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Whispers of the Dead | Madeleine Fitzherbert 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Rasmus A. Lillmåns Lun Feb 17, 2014 9:45 am

La Luna bañó de reflejos color plata la tierra marchita que recorría el cementerio. Las tumbas de mármol, con nombres de personas desconocidas, se alzaban sobre la tierra húmeda traicionando las leyes de la gravedad establecidas para todos cuantos vivían en aquella minúscula fracción del universo. Altivas y orgullosas parecían reírse de los mortales -y de los muertos que aún caminaban-, pareciendo querer gritarles lo bien que se "vivía" viendo todo desde abajo. Los muertos reposaban tranquilos mientras que los demás seguían respirando aquel aire viciado y compartido con demasiada gente. Él no necesitaba oxigenar sus pulmones, era cierto, pero la costumbre podía más que la no-intención; al menos, en ese caso concreto. Los vampiros, aun muertos, fueron humanos alguna vez, por lo que su fisiología, su cerebro, tenía codificado el hecho de respirar, tan profundamente que era imposible ignorarlo. ¿Y cómo deshacer una costumbre tan íntimamente ligada a la especie a la que alguna vez perteneció? Ni siquiera creía posible el hecho de desacostumbrarse. Sólo recordaba que no tendría por qué respirar cuando pasaba horas bajo el agua sin la sensación de ahogo conveniente. Le faltaba el aire, sí, pero su cuerpo, yerto hacía mucho, no podía volver a morir, y menos por esa razón...

Y así se sentía en aquel momento, hundido bajo las aguas del lago, mientras su mente no hacía más que dar vueltas y vueltas en torno a aquella idea, insustancial a simple vista y dada su condición de inmortal. Aquella noche, tras horas esperando a que el Sol se pusiera tras las montañas, había dado un largo paseo por todas las zonas de París que aún no había visitado. El cementerio, hogar de los olvidados, había sido su primera parada. La segunda, y donde aún permanecía, maravillado con el paisaje, había sido la laguna. Sus aguas tranquilas y oscuras le habían atraído por completo, trasladándolo a una época remota de su existencia, en Egipto, donde el Nilo bañaba su cuerpo, aun vivo, cada amanecer... un amanecer que nunca jamás vería nuevamente. Sintió una punzada de dolor, tanto por la nostalgia arrastrada a su mente por aquellos recuerdos lejanos, como por la sensación incómoda que provocó el hecho de saber que no podría enfrentarse al Sol nunca más. Recordaba su calor, su luz pura y poderosa acariciándole la piel... sensación que añoraba y nunca podría volver a experimentar.

Permaneció sumergido en las aguas heladas durante lo que le parecieron horas completas. La Luna brillaba justo encima de su cabeza, observándole, fiel guardiana nocturna de mortales y cadáveres andantes. Le maravillaba la sutileza con la cual irradiaba luz sobre los rincones más recónditos de aquel paraje lleno de árboles de naturaleza bien distinta entre sí. Todos estos seres parecían competir por ganarse en mayor medida su atención, mientras que Rasmus, obligado a vivir siempre en la sombra, se contentaba con la poca luz que le llegara, tan grande era el anhelo experimentado por la lejana luz del Astro Rey. Nadie se imaginaba la magnitud del vacío sentido por los seres de la noche, el tedio que suponía vivir sabiendo que no vas a morir nunca... Nadie que no formase parte de su misma naturaleza. Sumido en sus cavilaciones, percibió el aroma de alguien que se acercaba. Se aproximó a la orilla sin hacer ruido y esperó, oculto tras un árbol, a que la figura finalmente hiciese acto de presencia. ¿Qué clase de criatura vagaría a esas horas por un lugar lejano como aquel?


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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Lun Feb 17, 2014 3:22 pm

Asqueada y arrepentida, así abandonó la mansión de su amante de turno. En el fragor del champagne servido en la fiesta de primavera que celebró una baronesa, se entregó a la pasión burbujeante que le había ofrecido un destacado funcionario ruso, que a pesar de encontrarse acompañado de su esposa, no dudó en citarla a la residencia que alquilaba. Se había dirigido en su carruaje media hora después que él se retiró, y entró por la puerta principal como si fuese una invitada más. La señora de la casa la había saludado y luego retirado a sus aposentos, mientras su marido invitaba a Madeleine a beber una copa a un saloncito. A pesar de encontrarse extrañada por la situación, aceptó gustosa, y se acomodó en un sillón de tres cuerpos de terciopelo negro. El caballero le sirvió una copa de brandy, que acentuó el efecto de lo bebido anteriormente, y se sentó a su lado. Comenzó acariciándole una mano, los brazos, el rostro y se entregaron a un apasionado beso. Él la doblaba en edad, pero ese nunca fue un impedimento para que su liviandad. Luego entrelazó sus dedos con ella y la llevó al piso superior. A pesar de que sabía que en alguna de esas habitaciones se encontraba durmiendo la mujer, lo siguió y se adentraron en una alcoba al final del pasillo hacia la derecha. Arremetida por la pasión que demostraba el ruso, no notó cuando la dama se coló en la intimidad. Se percató del suceso cuando ella, a sus espaldas, la tomó por la cintura. Si bien se dejó llevar por lo que le propusieron, en ningún momento gozó, y en cuanto pudo, desapareció del lugar, con las lágrimas a punto de desbordarle por las mejillas.

