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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Emma Minder Sáb Nov 29, 2014 8:10 pm

"La oración es el medio más pacífico para alcanzar la paz interna"

Iba cayendo la tarde y con ella la última misa del templo. Adoraba Notre Dame por su calidez y su innegable aire de resurrección, como si abrazara a sus jóvenes hijos, ajena a sus miedos, inseguridades y errores. Eso le proveía de valor para plantar su presencia ante el altar, en las primeras filas. Su mirada era vidriosa y brillante en consecuencia a las lágrimas y al resplandor de las velas que algún monaguillo debió ir encendiendo conforme anochecía. Los recuerdos de una vida pasaba la atormentaban en el lecho floral de la Iglesia, como si sólo la presencia de Dios sobre sus hombros pudiera hacerla llorar. Y es que así era, nadie más y nada menos tenía esa influencia en ella, pues así lo había forzado con el paso de las décadas.

Oró una hora completa para guardar la paz al alma de sus padres, y luego otra hora más en protección de Eustass, su único hijo. Tenía cientos de motivos para entablar comunicación con Dios, aunque por los actos cometidos en los últimos años en Europa, casi parecía que Él no estaba muy interesado en oír a las almas más necesitadas de su creación. Todavía podía oír el llanto de los niños inmersos en el incendio, veinte años atrás, donde también su padre había perecido. No habían sido Inquisidores los responsables, pero sí los fanáticos que habían creído bruja a la matrona de aquel edificio. ¡Tantas vidas abandonadas por la paranoia colectiva!

Conservó un sollozo entre los puños de sus manos. Eran recuerdos intensos y dolorosos como el relamido de un latigazo, como el beso de una llamarada. Y sólo podía hacer presente sus sentimientos ahí, donde creía tener privacidad y aliento.

Pero tal ilusión de santidad se resquebrajó por el murmullo de unas mujeres a sus espaldas. Hablaban, más animadas que indignadas, acerca de su falta de velo sobre la cabeza. Esto hizo secar de inmediato las lágrimas de Emma, quien, orgullosa, le susurró a Dios lo mucho que estaba en desacuerdo con prácticas como el velo o el yugo a un marido.

"Dios", pensaba, "¿Por qué he de ir subyuada a un hombre, a un velo o a una entidad como la Inquisición si no son más que cadenas insufribles? ¿No nos has dado tú libertad y libre albedrío? ¿No nos cediste la confianza necesaria de ir por el mundo haciendo lo que consideramos correcto?". Recompuesta de su dolor, suspiró sobre sus manos morenas por el sol de altamar. Debía pensar menos en sí misma y más en las personas que dependían de ella. Estaba rodeada de criaturas encantadoras y únicas a su modo, necesitadas de una familia tanto como lo estaba ella. Ni todo el oro del mundo podía reemplazar esa felicidad tan pura.

Un poco más en paz, se levantó con cuidado y deslizó las manos por encima del suave lindo de su vestido color hueso, bordado por sus propias manos y modestamente decorado por encajes en el cuello y un fuerte corsé estrechando su de por sí pequeña cintura. En base a la casualidad y no a la creencia del pecado, sus pasos la acercaron al confesionario y fue ahí donde se encontró con los ojos más inflexibles que había visto jamás. Y el hombre que los portaba, severo y en cierto modo elegante, no podía ser otro que Alphonse de La Rive, el Inquisidor que había estado provocando inseguridad en Quimera desde meses atrás.
Emma Minder
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Mensaje por Alphonse de La Rive Dom Nov 30, 2014 9:46 am



Notre Dame, catedral gótica construida siglos atrás y uno de los mayores símbolos de París. Para el Cardenal de La Rive era un sitio seguro, salvaguardando las distancias, obviamente. Antaño, cuando comenzaron a erigirse las paredes del templo y toda su arquitectura, se siguieron las normas del arte gótico en lo referido a complejos eclesiásticos. La belleza, la decencia y la luminosidad residían dentro del santuario, mientras que los horrores de la sociedad, de los impuros y los pecadores quedaban reflejados de puertas hacia fuera. Gárgolas, monstruos representando aquella maldad que habitaba en el exterior. ¿Qué se quería dar a entender con esto? Fácil; el Bien reside en los lugares pertenecientes a Nuestro Señor. Algo que, desde luego, le antojaba unas irrisorias carcajadas al Arzobispo. Él, la máxima autoridad católica en toda Francia, líder de la Inquisición en territorio galo... y el mayor demonio disfrazado bajo el protector abrazo de la Iglesia y sus promesas de perdón y pureza. Por esa razón, cuando ya entrada la tarde decidió acudir a la última misa y bajó de su carruaje, arrastrando sus rojizos ropajes por el suelo, guiñó un ojo cómplice a una de las múltiples gárgolas que contemplaban la ciudad parisina, allí en lo alto, en las torretas de la Catedral Notre Dame.

