferencia Edouard se la agradecía. Se sentía como una persona que hablaba con otra, salvando las distancias, y no como un mero mensajero que traía naranjas y se veía obligado a repetir un puñado de frases corteses ensayadas mil veces. Las fórmulas de cualquier clase habían sobrado en aquel encuentro desde el principio, y eso al francés le divertía sobremanera. No había esperado al salir de casa encontrarse con algo así en el Hôtel.

Asintió conforme y caminó detrás del príncipe por donde éste tuvo a bien llevarle, mirando siempre con detalle las estancias y corredores que atravesaban y maravillándose de que hubiera gente con tanto dinero como para cubrir sus necesidades básicas, las añadidas y encima construirse un lugar como aquel donde todas las paredes eran obras de arte en sí. Seguro que la alfombra que pisaba valía millones de veces más que lo que Madame pagó en el hospicio por él cuando lo adoptó de niño. De contemplar el continente pasó al contenido, es decir, el propio Mendoza. Ir andando unos pasos por detrás le daba la ventaja de poder observar sin ser observado, de recorrer toda su figura con los ojos y preguntarse por qué todos los monarcas no vestirían como él en lugar de llevar tantas puntillas y faldones, por no mencionar las pelucas empolvadas que ahora - afortunadamente - comenzaban a pasar de moda. Aquel chico iba con pantalones y unas botas que distaban mucho de los zapatos con hebillas doradas y tacón que llevaban algunos aristócratas en las fiestas lujosas. Esta vez le llegó a él el turno de avergonzarse cuando Felipe se giró sin previo aviso y le descubrió escudriñando, aunque no se ruborizó porque Edouard, sencillamente, carecía de aquella capacidad. Se había quedado enterrada en algún rincón de su ser junto a muchas otras como la de amar o la de ambicionar un futuro imposible.
- Descuidad, Alteza. - Le tranquilizó. - Tampoco a mí me dejaría en buen lugar.
Era un criado accediendo a ponerse la ropa de un heredero al trono de España solo porque tenía frío y estaba empapado. Desde luego no era una de esas faltas a la etiqueta modestas que pudieran perdonarse, no, era una afrenta mayúscula a todas las normas impuestas por las jerarquías de la sociedad. Suspiró. La habitación de Mendoza hacía juego con el resto del edificio pero adaptada a él, sobria y sencilla, austera como parecía el propio Felipe. A Edouard empezaba a agradarle de veras aquel chico, era una lástima que por sus circunstancias no pudieran coincidir más en nuevas reuniones.

Cuando se quedó solo el sirviente no se encantó demasiado: se quitó sus propios pantalones, que eran cortos por la pantorilla y anudados con dos lazadas, y se puso los que le habían prestado. El largo le estaba bien y por fortuna no había engordado demasiado últimamente, así que tampoco la amplitud fue un problema. Se desabotonó la camisa, encontrando cierta dificultad en los puños, y se puso la nueva que era más pesada, cosa que indicaba la mayor calidad de su tela. Se sentía como un impostor pero era una aventura interesante, más que nada porque teniendo permiso explícito del dueño de las prendas no estaba haciendo nada que pudiera ser castigado. Cuando al final asomó la cabeza por la puerta tras la cual esperaba Mendoza parecía una persona nueva, aunque sus rizos desordenados y su mirada pícara seguían siendo el sello inconfundible de su origen plebeyo.
- ¿Sabéis una cosa? - Inquirió, mirando al joven allí sentado. - No sois un príncipe muy ortodoxo.



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Mensaje por Felipe de Castilla Sáb Feb 02, 2013 3:11 pm

