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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Fitzwilliam Mountbatten Dom Mar 27, 2016 8:16 pm

Un nuevo destino, una nueva ciudad y cientos de posibilidades a su entera disposición. Eso era en lo único en lo que podía pensar Fitzwilliam cuando llegó a París después de un largo y algo tormentoso viaje. Miles de kilómetros lo separaban de su ciudad natal y, por tanto, de sus obligaciones. La tensión que asolaba su cuerpo iba desapareciendo conforme se iba alejando del territorio en el que el solo mencionar su apellido hacía que apenas pudiera respirar, en el que cientos de ojos estuvieran puestos encima de él. Allí, en París, o en cualquier otro lugar que no fuera Londres, no era más que Fitzwilliam, su apellido poco o nada importaba.

Abrochó su abrigo y miró a su alrededor, disfrutando de unas vistas nuevas para él. El aire tenía un aroma especial, olía a libertad. Y pensaba disfrutarlo por completo, sin pensar en nada más. ¿Por qué había escogido ese destino? No lo sabía con mucha claridad, cualquiera le habría servido, eso era cierto, pero su mente había pensado en esa ciudad como primera opción. Y estaba seguro de que iba a poder disfrutar como nunca en su vida. De buenas a primeras, buscaría a Vincenzo y lo invitaría a una ronda para ponerse al día. Pero tenía que hacer algo antes de eso. Algo antes de ir a buscar un buen alojamiento y no esa pensión de la que le habían hablado algunos de los marineros del barco.

Pidió referencias a un par de transeúntes y se acercó hasta el convento en el que tenía pensado hacer una donación. No por él, no para expiar sus pecados, ni siquiera para honrar la memoria de su padre, recientemente fallecido, sino por su madre. Apenas sabía nada de ella, pero sabía que esa orden era su favorita, por la cual había hecho un sinfín de cosas y él, siguiendo esa única tradición que tenía, solía dar una pequeña donación para reformar el convento o cualquier cosa que necesitaran.

¿Buena persona? No, en absoluto. Tampoco se consideraba demasiado creyente, pero quizás sí que era una forma de rendir homenaje y de limpiar un poco su conciencia. Se encaminó hasta el convento, dispuesto a hablar con la madre superiora o lo que fuera que tuviera que hacer para solucionar esa pequeña tradición antes de seguir con su propio camino. No tardó mucho en llegar a su destino. Pronto la silueta del convento se dibujó delante de él y Fitzwilliam no pudo más que detenerse unos segundos para contemplar esa obra de arte. Pero no, no era el edifico lo que estaba contemplando, al menos no unos instantes después. La figura de una mujer, ataviada con el ropaje propio de las monjas, le llamó la atención. Fue su rostro, puesto que su cuerpo quedaba oculto entre tanta tela. El muchacho ladeó la cabeza, pero pronto se acercó para tocar con suavidad el hombre de la chica. ─Disculpe, no era mi intención asustarla─susurró─¿Podría ayudarme?
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Mensaje por Christel Achenbach Dom Abr 24, 2016 10:10 pm

No era que las plantas fuesen su fuerte, ni siquiera le resultaban demasiado atractivas, pero la religiosa que llevaba adelante el mantenimiento del bello el jardín del convento había fallecido, y nadie se hacía cargo de sus tareas, por lo que Christel, harta de la maleza que comenzaba a formarse, tomó una guadaña y, con los primeros rayos de Sol, luego de las oraciones matinales, se había instalado en parque delantero, para intentar darle forma a los libustrines, que el césped no pareciese una selva y que las rosas para la Virgen se encontrasen en perfectas condiciones. Adelaïde ponía especial énfasis en esas flores, porque eran las que decoraban el altar de la capilla y todas las estatuas de la Madre de Cristo.

Había quedado satisfecha con el trabajo, para ser la primera vez que lo realizaba. Se negaba a gastar dinero en un jardinero, pues era un lujo que no podían permitirse dada la austeridad que habían abrazado al tomar los hábitos. Sus pensamientos rememoraban una y otra vez el encuentro doloroso con Áedán, y le pedía a Dios la lucidez para despejarse. No habían servido los castigos corporales: por más latigazos que recibiese, no podía olvidarlo. Estaba inexorablemente unidad a él, por ese pasado en común y por ese presente incierto y perverso, que se había encargado de unirlos una vez más.

