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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Aleksandr Mussorgsky Dom Dic 13, 2015 1:58 am


“And starward drifts the stricken world,
Lone in unalterable gloom
Dead, with a universe for tomb,
Dark, and to vaster darkness whirled.”
― George Sterling, The Testimony of the Suns


Su figura de monarca absoluto de la oscuridad era una atalaya que sobresalía como lanza. Alto y esmirriado como una sombra danzante. O como un perro negro que augura la muerte. Aleksandr daba la impresión de señor al cual se le ha de tener miedo, y esa era la verdad de las cosas. Y más. Peor. Pero a pesar de ello, a pesar de esa inmanente maldad que exudaba como la sangre escurre de una boca de vampiro recién alimentada, había algo que atraía. Una luz macabra como el brillo ajado de una joya en el fondo de un umbrío, frio y hondo pozo. Un tesoro prometido, al que intentas alcanzar y te estiras y estiras y terminas por caerte, por ser devorado por las tinieblas. Él lo sabía y tenía demasiado bien estudiado ese poder que no fue concedido con la inmortalidad, sino que fue forjado con el discurrir de los siglos.

Así avanzó, sabiéndose acreedor de las miradas, no sólo de las trabajadoras del lugar, sino hasta de algunos clientes, Ya fuera por ese porte, por ese misterio, o por lo discordante que resultaba con su pulcritud cuidada. Por lo que fuera, le abrían paso como si de un rey se tratara. ¡Él era el monarca de la oscuridad! Dentro de esa retorcida realidad en la que desde hace mucho habitaba, aquello no era un simple signo de su arrogancia descomunal, sino una verdad irrefutable escrita en piedra y en las estrellas, tan antigua como él.

No era la primera vez que ponía un pie en algún burdel, de París o de la ciudad en turno que tuviera la desgracia de contar con su maldición. Pero era menos común de lo que uno pudiera imaginarse. Sus metas eran otras, además, resultaba demasiado… agresivo para las trabajadoras y no quería labrarse una fama por ese lado. Eso lo haría conocido, buscado incluso y echaría por tierra sus esfuerzos de atormentar mortales.

Busco a alguien joven —dijo con aquel acento eslavo marcado adrede. Que se esforzó por no perder, pues eso lo anclaba a esa otredad que si bien representaba debilidad (su mortalidad, su madre, su infancia), le recordaba de dónde venía. Porque incluso en su vesania, necesitaba el anclaje a la realidad. Pues era en ella que él obraba en toda su sombría magnitud—. ¿Tienes a alguien así? —Continuó, dirigiéndose a la mujer que lo miraba con ojos bien abiertos como platos.

Ella asintió y lo condujo a la parte trasera del local, mismo que olía a perfume barato, tabaco y sudor. Aromas que se volvieron más penetrantes conforme se fueron alejando de la algarada de la entrada, donde mujeres reían de los malos chistes de hombres con tanto vientre como dinero. Cuando al fin llegaron, la mujer que lo condujo abrió una puerta, Aleksandr sólo la miró, sin decir más y entró.

La nueva habitación estaba a media luz, pero él pudo ver perfectamente la figura que estaba ahí, en la cama. Sonrió de lado como si el demonio mismo se hubiera hecho de una nueva alma para corromper. Y es que ese era el meollo de todo. Había pedido a alguien así porque había algo dulce y satisfactorio en romper lo que es más puro. Se quitó el saco negro y avanzó hasta la chica. Se plantó frente a ella. La mustia luz delineaba las facciones perfectas de la joven. Aleksandr estiró una mano para posarla debajo del mentón de la mujer y así obligarla a verlo a los ojos.

¿Cómo te llamas? —Preguntó con voz suave. Casi amable. Suficiente para que cualquiera cayera rendido bajo sus encantos. ¿Ella lo haría? Ambas posibilidades le eran atrayentes. Si lo hacía, sería un placer mayor que revolcarse con ella el de romper la ilusión. Si no lo hacía, resultaba sorprendentemente interesante tratar de domarla.


