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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Pierrot Quartermane Vie Abr 26, 2013 8:49 pm

La mariposa recordará por siempre que fue gusano.
—Mario Benedetti.



A veces sentía como si estuviese fuera del mundo real, encerrado en una burbuja diminuta que no cesaba de menguar. Sentía que se asfixiaba allí dentro, y estaba harto de sentirse tan lejano a todo, tan… insignificante. Para él, el haberse transformado de pronto en un caballero con un importante apellido, no era tan gratificante como muchos suponían, porque, después de todo, sólo le había traído desgracias y humillaciones, sólo había logrado sumar más problemas a su vida y, sobre todo, había significado ganarse el odio de la única persona de la que había esperado un poco de afecto: su propio hermano. Tales cosas, le obligaban a desear nunca haberlo encontrado. Quizá, si aún estuviera en el campo, haciéndose cargo del ganado o sembrando algunos granos en tierras no propias, su vida sería menos dolorosa, humilde pero tranquila. ¿Sería estúpido de su parte volver a esa vida, después de haber luchado tanto por ganarse de la que ahora renegaba? Probablemente sí.

Muy dentro de su pecho tenía la respuesta para sus problemas, pero sabía que no sería agradable. Lo que debía hacer era darle una lección a Nigel. ¿Quién era él para negarle lo que por derecho le pertenecía? Incluso las leyes lo ampararían. Pero, a Pierrot, que a diferencia de su hermano gemelo poseía un alma bondadosa, se le hacía un nudo en pecho de solo pensar en la idea de declararle la guerra al Conde de Francia. No por miedo (aunque en el fondo lo sentía, no poseía la suficiente arrogancia como para negarlo), sino porque estaba consciente de lo desgastante que tal acto podía convertirse. Tenía que meditarlo antes de tomar la importante decisión, pero, mientras lo decidía, tomó la determinación de bloquear, por lo menos durante un día, esos pensamientos tan desagradables.

Se enfocó entonces en los que sus ojos veían, en los pintorescos cuadros que la vida parisiense le ofrecía a manos llenas. Él siempre había sido un muchacho muy curioso que prestaba atención a diminutas cosas, a todo eso que las personas, con sus ajetreadas vidas, pasaban por alto. Le gustaba disfrutar de los pequeños placeres como lo era el oler el pan recién hecho, el sonido de unas golondrinas o la simple risa de un niño. Esas cosas, que la gente catalogaba como cotidianas, y por ende insignificantes, eran las que lograban calmar a su alma, las que lo hacían sentir verdaderamente vivo.

Con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón, paseó por el centro de la ciudad como si fuese la primera vez que recorría por sus calles empedradas, pero, cuando estuvo a punto de adentrarse a un local que ofrecía bellas artesanías, una incómoda situación lo hizo desistir. Se quedó de pie junto a la entrada de esa colorida tienda, observando y escuchando lo que ocurría en el local continuo. La escena se llevaba a cabo en plena calle y la protagonizaba un hombre de unos cuarenta años y una joven que no rebasaba los veinte. Él la sujetaba de una de las muñecas y la jaloneaba del cabello para que no escapara. Le gritaba sin compasión frente a la gente, que curiosa se detenía para ver qué estaba ocurriendo. La muchacha intentaba defenderse, pero el hombre, que era mucho más alto y corpulento que ella, le ganaba la partida. Finalmente, después de forcejear por un buen rato ante los curiosos ojos de la gente que se había dado cita fuera de la tienda para presenciar la horrible escena, el hombre logró que la muchacha cayera al suelo y no se tentó el corazón cuando empezó a arrastrarla, exigiéndole que reparara su daño. Pierrot, que por naturaleza siempre había sido el defensor de los inocentes, y que tenía bien arraigada la necesidad de justicia, salió en su defensa. Con pasos agigantados se abrió paso entre la muchedumbre y se plantó frente a los personajes, mirando con desaprobación al hombre y compadeciéndose de la mujer.

¿Qué es lo que ocurre? —preguntó al hombre, y su frente se arrugó, lleno de indignación.

Esta malnacida me ha robado —respondió con rabia, sin despegar los ojos de la joven que seguía en el piso—. ¡Maldita callejera! ¡Maldita tú y todos los tuyos! —el hombre siguió maltratándola, agitando su cabeza, como si pretendiera que de su cabello o de entre sus ropas brotaran las cosas que supuestamente ella se había robado.