Invirtió los instantes de soledad para echar un rápido vistazo al panorama que ya tenía más que conocido y para percatarse, otra vez, del cambio que había sufrido la estancia desde su llegada. Como un paralelismo al nuevo tiempo que estaba viviendo el país galo, también la sobriedad se había hecho su hueco en el panorama, dejando fuera de lugar el cargado ambiente que antes lo caracterizara para ocuparlo con una falta de mobiliario. Los muebles de ese aristócrata rococó habían visto su número mermado en favor de un espacio diáfano que casi hacía parecer que la habitación aún estaba en proceso de remodelación, pero que, por el contrario había adquirido una apariencia mucho más personal, íntima, pues así era como debía mostrarse, como una habitación para el descanso o, como mucho, para ser ocupada en las horas de desvelo; para su desempeño y la vida pública ya tenía el resto del sobrecargado hôtel particulier. Percatándose de que la lobreguez se había hecho con el control de su vista, volvió a ponerse en pie y se acercó a los pesados cortinajes que, con esfuerzo, logró correr para, así, dejar que la luz recuperara su legítima posesión. Aprovechó además para consentir a su mirada un escape hacia el jardín posterior del complejo, perdiendo, a su vez, sus pensamientos a analizar lo que estaba, no permitiendo, sino decidiendo. Como si por un momento hubiera recobrado la lucidez, propiciada por la ausencia de la embriaguez de la compañía, el devenir de los recientes sucesos se le presentaron tan inapropiados como teóricamente eran y un sudor frío comenzó a invadirle. No importaba, lo hecho, hecho estaba y Felipe no era alguien que se caracterizara por andar haciendo para, a continuación, deshacer. El arrepentimiento tendía a ser un ancla al pasado y si algo era seguro era que el mundo, como él, ahora observaba al futuro.

Al tiempo que los goznes de la puerta le advirtieron del fin de su soledad, el príncipe se giró para descubrir a un criado con unos ropajes que no tenían nada que ver con los anteriores. Para alivio y regocijo del hispano, el sirviente aún conservaba la apariencia de tal, no por temor a que éste pudiera ponerse a su nivel, pues él no veía la enorme diferencia que se suponía entre ambos, sino como una ingenua afirmación de que la posición no cambiaba la esencia de las personas, conservando éstas su verdadera identidad. Quizás sólo quisiera esperanzarse de que, con el paso de los años, él tampoco se vería corrompido por los títulos. Precisamente por esto, el comentario de Edouard fue de su agrado, volviendo a arrancarle una de esas fáciles sonrisas que caracterizaban su joven rostro, por muy fugaz que fuera ésta.

Quizás es porque hace menos de medio año que lo soy. – y durante un instante regresó al periodo anterior al que acaecía, cuando no era más que un bastardo no reconocido y que ansiaba el amor paterno. Luego, recuperó la felicidad derivada de la inesperada ganancia de la legitimidad ganada de inesperada y sencilla manera – Tampoco es que usted se vea ahora como un sirviente común. – le devolvió la jugada, sin ánimo de ofender, pues, desde su postura, se trataba de un halago – Ahora creo que sí podremos sentarnos sin cuidado para no estropear los asientos.

Dicho esto, salió del cuarto para deshacer el camino, con algo de una acostumbrada premura que no tenía nada que ver con una prisa por dar finalizado el encuentro. Pasando delante de la guardia que velaba por el orden del lugar y cerrando las dos entradas que se encontraron de por medio, se acomodó en el sofá al tiempo que reprimía un suspiro derivado de un reposo físico del que, en realidad, no estaba necesitado.

Y ahora, cuénteme sobre París. ¿Qué sucede en la ciudad? ¿Cómo se vive? ¿Qué lugares debería visitar para comprender el día a día de la urbe? – realmente el muchacho estaba interesado, por doble partida: tanto por lo que había de contar como por quien lo contaba. Por tanto, aguardó impaciente una respuesta.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Dom Feb 03, 2013 7:57 am

Los labios carnosos del príncipe volvieron a curvarse en una sonrisa que alivió una vez más el temor del criado a haber cometido alguna ofensa imperdonable. No caminaba por gusto sobre una cuerda fina todos los días, lo hacía porque había nacido con esa chispa espontánea - llamémosla también rebelde - que generalmente no quería reprimir pero que en ocasiones sencillamente no se veía capaz de controlar. Lo que estaba claro era que Mendoza no era Madame, en muchos sentidos. El primero era el más evidente: aquel joven le sacaba a su señora fácilmente dos cabezas de altura, era más espigado y tenía esos ojos verdes casi dorados que lo dotaban de una belleza peculiar. Edouard no sabría decir si, dejando de lado su posición privilegiada, aquel muchacho destinado a Rey sería considerado objetivamente atractivo por las mujeres, dado que tanto su tez bronceada como su nariz de puente recto apuntaban a su origen hispano. Sin embargo al sirviente le parecía que tenía un rostro interesante, y eso ya era una gran diferencia respecto al rostro anodino y de ojillos crueles de su patrona. En segundo lugar su Alteza resultaba una compañía sumamente grata, y eso sí inclinaba notablemente la balanza a su favor. Ése era realmente el motivo de que el francés se viera en apuros para tratar de retener su lengua desvergonzada cuando normalmente no le importaba azotar con ella a Madame si tenía ocasión de hacerla restallar contra ella como un látigo.

