No existe descuentos en este lugar [Priv. Caleb]

¿Cómo podría describir París sin que resultara ofensivo para los parisinos? Era una cuestión complicada si, al menos, quería ser fiel a la realidad que la urbe me había ofrecido. Pese a mucho que lo intentara, no me quedaba otro remedio que referirme a ella como un vertedero de deshechos humanos.

Había llegado a esa ciudad de las luces cinco días atrás y, desde el primer momento, no había encontrado más que miseria y un hedor que había llegado a impactar contra mis fosas nasales desde el primer instante. Al principio me había tranquilizado con que, quizás, no se tratase más que de los barrios bajos, un lugar a evitar por el poco interés que pudieran tener para mí, pero el caminar había desvelado que, ciertamente, aquella era una situación que se repetía en cada calle, esquina o edificio de la capital francesa, con contadas salvedades que no lograban salvar satisfactoriamente el conjunto. ¿Dónde quedaba la gran metrópolis, llena de monumentos, que los escritos me habían prometido? ¿Dónde el olor a rosa y jazmín que debiera inundar las vías principales? ¿Dónde la elegancia que sus habitantes debían portar como la élite más elegante del mundo conocido? En ningún lugar, todo un espejismo que algún embustero había querido plasmar en hojas de papel y que se evaporaba al poner los pies en la tierra; la de París, propiamente dicho.

Por la gran desilusión inicial, había pasado los dos últimos días encerrado en la casa que había rentado, en algún lugar al oeste de la villa, pues fuera de esos muros la ostentosidad se perdía como un buen sueño que se convierte en una cruenta pesadilla. Sin embargo, aquel día me había despertado de un humor diferente y parecía haber recuperado fuerzas para descubrir más del lugar; la única diferencia era que, en aquella ocasión, sabía precisamente qué era lo que buscaba.

Tras despojarme de mis vestimentas y ataviarme con otras más propias para el occidente, aunque más incómodas y horriblemente sobrias, me dejé perder por los callejones, buscando con la mirada algo que llamase mi curiosidad, que, en ese instante, se centraba en mis necesidades. Seguramente me salté muchos de aquellas edificaciones de mala reputación, pero una en particular reclamó mi atención, quizás, precisamente, por el alboroto que se propagaba desde sus ventanas. No tardé en acercarme a la puerta para comprobar que no había errado.

El burdel quizás no era lo más refinado que hubiera visto en mi vida, pero, al menos, tampoco estaba tan mugriento como lo demás que había visto. Me encontraba dudando de si avanzar o si retroceder sobre mis pasos, todo bajo la atenta y satisfactoria mirada de un buen número de prostitutas, cuando una imagen inclinó la balanza hacia la primera opción. Me adentré en el lugar, evitando a todas aquellas mujeres de mala vida y me acerqué a la única que había logrado atraer despertar la intriga.

- Aristóteles fue alguien que pensaba mucho y vivía poco. – sonreí, mostrando una dentadura tan pulcramente cuidada como mi imagen en general, demostrando la vanidad de la que hacía gala. Tomé el libro con una mano, arrebatándosele para luego devolvérselo cerrado - ¿Por qué interesarse en cavilaciones muertas cuando podemos disfrutar de los placeres de la carne viva? – mi acento me delataba como extranjero, pero, ¿qué importaba aquello en ese momento? Había llegado el tiempo de entrar en otros menesteres.

Lo cierto era que me había sorprendido que una simple meretriz se interesara por temas tan existenciales como los relativos a la filosofía clásica. No es que mi burdel favorito en Mirthira fuese una casa de incultura, más bien todo lo contrario, pero las mujeres, y hombres, que trabajaban en el lugar tendían a fingir ignorancia o, al menos, preocuparse más por los temas carnales que por los mentales. Esto tenía una explicación obvia. Una vez se intimase, algunos revelaban ser más entendidos de lo que, en un principio, aparentaban; otros, preferían evitar cualquier conversación que amenazara con extenderse y robarles su preciado tiempo de espera al siguiente cliente, algo que respetaba y apoyaba. Que nadie me malinterprete, no es que sienta desprecio por los intelectuales, sólo opino que dedicarle mucho tiempo a la mente hace vago al cuerpo y nos sume en la inapetencia. Pensar en cosas tan banales termina por ser tan contraproducente como ingerir veneno a conciencia.

- Carpe diem quam minimum credula postero, ya que gusta de lo erudito, Beatrix. – cité a Horacio con la única intención de reafirmar mi teoría de qué hacer a continuación; y de demostrar que no carecía de formación, claro está. Me agradó que dudase de si su nombre sería correcto para que yo me refiriese a ella, no pudiendo alcanzar a entender si la otra opción era una más cercana o, por el contrario, una más formal. Lo que me gustó, o lo que me divirtió, fue que, siguiendo los tratados de aquel viejo Aristóteles, escogió exactamente el término medio de los dos extremos, como si hubiese querido encontrar la virtud en una cuestión tan insustancial como aquella – Yo soy Caleb. – me presenté con una sonrisa cortés, mencionando aquel pseudónimo que usaba para fuera de los muros de mi lugar de origen, pues el verdadero sonaba extraño para cualquier ciudadano de cualquier región del mundo. No era aconsejable usarlo.

Aproveché entonces para analizar a la mujer y decidir si mi elección había sido correcta, ahora que aún estaba a tiempo de dejar que mis francos siguiesen en donde aún estaban: en el fondo del monedero. Más baja que yo, aunque eso no significa que fuese de estatura reducida, con unos ojos almendrados de color castaño era su principal atractivo facial, no había duda de ello, pero su encanto no acababa ni mucho menos ahí. Por entre la vestimenta se podía adivinar un cuerpo bien formado, ni excesivamente delgado, pero escapando también de ser rollizo, por no hablar de aquella voz que, cantarina, me agradó. ¿Cómo sería gimiendo o susurrándome al oído? Mis labios volvieron a marcarse en una mueca curva al imaginar aquello, pero me contuve. Ya llegaría el momento.

- Y dígame, Beatrix, ¿cuál es el precio de pasar un rato con usted? – ladeé levemente la cabeza esperando escuchar la cifra que marcaría el rumbo de los acontecimientos venideros.