La vida de Christel había dado un giro de ciento ochenta grados, y le había modificado las perspectivas de manera sustancial. ¿Cómo encararía el futuro con tantos frentes abiertos? Áedán, el hijo de ambos y su incierto destino, la Inquisición que la presionaba y su propio corazón, sumergido en aquellas mareas turbulentas, que le nublaban las decisiones. Era incapaz de pensar con claridad, no sabía si lanzarse a la búsqueda de Bastian o dejar que todo siguiese su curso, como lo había hecho durante dieciséis años. La idea de saber que había muerto o de que era infeliz, la atormentaba con fuerza; había querido creer que él se encontraba bien, que estaba junto a una familia que lo amaba. ¿Y si no había sido así? ¿Qué respuestas le daría si llegase a encontrarlo?

Estaba demasiado ensimismada como para percatarse de que alguien se acercaba, y cuando sintió el tacto en su hombro, dio un respingo y se alejó dos pasos del extraño. ¿Qué clase de hombre era capaz de cometer la imprudencia de tocar a una mujer, especialmente, si ésta era una religiosa? La prusiana alzó el rostro, porque a pesar de su altura, el caballero que se había arrimado a ella, la sobrepasaba por poco más de una cabeza. Notó su elegancia, su porte y sus prendas de excelente calidad, y se preguntó cómo alguien de alcurnia no tenía los modales suficientes como para saber abordar a una persona como ella.

Sí, dígame —si el extraño pensaba encontrarse con una monjita encantadora, como lo eran muchas de sus subordinadas, estaba muy confundido. Su francés se endurecía con el acento alemán, del cual Christel nunca había podido desprenderse. Notó que se había cortado con las espinas de una rosa, pero le restó importancia.


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Mensaje por Fitzwilliam Mountbatten Mar Mayo 03, 2016 6:16 pm

No tendría por qué encaminarse hasta el convento. No tenía que hacerlo ni cuando no podía disfrutar de ese espejismo de libertad que estaba experimentando y vivía con su familia, mucho menos ahora que ninguno de sus progenitores vivía. Sin embargo, era algo que sentía que debía hacer. Una obligación que oprimía su pecho y le quitaba el sueño como pocas cosas lo conseguían hacer. Solo tendría que acercarse hasta allí, desembolsar unos cuantos francos que aliviaran su propia conciencia y aligeraran las cargas que pudieran tener las monjas y proseguiría con su vida. O al menos lo haría hasta que no pudiera huir más de sus obligaciones y su propio destino lo llevara de vuelta a Inglaterra.

Se agobiaba de tan solo pensar en tener que vivir lo que le quedaba de años entre las cuatro paredes de su mansión. Su particular de jaula de oro, una que, a pesar de lo espaciosa que era, lo asfixiaba. No había sido más feliz que el tiempo que había pasado fuera de allí, a pesar de las consecuencias que su ausencia había traído en lo referente a la relación con su padre. Ahora él ya no estaba, y aunque le hubiera gustado que las cosas fueran diferentes, no había sido así. De poco servía ya gastar el tiempo rememorando las últimas palabras que se habían dicho, todas y cada una de sus conversaciones o el reproche que se reflejaba en los ojos de su progenitor cada vez que lo miraba.

Quizás, al dar ese donativo, intentaba acallar las voces que lo intranquilizaban en cuanto se quedaba a solas en sus aposentos, en cuanto su cuerpo se dejaba caer sobre la cama y su mirada se perdía en el techo blanco, impoluto. Una especie de pausa, de panacea, que le permitieran disfrutar tranquilamente de sus deseos, de los placeres de la vida, lejos del lugar al que tenía que llamar, casi por obligación, hogar. Observó durante unos minutos el convento que se dibujaba ante sus ojos. Algo en ese edifico lo inquietó, pero no se detuvo demasiado a pensar en ello y prosiguió su camino. Cuanto antes llegara, antes haría lo que había ido a hacer a ese lugar y antes acabaría todo. Su propia vida lo esperaba después de ese trámite. Y pensaba disfrutar de los meses que duraría su huida.

Porque eso era su viaje, una huida. Lo sabía, aunque también sabía que, a pesar de que deseaba lo contrario, no duraría eternamente. Sus pensamientos se cortaron de raíz cuando vio la silueta de una de las monjas del convento, que se estaba dedicando a podar las rosas o cualquier otra actividad parecida. No lo tenía muy claro, pero tampoco le importaba saber en qué empleaba su tiempo la mujer. Se limitó a observarla, a deslizar su mirada por su cuerpo, intentando apreciar las curvas del mismo, pero con esa vestimenta…Eso era algo imposible. La voz de la muchacha lo sacó de sus ensoñaciones, por lo que levantó de nuevo la mirada, hasta posarla en sus ojos y carraspeó levemente.