Estaban de acuerdo en que Edouard no parecía un sirviente común ahora que se había cambiado, pero al menos había tenido el buen juicio de dejar sus ropas húmedas extendidas en la baranda sobre la chimenea para que se secaran, y poder así regresar a su casa con ellas y no con las prestadas. Si parecía o no parecía un criado era algo que quedaría entre Mendoza y él. Le siguió de vuelta al salón de la recepción y al fin pudo sentarse en una de esas mullidas butacas que quedaban frente al sofá en el que había tomado aposento el príncipe heredero. Eso le suscitaba un nuevo problema, porque ¿qué lugares debía recomendar a alguien de su alcurnia? A Edouard le gustaba ir al mercado, perderse entre las calles de la ciudad o cabalgar por los campos que la circundaban, pero esos no eran entretenimientos para alguien de sangre real.
- Yo creo que París tiene una vida y un ritmo propios, Alteza. - Comenzó. - No sé cómo es el lugar de donde venís pero estoy seguro que habéis notado que aquí todo fluye de forma distinta, como si... como si los franceses tuvieran nuevas ganas de demostrar que están vivos y son creativos. Aquí hay estallidos de arte por todas partes, y con algunas excepciones podréis disfrutar de la mayoría de lugares de la capital. La plaza Tertre, por ejemplo, ¿la conocéis? O el Palacio Royal, son lugares hermosos. Si lo que deseáis es mezclaros más con la gente os recomiendo alguno de los cafés que hay cerca del teatro.
¿Estaría el muchacho esperando que le recomendara algún lugar donde encontrar compañía femenina? En aquella época absolutamente todos los hombres iban de vez en cuando a frecuentar los burdeles como actividad casi normal, pero desde luego si su Alteza no preguntaba no sería Edouard quien le insultara sugiriéndole que se buscara una prostituta. Aquello sería excederse incluso para él.



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Mensaje por Felipe de Castilla Dom Feb 10, 2013 4:25 am

La distancia, que de una forma u otra siempre había mantenido su presencia, volvió a quedar marcada cuando el criado se colocó frente a él, en un sillón, y no el mismo sofá que el muchacho ocupaba. No podía decirse que al príncipe le disgustara, ya que se había guardado de hacerse expectativas, pero ese acto hizo que volviera a sentir el peso de las hipotéticas diferencias que les separaban y a las que tanto se resistía, pero a las que el camino que tomaba le llevaba irremediablemente a sucumbir. Tampoco es que fueran de su desagrado las palabras que le respondió, sencillamente le resultaban poco creíbles por lo que había podido ver de la ciudad, que bien se distanciaba de la imagen que ahora él le ofrecía. Sin embargo, no dijo nada para no ofenderle.

París era una ciudad que presentaba dos rostros que se entremezclaban en la mayoría de los aspectos sin pudor. La dura realidad del país tenía su serio paralelismo en aquel cúmulo de enrevesados callejones entre los que sobresalían numerosos monumentos, como adornos que quisieran contrarrestar la miseria que se extendía a sus pies. Un conocido le dijo en cierta ocasión que dichos edificios eran ”guindas de un pastel de mierda”, palabra demasiado ordinarias para alguien de su condición, pero que representaban con demasiada exactitud la verdad. Tanto era así que pasear por la urbe se le antojaba una dura prueba para su olfato, pues la mezcla de la basura de los mercado, los desperdicios de los talleres y los numerosos desechos humanos resultaba, sin duda, pestilente. No era que en Minas o Madrid no existieran esa clase de problemas, pero, simplemente la extensión y, sobretodo, la sobrepoblación de París multiplicaba dichos contratiempos hasta convertirlos en serias dificultades. Por eso mismo, al hispano le resultaba complicado ver esos estallidos de arte.

¡Cafés! – alzó levemente la voz, interesado de pronto en esa cuestión, no por más que por los buenos ratos vividos en los que frecuentaba en Buenos Aires, focos indiscutibles de los debates intelectuales, en los que, como buen joven mentalmente inquieto, estaba interesado – ¿Conoce alguno en especial? Tengo buenos recuerdos de esos lugares – volvió a sonreír, agradecido porque le hubiera proporcionado una nueva vía de escape de sus obligaciones, que tanto le pesaban en su relativa soledad – ¿Y hay algún otro pasatiempo al que se dediquen los hombres de la ciudad? Me vendría bien relacionarme y… conocer otra gente – pronunció esto con algo de reparo, pues le daba apuro aparentar cierta timidez y dificultad para relacionarse, cuestión que podría resultar no completamente falsa.