Ya en su carruaje, le ordenó al cochero que se dirigiese hacia la laguna, necesitaba pensar. Frotó sus ojos con violencia, no tenia permitido llorar; era de las pocas cosas que había jurado nunca más hacer. Demasiado sufrimiento había padecido, para que algo tan insignificante como aquello hiciera mella en su espíritu. Respiró profundo, una, dos y tres veces. Por su mente se mezclaban las imágenes de lo vivido hacía unos instantes, con su miserable vida en aquel pueblucho de Gales, que había significado el infierno. Violada, maltratada y abandonada, el lugar que la vio nacer se terminó convirtiendo en una pesadilla desde la infancia, en la que su inocencia fue arrebatada con total impunidad. A pesar de todos los años transcurridos, de todos a los que se había entregado por dinero o por placer, rememoraba la triste escena de su vejación primera, cada noche, cuando las pesadillas la asaltaban para arrebatarle el dulce sabor de la nueva y buena realidad que poseía. Si tan sólo fuera posible borrar aquel día, si tan sólo lo extirparan de su mente, de su corazón, ella encontraría el sosiego que tanto anhelaba. En su fuero interno algo estaba cambiando, algo profundo y que no podía frenar. Deseaba con fervor separarse de aquella Madeleine Williams del pasado y ser, de una vez y para siempre, Madeleine Fitzherbert, una respetada duquesa, a la que nadie osaría mirar con desconfianza y a la cual aceptarían no sólo por el apellido que portaba sino, porque se había ganado su lugar. Sólo ella sabía de los esfuerzos que realizaba para mejorar cada día, y de lo mucho que le había costado aprender modales, utilizar ropas elegantes e instruirse en diferentes materias.

El coche se detuvo y con él los pensamientos oscuros. No esperó que el empleado descendiera y le colocase la escalerilla, abrió la puerta y de un saltó estuvo en el suelo. Le pidió que esperase allí, y se hizo a la carrera a través de la tierra. En la orilla, cayó de rodillas, apoyó las palmas en el suelo y dejó que su respiración se acompasara. No había reparado en el hermoso brillo de la Luna hasta verla reflejada en el agua. Cuando la agitación de la corrida mermó, se puso de pie. Llevó sus manos a su cabello atado de manera desprolija, y se deshizo de las prencillas que sostenían sus hebras rubias. Meció la cabeza suavemente cuando su pelo se deslizó hasta su cintura y sus bucles dibujaron una cortina dorada en su espalda. Desató la capa bordó que hacía juego con el vestido que llevaba puesto, y no se molestó en correrla para que no se ensuciase, y tampoco acomodó su atuendo cuando desprendió el corsé y se liberó de la falda. Las enaguas también recorrieron su figura hasta arrugarse a sus pies, los cuales levantó para salir de la insignificante prisión que significaban. Caminó a través de la laguna hasta que ésta le cubrió la cadera, extendió los brazos y cerró los ojos, permitiendo que cada músculo dejara de lado la tensión. No supo con exactitud en qué momento comenzó, sólo se percató cuando el gusto salobre de las lágrimas rozaron sus labios. Juntó agua entre las manos y se mojó el rostro, hasta que la paciencia dio paso a la furia y refregó cada parte de su cuerpo.

¡Sucia! ¡Sucia! ¡Sucia! —gritaba al tiempo que marcaba su piel y dejaba que la desesperación contenida diera rienda suelta.


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Mensaje por Rasmus A. Lillmåns Lun Mar 31, 2014 5:00 pm

La fragilidad de la memoria humana siempre le había parecido envidiable. Tras un periodo de tiempo que oscilaba entre varios años, o incluso meses, las personas conseguían olvidar los malos momentos pasados sin tener que hacer nada para conseguirlo. El simple paso del tiempo, indiferente para él, lograba sanar aquellas heridas que los momentos vividos iban abriendo en los cimientos de su carácter, moldeándolo. El motivo que lleva a la mente a autoprotegerse eliminando esos recuerdos dañinos siempre le había parecido un auténtico misterio. No era posible expresar con palabras la envidia que sentía por ellos, al menos, en ese sentido. Él, dotado con el poder de conceder la "libertad" mental de todos aquellos que lo precisaran, estaba maldito con la incapacidad para olvidar ninguna de sus vivencias, independientemente de la distancia temporal que hubiera con ellas. Y lo peor de todo era que las emociones que esos recuerdos contenían tampoco habían desaparecido. Aun podía sentir la calidez del Sol del desierto si se esforzaba, el sabor de un salmón recién asado, la brisa de las dunas antes de una tormenta de arena... La mirada apasionada de su madre y la sonrisa vivaz de sus hermanos. Recordaba perfectamente la felicidad que sentía, la dicha por despertar, por poder vivir un día más. Su simple existencia le era percibida como un regalo que los dioses le habían otorgado como a uno de sus hijos. Era agradable. Sentir que había un "algo" superior que velaba por ti, y por que los pasos que fueras dando te llevasen en la dirección correcta.