La escena le era tan familiar, que sencillamente no pudo aguantarlo más. Pierrot buscó en su bolsillo y de él saco un pequeño saco negro de terciopelo.

¡Basta, yo le pagaré! —gritó para impedir que siguiera lastimándola de esa manera—. Ahí tiene —le lanzó varias monedas que rebotaron en el tosco pecho y cayeron al suelo tintineando. El hombre se puso se rodillas, y como si se tratara de un muerto de hambre, las recogió con desesperación, olvidándose al instante del incidente.

¿Se encuentra bien? ¿Le ha hecho daño? —preguntó Pierrot a la muchacha una vez que fue liberada de las hoscas manos del sujeto. A ella se le notaba algo afectada, en su rostro pudo distinguir una mezcla de rabia y de miedo—. Descuide, está a salvo ahora —la sostuvo del brazo y la condujo hasta una banca para que ella pudiera sentarse a descansar mientras se disipaba su miedo—. A las personas a veces se le olvida que el tener un poco de dinero no les da el derecho de hacer menos a los demás, mucho menos de maltratarlos, aún si fuera verdad lo que ha dicho —y es que la verdad nada le garantizaba que ella fuera inocente, pero nada justificaba lo que le habían hecho, la forma en que la habían tratado, olvidándose que se trataba de una dama y no de una bestia.

¿Cuál es su nombre? ¿Es cierto lo que el hombre dijo? —preguntó cuando la vio más tranquila.


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Mensaje por Magdala Đurić Dom Mayo 26, 2013 1:47 am

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis

Sor Juana Inés de la Cruz


El Sol otoñal le calentaba el rostro. Sus mejillas sonrosadas le daban un aspecto de fragilidad. Sentada sobre un cajón de madera, con los brazos hacia atrás y las palmas apoyadas, mecía los pies descalzos mientras permitía que el gran astro rey le reavivara el ánimo. El cabello negro le caía largo y ondulado, ya le sobrepasaba la parte baja de la espalda. Un atisbo de buen humor le caldeaba el alma, había conseguido agua limpia y un jabón de glicerina, y se había quitado la suciedad y el olor de días. La ropa, aunque andrajosa, estaba limpia, y Magdala, de todas las cosas de la vida, lo que la hacía feliz, era estar higienizada, quizá porque era el único momento en que se sentía digna o, quizá, simplemente, porque el comezón y el olor desaparecían. Su hermano menor había robado aquellos simples menesteres y se los había regalado, en un arrebato de compasión por la mayor. Era un buen niño –como todos los demás-, pero con un padre nefasto y una madre enferma y loca. A pesar de que la gitana no aceptaba cosas robadas, hacía más de una semana que no tomaba un baño, y realmente le urgía lavarse. Luego de volver a ser humana, se había ido de paseo en soledad, aprovechando que su padrastro no estaba en los alrededores. París le gustaba, había muchos como ella, pero la comunidad a la que pertenecía era una etnia rara y única, por lo que no era aceptada por los demás, su color de piel casi transparente y su aspecto cuasi europeo, tampoco ayudaban, sin embargo, Magdala hacía lo que le habían enseñado, agachaba la cabeza y seguía de largo. El haber encontrado aquella pila de cajones frente a un negocio, lo sentía como un golpe de suerte, de esos que en su vida, anticipaban una catástrofe.

Y la catástrofe sucedió. Un grupo de niños tiraron la pila, y con ella, Magdala cayó al piso. Se raspó las manos y las rodillas, se levantó y los siguió para exigirles que devolvieran los cajones a su sitio, y en ese momento, un hombre salió de una tienda con un palo, y la tomó del brazo. La observó de arriba abajo, la falda marrón sobre los tobillos, la camisola blanca ancha, el pañuelo rojo cubriéndole la cabeza, y sus pies sin zapatos fueron suficientes para identificarla. El dueño del negocio no dudó en que ella había sido quien acababa de robar sus preciadas mercancías, y la tiró al suelo, para luego partirle la madera sobre un hombro. Le jaló el cabello, la escupió, y volvió a lanzarla al piso. Las personas que se amontonaban a su alrededor, no sólo que no salían en su ayuda, si no, que vitoreaban al comerciante que se abusaba de la joven. A pesar de que ella intentó forcejear, él era demasiado robusto y estaba profundamente enfadado, lo que exaltaba sus emociones e incrementaba su fuerza. Magdala vio al grupo de chiquillos entre la muchedumbre, y a pesar de que intentó hablar y señalarlos, el hombre no la escuchaba, y los niños aprovecharon para reírse y huir. Esa era la historia de su vida, siempre sometida a los abusos, a los vejámenes de quienes la rodeaban. No sólo soportaba el maltrato dentro de su grupo, de parte de cualquiera que la viera y comenzara a impartirle órdenes como si se tratase de una esclava comunitaria, si no, en la misma calle, tenía aquella especie de malos entendidos gracias a los prejuicios y xenofobias de los parisinos, y si bien su gente tenía fama de deshonestos, Magdala era honrada, humilde, mediocre y analfabeta, pero honrada, y jamás robaría, por más que estuviese muerta de hambre.

