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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Anna Brullova Miér Feb 19, 2014 5:08 pm

El día anterior había tenido una entrevista en el Museo del Louvre con el encargado del personal. Dicha reunión terminó siendo una extensa clase en la que pusieron a prueba todos los conocimientos que Anna tenía sobre las culturas del Oriente y Rusia. En verdad, no había sido muy difícil ya que solía pasar muchas horas en la biblioteca o recorriendo las salas  de investigación del Museo del Hermitage. Como hija del General del Ejercito y lejana pariente del propio monarca, ninguna dependencia estaba vedada a sus caprichos, a excepción de las que tenían que ver con los problemas de seguridad, estado o lo que su padre creyera que no fuera de su incumbencia, como la vez que le prohibió terminantemente acercarse a su lugar de trabajo, tras haberse presentado en una ocasión anterior  para alegar por la represión salvaje hacia unos campesinos, que según Anna, solo querían que su rey los tuviera en cuenta un poco mas. Esa vez había entrado al despacho sin llamar ni saludar a su padre, enervada por la situación simplemente dio su parecer - ¿pero como puede ser, semejante bajeza, arremeter contra campesinos que la están pasando mal, acaso, nuestro Rey, no sale a las calles, padre? - le había dicho, sin darse cuenta que éste no se encontraba  solo en su despacho – es que si no deja de soñar con cuentos de hadas el pueblo se alzara – continuó ciega con su discurso, elevando la voz y gesticulando con sus manos. Se paró en seco a dos pasos de la puerta,  algo sorprendida y luego realmente asustada al clavar la vista en los ojos extremadamente duros de su padre, en lo envarado de su postura y como en un segundo estuvo a su lado, tomándola de los brazos y sacándola a empujones de aquel lugar, prometiendo una zurra como nunca había recibido, le costó entender que su padre, justamente, había estado reunido con el Primer Ministro de la Corte del Zar y que sus comentarios podían llegar a oídos del monarca, - ¿como podíamos estar seguros que el Rey, que tiene en sus manos el destino de miles de súbditos, no encolerizara por esos comentarios y mandaría a secuestrar a esta incauta chiquilla que tengo por hija? - había preguntado su padre aquella noche cuando volvió de su trabajo he intentó calmar el disgusto de su tesoro.

Había sonreído sin darse cuenta al recordar las incontables veces que ponía en aprietos a su padre. Si de alguien había aprendido todo lo que podía saber de la cultura, arte e historia de Rusia y de los reinos Orientales, era de Dimitri. Por eso se sintió agradecida que le diera el puesto, a pesar de su corta edad o de saber que siendo alguien de Clase Alta no era una persona que en verdad necesitara el empleo aunque en verdad fuera todo lo contrario ya que no deseaba pedir ni un rublo a su harpía tía. Luego de explicarle cuales era sus responsabilidades y a quién se tenía que dirigir por cualquier duda, Anna había vuelto a la mansión que ahora era su casa. Debía presentarse esa mañana a primera hora, por eso apenas despuntar el sol ella ya es encontraba en el Museo y tras concluir rápidamente con sus primeras tareas,se tomó un tiempo para conocer el lugar.

Se pasó la mañana recorriendo las diferentes salas del museo, había llegado a la conclusión que era un hermoso edificio y que en su momento como hogar del que fuera Rey de Francia habría sido una verdadera muestra de poderío. Hoy por hoy solo se veía un hermoso elefante blanco, algo deslucido, por supuesto pero que seguramente podría volver a tener la importancia de entonces, si llegaba al poder algún hombre capaz de ver el gobierno de aquel país no como un reino de cuentos de hada, sino como un imperio, - así como el que fundara Pedro el Grande –  sonrió pensando en ello, no podía negar que sentía un enorme orgullo por descender de aquella leyenda, aunque junto con el gran poderío llegara la absoluta aniquilación de sus oponentes. - A veces, el fin justifica los medios – había escuchado decir a su padre en alguna de las reuniones que llevaba acabo en su hogar allá en San Petersburgo. Pero Anna no estaba de acuerdo con ello, por que entonces quería decir que el asesinato de su padre y su madre, no eran otra cosa que un medio para llegar a un fin mayor y aquellos daños que no tenían en cuenta los idealistas como su padre, mas temprano que tarde afectarían a quién menos se lo esperaba.

