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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Raoul Jeanneau Miér Mar 26, 2014 9:45 am

Preocupación, temor, intriga. Tres letales componentes constituían el tormento de la mente de Raoul esa tarde. La mañana para sus camaradas no había transcurrido fuera de lo usual; un despertar gélido, calles apestadas de gente muerta de hipotermia, el hambre acrecentada en el estómago por la falta de calor y una batalla que pelear para lograr llevarse algo a la boca que aplacara esa desagradable sensación en la panza. Nada que no formara parte de lo común de parte de las personas que compartían con él el callejón, excepto en el caso de quien más le importaba.

Hermano, ¿cuándo aprenderás? —le frustraba el hecho de saber a lo que se refería y que Brandon no lo captase. Vaya que sabía de desilusiones un artista malogrado— No existe doncella de hierro más tortuosa que el amor por una mujer, sobre todo cuando no la puedes tener. ¿Por qué no lo entiendes?

Como cada vez que se sentía de esa manera, tan irritable y malhumorado como se lo indicaban los más jóvenes del grupo cuando se lo topaban así, Raoul caminaba raudamente hacia su propio agujero en el infierno: una casucha abandonada en medio de la zona comercial. Alguna vez había sido una fábrica a pequeña escala para la producción de zapatos de taco para los ricos, pero ahora ni las ratas se acercaban; había que agradecer a los gatos su erradicación. Así, el errante tenía la estancia prácticamente para él solo, además de para uno que otro felino que ingresaba esporádicamente para cerciorarse con su prodigioso olfato de que aún remaneciera algún aperitivo ratonil.

Una vez allí, el hombre se sintió un poco más aliviado no porque el fastidio se hubiera ido, sino porque allí podía dejarlo ir. Miraba a su alrededor, al papel desgastado de las paredes, la tenue luz que se colaba por los agujeros del techo y el par de sofás que habían quedado abandonados a su suerte en mitad del cuarto. Seguramente en su tiempo habían servido de asiento y relajo para que clientes importantes se pavonearan con su calzado, y por eso mismo Raoul jamás se había sentado en ellos; los contemplaba con desprecio mientras se dedicaba a hacer lo que realmente le interesaba en ese lugar y en cualquier otro en donde los inspectores no lo encarcelasen: Pintar.

Hacía unos meses Raoul había sacado del piso un par de tablas para fabricarse un atril que le concediese la facultad de dar vida a su pincel en ese espacio, aprovechando la soledad. No estarían allí sus compañeros para regañarlo por no vender esa escobilla para alimentarse él ni para recordarle que estaba antes la comida que el arte. A pesar de que eran todo para él, el artífice tenía en cuenta que ellos nunca comprenderían que el sustento y la artería eran sinónimos para él.

Entonces allí estaba, de pié frente a un trozo de tela blanca apoyada sobre el facistol que había construido con sus propias manos. Pintaría aunque fuera con los dos colores que poseía: amarillo y azul. Lo haría porque la maestría lo había elegido; no él a la destreza. Pero tenía un problema que se negaba asumir. Lo cierto era que no era la primera vez que llegaba a su refugio con la intención de manchar el fondo limpio con trazos de colores y se quedaba paralizado, sin saber qué hacer ni cómo expresarse. Esa era la parte que asumía, pero a lo que le daba la espalda era al irrefutable hecho de que se había obsesionado con un rostro maldito que no conseguía apartar de su cabeza. Todo virtuoso sabía lo que significaba: que estaba acorralado. Resignado a la realidad, se puso en cuclillas con las manos en la cabeza, deseando desatornillarla un momento hasta recuperar su paz, aunque sabía que eso no lo ayudaría ni aún siendo posible.

Mierda, mierda, mierda —incrustaba sus dedos en su cuero cabelludo. El problema no era que no pudiera olvidar; era que era incapaz de admitir que la quería retratar, porque ella era…— Maldita niña rica. No consigo quitármela de aquí.