¿Qué le quedaba ahora de aquello? La bruma confusa de unos recuerdos, de unos momentos, que jamás volvería a experimentar. Le quedaba el dolor de la ausencia, y la nostalgia por tiempos mejores. Odiaba la nitidez con que todo permanecía en su mente, la incapacidad de superar aquello que alguna vez lo lastimó. Porque el tiempo para los inmortales no supone nada, un simple parpadeo, un suspiro. Pese a seguir su transcurso normal, no funcionaba en ellos como en el resto. No les modificaba. Su aspecto permanecía siendo el mismo, y su carácter únicamente evolucionaba en el mal sentido, o se quedaba estancado. Estaba claro que, en su caso, la última opción era la correcta. Lejos de volverse más frío, cruel o agresivo, se había humanizado de forma más que evidente. Se preocupaba más por los seres humanos, a sabiendas de que si fuera por ellos mismos el mundo llevaría mucho tiempo destruido. Suspiró con cierta resignación, recostándose contra el árbol. Algunas astillas del tronco se le clavaron en la espalda, provocándole una leve presión que no llegaba a doler. Observó su cuerpo, pálido pese a ser de tez morena, y tan helado como las aguas de las que acababa de salir. ¿Tanto habían cambiado las cosas desde la última vez que hizo algo así, cuando era humano? Sí, ciertamente. Habían cambiado lo suficiente para hacer que se sintiera repentinamente incómodo estando en su propio cuerpo. Las gotas de agua se deslizaban por su piel pétrea dejando un reguero brillante tras de sí. Pero hacia mucho que no sentía su cosquilleo. Hacía mucho que no sentía absolutamente nada. La eternidad lo congela todo, y por más cálido que permaneciese el interior -o luchara por permanecer-, con un exterior tan helado era difícil permanecer impasible.

La brisa primaveral, que no llegaba a ser cálida del todo pese a ser menos fresca que la de invierno, trajo hasta su posición el aroma a sangre fresca de un humano. Por un momento, sumido en sus cavilaciones, casi había olvidado por qué había salido de las aguas. Su naturaleza le obligaba a permanecer atento a casi todo; y su experiencia le advertía que era mejor así. No sería la primera vez que por estar distraído se veía rodeado de seres que le observaban como si se tratase de un regalo venido de los cielos. La oportunidad de probar la sangre de alguien tan antiguo debería parecer un momento único, y más si tienes alguna posibilidad de ganar. Desde que perdió a Leire se dijo a sí mismo que nunca le pillarían con la guardia baja, y aquella no sería la excepción. Se sacudió la nostalgia a la vez que la humedad del cuerpo, fijando la vista ahora en la figura femenina que se acercaba a las aguas. Enarcó una ceja, confundido. ¿Qué haría una mujer a aquellas horas en un lugar como ese? El frío para él no suponía ningún problema, pero para un ser humano podría llegar a ser peligroso. Apartó la mirada un tanto apenado cuando comenzó a desvestirse, sintiéndose un intruso en aquella escena, pese a haber estado él en aquel sitio desde el principio. ¿Qué le ocurriría? Notaba el latido de su corazón, alterado. La calidez de su sangre en contraposición con la frialdad del agua. El regusto salado de sus lágrimas al caer. Sin pensarlo dos veces, salió de su escondrijo lo bastante despacio para no sobresaltarla.

- No creo que la noche sea un buen momento para sumergirse en esas aguas, mademoiselle. Podéis sufrir una hipotermia. ¿Necesitáis ayuda? -Se acercó lentamente desde un lado de la laguna, quedando siempre de frente para que no se sintiese amenazada. Sabía bien que las personas en aquel estado no solían reaccionar demasiado bien a la cercanía. Y no era su intención espantarla. Dibujó una sonrisa afable, que destacaba en contraposición con la dureza de su semblante, rígido, fiero. La observó directamente, dejando ver claramente que no escondía nada tras sus palabras. La sinceridad siempre había sido su mejor aliada.


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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Vie Sep 05, 2014 1:55 pm

Madeleine quedó inmóvil al percatarse de que alguien se acercaba. No temía, eso era algo que hacía mucho tiempo no se daba el lujo de sentir. Lo peor que podía pasarle era ser asesinada y, en momentos como aquel, realmente lo deseaba. Volteó su rostro y sus ojos se posaron en la figura hasta que logró delinear su silueta, acostumbrándose lentamente a la oscuridad. Pudo descubrir que era un hombre fornido, alto, realmente imponente. Un atisbo de vergüenza, producto de su estado deplorable, coloreó aún más sus mejillas maltratadas por el llanto y la gesticulación exagerada. Cuando terminó su frase, la rubia ya había cesado en su ataque de histeria y respiraba de forma agitada. Sorbió suavemente por la nariz y enjugó sus ojos, luego sus manos se movieron para cubrir sus partes íntimas y pensó en lo hipócrita que estaba siendo, por lo que colocó sus brazos al costado con resignación. No le había importado estar desnuda frente a muchos hombres, esa no iba a ser la primera vez. Con lentitud, se acomodó un mechón mojado de cabello, que colgaba sobre su cara; se irguió, consciente de que estar con la espalda encorvada y los hombros hundidos eran una señal de inseguridad e indefensión, y lo último que necesitaba era seguir dando lástima. Tuvo la sensación de ser una niña pequeña a la cual su padre la reta por hacer una travesura; recordó a su propio papá, él, que no le permitía bañarse de noche en los pantanos galeses porque podía ser peligroso para su salud o para su integridad física, y no sabía a las vejaciones a las que su pequeña era sometida cuando él estaba bajo los efectos de la medicación. Le pareció sentir en su piel las manos del adorable Bertrand cuando la cubría con una toalla para secarla, o le refregaba la melena para que no chorreara más agua; incluso, le hacía cosquillas en los pies para mantenerle las uñas cortas y limpias. Ella carcajeaba, feliz de tenerlo, más allá de cualquier cosa.