Jamás alguien le tendía la mano, todo lo contrario, si podían, le asestaban un golpe, y en el mejor de los casos, le daban la espalda. Por eso, se sorprendió cuando los gritos de la multitud se acallaron y se convirtieron en murmullos o silbidos por lo bajo. Bajo un velo de lágrimas que se esmeraba en retener, vio a un noble caballero que intercedía por ella, una harapienta y presunta ladrona gitana, con reputación dudosa y, seguramente, hondos antecedentes penales. Magdala, desde el suelo, miraba con ojos atónitos aquella escena inverosímil, tan ajena a su realidad. La única vez que alguien había osado defenderla, había terminado bajo tierra. El doloroso recuerdo le hizo apretar la boca, la cual abrió inmediatamente, al sentir un dolor punzante. Se llevó el índice y el medio al labio inferior, y luego se observó las yemas, repletas de sangre. Se preguntó si alguna otra parte de su cuerpo sangraría, y se miró casi con desesperación. Cuando el joven la tomó del brazo, ella ahogó una exclamación, le dolía profundamente, y el apretón, por más que fuese leve, le había provocado una puntada hasta la muñeca. Lo miró de reojo, a través del pelo lleno de tierra, aún temblorosa, no sería la primera vez que quisiesen aprovecharse de ella, y los hombres echaban mano de las tácticas más viles para acercarse a una mujer, hasta se hacían dueños de una falsa compasión para ganarse su confianza. Lo escuchó, y era la primera vez en toda su vida que alguien tenía palabra coherentes para con ella, ni su madre le agradecía cuando Magdala la higienizaba, la cambiaba o, simplemente, la tapaba, y aquel muchacho, de voz serena pero tono firme, sonaba casi como la justicia, como si él sostuviese la balanza en sus manos y fuera capaz de equilibrar al mundo. La gitana no le respondió, más por no saber qué palabras utilizar en francés, que por temor. Se miró la falda sucia, los pies, los tobillos, luego las palmas y se tocó la melena, volvía a estar sucia, y la poca alegría que había tenido minutos antes, se disipó por completo. Dos lágrimas saltaron por sus mejillas, y dejaron un rastro entre la piel repleta de tierra.

Yo no robo —susurró en un francés muy trabado —Yo no robo —repitió, ratificando su frase, para que no haya lugar para la duda. Se sacudió la ropa con dificultad, le dolían los brazos, las piernas, el alma, la vida, la dignidad. Levantó la cabeza y miró fijo al joven —Gracias, señor —dijo en un hilo de voz, con un nudo en la garganta. —Le devulviré lo que ha pagado por mi —entre sus tantas carencias, su vocabulario escaso y el no saber conjugar los verbos, eran constantes en sus escasos diálogos. Y si hablaba mal en su lengua natal, en otra diferente, era peor. Algo en las facciones de su salvador se le hizo familiar. Magdala difícilmente olvidaba un rostro, y a pesar de que era una itinerante, memorizaba a quiénes se cruzaban por casualidad en sus rutas. Sin hacer caso de las buenas costumbres, lo miró de pies a cabezas, reparando en sus prendas elegantes, y a pesar de aquella funda de encumbrado, no podía ser otro que aquel niño que trabajaba en un campo como peón y que le había regalado un trozo de pan, que ella había engullido con voracidad. Magdala le había sonreído, con su sonrisa desdentada, y le había hablado en hindi, bendiciéndolo. Él no le había respondido y se había limitado a asentir con su cabeza, como si respetase aquel rito que desconocía. —Pie… ¿Pierrot? —preguntó, con temor.