Él se encontraba en el puerto, de vuelta de marisquear en las orillas de la playa aprovechando la baja marea de la madrugada cuando la vio altiva y donairosa bajar de un barco directamente traído de Inglaterra a ella, el rostro de Afrodita arrancado del Olimpo. Madeleine Fitzherbet. Así se llamaba, según lo que le respondieron los curiosos. Odió su nombre desde el mismo momento que supo de su procedencia. Una duquesa; ¿qué tal? La Venus se convirtió en Perséfone dentro de su mente, pero seguía siendo una diosa. ¿Por qué a él? Su resentimiento y orgullo jamás le permitiría retratar a esa mujer, a ningún rico bastardo.

A Raoul sólo le quedaba lamentarse. El lienzo continuaba vacío; todo estaba en su psiquis.

Abuelo… debiste abandonarme el día en que Cristo permitió que encontrara una musa en la figura de esa mujer.


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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Miér Mayo 21, 2014 1:35 pm

La joven duquesa se desperezó entre las decenas de cojines que la rodeaban. Suaves, perfumados, era imposible que una sonrisa no asomase a sus labios en cada despertar. La habitación estaba atestada, como cada mañana, de doncellas, y sus pasitos, por más que se esforzasen en ser suaves, terminaban arruinando el despertar feliz que duraba unos segundos. Quería seguir inmersa en los profundos brazos de Morfeo, vagando por aquellos sitios donde la paz reinaba y era libre, inmensamente libre. Abrió los ojos, ya sin su rictus de alegría, y balbuceó un saludo escasamente cordial a Mery, una de sus favoritas, pero que en ese horario, era tan insoportable como las demás. Le pidió que le alcanzase la bata, que la muchacha ya tenía en sus brazos, y se la colocó con su ayuda. El tacto de la seda verde esmeralda le parecía una de las delicias más maravillosas de la vida, y si alguien, en su pasado, le hubiera dicho que podría usar esas prendas cuantas veces quisiera, se hubiera burlado en un principio, y lo hubiera despachado con mal humor después, por subestimar su inteligencia.

Le sirvieron un desayuno abundante. El aroma del café con leche y los pastelillos que aún humeaban, redujeron a cero su ceño fruncido. Sus cejas rubias se elevaban y le otorgaban a su carita angelical aquella expresión que, generalmente, debía fingir. Se alimentó con avidez, jamás desperdiciaba un bocado de lo que le ofrecían. Ya se había acostumbrado a las miradas reprobatorias de las empleadas, pues no se veía con buenos ojos que una señorita que se respete, comiese con aquella fruición. Poco le importaba. Ella era la jefa, y si quería, se deshacía de ellas en un santiamén. Lo habían comprendido luego de que expulsara a dos sirvientas que habían osado sugerirle que no debía alimentarse tanto. Madeleine había sonreído y al día siguiente se les había informado que estaban despedidas. De nada sirvieron los gritos de piedad, apelando a la pobreza de sus familias y de las cuales eran sustento. La rubia sabía lo que era la miseria, y si aquellas jóvenes deseaban llevar el pan a la mesa de sus seres queridos, no tenían aquellos aires de grandeza. La sumisión y la indignidad era lo primero que debía asumirse cuando se era parte de la resaca social.

Cuando se hubo levantado y recorrido la habitación alfombrada para admirar la vista de los jardines que le otorgaban los grandes ventanales de la habitación, le informó a Mery que deseaba dar un paseo. La doncella le recordó la visita que recibiría a la hora del almuerzo, la duquesa puso los ojos en blanco por un instante, y le agradeció la información. Nada la aburría más que el protocolo de recibir a los amigos de su difunto padre, pero formaba parte de sus funciones, y no podía hacer menos que estar en horario. Tras un baño que alejase los últimos fantasmas del buen dormir, se enfundó en un atavío celeste pastel, con puntillas blancas en los puños y en el ruedo, además de tener algunas flores bordadas en hilos de oro. Era un atuendo sencillo, acorde al horario matinal. La capa era de una tonalidad más oscura. Rosa, la más veterana de sus doncellas, era la encargada de peinarla: le trenzó el cabello, y lo hizo un nudo a la altura de la nuca, no muy tirante, dándole un aspecto natural; dejó algunos rizos caer sobre su frente y sobre las orejas. Madeleine detestaba el maquillaje, y sólo permitió que le arquearan las pestañas y le colocaran un poco de carmín en los labios. Se sabía hermosa al natural.