No, Monsieur, no necesito ayuda. Le agradezco —juntó toda la dignidad que le quedaba y salió del agua, consciente de la piel erizada a causa del frío. En la orilla, tomó la capa llena de tierra. Las manos le temblaban y le era imposible atársela, por lo que se la sostuvo sobre los hombros y se envolvió el cuerpo. Era en vano intentar vestirse con sus otras prendas. Que le quedaran de regalo al hombre o a algún pobretón que recorriera el lugar, ella ya no las quería. —Usted también puede sufrir de un cuadro de hipotermia o ser lastimado por alguna criatura en forma de mujer —ironizó y sus labios dibujaron una sonrisa sarcástica— Debe tener cuidado. Alguien tan amable puede ser un blanco fácil —le pareció realmente estúpida la advertencia, debido a la musculatura de aquel extraño. Nadie, en su sano juicio, sería capaz de enfrentarlo; al menos que tuviese alguna fuerza sobrenatural o una demencia.

La duquesa no estaba segura de querer irse tan rápido. Ella había llegado primero, o eso fue lo que se dijo antes de sentarse sobre una piedra lo suficientemente grande a escurrirse el pelo con las manos entumecidas, una suave ventisca se había levantado y le provocaba escalofríos en su cuerpo húmedo. Se cruzó de piernas y clavó su vista en un árbol, tratando de controlar el castañeo de sus dientes, que no paraban de temblequear, haciéndole doler la mandíbula. Hacía mucho tiempo, en un pasado que quería olvidar, había padecido el frío de la noche, el hambre, la suciedad, la pobreza más absoluta; y no le gustaba, para nada, aquella sensación. Se esmeraba, diariamente, por suplir todas sus carencias; comía con fruición ante los ojos atónitos de doncellas o invitados, se abrigaba exageradamente en las noches de frío, gastaba dinero en todos los gustos frívolos que había adquirido y hacía controlar su salud periódicamente. Madeleine se instruía, tal como a Bertrand le habría gustado; secretamente, donaba un poco de dinero a los más necesitados, pensando en los hermanos que había dejado atrás con la promesa de volver a buscarlos y que, sabía, no iba a cumplir; y caía en las garras del primer hombre guapo y prometedor que se presentaba ante su camino, haciéndole honor a su madre y a lo que le había heredado. A pesar de querer alejarse de los fantasmas de su propia esencia, ellos la perseguían y cubrían con sus alas negras, ahogándola y haciéndola sucumbir, llevándola de regreso a sus raíces, a lo que le corría por la sangre.

Le hago una pregunta… —sabía que el desconocido seguía allí, a pesar de no mirarlo. — ¿No tiene frío? —se incorporó, con una expresión que daba cuentas de lo mal que la estaba pasando a causa de la baja temperatura. Sabía que no era tanto por el clima, sino por el estado de nervios anterior. Caminó hacia donde se encontraba parte de su atuendo, y con dificultad, fue colocándose las prendas. Ante la imposibilidad de vestirse sola, golpeó el suelo con sus dos pies, en lo más parecido a un berrinche, y volvió a colocarse la bata. —Debe pensar que estoy loca —se quejó, volviendo a la piedra donde había estado minutos antes. —Y créame, no está tan errado —no le daba tiempo a contestarle. —A veces, la vida, por más que intentemos huir, correr, escondernos, termina encontrándonos y chocándonos con nuestras miserias, con lo que somos realmente. ¿Alguna vez le ha pasado que ha mentido tanto sobre algo que terminó creyéndose su fantasía y, de pronto, todo eso que lo mantenía contento, se derrumba y sabe que no volverá a ser como antes? —en la voz de Madeleine no había dulzura, ni melancolía, ni reflexión, sólo la dureza de su cruda y triste realidad. Se mordió el labio inferior, para contener las lágrimas. No volvería a llorar frente a aquel hombre, bastante había presenciado con su actuación inicial.