Suspiró pensando en el enorme cambio que había dado su vida en tan solo unos días, - por favor,  si fue apenas hace unas semanas cuando había pensado llevar un poco de alimento y ropa de abrigo a esos pobres campesinos, en las afueras de mi ciudad - pensó con amargura y tristeza a la vez. Se acercó a uno de los ventanales y con delicadeza lo abrió, dejando que el aire frio de aquel invierno que se negaba a abandonar París, le devolviera el aliento, ahuyentara los malos recuerdos y las lagrimas. Inspiró profundamente y  cerró los ojos con lentitud, en su cabeza resonó una delicada música, una de esas canciones típicas de su patria. La había escuchado por primera vez en un baile de la corte, uno de esos eventos que su padre  no tenía otro opción que llevar a su familia, lo cual lo alteraba, siempre tenía miedo que fueran blanco de algún atentado. Anna recordó que solía discutir con su padre, - pero papá, quien querría hacernos daño, solo somos una de las tantas familias que han sido invitadas, ¿porqué querrían hacernos daño? - su padre callaba, como siempre lo hacía, intentando ocultar la realidad que tarde o temprano caería sobre su hija. Anna mantenía sus manos en el barandal del ventanal, inclinando levemente su cuerpo por sobre éste, - hubiera querido que confiaras en mi – susurró.


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Mensaje por Valentino de Visconti Sáb Abr 12, 2014 6:46 pm

Si hay algo que agradezco de mis funciones como Zar, estimada mía, además de hacerme sentir un poco más civilizado, es que funcionan como un claustro excelente para tormentos mayores. Tomentos… sin duda vos conocíais el significado de aquella palabra cuando nos topamos por vez primera en ese museo más parecido a un salón de clandestinos negociantes que a una sede cultural. De todos modos, para esa ocasión, nos servía.

Vuestra solicitud de audiencia llegó justo en el momento en que más necesitaba un cable a tierra que me apartara de las emociones surgidas en el baile; me volvían lo que vos hubierais podido llamar “un inútil”, y Rusia, el país que recientemente había asumido, lo que menos necesitaba era de un gobernante incompetente. Había llegado la noticia de vuestra padre a mi palacio, por supuesto, pero jamás pensé que seríais vos, de toda la familia, quien solicitase una audiencia urgente conmigo de carácter extraoficial. Erais una dama, después de todo, pero en vuestras acciones traslucíais la certeza de un hombre. Era una combinación peligrosa, por lo que no resultaba provechoso manejarla imprudentemente. Lo último que me hacía falta era tener problemas con la nobleza rusa.

Y por eso me dirigía hacia vos, mirando desde mi carruaje hacia fuera y con la menor cantidad de guardias que me fuera posible llevar para no llamar la atención. Como siempre, llevaba el antifaz en su lugar, pero no sería mi único disfraz. Llevaría conmigo las solemnidades de un Zar y la astucia de un licántropo. Sobre esas dos últimas cosas iría un capuz para ocultar todo lo demás, hasta que me encontrara con vos.

Majestad, estamos cerca —anunció uno de mis acompañantes. “Hombre de confianza” lo llamaríais vos, pero lo que yo, con conspiradores a la vuelta de cada esquina a la caza de mi cabeza, no podía permitirme confiar en nadie. Sólo podía delegar ciertas pequeñas facultades.— ¿Estáis seguro de querer proceder de esta manera? Podría arreglar un encuentro para ambos en un sitio más privado.