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Mensaje por Pierrot Quartermane Jue Feb 20, 2014 8:15 pm

Tranquila, no tiene que pagarme. Lo que hice fue desinteresadamente, así que no me debe nada —con una voz tranquila, amable y totalmente empática, como era todo el resto de su ser, intentó tranquilizarla el joven, pero ella insistió, desesperada por demostrar su inocencia ante su salvador. Pierrot decidió que no volvería a abordar el tema. No quería arrebatarle el derecho de defender su honor —o lo poco que le quedaba luego de haber sido maltratada, humillada de tal manera— que por naturaleza le pertenecía. Imaginar su vergüenza, su frustración, su coraje, o en resumidas cuentas, ponerse en sus zapatos, no era algo que a él le resultara difícil, porque ya lo había estado, incontables veces. Él también sabía lo que se sentía ser acusado e insultado por algo que no hizo; lo habían mirado por encima del hombro más veces de las que le gustaría poder recordar. Él también se había sentido insignificante, indeseado, una especie de bicho repulsivo, porque así era como miraban a los pobres, como si destilaran un aroma pestilente o fueran portadores de la peor de las pestes. Afortunadamente, Pierrot también había corrido con la suerte de tener defensores, pocos, muy pocos, pero los había tenido. Tal vez por eso es que sentía una especie de compromiso cada vez que presenciaba una injusticia, no se trataba de compasión, sino de un deber que tenía con la vida: de algún modo debía devolver los favores que a él le habían hecho, y qué mejor que de la misma manera.

La observó y le dedicó una mirada afectuosa con el fin de infundir en ella un poco de confianza; le dio el tiempo suficiente para que se tranquilizara, pero quien terminó por alarmarse, fue él. Su semblante tranquilo cambió en el momento en que escuchó su nombre. ¿Cómo lo sabía si él aún no se lo decía?

¿Perdón? ¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó al instante cambiando abruptamente el tono de voz. Ahora ella lo intrigaba. Clavó sus ojos en el rostro lloroso de la muchacha y con sus orbes azules estudió sus facciones, la expresión, hasta su tono de voz. Su cuerpo vibró como si estuviera a punto de descubrir un gran secreto—. ¿La conozco de algún lado? Me es extrañamente familiar pero no logro… —entrecerró los ojos sin dejar de analizarla y su voz se fue apagando cuando las piezas comenzaron a embonar en su cabeza—. ¿Magdala? ¡Por Dios, pero si eres tú! —exclamó excitado ya sin poder contener la emoción del inesperado reencuentro—. ¿Cómo es que no te reconocí antes? Bueno, quizá sea porque la última vez que nos vimos éramos sólo unos niños —su boca esbozó una gran sonrisa, cálida y sincera, que denotaba la alegría que experimentó al contemplar la imagen de la pequeña, ahora convertida en mujer, que había sido su compañera de juegos.

Realmente no entendía por qué no la había reconocido antes si su rostro era el mismo, rosado y anguloso; la voz era tal y como recordaba, dulce y melodiosa, casi infantil, aunque su mirada había cambiado. Ahora parecía menos alegre, más… apagada. ¿La aquejaría algo en particular además de la desagradable experiencia del supuesto robo, alguna enfermedad, la pérdida de algún ser querido o la desilusión de un amor, o se debía sencillamente a que su calidad de vida seguía siendo tan deplorable como él la recordaba? Imaginarla en tales condiciones logró perturbarlo. Recordaba claramente las carencias que habían sufrido, tanto él como ella, en el campo, siendo apenas unos niños. La ayudaría, estaba decidido, pero primero lo primero.

¿Qué haces en París? —preguntó, iniciando así el bombardeo de cuestionamientos que dejó caer sobre ella en un tiempo récord—. ¿Vives aquí ahora? ¿Qué ha sido de tu vida en todo este tiempo? Lo sé, son demasiadas preguntas, pero realmente muero por saber —añadió en su defensa. La muchacha parecía confundida, quizá un poco trastornada, probablemente deslumbrada con el nuevo Pierrot que veían sus ojos, convertido en un hombre. Para ella debía ser muy extraño y complicado asociar al sucio y desaliñado campesino con el caballero de impecable apariencia. Resultaba francamente inverosímil, algo parecía no encajar. Algo muy importante había ocurrido y ella no se había enterado. ¿Cómo era posible? Realmente existían los milagros.