Iba a decir que necesitaba ver a la madre superiora, pero una mancha rojiza en el bajo del hábito llamó su atención. Se aproximó hasta donde la mujer estaba y, sin pensar si era apropiado o no, tomó su mano para comprobar lo que sospechaba: Se había herido. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco, con sus iniciales bordadas, y presionó con él la herida. ─Las rosas son hermosas, pero nunca hay que perder de vista las espinas─murmuró y se apartó levemente, olvidando, momentáneamente, lo que lo había llevado hasta allí, a pesar de todo lo que implicaba.
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Mensaje por Christel Achenbach Dom Oct 23, 2016 7:00 pm

Para una mujer como ella, estaba prohibido el contacto con el sexo opuesto. Era una premisa que transmitía a las novicias, para evitarles que cayeran en los pecados de la carne. Era un castigo a sí misma, por haber sido víctima de los mismos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que un contacto tan íntimo la tenía como protagonista, y le pareció aterradora la sensación que le surcó la columna vertebral. Cosquillas, desde la nuca hasta el coxis, le recordaron que aún era una mujer, una humana como cualquier otra. No había notado el corte; demasiado acostumbrada al flagelo, su umbral del dolor se había expandido y era difícil que algo tan diminuto le afectara. Sus ojos vagaron entre su mano, envuelta en el lánguido y refinado pañuelo, y el rostro del visitante, más hermoso que muchos que había visto a lo largo de sus treinta años. También le prestó atención a su acento, y ella, una mujer de mundo, supo distinguir el inglés. Pensó, también, que su porte lo delataba. Los nobles británicos se destacaban entre los demás, por mucho que quisieran disimular su cuna o renegar de sus orígenes.

Gracias —murmuró, antes de retirar su mano y ejercer ella misma la presión. La textura de la tela era delicada, le recordaba a las de su infancia, tan costosas y elegantes. Lejos estaban de los linos de su presente, los cuales había que lavar varias veces para suavizarlos. Lo había tenido todo y jamás se arrepentiría de haberlo perdido. Las frivolidades de antaño, el lujo y la pompa de los von Achenbach, la habían condenado a una vida de tristeza. Había sido por cuidar su imagen, que le habían arrebatado a su hijo, a lo más sagrado que había poseído. Lo que vino después, la toma de hábitos y el fin de la alegría, fue la consecuencia directa de una crianza que le enseñó que lo más importante era la apariencia. Quizá, por eso, también había tenido la cobardía de nunca buscar a su pequeño. Había dejado que la vida siguiese su curso, mientras ella se mantenía estancada en la orilla, viendo cómo el río continuaba. Christel era una mujer frustrada, con rencores demasiado arraigados de los cuales debía despojarse de una vez.

¿A qué se debe su visita a un lugar como éste? ¿Puedo ayudarle de alguna manera? —preguntó con la mayor de las amabilidades posibles, aunque le costaba mucho no mantener una postura defensiva ante la presencia de personas desconocidas. Recordaba que, hacía varios años, una monja tuvo un romance con un joven que se hacía pasar por carpintero. No le sorprendería que el caballero parado frente a ella, fuese amante de alguna de sus muchachas. Se preguntó de quién; cuál de todas, que tanto terror le tenían, se atrevía a desafiarla de aquella manera. Las religiosas eran conscientes de que nada escapaba de los ojos de la madre superiora, que Christel tenía oídos en todos lados y que, tarde o temprano, terminaba enterándose de lo que ocurría a su alrededor. Nadie la engañaba.

Prometo devolver su pañuelo limpio —comentó, a continuación. Se había percatado de lo lamentable que podía ser ensuciar tal objeto con su sangre. Aunque, también, reflexionó, él debía tener cientos y cientos de pañuelos de aquel tipo. Por acto reflejo, con sus dedos, palpó las iniciales bordadas en una esquina. “F M” rezaban, y esas letras encerraban un misterio, lo supo desde que decidió, en ese momento, mirarlo a los ojos. Había algo, detrás de los orbes del hombre, que le dijo que tuviera precaución. Y Christel siempre escuchaba lo que le dictaba la voz de su alma.


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