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Whispers of the Dead | Madeleine Fitzherbert Empty Re: Whispers of the Dead | Madeleine Fitzherbert

Mensaje por Rasmus A. Lillmåns Mar Sep 30, 2014 10:38 pm

Observó todos y cada uno de los movimientos de la mujer de soslayo, tratando de dilucidar cuál había sido la impresión que había tenido al verlo, pero siempre intentando evitar aquellas partes íntimas que no se sentía con derecho a observar. Y lo que más le llamó la atención de la muchacha, además de sus largos y ondulados cabellos del color del oro, había sido la aparente indiferencia con que había recibido su presencia. Normalmente, la gente solía reaccionar de forma bastante desproporcionada ante la visión del vampiro. Era alto, corpulento, y por más que intentara dibujar una expresión afable, su semblante reflejaba la dureza de una eternidad sumido en la más absoluta soledad. Por eso siempre evitaba intencionadamente el contacto visual prolongado o una excesiva cercanía, y más con las mujeres. Los hombres solían recibirlo con hostilidad por motivos evidentes; las mujeres, con miedo. Nadie sospecharía que bajo aquella intimidatoria apariencia se escondía un ser que había dedicado la mayor parte de su existencia a proteger a los seres humanos, pese a haber dejado de serlo hacía mucho, mucho tiempo. En aquella ocasión, sin embargo, se había mostrado más directo a la hora de dirigirse a la muchacha al haber podido percibir, incluso desde la distancia, el peligro. Quizá no se tratase de un peligro físico, tangible, pero estaba claro que no estaba bien. Por experiencia sabía que la mente, que el sufrimiento psicológico, podría ser incluso peor que el físico. Y por más que disimulara, por más que intentase hacerle ver que estaba bien, eso era algo que no podía disimular. Los latidos de su corazón, aún acelerados, y su respiración entrecortada, la delataban.

Sólo cuando la muchacha se hubo alejado hacia una roca, tras cubrirse con lo que parecía ser una capa en bastante mal estado, se sintió con derecho a acercarse hasta el lugar que él mismo había ocupado minutos antes. Divisó su camisa de lino blanco en la misma rama en que la hubo dejado al llegar a la laguna. Se aproximó hacia ella sin perder de vista a la chica. Estaba seguro de que no se encontraba bien. Y la gente alterada solía hacer locuras. Una vez la prenda cubrió su torso, se sintió instantáneamente menos expuesto. No estaba bien mostrarse de aquella forma tan desaliñada ante una damisela, y mucho menos, si la susodicha era una desconocida que además se encontraba en aquel estado... ¿De qué? La verdad es que en aquellos instantes no se sentía capaz de definir qué estado de ánimo emanaba de ella. ¿Ira? ¿Melancolía? ¿Resentimiento? ¿O se trataba más bien de una mezcla de los tres? Los humanos y aquella capacidad suya de sentir varias cosas al mismo tiempo, incluso opuestas, siempre lograba sorprenderlo. Una sonrisa se volvió a adueñar de su semblante. Una sonrisa afable, amplia, que trataba de transmitirle un poco de esa seguridad que siempre le había caracterizado. - Bueno... no parecía que no la necesitarais... Pero respetaré vuestros deseos. Y no os preocupéis por mi, creo que mi amabilidad se ve camuflada por todo... esto. -Murmuró, tragándose la carcajada que a punto estuvo de escapársele de la garganta. Su apariencia no invitaba a pensar que era una criatura inocente y desvalida, precisamente. Más bien lo contrario. Escurrió con firmeza la larga trenza para luego acomodarla a un costado.  - Además, supongo que tenéis cosas más importantes en las que pensar... -Dijo, más como una observación que como una certeza absoluta. De hecho, quizá lo que menos necesitaba en aquellos momentos era ponerse a pensar en lo que fuera que la había hecho sentirse así.

Volvió a encarar a la joven, esta vez con el ceño levemente fruncido a causa de la preocupación. Parecía tan desvalida, tan demacrada. No podía evitarlo. Había pasado gran parte de su historia protegiendo a personas como ella. Protegiendo a la humanidad, como ese héroe vigilante que nunca se deja ver, pero siempre permanece, expectante, ante cualquier indicio de peligro. Y ella estaba en peligro. Lo intuía.

- La verdad es que no, mademoiselle. Hace una temperatura agradable. Además, mi estado de salud siempre se ha caracterizado por ser... inmejorable. -Una sonrisa entre divertida y melancólica se dibujó en su rostro. Llevaba mucho tiempo sin tener que preocuparse por nimiedades como esa. Observó el berrinche de la dama con una mezcla de ternura y confusión. No recordaba cuál era el efecto del agua fría sobre sus músculos, así que le costó entender a qué se debía aquel gesto. Una vez vio que la chica volvía a sentarse, se acercó aún más, y tomando las prendas de ropa que aún permanecían en el suelo, siguió caminando hasta quedarse justo enfrente de ella, a poco menos de un metro. Dobló la ropa con cuidado, para luego tendérsela a un lado. Retrocedió un par de pasos cuando la chica volvió a hablar, como intentando que su presencia, a pesar de que sabía que era poco menos que un intruso para ella, resultara lo menos molesta posible. El vampiro suspiró largamente, dirigiendo la mirada a la inmensidad del cielo estrellado que se extendía sobre su cabeza. El aire puro de aquel sitio invadía sus pulmones dándole una falsa sensación de vitalidad. Era... agradable. Sus preguntas, no tanto.