Ven, acompáñame —se le acercó y la tomó del brazo, sin solicitar su consentimiento, algo que podía ser juzgado como descortés, pero tal cosa no le importó porque él la consideraba como de su familia. Tenían tanto de qué hablar que una banca en plena calle no le pareció apropiado y mucho menos cómodo, así que la condujo hasta el restaurante más cercano, al que entró sin percatarse del problema que podía significar para todos los presentes que un hombre como él ingresara a un sitio con ese nivel con una… zarrapastrosa, como la mayoría de los ricos la llamarían.

Aquí podremos charlar mejor, ¿no te parece? —le dijo cuando se sentaron a la mesa que les fue designada por uno de los encargados. La gente a su alrededor no hizo nada por disimular la incomodidad que les provocaba tener que compartir el oxígeno del mundo con la pobre de Magdala, pero Pierrot los ignoró, esperando que ella pudiera hacer lo mismo.

¿Están listos para ordenar, Monsieur? —preguntó el camarero cuando se acercó a la mesa, un hombre joven, pálido, alto y flacucho, casi esquelético y con unas ojeras impresionantes que le daban una apariencia mórbida. Esperó paciente con el pecho inflado, las manos cruzadas tras la espalda y los ojos fijos en Pierrot; intentaba mirar lo menos posible a Magdala —pero aún así la observaba por el rabillo del ojo— porque no quería hacer evidente que él era uno más de los que desaprobaba por completo su presencia allí.

Oh, sí… —respondió Pierrot distraído, dando vuelta al menú que sostenía en las manos, sin poder decidirse por algo ya que no tenía apetito—. Tráigame lo mismo que la dama ordene.

¿Madame? —preguntó nuevamente el camarero, esta vez a Magdala, obligado por Pierrot a atender y dirigirle la palabra a la muchacha que todos los allí presentes estaban discriminando por su apariencia humilde.


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Mensaje por Magdala Đurić Vie Feb 28, 2014 10:23 am

Las vueltas que daba la ruleta de la vida eran increíbles. Habría reconocido aquella mirada amable y dulce, con rastros aún de la niñez, a pesar del tiempo transcurrido y de la nueva apariencia de Pierrot, a cientos de leguas de allí. Habría reconocido, los ojos claros que se posaban en ella primero con desconfianza, luego con asombro, y por último con afecto. La misma Magdala estaba sorprendida ante aquella visión, eran increíble, improbable, y hasta casi imposible, que el único amigo que había poseído en su infancia, estuviese plantado ante ella y se hubiese convertido en su salvador. En nada se parecía a aquel jovencito desprolijo y andrajoso de la niñez, aquel con el que había correteado y se había sentido feliz como escasas veces, aquel que acudía a su mente cuando necesitaba un recuerdo bonito al que aferrarse, una memoria que aún contuviera la inocencia no arrebatada, la ignorancia de la pureza, el cariño sin la violencia. Pierrot representaba aquellos años en los que aún los aberrantes maltratos no hacían mella en su espíritu. A pesar de la diferencia de edad, él, en aquellos años, la había acogido como a una hermanita pequeña y no la había corrido con piedras como la mayoría de los niños, que no sólo veían en ella un blanco fácil por ser una gitana y la mala fama que esto atraía, sino también, por haber sido tan menuda debido a la mala alimentación. Recordó la manzana que compartieron el día en que se conocieron, y la sinceridad que cubría al muchacho como un halo de misticismo que sólo poseían las personas especiales.

Lejos de alegrarse por el hecho de reencontrarlo, sintió una gran vergüenza. Él había crecido, estaba convertido en un caballero, y ella no era más que harapos y suciedad. Jamás había sido tan consciente de la precariedad de su existencia hasta ese momento, en el que la humillación corría por su piel, clavando sus tenazas horrorosas. Deseó salir corriendo, pero su antiguo amigo la abrumaba a preguntas. Abrió ampliamente los ojos, escuchándolo, intentando asimilar cada una de sus palabras, de resguardar en la memoria su timbre de voz, que en nada se parecía al del pequeño que alguna vez fue. Quiso lanzarse a la carrera, mientras más analizaba su aspecto, más diminuta e inferior se sentía. A pesar de que él la trataba como a su igual, ya no lo eran, por más que lo desease con todo su corazón. Los había separado un abismo profundo, no el del paso del tiempo, sino, el de la diferencia de las clases. Su evidente entusiasmo en nada se parecía a la apagada expresión de Magdala, que habría querido darle un abrazo y llorar en su hombro todas sus penas, pero moriría sii una partícula de polvo ensuciase aquella costosa ropa. Estaba aturdida, atormentada, y las sensaciones del episodio anterior se mezclaban con las de ese instante, y el irrefrenable anhelo de escapar y nunca más volver a verlo. Parecía que todos avanzaban, pero ella se mantenía estancada en el mismo pozo desde siempre, lisiada, incapaz de caminar un paso sin caerse.