Sí, podía, pero si quería que pronunciarais vuestros reclamos con la cabeza fría, la mejor estrategia era permitir que lo hicierais en un medio de vuestra preferencia, desde luego que bajo mis condiciones.

Mi decisión está tomada. Vos habéis hecho suficiente —contesté observando cerciorándome de que mis ropas se encontrasen en orden y repasando el plan— Dentro del museo vuestra tarea será hallar a la señorita Anna Brullova. Una vez que os aseguréis de estar hablando con ella, llevadla ante mí. Que me encuentre en el área de esculturas.

Nos separamos apenas tocamos el suelo, frente al Musée du Louvre. Espero que disculpéis no haber acudido a vos directamente, pero con la cantidad no menor de enemigos a la que me veo enfrentado, haberme pasado sin intermediarios hacia su sitio hubiera significado poneros en peligro a vos de igual manera. Deseaba todo, menos sumar vuestra muerte a las desgracias acontecidas.

Así fue que comencé a pasearme por las esculturas expuestas, esperando que os trajera a mi presencia el hombre que había designado para tal misión. Justamente me quedé centrado en una de esas imponentes figuras de mármol: la Victoria alada de Samotracia. ¿Por qué esa obra de arte en especial? ¿Qué me producía acorde a esa ocasión? Me perdonaréis, pero no lo sé con la certeza que vos poseéis. He pasado tanto tiempo evadiendo lo que siento que cuando debo desentrañar el secreto esas emociones la vista se me vuelve nebulosa aún sin antifaz. Supongo que lo que me pasaba por la cabeza era algo cercano a la edificación de algo fantástico , desafortunadamente, aún por terminar. Le faltaba la cabeza, pero a la vez parecía no faltarle nada. Si me dejáis aventurarme hacia el concepto, creo que la intención de la estatua era que cada espectador descubriera por sí mismo cuál era el componente esencial para dirigir a un hombre, a una nación. Fruncí el ceño descubriendo que aún no lo hallaba y que debía ser por eso que con cada paso que daba seguro, dudaba dos.

Entonces sentí vuestra presencia en la estancia. Cuando me giré a verificar vuestra identidad, supe que desvestiría en vuestra mirada de alcurnia varias claves en la supervivencia de las dinastías.

¿Señorita… Brullova?


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Mensaje por Anna Brullova Dom Mayo 25, 2014 6:32 pm

Aquella brisa la ayudó a re componerse, debía estar bien, el Zar no podía observar debilidad en la hija de Dimitry, ella no era cualquier persona, y no se tratara de que fuera parte de la nobleza rusa, sino por el hecho de que aun siendo una joven que apenas rondaba los veinte años, ahora se encontraba sola, total y absolutamente sola en éste mundo, no podía confiar en nadie, ni siquiera en su tía, aquella hermana de su padre, que daba la sensación que estuviera mas interesada en los posibles beneficios que podía lograr si Anna desapareciera y ella se convertía en la única heredera de la fortuna y posición de los Brulov. En el único ser que ella podía confiar, hasta cierto punto, era su primo lejano, ese que solo recordaba de algún baile, de ocasiones casi contadas en que lo recordara de la más tierna infancia. Aquel ser, que ni siquiera estaba segura si la recordaría. Aún sumergida en sus pensamientos, comenzó a percibir el sonido de unos pasos, se notaban firmes y que se acercaban. Supo que debían ser de un hombre, por el sonido y la cadencia entre uno y otro. Ademas, hacía pocos minutos había observado como llegaba un carruaje, no le fue difícil darse cuenta que él había llegado.