- Y no, no pienso que estéis loca. -¿Por qué iba a hacerlo? Después de todo, ambos estaban, en mitad de la noche, en el lago. Él, por intentar huir de su soledad yéndose al lugar en que más solitario estaba realmente. Ella, por los problemas que era evidente que tenía. - ¿Si alguna vez me ha pasado? Querida, creo que en cuestión de mentir, estáis ante un maestro. Al menos en lo que se respecta a fingir que soy lo que no soy. Aunque dudo mucho que estemos hablando de lo mismo... Mademoiselle... ¿qué os ha ocurrido? No me conocéis. No os conozco. No os juzgaré si es eso lo que teméis. Pero lo que he visto... No es normal. -Se acuclilló ante ella y la miró directamente al rostro, buscando su mirada. - Mentirse a uno mismo no tiene sentido. Aceptar es lo único que podemos hacer para superar esos... momentos. Aunque ninguno lo consigamos. -No sabía qué decir para lograr que se sintiera mejor, ni tampoco si era eso lo que necesitaba en aquellos momentos. Sólo sabía que el dolor compartido era menos pesado. Y por sus palabras, la carga que sostenía era demasiado grande para ella sola. Aunque quizá no quisiera reconocerlo.


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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Lun Nov 10, 2014 9:17 pm

Si algo le faltaba a su noche, para coronar la frustración, era el hecho de que un completo desconocido, le diera un sermón. Se preguntó qué había hecho en su miserable vida para merecer tal humillación. Detestaba parecer frágil, desvalida, que necesitase ayuda, sin embargo, era consciente de que su espectáculo anterior, sólo podía ser dado por una persona que no se encontrase en sus cabales, y se maldijo por ello. Había comenzado a juntar los trozos de su dignidad, que se arrastraban a sus pies como asquerosas babosas, para volver a lanzarlos al viento, viéndose innegablemente atraída por la cadencia de la voz del extraño. No había soportado nunca que alguien le diese consejos, sólo su difunto padre era capaz de tocarle el alma y abrir sus oídos, y allí estaba, en plena noche, a orillas de la laguna, con la piel helada y el corazón marchito, escuchando con total atención a un hombre que, en cualquier otra ocasión, hubiera seducido y en cuestión de minutos lo hubiera tenido danzando entre sus piernas. No quiso pensar en el deplorable aspecto que debía tener, sin embargo, no pudo evitar imaginarse sus ojos hinchados y enrojecidos, su cabello empapado y desarreglado, la piel arrugada por el contacto con el agua. Ella, que tanto cuidaba de su aspecto, que tanta importancia le daba a las apariencias, podía pasar por cualquier mujerzuela de callejón, y no demostrar quién era, una miembro de las castas más altas de Gran Bretaña, heredera de una fortuna incalculable, que no escatimaba en despilfarrar para cubrir su origen y su trayecto sinuoso, con joyas y géneros preciosos.

A Maddie no le hizo falta demasiados indicios para percatarse de la naturaleza de su extraño acompañante, tampoco le temía. Conocía suficiente del bien y del mal, de los hombres y de las mujeres, para saber cuándo se encontraba frente a un incipiente peligro, y su mente no había encendido alarmas que le diesen la pauta de que debía ir con cuidado. Tampoco las hubiera respetado, en caso de haberse activado. Había llegado un punto en el que había aprendido a no temer, a enfrentar todos y cada uno de sus miedos y aplastarlos con una mano, como si fuesen moscas molestas en un caluroso mediodía de verano. En aquel pasado al que tanto se negaba, había asimilado y hecho carne las miserias de la humanidad. Por su cuerpo, desde tiempos inmemoriales, habían surcado las huellas de todo tipo de caminantes; los errantes, los culposos, los amables, los despóticos, los poderosos, los débiles, los ricos y los pobres. Los hombres podrían privarse de muchos lujos, pero de una puta y una buena bebida, jamás. Esa era la frase que Grace le había repetido constantemente, y que Madeleine había tenido la posibilidad de vivir.

Las mentiras saben ser muy dulces, engatusan los oídos, la mente, el corazón… —reflexionó, intentando retomar su postura más honrosa, irguiendo la espalda y alzando levemente el mentón. —He llegado a preferirlas por encima de las verdades que lastiman, que nos hacen verdaderamente infelices. Si podemos impedir el sufrimiento, ¿por qué abrazarnos a él? No lo comprendo y no lo comprendería —negó varias veces con su cabeza. Se sentía más repuesta, especialmente por la impresionante masculinidad que exudaba aquel moreno de enormes proporciones. No pudo evitar observar su mano, enorme, dura, y Madeleine tenía la carne débil, y tampoco pudo obviar la imagen de aquella extremidad apretando su piel suave, cuidada, fina y delicada. Sin embargo, algo en aquel noble caballero le decía que él no era la clase que se dejaría cautivar con ademanes de prostituta, que tan incorporados los tenía y que tan buenos artilugios podían ser.