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Mensaje por Amparo Federighi Dom Dic 20, 2015 6:19 pm

<< Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. >>
Jorge Luis Borges

Finalmente había comprendido su rol en aquella pocilga. Lo había entendido cuando las últimas gotas rojas de su inocencia se escurrían entre sus piernas y un dolor punzante le cortaba la respiración. La humillación y el resentimiento bullían en su pecho como un volcán. Recordar la fatídica jornada en la que el velo de la infancia se corrió, para darle paso a un mundo del que sólo quería huir, le calentaba los ojos. Pero se había instado a no llorar, a no permitirle a sus demonios ganar aquella batalla. Había pensado en dejarse morir, dejar de comer y de beber, hasta que alguien se olvidara de su ínfima existencia; pero, al parecer, nadie le haría aquel favor. El segundo día de ayuno fue recibido con una golpiza que ya había desaparecido de su rostro. La madame del burdel cuidaba el patrimonio de su señor con recelo, y ninguna rata como ella le haría perder el capital invertido.

Sólo había tenido la oportunidad con aquel hombre de cabellos de fuego y, quizá, por obra del destino o la misericordia de un Dios del cual comenzaba a dudar, no la habían obligado a brindarle su cuerpo a ningún otro. Se encargaba de la limpieza, y a pesar de lo degradante y repulsivo de la tarea, la prefería a las mieles del placer que luego debía hacer desaparecer con unos líquidos que le provocaban ardor en las cutículas y en las yemas. Había aprendido a blasfemar y a insultar como un marinero, y no perdía la oportunidad para despotricar contra su miserable vida, mientras refregaba el piso y se lastimaba los dedos. Pero aquellos huracanes sólo se desataban en su interior, había aprendido a enfundarse en un disfraz de superioridad e indiferencia que la ayudaba a pasar desapercibida. Amasaba la esperanza de que, dada su inexperiencia e inutilidad, le permitieran continuar con el mantenimiento.

Pero, inexorablemente, la realidad tocó a su puerta. La madame le ordenó que se vistiese, maquillase y perfumase. Debía trabajar como todas las demás. Ya no había una muchacha amable que la ayudase con sus ropas; tuvo que colocarse sola el calzón blanco con puntillas en las terminaciones que llegaba hasta las rodillas, y apretar el corsé que le afinaba la cintura y le alzaba los senos, lo ató con dificultad. Jamás había hecho aquello sola, siempre había tenido a su disposición una doncella que la asistiese. Apretó los labios para no permitirle al llanto ganar aquella pulseada. Se recogió el cabello con desprolijidad, incapaz de hacer un peinado decente. Miró los maquillajes con desprecio, sólo conocía el polvo de arroz y el carmín, y fue lo único que utilizó. Le habría gustado poder arquearse las pestañas o delinearse los ojos, pero no conocía los métodos adecuados para ello.

Se sentó en la cama de la habitación que le habían designado y colocó detrás de sus orejas y en el valle entre sus senos, unas gotas de un aceite a base de rosas que le había regalado una joven prostituta, de la que nunca más supo. Los rumores decían que había muerto en manos de un cliente que había pagado para eso; un frío le recorrió la espalda, ella no estaba exenta de aquello. La perspectiva de morir la había seducido, pero ser sometida a tortura era algo que, bajo ningún punto de vista, era capaz de considerar. No se había quitado el rosario que su madre le había regalado hacía tantos años atrás; se percató de ello cuando notó que apretaba la cruz con ambas manos. A punto de deshacerse de él, la puerta se abrió. Observó al gallardo caballero que entraba, hipnotizada por sus movimientos. No supo en qué momento lo tenía plantado frente a ella, y tampoco notó el instante en que la mano enorme y fría se posó bajo su mentón pequeño y cálido.

A…Amparo —respondió con un estremecimiento. Su voz la había acariciado como la pluma de un pavo real, y por un segundo, se vio atraída por él. Era magnético, y se sintió una mariposa que se posa sobre la luz para ser pulverizada. Una advertencia se encendió en aquel rincón de su alma que la obligaba a resguardarse. — ¿Usted? —aún le costaba el francés, y el vértigo que le provocaba la mirada ajena, la instó a hablarle en español.


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Mensaje por Aleksandr Mussorgsky Miér Dic 30, 2015 2:44 am


“Try to break one's heart in perpetuity.”
— Soap&Skin, Sugarbread


Amparo —repitió paladeando cada sílaba de aquel nombre que, bajo esas circunstancias, le pareció adecuado. Amparo como el que piden los afligidos a la Virgen María. Sonrió de lado sin responder de inmediato a la pregunta con la que había revirado ella.