Recorrió las calles parisinas con Mery, Elizabeth y Anne, las tres doncellas que generalmente la acompañaban en sus paseos; y de los custodios, que además cargaban con las compras que la muchacha realizó a mansalva. Aceptó alguna que otra invitación para tomar el té esa semana y la siguiente, además de ofrecer su mansión para una velada de beneficencia a realizarse en un mes. Joyas, zapatos, sombreros y perfumes fueron algunas de las compras, y cuando ya se disponía a volver al coche, pues el mediodía se acercaba y debía arreglarse para recibir a la visita, llamó su atención un atelier muy pequeño, con escasos retratos, y por su mente se cruzó la idea de querer ser estampada en un lienzo, como aquellas mujeres de rostros rubicundos que se exhibían casi en la penumbra. Fue arrastrada por los apremios de sus obligaciones, pero aquel deseo no abandonó sus pensamientos ni un solo instante.

Con la fugaz excusa a Mery de una merienda en lo de una renombrada dama, subió a su coche y recorrió el empedrado francés sólo acompañada del chofer, el cual era mudo y analfabeto, dos condiciones que había puesto para contratar a quien se encargase de su traslado. Habló con varios dibujantes, que les mostraron sus bocetos, pero ninguno le transmitió aquella magia que estaba buscando. No era una gran entendedora de arte, pero era una joven sensible y perceptiva, su intuición la guiaba constantemente, y no pararía hasta dar con aquel que fuera capaz de llegarle al alma. La tarde moría, y con ella, la resignación de la duquesa; pero la situación cambió cuando una anciana, que parecía haber vivido desde que fue expulsada del útero de su madre en las calles, le señaló a un muchacho muy delgado, que pasaba caminando con aire ausente por la vereda de enfrente. Le dijo que era pintor, pero que nadie sabía dónde trabajaba, y que su carácter era nefasto. Fue más su último defecto, que su primera cualidad, lo que la impulsó a seguirlo. Envuelta en una capa azul marino, hizo el mismo camino que él, por los  callejones angostos de aquella zona de la ciudad. Escondida tras una pared, lo vio ingresar a una casa en ruinas, y sonrió al pensar que, lo que parecía ser su refugio, era una obviedad, tratándose de un evidente miserable. Esperó lo que le pareció una prudente eternidad y se dispuso a entrar. Aquel sitio estaba mucho peor de lo que parecía.

Buenas tardes, ¿dónde estás, pintor? —el silencio fue la única respuesta— Es en vano que no hables, te vi entrar —llegó al medio del salón y se llevó un sobresalto cuando un gato pasó frente a ella sin previo aviso, e hizo rechinar una tabla del piso. —Te pagaré bien. Sal de tu escondite —habló, con la voz notablemente afectada por el susto de segundos atrás.


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Mensaje por Raoul Jeanneau Jue Sep 25, 2014 8:41 am

Alertado por unas pisadas, con la agudeza de una plaga, Raoul dejó su lugar frente al desgastado atril para ocultarse inútilmente tras un desgastado estante en un rincón de la estancia. Por extraño que pareciera, su interés principal no era disimularse, sino expresar del modo menos directo posible que no le interesaba departir palabra alguna con esa personalidad. Porque de alguna manera presentía de quién se trataba; lo seguía en su mente apagando sus sueños y trabando el trazo de su pincel, así que ¿por qué no podía cometer el oprobio de irrumpir también en su refugio?

Su abuelo decía que sólo se podía ser buen artista si se penetraba en el espíritu del modelo, ya fuera este un paisaje, un animal, un objeto, o una persona. ¿Pero qué alma podía tener ella? Se preguntó el pintor al verla importunada por la repentina aparición de un felino.