Había conocido a demasiados especímenes masculinos, y a veces hasta había llegado a creer que le daba igual un viejo decrépito que un joven fortachón, lo único que importaba eran los regalos que podía obtener y el instante de satisfacción que le producía tenerlos en sus manos. Madeleine era una obsesiva del poder, le encantaba llevar el control de las situaciones, y eso era algo que había comenzado a disfrutar cuando se liberó del yugo aterrador que significaba aquel prostíbulo hediondo y pequeño, de la húmeda y aletargada Gales. Nunca había sido tan feliz como cuando cruzó las fronteras de su país natal y se sumió en las bondades lujosas y exuberantes de la vida cortesana que Londres le ofrecía. Maddie había observado rápidamente que la ostentación no era sinónimo de elegancia, y había optado por una actitud recatada y atenta. Las enseñanzas de sus maestros, institutrices y doncellas no habían tardado demasiado en surtir efecto, y sus superiores, entre los cuales se contaba el Duque, no habían dejado de sorprenderse de los rápidos avances. Madeleine siempre supo que ella estaba para grandes cosas, que su futuro le deparaba sólo maravillas y mundos por descubrir. La joven había terminado creyéndose la ilusión de ser de cuna noble, de haber sido criada entre sábanas bordadas con oro y haber recibido la mejor educación. Agradecía que, quien había considerado un padre, hubiera sido un hombre cultivado, que le transmitió conocimientos y le dio lo mejor de sí, para alimentar sus ambiciones y nunca dejarse vencer.

Usted parece un hombre honesto —sugirió, cruzándose de piernas como si estuviese sentada en un trono y no sobre la dura y punzante piedra que le servía de apoyo. —Sino, no me explico que se haya comportado con tanta decencia al verme en aquel estado, y estando usted tan…ligero de ropa —no había picardía en su voz, pero si en sus intenciones. —No acostumbro a lamentarme, mucho menos con un desconocido. Si bien puede creerse con el derecho de indagar en mi vida, tras haber sido testigo de tan tétrica función, créame que no quiere saber de mi, como yo tampoco quisiera saber de usted. Esto ha sido casual, una mera coincidencia. No vine aquí buscando comprensión, como puedo imaginar que usted tampoco estaba aquí esperando ser interrumpido por una persona aparentemente desquiciada —tomó la punta de un mechón y jugó con él, la observó, con tal displicencia, como si nada hubiera ocurrido y fuese una situación completamente normal la que los había cruzado. —Salvo que me diga que puede ver el futuro, una habilidad que no creo que posea alguien como usted…


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Mensaje por Rasmus A. Lillmåns Vie Dic 05, 2014 11:32 pm

Cada uno lleva el peso de sus cicatrices como buenamente puede, pero sin duda, algunos son más eficaces que otros en tanto en cuanto que pueden soportar ese dolor de forma más digna que los otros. Aquella muchacha de tez pálida y mirada dolida, desafortunadamente formaba parte del segundo grupo de "desdichados" que, tras gritar al mundo que ellos solitos se bastaban para hacer frente a las adversidades, se daban cuenta de que no podían con todo ellos solos, y aún así, nunca serían capaces de dar su brazo a torcer. Rasmus, en una época que ahora se le antojaba lejana y perdida en las brumas de sus recuerdos, también había sido así. Quizá no de forma tan exagerada, pero no podía evitar reconocerse en aquel berrinche de la muchacha, en aquel orgullo herido por haber mostrado a un tercero sus flaquezas. En aquella dignidad que se volvía contra sí misma, dañándola sin que fuera apenas consciente. ¿Cuántas veces había torcido el gesto ante una mano amiga, solamente motivado por el temor a sentirse menos fuerte de lo que los demás pensaban que debía ser? Por suerte para él, hacía mucho que había superado aquel concepto de individualismo, más propio de la juventud que de la madurez, pero algunos resquicios siempre quedaban. Nunca pedía ayuda, de hecho, ni aunque su mente o su espíritu estuviesen ardiendo envueltos en llamas.

Por eso, aunque la chica pareciera todo menos cómoda con su presencia, no iba a marcharse de allí hasta asegurarse de que su estado fuera, cuanto menos, estable, o hasta que esa disconformidad fuese manifestada por la fémina con sus propias palabras. Poco le importaba que su actitud fuese saltando de un lado a otro, desde la indiferencia, hasta la molestia, pasando por una especie de ¿intento de seducirle? Rasmus no era como el resto de hombres, de hecho, ni siquiera podía decirse que fuera realmente un hombre, así que cualquier actitud que adoptara la joven siempre le resultaría predecible, incluso cuando no tuviera ningún sentido dadas las circunstancias. Estaba oscuro, era de noche, y su aspecto siempre había sido amenazador, en ese panorama la gente "normal", o aquella que se encontraba en sus cabales, solía reaccionar siempre de forma esquiva. Cualquier otra actitud reflejaba para él con total claridad la falta de temor o aprecio por la vida de aquellos que optaban por quedarse. Y no porque él fuera a hacerles daño, que era evidente que no, sino porque una bestia como él, en momentos como ese, no se lo hubiera pensado ni dos segundos. Esa certeza, de hecho, le instaba aún más a que realmente era necesario que se quedase. Quién sabe lo que podría hacer una joven en su estado, o lo que podría ocurrirle. Los remordimientos lo engullirían.