Cuando los pasos se detuvieron, Anna giró su cuerpo, enfrentando al extraño que la contemplaba, - Señorita Brullova – ella asintió con un movimiento leve, recorrió con su mirada al individuo, lo reconoció, aunque no recordara su nombre,  era uno de los hombres encargados de la seguridad del Zar, aquellos pocos que podían acompañarlo, ser su sombra y que alguna vez, hasta no hacía mucho, dependieron de las ordenes que su padre les daba, como Comandante general del Ejercito, la seguridad y bienestar del Rey debían ser su prioridad. Anna podía recordar a cada una de las personas que habían estado en su hogar, de los militares, de alto o bajo rango que por alguna razón hablaban con su padre. Claro, tampoco era frecuente que ella estuviera presente, la mayoría de las veces apenas los contemplaba unos segundos antes que su padre se dirigiera a su despacho en donde siempre mantenía las reuniones importantes, esa que no podían esperar hasta la mañana siguiente.

Lo siguió en silencio, no le preguntó nada, tampoco necesitaba hacerlo, había contemplado al Zar descender del carruaje cubierto por un capote y en un fugaz movimiento su rostro mostró aquel antifaz que nunca se quitaba y que lo volvía tan misterioso, - ¿porque siempre lo usará? – caviló, nunca se había puesto a pensar el porqué de aquel adorno, tampoco había preguntado a su padre, es que en verdad con su majestad solo habían coincidido últimamente, después de su ascensión al trono, en dos ocasiones y las dos en galas donde no era extraño que llevara algún accesorio como ese. Pero observarlo así, en pleno Paris, en el museo y a media mañana, en verdad la dejaron intrigada, - como me hubiera gustado preguntarle a papá tantas cosas que dí por sentadas que tendría más tiempo... toda mi vida -.

Estaba nerviosa, era verdad, no sería la primera vez que coincidían en algún encuentro, no creía que él la recordara, pero ella sí recordaba a un Valentino casi adolescente, claro ella era una pequeña de tan solo seis años o menos. Dicen que uno recuerda desde los cuatro años, Anna estaba segura que recordaba hasta la sonrisa de su padre al asomarse a su cuna o al mantenerla en brazos a escondidas de todos, ya que no era bien visto que un hombre, y menos un militar, fuera tan amoroso con sus hijos.  Pero ella podía recordarlo, vagamente por supuesto, pero podía recordar es rostro sin antifaz.

Caminó en silencio, con los latidos del corazón acelerándose mas a cada instante,  el oficial se dirigió por los pasillos hasta la sala de las Esculturas Griegas, aunque el militar se acercó mas al rey ella lo contempló, levemente apoyada en el marco de la imponente puerta que permitía el acceso a esa estancia. Su rey contemplaba absorto la victoria de Samotracia, como si tratara de encontrar en ella ese significado oculto. Anna pensó en lo que decían sobre la unión de esa escultura con los caminos y secretos de los alquimistas, esa búsqueda continua de encontrar la sustancia que modificara la materia, convirtiéndola en oro. Ella creía que en verdad todo eso de convertir piedra en oro, en verdad se estaban refiriendo a la evolución del espíritu del hombre común, en un espíritu elevado, luminoso y que llevara el bienestar a los que lo rodeaban.

Él se giró, llamándola  por su nombre, Anna asintió y caminó de forma pausada, delicada pero firme hasta pararse a corta distancia del Zar,  hizo una suave y elegante reverencia – Majestad -  dijo con un tono de voz delicado y poco audible, solo lo suficiente para que ellos escucharan. Cuando levantó su mirada, recorrió el rostro de aquel hombre, pero lo que más llamó su atención, fueron esos ojos,  ocultos tras el antifaz, - Gracias por permitir éste encuentro... hubiera deseado que los motivos fueran otros... pero... el destino así lo ha querido – dijo con tristeza.


