UNA MUJER SIN CLASE ( MADELEINE FITZHERBERT)

Las invitaciones a los eventos de lo más alto de la sociedad parisina se atenazaban en el escritorio del palacete que había acogido las vacaciones de los Fitzherbert desde hacía tiempo. Todos querían conocer a la hija bastarda del difunto barón, corrían rumores sobre su extraña aparición, pero las damas estaban encantadas con tener un nuevo objetivo en el cual centrar su atención y cotillear sobre su atuendo. Madeleine sabía el efecto que provocaba su belleza angelical, su cabello de hebras doradas, su magnífico porte, sus facciones proporcionadas, su cintura diminuta, sus senos redondos y su elegancia. La joven, cuando se miraba al espejo, juraba que había nacido para aquella vida, y que la puta de su madre, realmente, se había acostado con un noble y la había concebido. Siempre se había sentido demasiado para Powys, para el mismísimo Gales, desde niña había resaltado no sólo por su encanto natural, si no, por sus modales. El hombre que la había criado se había esmerado en hacer de ella una señorita, una joven respetable, pero había terminado entre los colchones pulguientos de un prostíbulo de mala muerte, arrastrada por la negligencia e idiotez de su progenitora. Pero se convencía de que todo aquello era simplemente el camino difícil hacia el esplendor. Cada vez que se enfundaba en un hermoso vestido o se colgaba joyas de valores estruendosos, sentía la plenitud. Y así le ocurría en ese preciso momento en que las doncellas terminaban de ajustarle los detalles de su atuendo. Era un vestido de tarde en color nude, a pesar de la palidez de su piel, hacía resaltar el género de rubíes que se apegaba a su cuello y los aros haciendo juego. Era un conjunto sencillo, pero no por ello menos impactante. Al cabello lo llevaba recogido en un rodete, pero de manera informal, con algunos bucles cayéndole a los costados. Se sentía espléndida, y lo estaba. Una de las asesoras que le había contratado su padre era una de las mujeres más importantes de toda la sociedad europea en aquella cuestión, sus servicios eran carísimos y hasta las reinas se peleaban por contratarla, pero el apellido y la fortuna Fitzherbert eran prestigiosos y conocidos, por lo que la mujer no había tardado mucho en aceptar la exclusividad para algunas fiestas o reuniones. Además de que Maddie le caía bien, como pocas jóvenes lograban hacerlo.

Hizo una entrada triunfal al salón, donde las damas se giraron para mirarla, lo mismo que los caballeros. Saludó con reverencias, poniendo su mejor cara de niña buena, y agradeciendo los elogios y devolviéndolos, sin demasiada pompa, pues se consideraba vulgar. No tenía absolutamente nada que envidiarle a ninguna de las presentes, estaba a su altura y ella se sentía por encima. Aquella que no reconociera su virtud era, simplemente, por inseguridad. Algunas se acercaban, y a otras lo hacía ella. El frufrú de las faldas anchas y repletas de enaguas amenazaba con tapar la música que tocaba la orquesta en un costado del vestíbulo. Llegó a un grupo de mujeres de las más variadas edades, había identificado a una joven que la observaba con hostilidad, pudo sentir el peso de su mirada desde el primer instante. Era linda, pero no sobresalía del común, aunque su belleza radicaba en la exoticidad de sus rasgos, que, por cierto, eran bastante desproporcionados, pero no por eso, desagradables. A la mayoría de las integrantes de la ronda las conocía, por lo que no fue necesaria demasiada solemnidad a la hora de las presentaciones. Cuando estuvo frente a frente con la morena, una anciana tomó a Madeleine por la cintura, y le presentó a Miossoti Von Zardek, como baronesa de un sitio de Rumania. La rubia hizo una reverencia, pero no la que le hubiera dirigido a alguien de su condición, si no, a un simple cortesano o miembro de la alta sociedad. Estaban en igualdad de condiciones, de hecho, Maddie se sentía por encima, la nobleza inglesa, por lejos, tenía mejor prestigio que el resto de las cortes europeas, y a ella le enorgullecía formar parte de la misma, sin importar los medios de los que había echado mano para conseguirlo. —Encantada de conocerla, Alteza —y a pesar de que su voz había sonado inofensiva, en la última palabra había dejado que la ironía se abriera paso en su mirada. Aquella niñita había sido antipática desde un primer momento, y Madeleine no intentaría agradarla, jamás se rebajaría, ya había estado una vez en el fondo, y aunque se le fuera la vida en ello, no volvería nunca más, antes prefería una tumba.