Victorian Vampires
¡Que me mate, con tal de que reine! 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Agripina Sáb Jun 06, 2015 10:09 pm

Niños Huérfanos

Sangre para mí.


El amor de los niños huérfanos
es un amor extraño. Semejante a una
parábola. A una parábola con un vértice
máximo. Los niños huérfanos pueden
mantener periodos prolongados de la más
íntima e intensa nostalgia. Gimen. Resulta
dolorosamente exquisito escuchar sus llantos quebrados
a las altas horas de la noche. Sus rondas
infantiles dejan un leve olorcillo a azufre
en las sábanas. Pero hay momentos,
pequeños y hermosos momentos en que los
hijos de nadie despiertan cuando aún no ha amanecido. Se
levantan de sus sarcófagos humanos y bajan
corriendo desde las camas en las que
habitan para ser supuestamente elegidos. Se conglomeran en el piso.
Sus caritas de sangre hierven rojas, llenas de alegría.
Una excitación casi imperceptible para el ojo humano
Mas no para el vampiro
Y es allí mismo donde los niños,
los preciosos niños que se aproximan a la muerte entonan sus
mejores canciones. Se escuchan bombos.
Trompetas. Gaitas. Y es curioso, porque los
Pobres diablos nunca han sido entrenados para
manipular ninguno de estos instrumentos. Se producen
abrazos. Los pecosos y melenudos son invitados a bailar al
centro de la pista, y en algunos casos algunos de
ellos logran retroceder en el tiempo, para luego
ser encontrados entre sus ropas. Nadando en
una poza de mentira e ilusión. Yo les aplaudo en la oscuridad.
Ah, los huefanitos, hijos de nadie. Si tan sólo
estuvieras acá para poder verlos, mi hermoso Nerón. Me
pregunto si bailarías
junto a ellos.

Eso
Antes de volverlos mi sustento.


Dato
Dato
Dato
Dato




Su boca estaba cerrada, su rostro apartado. Se arrepentía amargamente de haber vuelto. Nerón la miró y pensó en lo sorprendentemente hermosa que era arrebatada por la turbación. Pero Agripina provocaba tensión en la naturaleza de Nerón. Deseaba estar solo, liberado de la tirantez y el cerco de la presencia de su madre.




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Mensaje por Agripina Lun Jul 13, 2015 10:09 pm

Yo tenía a Nerón, y con eso me daba por satisfecha. No sentía la menor atracción por esas continuas maternidades que desean -o que aceptan con resignación- tantas mujeres romanas de condición más humilde. Nerón era el único objeto de mi solicitud, de mi amor. Como madre, lo dominaba (al menos eso creía yo) sin necesidad de conquistar su cuerpo. ¿Pero continuarían las cosas así mucho tiempo? Un oscuro presentimiento me hacía vislumbrar tiempos difíciles. ¿Cómo aparecería yo ante sus ojos? ¿Qué opinión se formaría de mí? ¿Se avergonzaría de su madre cuando supiese cómo había sido mi vida? Podría reprocharme, en efecto, no haber guardado la continencia, esa pureza del cuerpo que los romanos tienen por una virtud esencial en las mujeres, no sin hipocresía, puesto que la mayoría de los hombres intenta por todos los medios apartarlas de tal virtud. Desde la muerte de Crispo yo debería haber pasado día y noche en soledad. Pero bien pocas de las mujeres que yo conocía observaban esa ley. Antonia, nuestra abuela, era célebre por haberlo hecho, a la muerte de su marido. Es verdad que tampoco él, decían, conoció otra mujer. Sabía yo también que nuestra madre había envejecido sin la compañía y el sostén de un hombre. Pero también pude ver los efectos que tal castidad había dejado en su cuerpo y en su alma. Yo no estaba dispuesta a imitarla. Palas me permitía atravesar el final de mi juventud sin experimentar con excesiva crueldad las angustias de la soledad. Yo había tenido, lo admito, otras aventuras. Pasajeras, sin ocupar nunca mucho sitio en mi corazón. No me gustaba tampoco gran cosa recordar mis relaciones con Cayo, quien, por otra parte, jamás deseó que yo reemplazara a Livila en el lugar que ésta ocupaba en el suyo. Y ahora, Palas me bastaba. Pero, ¿por qué inquietarme por una opinión que Nerón quizás ni siquiera pensaba formarse nunca? Yo tenía que hacer frente a un peligro más real, que no era de orden sentimental sino única y exclusivamente político. Sentía lo inminente de la amenaza y no tardé en tener la prueba de ello. Como he dicho, yo había conseguido que los Padres se mostrasen favorables a Nerón haciéndoles ver que el nuevo reinado les devolvería sus antiguas prerrogativas. El propio Nerón lo había prometido, en su primer discurso ante el senado, y había cumplido su promesa. Ahora bien, al ponerla a prueba, me pareció que esa nueva política estaba cargada de peligros, que podía llegar a reducir el poder del príncipe y, de una manera muy poco lógica, sentía también ciertos reparos al ver que se tomaban medidas exactamente contrarias a las que tomara Claudio. Me parecía que se cometía una especie de impiedad, de la que no quería hacerme cómplice. Era un sentimiento absurdo, me doy cuenta hoy, pero yo no podía evitar una oscura resistencia interior a traicionar la memoria de aquel que ahora era un dios, que yo había convertido en dios. Puede que fuese más exacto decir que yo veía allí una merma de mi propia influencia, una forma de rechazar todo lo que pertenecía a la época en que yo fuera la esposa del príncipe, de borrar una parte de mi propia vida. Sentía, pues, necesidad de recobrar confianza, de afirmar mi poder, y se me ocurrió una estratagema cuyo desenlace no fue afortunado y contribuyó a disminuir la influencia que yo aún podía conservar. Solicité y obtuve que el senado se reuniese, no en la curia tradicional, sino en el Palatino, y en palacio, al menos durante las sesiones solemnes y de especial importancia. Se habilitó para tal fin una sala que daba a un pequeño gabinete, separado de ella por una cortina. En ese reducto me instalé yo, para oír sin ser vista. Así estaba al corriente de las discusiones y de las decisiones ulteriores. Pero escuchar sin decir nunca nada, tal espionaje pronto me pareció monótono y no tardé en cansarme de una situación que apenas presentaba ventajas y que me hacía dolorosamente evidente mi impotencia para intervenir, cuando algún senador decía cosas absolutamente inauditas, que me hacían sentir una ira difícil de dominar. Todo aquello sólo podía acabar mal.




Su boca estaba cerrada, su rostro apartado. Se arrepentía amargamente de haber vuelto. Nerón la miró y pensó en lo sorprendentemente hermosa que era arrebatada por la turbación. Pero Agripina provocaba tensión en la naturaleza de Nerón. Deseaba estar solo, liberado de la tirantez y el cerco de la presencia de su madre.




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