Yo…bueno…si… —balbuceó. Su frase fue interrumpida por el impulso del muchacho de tomarla de brazo y llevarla casi a rastras de ahí. No se quejó del dolor que le provocaba su leve apretón en su extremidad lesionada. Caminó a paso rápido, siguiendo sus grandes zancadas, cuidando de no tropezar y no provocar que él cayera. No se perdonaría jamás arruinar su aspecto.

Magdala se sintió desfallecer. El peso de las miradas recaían sobre ella a medida que avanzaba por el elegante sitio.  ¿Acaso deseaba humillarla aún más? Caminó con la cabeza baja, tirando levemente de la falda, y se preguntó por qué no daba media vuelta y huía de una buena vez. Le dirigió un fugaz vistazo a su amigo, que se movía con una gallardía digna de uno de esos héroes de los cuentos que contaban las ancianas en la comunidad. A ella no se le había permitido jamás presenciar las ruedas de historias, su condición de bastarda la reducía a menos que una piedra, pero siempre se las había ingeniado para esconderse tras un barril o tras un árbol y escuchar con atención, intentando imaginar aquellos mundos que relataban. En varias ocasiones había sido descubierta, y las consecuencias terminaban siendo terribles cuando ello ocurría. Un día se cansó de ser golpeada por ese motivo, y decidió no asistir más.

Los aromas del café y de los diversos postres que se servían, le llegaban a la nariz, haciéndole crujir el estómago. Muchas habían sido las veces en las que con sus hermanos pegaban los rostros a los vidrios de las cafeterías y se deleitaban con la visión de aquellos lujos que sólo un golpe de suerte podría provocar que los disfrutaran. No podía creer que ella estuviese allí, atravesando el gran salón repleto de brillos, donde disfrutaban sus aperitivos lo más alto de la aristocracia. Ninguno de los presentes simuló el desagrado que les generaba que alguien que no fuese de su condición, compartiese el mismo espacio que ellos. Cuando tomó asiento, mantuvo la mirada baja, y no le respondió a Pierrot cuando éste le dirigió la palabra. El mesero se posó a un costado, y Magdala vio cómo su amigo leía el menú. Levantó la cabeza de golpe, con el comentario del joven. Se mordió el labio inferior; las letras de la carta no tenían sentido, por más que se esmerase en darles una forma. Para ella eran simples garabatos, instrumentos que jamás nadie le había enseñado a utilizar, no sólo por la marginación a la cual era sometida, sino, porque no los sabría aprovechar, como le repetía su padrastro.

Agua —fue lo primero que se le ocurrió, además de ser de las pocas palabras en francés que pronunciaba correctamente. El empleado esperó algo más, y la muchacha sólo atinó a pedirle auxilio con la mirada a Pierrot. Otro dependiente del lugar se acercó.

Disculpe, Monsieur —se dirigió al joven— Hemos recibido quejas por la presencia de ésta… —el desprecio se tradujo en la mueca que le regaló a Magdala— señorita. Éste es un lugar de prestigio, no podemos permitir que una mendiga esté sentada en nuestras mesas, por más que su compañía sea la de un noble caballero como usted. Si desea hacer caridad, hay muchos callejones en ésta ciudad donde podrá darle de comer a su amiga.

La gitana agachó tanto la cabeza que le dio un tirón en la nuca, pero no le importó. El mentón se le pegó al pecho, que subía y bajaba con rapidez, debido al esfuerzo que estaba haciendo por contener el llanto. ¿Cómo había aceptado entrar allí? Se estrujó los dedos con fuerza. Las piernas le pesaban, y ese era el único motivo que le impedía ponerse de pie y correr.


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La bestialidad de la vida me ha pisoteado y aplastado, me ha cortado las alas en pleno vuelo y me ha negado las alegrías a las que hubiera podido aspirar
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Magdala Đurić
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