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Mensaje por Valentino de Visconti Lun Jul 14, 2014 7:11 pm

De repente ahí estaba haciendo de Zar, fingiendo saber perfectamente a lo que me enfrentaba. Y por un momento lo creí, aunque eso fue antes de que mis ojos escudados hicieran contacto con los vuestros. Teníais la mirada de alguien que hubiera burlado a la muerte incontables veces, habiendo navegado a través del tiempo y del espacio para dar su testimonio. Eso no me hubiera llamado la atención si la mujer ante mí contara orgullosamente a lo menos sesenta o setenta inviernos, pero vos erais soberanamente joven; ¿cuántos errores podíais cometer que ameritaran tal decaimiento? Dejé de preguntarme aquello en el instante en que inmediatamente mi cabeza me contestó que bastaba solamente uno cuando éste dejaba marcada la vida. El mío había sido consentir que Lorelei se hiciera parte de un mundo que terminaría por apagarle la a existencia o, en su defecto, hacerla miserable. El vuestro, que ni siquiera había implicado vuestra consciente voluntad, había sido dejar aquella oportunidad tan usual que se subestimaba el hecho de que volvería.

Claro que esa vez yo no lo sabía. Sólo podía especular acerca de qué os había llevado a cambiar vuestros ojos inocentes por unos que no tenían nada que ilusionar, porque habían visto actuar al universo y éste les había devuelto la mirada. Como un deseo absurdo e infecundo, pensé: «Ojalá nunca se tuviera que decir la verdad ni a las hijas ni a las esposas». Era un papel amargo borrar la esperanza de esas almas que confiaban a ciegas en que serían amadas y protegidas por sus hombres, y vos erais una, pero no podía huir egoístamente a las responsabilidades de mi nacimiento. No llevaría a Rusia a una anarquía que sin esfuerzo podría convertirse en guerra civil.

Os confesaré algo, señorita Brullova: Fue mi corona, no lo que queda de mi humanidad, lo que se presentó a vuestro encuentro. El hombre os habría mentido para que os creyerais más fuerte de lo que realmente erais; el Zar os diría la verdad para que vierais cómo fabricárosla.

Ni lo mencionéis, señorita. Ha sido provechoso para la Corona vuestro pronunciamiento. El tiempo ha transcurrido rápidamente desde mi ascenso al trono, pero no ha pasado el suficiente para declararme un conocedor innato de lo que acontece en la Nación. Cuento con vuestra merced para futuras ocasiones que requieran de mi conocimiento. Estaré dispuesto a oír cada detalle para hallar la solución más eficiente y acorde al caso —os hice saber de antemano. La experiencia me decía que os sería menos complejo armar vuestras problemáticas contando con un apoyo previo. Sin presiones ni exigencias de ninguna clase.

Me acerqué a vos a una distancia prudente. Eran los metros necesarios para oíros discretamente y a la vez para no asecharos.

Es lamentable tener que reunirnos bajo estas circunstancias con la excusa de examinar esta obra de arte, que aunque magnífica, no nos convoca en esta ocasión para admirarla. Sin embargo, como ha transcurrido poco tiempo desde la muerte de vuestro padre, a quien Dios guarde en espíritu, juicioso me pareció, por asuntos de resguardo, no hacer de esta charla un asunto público. Después de todo, él era comandante del ejército de Rusia, un puesto de los más estratégicos, y por lo mismo, no son pocos los nobles señores que estarían dispuestos a cambiar vidas ajenas por un puñado de su gloria. No hay que sumarla a vos a esta tragedia —os hablé en voz baja, esta vez no por temor a que nos escucharan, sino a sonar demasiado severo con vos. Habíais pasado gratamente vuestros años como niña y os tocaba asumir las consecuencias más duras de ser adulta súbitamente. Por Dios que sabía lo que era eso— Ahora bien, respire y explíqueme lo que la acongoja para que se puedan tomar cartas en el asunto. Vos sois, al fin y al cabo, una súbdita de la Corona. Seréis escuchada.

Era imposible traeros de vuelta a vuestro padre; sin lugar a dudas aquello os hubiera devuelto la luz. Tuve que guardar la impotencia en un cajón para poneros mi total atención. Cuando el deber estaba de por medio, más valía ignorar ser el primero en una nación significaba ser el último en cambiar las cosas que importaban de verdad.



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