- Las mentiras sólo son esos, mentiras, ilusiones banas y vacías que no nos reportarán nunca nada más que desilusiones. Porque siempre, siempre, terminan por descubrirse. ¿Acaso no es mejor prevenir que lamentar? Las mentiras no previenen el sufrimiento, sólo lo predicen. Porque de sueños es complicado vivir, os lo aseguro. -Soñar... ¿cómo podía echarlo tanto de menos, al mismo tiempo que daba gracias por no caer nuevamente en sus redes infames, que luego le hacían caer? La respuesta la tenía aquella joven, escapaba entre sus labios. Porque era más fácil vivir soñando que asumiendo la realidad tal cual es. Pero debían acostumbrarse, todos, tarde o temprano, y por experiencia sabía que si ocurría antes, era mucho mejor. Para todos. Sonrió ante la observación sobre su honestidad, pero se limitó a quedarse en silencio, mirándola directamente a los ojos. Su mayor virtud, quizá, era esa. Llevaba tanto tiempo en el mundo que lo conocía como a la palma de su mano, y no había nada en él que llamara realmente su atención, en ninguno de los sentidos. Para él, los cuerpos eran cuerpos, lo importante era lo que llevaban por dentro. E intuyendo esencias, también era un experto. - Lamento profundamente que lo veáis así. No es que yo tuviera gran interés en molestaros con los problemas de mi vida, pero no estaría mal que de vez en cuando confiarais en que no todo el mundo que os tiende la mano, pretende conseguir algo a cambio. Para bien o para mal, yo ya tengo muchísimo más de lo que necesito para una vida... Y para miles. -Se levantó de la postura acuclillada en que había estado hasta aquel momento. El abismo entre ellos, debido a la altura del vampiro, se hizo aún más evidente. Y aquella punzada de temor le alertó de que eso era lo único que nunca había deseado que ocurriera: sentirse diferente a aquellos maravillosos seres a los que ansiaba proteger.

Se alejó un par de pasos de la joven, sólo para que inmediatamente después una estridente carcajada escapara de su garganta en el preciso instante en que la joven mencionó aquellas palabras. Se apresuró a recomponerse, no quería ofenderla, pero aquel gesto de frustración, su ceño enarcado, le habían causado tanta ternura que no pudo evitarlo, y más cuando le había dicho precisamente una cosa como esa. ¿Ver el futuro? Había oído que algunos seres, tales como hechiceros o gitanos muy poderosos, tenían una cierta capacidad para predecirlo, pero él, escéptico incluso cuando él mismo infringía todas las leyes de la lógica, nunca lo había creído. Alterar el pasado era una cosa, complicada pero posible para los más experimentados, ¿pero saber lo que depara el futuro? Le parecía prácticamente imposible. - No, mademoiselle, me temo que no puedo ver el futuro. Y aunque pudiera, no creo que quisiera mostrároslo. Por experiencia sé que conocer lo que sucederá juega un papel bastante negativo en lo que a nuestros actos se refiere. ¿De qué os serviría saber si mañana vais a ganar una fortuna, o si alguien cercano va a morir, más que para llevaros a hacer planes absurdos que en ningún caso saldrían bien? ¡Pobre del que pueda verlo, aunque sea mínimamente! No podría librarse de perder lo más maravilloso que tiene esta vida: las casualidades. El azar. Los imprevistos. Decidme qué sería vivir sin esas pequeñas cosas...

Aunque su tono sonaba firme, decidido, lo cierto es que alguna vez había deseado saber qué le ocurriría en un futuro cercano. ¿Se reencontraría con su hija? ¿Pondría fin a todos aquellos años, siglos de soledad? ¿Volvería a sentir aunque fuera mínimamente las mieles de la felicidad? Luego, por supuesto, rectificaba, asegurándose a sí mismo que no había nada más hermoso en aquel camino que en su caso se prolongaría eternamente, que las sorpresas. - Lo que sí puedo hacer es cambiar el pasado. Borrarlo de un plumazo. Aunque eso es algo que todos de alguna forma podemos hacer, ¿no creéis? Superándolo. -Su tono se tornó ligeramente enigmático, como si dentro de aquella frase aparentemente normal se encerrase un secreto que no podía contar. Y así era, ciertamente. Aunque aquella "confesión" hubiese podido sonar como la enseñanza de un viejo que ha vivido demasiado, la realidad era que él sí podía conceder esa libertad mental. Tenía la capacidad de borrar aquellos recuerdos que hacían que el alma se rompiese en pedazos. Con todos, menos con él mismo. Lo empleaba cada vez que su necesidad de sangre le llevaba a beber de las personas, borrando esa imagen que para cualquiera sería traumática, intentando que sus actos, aunque terribles, no tuvieran peores consecuencias. Y de momento, no le había salido tan mal.

- En fin, supongo que tendréis cosas más importantes que hacer que escuchar las divagaciones de un loco... Me quedaré justo en aquella parte del lago, a lo lejos. Y no me importa si queréis creedme o no, pero si lo necesitáis, sólo tenéis que llamarme. -Dibujó una sonrisa cortés y se alejó lentamente, sin dejar de prestar atención a su espalda, de forma más que sutil. No pudo evitar contar mentalmente, como ese ser que tanto ha vivido que cree que puede predecir hasta la más pequeña de las conductas. Sólo el tiempo diría si se equivocaba con la joven, o si como pensaba, sólo era alguien demasiado dolido como para reconocer que el mundo sólo puede estar bajo tus pies, si eres capaz de afrontar todo lo terrible que alberga tras cada rincón. Y extrañamente, aquella noche, no sabía cuál de las dos opciones le apetecía en mayor medida presenciar.


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