Y eso que no ha visto las ratas —pensó.

Tenía que deshacerse de la idea de pintarla. Porque los ricos no tenían alma; le pagaban a otro para que se las retratase. Así contarían magníficas historias sobre ellos incluso muertos, sin importar los baldones en vida. Y al prolongar su existencia en un lienzo, se convertiría en el artífice del peor de sus pecados. ¿Había algo más maligno que las muñecas? Primero se exhibían en vitrinas de oro y plata, seduciendo a los transeúntes por igual y burlándose de las niñas que no podían tenerlas. ¡Oh, cómo lloraban por acunarlas y todo por nada! Esas imitadoras venían cargadas por la promesa de ser hijas bellas y predilectas, cuando no eran más que un materia inerte amontonada. ¿Acaso no era lo que estaba viviendo? A pesar de promesa de eternidad… ¿la visión de la musa acabaría por traerle la muerte? Lo bueno de ser artista era no saber si se encontraba demasiado vivo o al borde de la muerte. Lo malo de ser humano era cometer los riesgos más estúpidos por las causas más inútiles. Inútil era el arte, ¡y cómo lo necesitaba!

Altivo a pesar de su insignificancia, Raoul salió de su escondite. Se notaba molesto y terriblemente tenso. Así y todo, fue inconsciente del momento en que sus ojos escrudiñaron aquel rostro casi albino de mujer, las líneas de su cuerpo, y los poderosos ojos que pendían allí, matando toda benevolencia sobre su faz. O a lo mejor la había asesinado ella misma, ahogándose en los placeres mundanos que le ofrecía su evidente posición. No quiso ni preguntarse cuánto le darían por ese capuchón que llevaba su accidental numen llevaba encima. Si se respondía, terminaría por comportarse agresivo. Y eso le podía costar la vida.

Guárdese su dinero ensangrentado. Puede hacer lo mismo con sus frases aprendidas. Se ve a la legua que la adiestraron bien. Aquí dentro no permitiré que esa cochinada tenga poder.  —miró con desprecio. Se sentía invadido en su propia moral. Aquel sitio de mala muerte esa más que un lugar físico; representaba lo que estaba adentro.— Bienvenida al quinto círculo del infierno. Hice todo lo humanamente posible para librar este lugar de ratas, pero para su mala fortuna yo estoy aquí. —aquella pocilga servía para él, pero ¿qué hacía ella ahí?— Su carruaje la espera. Aquí no tiene nada que ordenar ni yo nada que servir.

Tenerla cerca era más difícil de lo que había pensado. Era tener el David frente a frente y no buscar en sus ojos el fulgor de la guerra, o recorrer a la Pietà sin llorarla. Que la Venus de Milo no se acercara, o el precio que pagaría el artista sería demasiado alto.


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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Dom Ene 11, 2015 1:09 am

La hostilidad que presentó el muchacho no la sorprendió en lo más mínimo. Ella sabía, porque lo había vivido en carne propia antes de tener sus sueños de grandeza, el desprecio que los menos favorecidos socialmente sentían por aquellos que se encontraban en un estrato superior, al cual no llegarían si no fuera por el toque divino de algún ser superior que decidió que el nacimiento no regiría su existencia de principio a fin. Tal había sido su caso, que de ser una prostituta de burdel de mala muerte, en un pueblucho de mala muerte, en un país de mala muerte, había pasado a ser heredera de una incalculable fortuna y a portar un título nobiliario por el cual, más de la mitad de la población europea, habría matado a su madre por obtener. Comodidades, lujos, excentricidades, fiestas y una vida holgada, todo lo había conseguido sin la necesidad de abrirse de piernas, y usando su mayor mote de muchacha angelical, ayudada por la mente maestra de una ramera pasada en kilos pero de rostro lindo, que se apiadó de su desesperada situación y le dio un empujón a su suerte, para que cambiase de un segundo a otro. Madeleine no había sido tan ingenua de creer que su supuesto padre, había tragado el cuento de la bastarda olvidada, pero el hombre, quizá por no tener a quien dejarle su fortuna o quizá por querer expiar algún pecado de juventud, había decidido adoptar a aquella muchacha flacucha y bella y pulirla para convertirla en una digna heredera de uno de los ducados más importantes de Gran Bretaña. Lo que sí sorprendió a Maddie, fue que el joven adivinara su estrato social, pero decidió pasar por alto aquella observación.