Por un instante, la mirada de Felipe se desvió de su contertulio para dirigirse al piano, el cual pareció llamarle, a juzgar por la inmediata respuesta. Eludió las ganas que, de pronto, le habían surgido de presionar el marfil nuevamente, seguramente a causa del arranque de felicidad, y pasó a comprobar que, no muy lejos, aún seguía la pila de naranjas esperando a que dispusiera qué hacer con ellas. Luego se encargaría de que acabaran en la cocina.

Y quisiera inquirirle acerca de otro tema. – su tono bajó y se acercó a él mínimamente, pues era algo que no sabía si era del todo seguro hablar, por mucho que en aquel edificio, en principio, el que más daño pudiera hacerle hablando de las indiscreciones del príncipe era el visitante. El resto se suponía fiel a la corona española – ¿Cuál es la situación de la nobleza en París? ¿Y de los católicos? – el alzamiento contra la monarquía había acabado con un cambio de confesionalidad al protestantismo, lo cual suponía un revés para sus compañeros de fe, aunque él no profesase apego alguno a la Santa Madre Iglesia. Sin embargo, su país había sido solidario con el resto de seguidores del Papa, por lo que también era parte de su misión velar por ellos, de una u otra manera – Prefiero información de primera mano. – añadió, eludiendo mentar directamente que no se fiaba demasiado de los comunicados oficiales o de lo que los altos cargos quisieran contarle.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Miér Feb 13, 2013 3:30 pm

A diferencia de su Alteza no podía decirse que Edouard conociera mucho mundo más allá de París, más allá incluso de su casa. A duras penas había hecho algún viaje más largo acompañando a Madame, y siempre habían sido trayectos en carruaje que como mucho duraban un día entero, y que tenían por objeto visitar las mansiones que tenían en la campiña las amigas de su señora. No podían catalogarse por tanto como travesías de verdad, y desde luego ni se acercaban al largo camino que Mendoza había atravesado para llegar desde su ciudad de origen hasta la capital francesa, donde le aguardaba algo parecido a una aventura. El muchacho podría estar más o menos conforme con su destino, pero no podría negar que visto desde cierta perspectiva encerraba misterio y emoción. Ser Rey, nada menos, qué distinto era su sino del del criado que tenía sentado delante... y por eso no era de extrañar que fueran también distintas sus apreciaciones. El sirviente no veía tanta miseria a su alrededor porque él mismo pertenecía a la clase humilde de la urbe, y por tanto tendía de forma inconsciente a elevar la categoría de los pobres a la de gente que iba encontrando un pasar. Claro que no estaba ciego al hecho de que aún podía considerarse un privilegiado entre los suyos, entre los huérfanos, y que siendo como era hijo bastardo de una prostituta debería dar gracias al cielo por tener algo que llevarse a la boca todas las noches. No era sin embargo el suyo un temperamento de fácil conformar.

Se detuvo en su monólogo cuando el príncipe se emocionó ante la mención de los cafés. Edouard no tenía forma de saber que lo que el joven anhelaba era encontrar una tertulia de sabios, literatos y filósofos; y creía por el contrario que debía encontrarse muy solo y que quizá soñaba con hacer amistades en uno de aquellos locales, tan famosos en la ciudad y tan concurridos por todo tipo de personas. Dudó no obstante a la hora de lanzar a la ligera sus recomendaciones, pues era muy consciente de que jamás podría equipararse el ambiente en el que él se movía y el que le agradaba al que buscaría alguien de sangre real.
- He acompañado a Madame a algunos que quizá sean de vuestro agrado. - Apuntó con prudencia.
Le enumeró a continuación algunos de los establecimientos de más renombre entre los miembros adinerados de la sociedad, y esperó no estar errando con sus consejos. Cabía la posibilidad de que incluso aquellas cafeterías seleccionadas, que al criado le parecían pequeños palacios, siguieran resultándole vulgares a su Alteza. Era muy complicado hablar con un heredero al trono, qué queréis que os diga, nadie le había preparado para eso. Y para colmo llevaba puesta su ropa. Al pensar en eso Edouard se fijó más en el tacto de las telas sobre su piel y en lo suaves que resultaban, y creyó detectar también un olor más allá de los jabones. ¿El olor de Felipe, tal vez? Cada uno dejaba impregnado su aroma en sus prendas y en sus sábanas, y aunque no era nada descabellado sí contribuyó a que el muchacho se sintiera como un intruso momentáneamente dentro de su propio traje.