Había vivido lo suficiente para entender aquella sencilla palabra que brotó de la boca de la chica como una flor que lucha por vivir. Su gesto se acentuó como el canto de un cuchillo, que brilla a la luz de la luna. La recorrió con la mirada, de ese rostro que aún tenía ecos de una infancia no hace mucho dejada atrás a su figura esbelta. Aunque no podía decirse que la joven careciera de las magulladuras propias de alguien con su oficio, existía algo delicado detrás de ello, algo que Aleksandr ya comenzaba a saborear como la sangre con la que se alimentaba.

Acarició su pecho con la yema de los dedos y de ese modo, llegó hasta el rosario que pendía de su cuello. Lo tomó y lo estudió como si se tratara de una piedra preciosa, única y valiosa, lo observó con ese ojo experto de quien tiene una fortuna gracias precisamente al negocio de la joyería y luego empuñó lo cruz como si su sola existencia le causara repulsión. Volvió a clavar sus ojos en los ajenos.

Esto… esto no lo necesitaremos hoy —conservó la calma. Su voz mantuvo ese tono aterciopelado del principio, le habló como si se dirigiera a una niña y con suma tranquilidad, pasó las cuentas que representaban Padre Nuestros y Glorias por la cabeza de la chica. Lo dejó sobre un buró al lado de la cama—. Puedes llamarme Aleksandr —al fin respondió, qué caso tenía mentirle—. Y como yo, creo que no eres de aquí —continuó. La palabra en español así se lo hacía entender. Pensó, entonces, si tendría a alguien en la ciudad, alguien a quien le lloraría después de esa noche y tras lo que iba a hacerle.

Pero no me tengas miedo, no te haré daño —el tono dulce con el que dotó a sus palabras resultaba escalofriante si se contrastaba con sus intenciones. La mentira era mucho más que eso, porque estaba diseñada con saña para causar daño, no era un simple embuste, era un arma. La atraería a él como la miel a las abejas, la arrullaría en su regazo, para luego destruirla, porque ¿acaso no era esa la única motivación del señor de la noche?

Se sentó a su lado y la tomó por ambas manos, acariciando con el pulgar el dorso de las mismas. De ese modo buscaba tranquilizarla. Era sólo una pequeña asustada. Se inclinó después, acercó tanto su nariz a su cuello que la punta de ésta tocó la yugular ajena. El aroma de la sangre que por ella corría y palpitaba lo trastocó un momento al grado de no querer aguardar más. Pero él era sabedor de que el mayor placer viene cuando has deseado algo por más tiempo. Luego la besó, pero fue un beso casto en los labios, apenas un roce y al separarse, le sonrió.

Dime, Amparo… ¿soy tu primer cliente? No me refiero a esta noche —con los nudillos acarició su mejilla. Fue un movimiento delicado, pero él mismo sabía que el frío que de su cuerpo emanaba era cortante como una daga—. Eres muy joven, y muy hermosa —halagó y movió las manos de nuevo por el cuerpo frente a él. Era muy medido y muy meticuloso, apenas si sus pieles tenían contacto.

Suave, prolijo y metódico, Aleksandr comenzó a jugar con los botones de la ropa de Amparo, pero quería dejar en claro que iba a respetar el ritmo que ella quisiera llevar; no la desnudó con premura, sólo dejó escapar un par por los ojales. A su vez, fue echando cada vez más al frente su cuerpo enjuto y esmirriado, empujándola para que se recostara en la cama. Pero lo hacía con tal parsimonia y mansedumbre, que uno no podía ni siquiera imaginar lo que en verdad cruzaba por su cabeza.

Una vez que la tuvo bajo su cuerpo, la besó en el cuello, dejando un camino húmedo a lo largo de éste y acomodándose lentamente entre sus piernas.

Shhh… —acarició y besó su cabello mal peinado. Pensó en lo adorable que eso era, en lo enternecedor, en lo magníficamente cruel que resultaba—. No pasa nada —la tomó por la cintura con facilidad, era pequeña a comparación suya y le susurró al oído, dejando que la punta de su lengua tocara un poco el cartílago de la oreja.