El resto de religiosos, al verle entrar en el templo, se arrodillaban ante él y se acercaban para besar el anillo que revelaba su cargo -sin olvidarnos del rojo de su atuendo, el rojo de los Cardenales elegidos por el Santo Padre- como alto cargo de la Iglesia Romana. Él sonreía, inclinando su cabeza ante cada saludo ajeno. Sabía de sobra que muchos de aquellos que besaban su mano no eran más que fariseos hipócritas que le criticaban a sus espadas -después de todo no era noticia el hecho de que el Arzobispo era un hombre cruel, ambicioso, ateo y lejano a las doctrinas del Dios al que representaba en el paraje de los hijos de éste, Nuestro Señor-. Alphonse no era el encargado de ceremoniar ninguna misa -no, por Dios Santo, sus trabajos no eran tan mundanos, lo suyo era la política-, salvo en determinadas ocasiones de vital importancia. Él más bien se dejaba caer, de vez en cuando, para que no se olvidaran de que sí, era un político, pero también un clérigo. Una vez la ceremonia había comenzado, el Cardenal se situó detrás del altar, observando a todos los fieles cegados por la fe y a sus sacerdotes dar rienda suelta a las palabras del Nuevo Testamento, recitando éstas de memoria y sin pararse a pensar en sus sagrados significados, en latín -de modo que buena parte de los fieles no entendieran nada de lo que se les decía-; y de espaldas al pueblo, como era habitual en la época; celebración conocida como la Misa Tridentina. ¿Era ése el acercamiento que la Iglesia proclamaba, la humildad del que fue Cordero de Dios, Jesucristo? Y al cabo de unos soporíferos momentos por fin llegó la parte de la ceremonia con la que el Cardenal más disfrutaba. Primero tuvo lugar el ofertorio, es decir, cuando el monaguillo se acercaba al altar con el vino y el pan necesarios para la Transfiguración, para que a continuación el sacerdote de turno bendijera lo que después se convertiría en la sangre y el cuerpo de Dios, el pan de la Vida y la bebida de la Salvación. La consagración y la oración proferidas por el padre, repitiendo las palabras que el Salvador pronunció en la Última Cena:


-Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en memoria mía -el sacerdote alzaba la copa, con la bebida borgoña ya convertida en sangre de Cristo-. Tomad y comed todos de él...

-Tomad y comed todos de él...
-el séquito de creyentes repitiendo las palabras como loros-.

De La Rive sonreía. ¿Cómo no iba a sonreír ante tal espectáculo? Luego, tras la oración, llegó el turno a la comunión. Los devotos acercándose al altar y el padre depositando la eucaristía, la hostia o la carne de Cristo la cual anteriormente estaba dispuesta en la panatea, sobre la lengua de los católicos, junto con la sangre derramada.

Una vez la ceremonia finalizó y algunos de los presentes permanecían rezando en sus correspondientes asientos, arrodillados ante la imagen de Dios -y la mirada compasiva pero también burlona del Cardenal-, éste no dudó en coger la botella de vino que el monaguillo iba a guardar de nuevo en la sacristía, susurrándole al oído:


-Tranquilo, muchacho. Esto me lo llevo yo, ¿de cuerdo? Lo dispondré en un lugar seguro -y le revolvió el cabello al chaval, haciendo posteriormente una leve inclinación con su cabeza para despedirse de los sacerdotes y obispos-. Si me disculpan, hermanos... -murmuró solemnemente-.

Y bajó las escaleras del altar, con la botella de la eucarística en sus manos. El lugar seguro dónde el vino estaría sería su estómago -el alcoholismo del Cardenal era más que evidente siendo capaz como era de robar la Sangre de Cristo. Y no era la primera vez que lo hacía, además-. Llegó hasta uno de los confesionarios, observando hacia todos lados para asegurarse de que ninguno ingrato cotilla le estuviera mirando, y entró dentro, corriendo las oscuras cortinas y descorchando la botella. Después le dio un buen trago y se relamió los labios -no iba a desaprovechar ni una sola gota de aquella deliciosa bebida-. Ah, sin duda iré al Infierno...pensó para sí, cuando se dio cuenta de que algún fiel había entrado también en el confesionario, a la espera como es lógico de un perdón por parte del clérigo. Éste resopló, ¿quién se atrevía a importunar su momento de relajación? Vale, de acuerdo, quizá esconderse en aquel habitáculo no era muy buena idea... pero sabía que ahí dentro nadie podría verle. Dirigió su mirada hacia la rejilla que protegía el anonimato del pecador. Una mirada inflexible, molesta. No podía distinguir realmente quién estaba al otro lado, mas... esa imagen borrosa que ofrecía le era ciertamente familiar. Dio un trago más al vino, carraspeó y dijo:

-Ave María Purísima... -en su voz, aunque lo intentara ocultar, se podía entrever su molestia-.


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