Como ya estaba susceptible con el tema creyó sin lugar a dudas que Mendoza se estaba refiriendo a los burdeles y a las mujeres de vida alegre cuando le conminó a recomendarle otros lugares. ¿No era lo más lógico? El francés sabía que dentro de su escaso interés por intimar con ninguno de los dos sexos era un espécimen de lo más extraño, y que lo normal era que las personas tuvieran deseos y quisieran satisfacerlos.
- ¿Queréis decir... que os gustaría tal vez... - Carraspeó, inclinándose ligeramente sobre su sillón para acercarse al príncipe y poder bajar así sensiblemente su tono de voz. - ... conocer compañía femenina?
No sabía cuál era el castigo por hablar de putas con un Rey si éste se ofendía, pero por si acaso él pensaba ir con precaución.

Se percató de que el rioplatense miraba el piano y lo imitó, preguntándose como siempre cómo podía alguien arrancar algo tan hermoso como la música de una caja de madera con teclas pintadas de blanco y de negro. En eso consistía la magia para Edouard, ni más ni menos, y era una pena dejarla escapar cuando la tenía tan cerca.
- ¿Por qué no tocáis algo? - Lo animó, esperando no estar excediéndose.
Se mordió el borde derecho del labio inferior mientras esperaba la respuesta de Mendoza, que deseaba que fuese afirmativa. Si fuera un noble de los pretenciosos sería mucho más sencillo porque de seguro estaría deseando exhibirse, pero Felipe no se parecía en nada a los ricos petulantes que el sirviente conocía. No sabía qué estaba pensando ni cómo iba a reaccionar a nada de lo que él hacía o decía, y eso le tenía bastante en vilo casi todo el tiempo.
- Los católicos. - Repitió.
Tampoco su Alteza se lo estaba poniendo fácil con esas preguntas tan comprometidas, voto al diablo, el criado tenía que estar todo el rato caminando de puntillas para no dar un paso en falso. ¿Y cómo saber qué pasos eran buenos cuando se trataba con alguien como aquel joven tan peculiar?
- Son mayoría absoluta. Encontraréis por aquí pocas personas que no se jacten de ser devotas hasta el extremo. Desde luego si queréis conocer gente os recomiendo que vayáis los domingos por la mañana a Notre Dame. - Dirigió una mirada rápida a la puerta, como para asegurarse de que no les oía nadie más. - Y aunque no queráis conocer a nadie también. Si se corre la voz de que no sois beato... bueno, aquí toda la gente importante lo es.



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Mensaje por Felipe de Castilla Dom Feb 17, 2013 7:47 am

Como ya se ha mencionado con anterioridad, Felipe había adquirido una buena consideración para con la Madame del muchacho, a la cual había terminado por excusar su ausencia debido a lo muy ocupada que debiera estar. Por lo tanto, que ella frecuentara aquellos lugares constituyó una casi segura buena referencia y el hispano no pudo sino tomar nota mental de aquellos establecimientos que él le recomendaba, dejando al azar la decisión de si podría recordar los nombres o no. Ciertamente, tenía grandes expectativas de los cafés parisinos los cuales, si bien no imaginaba tan lujosos como los que debieran existir en la Viena imperial, sí imaginaba abundantes de riqueza, no ornamental, sino intelectual debido a que Francia era con casi seguridad el mayor foco de pensadores de todo el occidente en aquel presente que les había tocado vivir.

Poco más le duró la ilusionada sonrisa que perpetuaba el errado y cercano ambiente que se había establecido desde que uno u otro abriese la boca. Si bien se hubiera acercado ligeramente al criado en un acto reflejo que sólo pretendía imitar al contrario, pronto recuperó la postura erguida, abriendo ampliamente los párpados para demostrar la sorpresa que le había causado. Sus pómulos no tardaron de teñirse de carmesí y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no taparse el rostro con ambas manos, pues consideró que ya era suficiente la apariencia infantil que estaba permitiéndose.