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Mensaje por Amparo Federighi Vie Ene 15, 2016 8:45 pm

Cada segundo en esa habitación, significaba dejar atrás, todos y cada uno de los principios que había aprendido a lo largo de sus diecinueve años. Cuando el cliente le quitó el rosario, se sintió profanada, como si él no tuviera el derecho a tocar la preciada pieza que su madre le había regalado. Pero no dijo nada, sabía que no debía hacerlo. De pronto, creyó que estaba completamente desnuda, y que su única barrera había sido derribada. Cayó en la cuenta de lo pequeña que era y de lo indefensa que resultaba su posición. Nunca podría replicar, nunca podría decir que no. La retenían en aquel sitio en contra de su voluntad; ni siquiera podía comunicarse a la perfección porque escasamente entendía el idioma que hablaba la mayoría de las residentes.

Le agradó su nombre, aunque también se guardó aquel pensamiento. Tampoco preguntó de dónde era, se limitó a asentir con su cabeza, concediéndole la razón. Aquello estaba tornándose horrorosamente lento. Era una pesadilla, una de esas recurrentes que tenía desde que había puesto un pie en ese sitio espantoso. Aleksandr era hermoso, misterioso y su voz tenía la capacidad de erizarle la piel; su profundidad y el tono suave que empleaba se asemejaba a las rosas que sus hermanas cuidaban: siempre, en algún momento, acababa por lastimarse con sus espinas. Y Amparo tenía la certeza de que esa noche, sería una de esas ocasiones en las que saldría herida.

No, no es mi primer cliente —respondió con más dureza de la que le habría gustado. El recuerdo del hombre de cabellos cobrizos la alteraba. —Es la segunda vez que estoy en esta situación —suavizó su voz. —Y no me bese en la boca, por favor. Me han advertido que las mujeres como yo no tenemos ese… —pensó la palabra, aunque la sabía a la perfección— derecho —completó. “Las putas, las putas como tú, como yo, como ella, no tienen el derecho a besar a otros” le había dicho la madame en una de las tantas oportunidades que habían cruzado palabra. “No quiso decir eso. Las putas no besamos en la boca porque es algo que reservamos para el día que tengamos un amor” le había explicado la otra joven de la habitación cuando la mayor se retiró. Pero Amparo no retuvo aquella frase.

Le habría gustado que su respiración no se agitase, ni que su cuerpo respondiese a las ínfimas caricias. El peso del cuerpo de Aleksandr sobre el suyo acentuó su sensación de inseguridad, como si estuviese sobre una tabla que se movía de un sitio a otro y ella no tuviera de dónde agarrarse. La humedad de los labios en su cuello le erizó la piel. Sus manos pequeñas se apoyaron en la espalda del cliente, a la altura de la cintura, y alzó las piernas de manera inconsciente. Admiró la suavidad y la calidad de la tela de las prendas de Aleksandr, y recordó que en un tiempo pasado no muy lejano, su padre usaba trajes a medida hechos con exóticos géneros. Sus vestidos también habían sido dueños de la pompa y la exquisitez que la posición que antes ostentaba, demandaba. La nostalgia se había vuelto una constante en su vida…

No tengo miedo —aseguró. Y era cierto. Amparo estaba resignada a aquella infame existencia, no había escapatoria. Sus dedos viajaron hacia la mandíbula cuadrada y masculina del hombre, y lo encontró extrañamente helado. ¿A qué se debía? —Aleksandr —llamarlo por su nombre el resultó aún más insólito— está usted muy frío. ¿Se siente bien? —el caballero no emanaba el calor que todos aquellos a los que conocía sí. Aun cuando había compartido intimidad con su primer cliente, había sentido la tibieza de su cuerpo quemándola y robándole lo único que le quedaba de honorabilidad. Amparo lo miró con preocupación, una preocupación que no debía sentir por alguien que pagaba para servirse de ella como si fuera un animal, al cual desecharía una vez ya no le sirviese.

Sabía que estaba siendo completamente estúpida, y el desconcierto por su propia actitud debía de reflejarse en su rostro. Amparo sabía que no estaba allí para preocuparse por la salud del hombre que tenía entre las piernas, pero en algún sitio de su alma quedaba un rastro de compasión por el prójimo, y temía que le arrebatasen aquello también. Le acarició la frente, como hacía su nana cuando enfermaba, y notó que no había ni un mínimo rastro de calidez. ¿Quién era Aleksandr? ¿Qué era? ¿Qué haría con ella? De pronto, la asaltó un vértigo que poco a poco fue agitándole el corazón.