Creo que el adiestrado eres tú —arremetió con total tranquilidad y franqueza. —Te enseñaron el discurso de que el pobre debe odiar al rico, y puedes perder una gran oportunidad de obtener algo que cambie tu suerte, al menos por unos días —se adelantó un paso, cuidando de que no apareciese ninguna de las ratas que el pintor había mencionado. Había vivido entre roedores, los había sentido masticándole la ropa, y en alguna que otra ocasión la piel, y no se horrorizaba de ellos; pero las normas dictaban que una dama que se respetase, debía sentir verdadera aprensión por aquellas pequeñas bestias. —Puedes comprarte pinturas, mejorar éste lugar, y hasta comer bien —sacó del bolsillo de su capa una bolsa que contenía una pequeña fortuna, y con ayuda de la mano libre, hizo sonar las monedas.

Sin embargo, Madeleine tenía otros planes en mente, y sin darle tiempo a reaccionar, se acercó peligrosamente a él, lo tomó de las solapas de su ropa, y le depositó un casto beso en los labios, tan fugaz como la caricia de las alas de un colibrí. Ignorando por completo un posible reclamo de pudor del pobretón artista, siguió recorriendo el lugar, haciendo crujir el suelo con cada paso. Le parecía un escenario de ensueño para lo que tenía en mente, y su rostro se iluminó cuando un sillón raído, viejo y desvencijado apareció ante sus ojos. No pudo evitar la sonrisa de satisfacción y triunfo que pespuntó entre sus comisuras, totalmente ajena al joven, que seguramente debía sentirse por completo invadido por aquella extraña millonaria. Sin pensarlo dos veces, se soltó el peinado, y sus bucles dorados cayeron con pesada suavidad sobre su espalda cubierta. Tenía el cabello extremadamente largo, acariciando con su terminación la parte más baja de su espalda. Luego, sin mediar palabras o pedir permiso alguno, llevó sus manos al cordón que sostenía la capa, lo desató, y la dejó resbalarse por su cuerpo, hasta tocar el suelo, convirtiéndose en un montículo oscuro a sus pies. Volteó, para enfrentar al pintor, segura de su desnudez.

Píntame. Será sólo ésta vez y no volverás a saber de mi —le aseguró con una media sonrisa. Movió la cabeza con total parsimonia, tomó uno de sus mechones de cabello y jugó con él, rozando intencionalmente uno de sus senos; su pezón se irguió instantáneamente, y su piel se erizó por una suave brisa fresca que se coló por algún rincón. Se sentía cómoda ante la inocencia del artista, la divertía la situación, y una curiosidad colosal, de convertirse en una musa, la arremetió con la fuerza de una tormenta. Quería ser inmortalizada.


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Mensaje por Raoul Jeanneau Sáb Ene 24, 2015 9:00 pm

De todas las serpientes coloridas del mundo, tenía que haberse fijado en la más venenosa. Debía ser parte de lo mortífera que era. Un recordatorio de que lo máximo que podía hacer era mirar, pero que ni intentara acercarse, porque el único que perdería sería él. ¿Pensaba que ya no le quedaba para ser arrebatado? Se equivocaba. Siempre había algo, porque seres como ella se bañaban en oro con el raspado que le sacaban a su pueblo.

Era imposible que no se notara de dónde venía esa fémina que olía a rosas. Era como todos: arrogante y con ojos que se cerraban cansinamente como una reina reposando. Y ahora quería decirle de dónde venía su discurso. ¡Si ni siquiera lo conocía! ¿Qué se creía la descarada? Debía saberse tan bella que se creía con el derecho a juzgarlo. Tonta, tonta. No había otro lugar para ir para un roedor de cloaca que más abajo. Se enfureció y no le importó plantarse frente a la muchacha con los brazos tensos como el lomo de un toro.