- No, no; yo no busco esa… ese servicio. - respondió algo alterado y notando su corazón latir más rápido de lo normal por la situación. Esperaba no haberse equivocado en la clase de compañía femenina que había entendido, pues, aunque el tono de confidencia y secretismo que había usado le invitaba a ello, no quería cometer más fallos en aquella tarde – No es propio de un príncipe. – mencionó sin pretender dar a entender que, de no ostentar dicho título, buscaría tales satisfacciones. Pero, ciertamente, sí se escudó tras su cargo, inocentemente, pues muchos monarcas, entre ellos su padre, tenían fama de promiscuos. La verdadera razón distaba del mantenerse pío, ajustándose más a una supuesta perversión que moraba en su interior y a la que él se había habituado, por mucho que aún no hubiera tenido la ocasión de llevar a cabo tal ofensa a Dios. Ella era la culpable de que su cuerpo se hallase inmaculado, pues no ansiaba yacer junto al cuerpo de una mujer, sino que eran los propios varones los que ocasionaban ese atravesado deseo.

En cierta medida, parecía que Felipe, por pura naturaleza, tendía a hacer todo al revés de como se suponía correcto. Nada más lejos de la verdad, por mucho que sí tendiese a dudar de mucho de lo establecido precisamente por aquella cuestión que le hacía ser tan incorrecto sin tampoco sentirse mal consigo mismo, siempre y cuando no mezclase la adúltera religión católica con aquellas inquietudes.

El tema de conversación no tardó mucho más en virar y cambiar de dirección, para alivio suyo y de esas mejillas que, paulatinamente, retornarían a su palidez habitual. Indeciso, miró el instrumento, notando como aquella necesidad de hacer fluir la música volvía a embargarle, inundando su interior como olas rompiendo contra un acantilado y buscando cualquier grieta en la roca para penetrar y empapar la tierra. Con una sonrisa y un asentimiento, se levantó de su asiento, dirigiéndose al taburete que ya antes había ocupado y centrándose frente a aquella mole. Sus dedos descansaron por un instante, indecisos, sobre el marfil y tuvo aún que respirar profundamente antes de escoger la pieza que tocaría.

Una simple nota dio inicio a una secuencia lenta, calmada, casi intimista, carente de real dificultad técnica, pero abundante de sentimiento. Acorde al día, gris y levemente melancólica, la melodía se hizo dueña sin dificultad del aire que los rodeaba y casi queriendo exponer la personalidad de Felipe, pues él se consideraba alguien más bien sencillo y más modesto que arrogante, sincero y, quizás, algo sensiblero, algo que, sin duda, no eran buenas cualidades ni para un príncipe, ni, mucho menos, para un soberano. Quizás los años corregirían los defectos o, quizás, el futuro tenía destinado que España fuera dirigida por un rey atípico.

Apenas llegaba a la mitad de la sonata de Scarlatti cuando dos golpes en la puerta hicieron que se detuviera repentinamente. Giró rápidamente su mirar a la entrada y, tras ponerse en pie, permitió entrar al causante de la molestia. Resultó ser el mismo lacayo que había introducido al propio Edouard.

- Ruego me disculpe la intromisión, su Alteza Real, pero tiene un par de visitantes esperándole desde hace media hora. – le comunicó con la cabeza levemente gacha, a pesar de ser consciente de que difícilmente el príncipe de Liébana iba a mostrarse ofendido. Pero sí resultó algo disgustado, por doble razón, pues, para empezar, no le agradaba que le importunaran cuando se hallaba tocando, a lo que había que añadirle el buen rato que estaba pasando. El heredero asintió, algo decaído y luego sonrió levemente con la simple intención de elevar el propio ánimo.

- Bien. Dígales que enseguida les atiendo. – terminó por ordenar él antes de dirigirse a la visita que había disfrutado – Lamento que no pueda pasar más tiempo con usted, pero mis obligaciones parece que me reclaman. – se excusó para soltar un hastiado suspiro que no se percató de contener – Rafael le acompañará a una sala donde pueda cambiarse, si su ropa ya se ha secado; sino, puede quedarse con esa y ya… me la devolverá otro día. – sonrió, pues, a decir verdad, tenía esperanzas de volver a encontrarse con el muchacho y, aunque él no era muy dado a aquellas artimañas, si se daba un pretexto para forzar una nueva reunión, no iba a negarse a él – Espero verle en otra ocasión. – concluyó claramente, sin ningún ápice de mera cortesía en sus palabras, sino de total sinceridad. Iba a extender su brazo derecho hacia la salida, invitando al joven a marcharse, pero en último momento se frenó, pidiéndole que aguardase dos segundos más. Dios un par de pasos hacia atrás y alargó su mano para adaptarla a la figura esférica de aquel vivo y singular tono que tomó y que extendió hacia a él - En agradecimiento por el tiempo que le he robado; es hora de que pruebe la naranja.