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Mensaje por Aleksandr Mussorgsky Lun Ene 25, 2016 11:18 pm


“Constantly announcing hell,
the joy not to be,
to die of not dying,
how to be appalled?”
— Soap&Skin, Pray


¿Había sido suficiente? Aleksandr era un arquitecto que montaba sendos castillos con pináculos que tocaban el cielo y se burlaban de Dios en su cara. Cada una de sus obras, plagadas de penumbra y veneno, eran construidas con un amor torcido y enfermo desde los cimientos, con corrupta minucia. El inmortal siempre se lo tomaba con calma tortuosa, porque no había peor sorpresa que sentirse seguro y entonces sentir la mordida del sabueso infernal, arpando la carne y el pellejo al rojo vivo. Sólo dejando jirones.

Por un momento, sublimado y contento con su ejecución de la noche, cerró los ojos para sentir cada uno de los movimientos de Amparo con más detenimiento. Maximizando así el resto de sus sentidos, su tacto contra la cálida piel. Su gusto al probarla. Su olfato, pues la chiquilla apestaba a nervios. Sólo se detuvo tras inhalar una bocanada de aire. Abrió los ojos de golpe y se separó un poco, para poder verla mejor. Por un rato se quedó en silencio sólo viéndola.

Es una pena, Amparo. Me hubiera encantado ser el primero —al fin confesó y no mentía. Aun así, aprovecharía la ocasión, ¿quién había sido el pobre diablo que, victorioso, se había quedado con la virtud de la joven? Quizá alguien con muchas mejores intenciones que él, pero mucho más indigno a sus ojos. Sonrió cuando ella continuó hablando y deslizó una mano por debajo de las enaguas, donde acarició los muslos y la entrepierna.

Me alegro, me alegro que no tengas miedo… —le besó la frene mientras la mano que se aventuró por debajo de la falda seguía su recorrido—. Me siento… me siento mejor que nunca, pequeña —contestó y sintió ternura al notarla preocupada. Por supuesto, el cómo Aleksandr sentía ternura poco tenía que ver con el sentimiento que todos conocemos. Para él, tal cosa era sólo una oportunidad… la de quebrar algo bello y puro. La de arruinar la poca inocencia que al mundo le quedaba y que con tanta desesperación necesitaba.

Y aquello fue el detonante. Supuso que había sido suficiente. Ella no tenía miedo. Era lo único que necesitaba. Debajo, su mano obró con rapidez, haciendo a un lado la ropa interior y acariciando el centro de la chica con brusquedad, tomándola completamente desprevenida. Con la mano libre la sostuvo del mentón sin delicadeza alguna. La obligó a mirarlo mientras apretaba su rostro. Sonrió, por los mil demonios, sonrió como el mismísimo Lucifer.

Escúchame, Amparo. No me importa lo que te hayan dicho, esta noche pagué por ti y haces lo que yo te diga, ¿entendido? —Y sin esperar por una respuesta, se apoderó de la boca ajena con un apetito voraz. Mordió sus labios hasta hacerle daño y los reclamó como suyos en un instante, con una lengua hábil que parecía lo mismo querer escuchar sus gemidos desde la garganta, como matarla.

Se separó apenas un poco y rasgó la parte superior de la ropa que cubría a la joven meretriz. La sometió, tomándola de ambas muñecas y aprisionando el cuerpo contra el viejo colchón de la cama. Colocó ambas rodillas a sus costados y de ese modo, la observó con el cabello negro con la boca de un diablo, cayéndole sobre el rostro. Y le sonreía, todavía le sonreía como si le anunciara el horror.

Eres desechable —le dijo mirándola de arriba abajo, sin soltarla—. Hermosa, sí, pero desechable. Tan solo una ramera. Vas a gritar esta noche, de placer y por piedad —entonces fue a por ella una vez más. Terminó por arrancarle lo poco que quedaba cubriéndole el pecho y se dedicó a lastimar la piel expuesta, con rasguños y mordiscos—. Tan sólo una puta, la más hermosa, la más inocente, pero tan sólo una puta —decía como si rezara, mientras le seguía torturando. No la dejaba mover las manos, que seguían sujetas por las propias y con una rodilla la obligó a abrir las piernas más de lo que era necesario.


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