¡Míreme! —gritó en su rostro— ¡Mire a su alrededor, maldita sea! ¡¿Qué ha cambiado?!

Ese arranque lo cortó el beso de la mujer o, como él llamaría más tarde, la mordida de la víbora. Mas en lugar de palparse los labios como un púber, se tapó el rostro con una palma completa. Se sentía avergonzado por ser tan insignificante que caía en esos juegos. Con todo, estaba tenso, sintiendo que su vocación y la musa, altanera, estaban confabulando juntos como traidores, como enemigos dentro de su propia guarida. Él parecía un cervatillo dejado a su suerte en plena temporada de caza, con una oreja hacia atrás hacia la amenaza y otra adelante, en el camino libre. Maldijo su arte. Malditos cantantes, poetas y escritores que habían logrado convencer a los hombres de que necesitaban a las mujeres.

No sin dificultad retiró su mano y enfocó los ojos negros en los celestes de la mujer. La quiso odiar con sus irises, hacerla sentir miserable. Era un fuego mortal. Pero cuando la vio expandir sus ropas por el suelo como una rosa abriendo sus pétalos, el oxígeno se le acabó. Y el fuego sin oxígeno no encontraba sino su fin. Raoul brillaba como un sol contemplándola, esperando que ella no se diese cuenta del efecto que tenía en él, aunque algo le decía que ella ya lo sabía; por eso, sin cuidado, procedía. Había sido derrotado.

Entonces la sintió de repente pegarse a su ropa sin nada más que piel. Ya no solamente estaba viendo; indirectamente estaba tocando. Podía contenerlo. Pero cuando sintió evolucionar la punta de esas prometedoras frutas maduras contra su delgada y desgastada ropa, un relámpago oscuro cruzó el rostro de Raoul, una furia silenciosa que no tardó en materializarse. Cuando se separó, tenía las mejillas hundidas y pálidas; su rostro casi no era de este mundo. La presencia de la musa lo perturbaba y no tenía vacilaciones para expresarlo. Como acto inevitable tomó el rostro de la rubia y coléricamente la besó. Juntó sus labios con los de ella como si quisiese clausurarlos, para que nadie más cayera en ellos. Parecía más bien un castigo que un acto de afecto.

Se apartó tan pronto como se acercó y tomó uno de los pechos de la mujer entre sus manos, como examinándolo. Esas promesas estaban perfectamente formadas y con una graciosa gravedad, llenas de pasión primitiva. Detuvo el recorrido con interés en una de las puntas y le dio un ligero roce con el pulgar antes de volver a hablar.

Esto… manténgalo así. La pintaré como usted quiere. ¿Y sabe lo que haré cuando termine el retrato? Lo observaré. Lo miraré tanto que se me hará vomitivo. Entonces ya no querré volver a mirarle y usted dejará mi vida en paz.

La apartó de sí lo suficiente como para mirarla en todo su esplendor. No le dio ninguna instrucción; solamente la dejó actuar. Si quería utilizar un mueble, si quería permanecer allí de pié, lo que fuera. Lo único que importaba era su faz, esa carne desnuda que quería imitar la de Venus. Sólo allí Raoul juntó sus pinturas y atacó la tela. Lo invadió una extraña locura y sin pensarlo hizo estallar los rojos y los amarillos.

Pero seguía enfadado por su propia debilidad. Sentía que con cada trazo debía descargarse.

¡Usted, ser más descarado con el que he tenido el infortunio de cruzarme! —le hablaba sin soltar el pincel— Usted quiere tenerlo todo y yo contribuiré en su soberbia. Lo quiere todo en esa espantosa mente suya, en su deliberada conciencia voluntaria que debiera ser deshecha junto con esta mano que la trazará para siempre. Su capricho es castigar a los espejos que no perdonan el tiempo, verse, contemplar su desnudez animal para poder vivirse una y otra vez. Ahora tiene a quien culpar.



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