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Mensaje por Edouard F. Carrouges Lun Feb 18, 2013 2:33 pm

No le sorprendió haber terminado hundiéndose después de tanto tiempo pisando sobre terreno pantanoso, pero lo que sí le extrañó fue su propia reacción. Podría decirse que su mente absorbió como una esponja las reacciones de su Alteza y decidió imitarle como si de un espejo se tratara, usando su rostro como lienzo. Por primera vez en veinte años Edouard experimentó lo que debía de ser ruborizarse, o eso creyó al notar que las mejillas le subían de temperatura de forma súbita y violenta. Al contrario que el resto de personas él no se avergonzaba de forma inocente y adorable, sino que sentirse humillado a cualquier nivel le enfurecía porque lo entendía como una prueba más del poder que otros ejercían sobre él. Toda su vida se había obligado a mostrarse duro como una roca e impasible como una estatua del mismo material, firme en su creencia de que si actuaba como si nada le importara no dejaría al menos que Madame le arrebatara su dignidad. Bueno, su señora o quien fuera, pero se refería a ella porque era claramente el ser humano más nocivo que el muchacho tenía cerca, la que más lo minaba día tras día. El príncipe era - como ya había reflexionado antes - mucho más agradable que su patrona, pero representaba igualmente a la autoridad aunque no lo pretendiera y saber que había cometido un desliz en su presencia le hizo sentir mal. Se apartó hacia atrás recuperando la distancia que antes había acortado y mirándose las manos cruzadas sobre el regazo. Habría jurado que... pero no, Mendoza no se estaba refiriendo a esa clase de otras compañías. ¿Entonces a cuáles? Ya no quiso preguntar. La concha que siempre lo protegía y que se había abierto tímidamente en compañía del otro joven volvió a cerrarse de sopetón, tan bruscamente que en el silencio de la estancia casi pareció oírse su chasquido. El momento había pasado y Edouard volvió a levantar su muro infranqueable. Así debía de ser.

Respiró más tranquilo cuando el heredero se levantó y fue a parapetarse detrás del enorme y majestuoso piano. Para ser un simple criado a Carrouges le gustaba mucho la música clásica, tal vez porque por sus labores estaba más acostumbrado a asistir de acompañante a conciertos y a salones donde se oían melodías similares. Las notas siempre le habían ayudado a dar alas a su imaginación en los momentos en que no tenía nada mejor que hacer que concentrarse en un punto vago en el horizonte e imaginar que tenía una vida más interesante. El hispano tocaba realmente bien. Edouard no sabía de la técnica de un instrumento, pero notaba que acariciaba sus teclas con verdadera afición y no por puro procedimiento mecánico aprendido. Sin darse cuenta se fue abstrayendo de tal modo que cuando la puerta se abrió dio un respingo sobre su asiento. No esperaba que su reunión terminara así, pero claro, en algún momento iba a tener que acabarse. Se levantó e inclinó la cabeza como correspondía a su interlocutor. Tenía instrucciones precisas de besarle la sortija real a la hora de la despedida, pero como Felipe no llevaba anillos se conformó con la reverencia.
- Estoy seguro de que ya está seca.
No quería de ninguna manera llevarse aquella ropa a casa porque sabía lo que le esperaba si Madame las veía. Le diría que era un arrogante y querría castigarlo, y él ya no tenía nueve años.
- Yo también espero veros en otra ocasión. Mi señora querrá visitaros personalmente cuando el tiempo se lo permita, y entonces...
Nos veremos.

Cuando ya creía que aquel príncipe no podría sorprenderlo más le ofreció una naranja que él aceptó, dejando que poco a poco una chispa de la complicidad que habían compartido hacía un rato regresara a sus ojos. Le aseguró con fórmulas de cortesía que no le había robado nada, al contrario, que había disfrutado de su reunión, y después salió de aquella habitación cerrando la puerta tras de sí. La vida tenía una forma curiosa de hacer congeniar en el lugar menos pensado a la gente más diversa.



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