Marche d'expiation —Priv.

Tan pronto el reloj marcó las siete de la tarde, las campanas de las iglesias unieron voces para anunciarlo estridentemente desde los camposantos de la ciudad. Se rumoreaba entre dependientes y clientes de las tiendas en las grandes avenidas que la reina había convocado a los más destacados relojeros del Reino Unido para construir el artefacto horario más grande del continente, uno que, además de contabilizar las horas, también se volvería hito inmaculado de la metrópolis londinense. Aunque el rumor no sonara inverosímil, las habladurías que recorrían las calles de boca en boca eran tan variadas, que no habría resultado sorprendente si su origen datara de una noche en que un mozo charlatán se hubiese tragado los delirios de algún marinero alcoholizado.

Radu llevaba diez minutos de pie en la esquina, debajo de una farola recién encendida, en compañía de su nuevo bastón. Este le gustaba más que el anterior, porque estaba confeccionado con madera de algarrobo y su intrincado diseño floral le remitía, vagamente, a los bosques franceses de los que se había encariñado luego de repetidas visitas durante las noches de luna llena.
Extrajo su reloj de bolsillo del interior de su saco, ya habían transcurrido quince minutos desde las siete y el sol comenzaba a ocultarse. En Londres las noches eran más frescas que en París, posiblemente a causa de la densa humedad que permanecía en el ambiente incluso durante el día. Los ingleses se mostraban más rígidos, también, quizá como consecuencia de habitar una ciudad tan cenicienta y constantemente inundada por la neblina.

Bertok no había prometido acabar en un horario específico, simplemente había mencionado desocuparse por la tarde, así que Radu había decidido acercarse hasta la intersección de calles que le había sido indicada como punto de encuentro cerca de las seis y cincuenta. No deseaba llegar innecesariamente temprano, aunque tampoco demasiado tarde.
Él y Sokolović habían acordado emprender aquel viaje a Londres luego de una terrible pelea. El mayor de los hermanos había desaparecido por largos meses sin dar extensas explicaciones, simplemente se había esfumado como el aliento en la brisa una noche de invierno y Radu había quedado a cargo de los negocios de su propiedad. El joven germano había demostrado su potencial generando notorios incrementos en los ingresos de cada emprendimiento y hasta se aventuró a inaugurar su propio burdel, el cual se convirtió más pronto que tarde en uno de los establecimientos preferidos de la burguesía y su hermana, la pomposa aristocracia.
Cuando Sokolović retornó finalmente, Radu se vio ligeramente decepcionado ante la falta de interés de éste en elogiar sus logros, es más, la distancia comprendida entre ambos, apenas desdibujada durante efímeros episodios de interacción pasional, parecía haberse incrementado. El menor de los hermanos había fingido apatía ante la desatención ofrecida por su congénere, pero pronto vislumbró un atisbo de nerviosismo en su actuar, como si una sombra se cerniera sobre él y sus acciones y decisiones estuvieran siendo estranguladas por una causa incómodamente dogmática. A sus sospechas se sumaron los informes que traían sus empleados más leales dentro del burdel y, finalmente, la ineludible intromisión de las autoridades en su negocio. Radu se las apañó para lavar el rostro de Palais d'Éden en primera instancia, pero aquel desafortunado episodio bastó para brindar certeza a todas sus conjeturas y desencadenar, finalmente, un confrontamiento con Bertok.
La disputa se había dado en turbulentos términos, tal es así que el menor de los Rosenthal prohibió a su hermano volver a entrometerse en los asuntos vinculados con su negocio. La cólera no hizo más que acumularse en su organismo y, el ajetreo que toda demanda para calmar las aguas conllevó, supuso un desgaste adicional a su físico que ya bastante afectado estaba.
Cuando la propuesta de viajar a Londres surgió ni más ni menos que de parte del responsable de todos sus dolores de cabeza, Radu, aunque receloso, accedió a acompañarlo. Por un lado, consideró que desvincularse un momento de sus actividades laborales favorecería su proceso de recuperación, por el otro, estaba preocupado por Sokolović. Su hermano se había involucrado en algo que no olía bien por ningún lado y, aunque no estuviera dispuesto a responsabilizarse por las malas decisiones que aquel pudiera haber tomado, Bertok no dejaba de ser su familia y, como tal, quería protegerla.

Transcurrieron quince minutos más desde su última consulta al reloj, el sol apenas ofrecía un atisbo de luz desde los límites impuestos por el horizonte urbano. El frío se intensificaba y con él, el ritmo del andar de los transeúntes que iban camino a sus hogares. Radu ajustó la bufanda que le rodeaba el cuello y con sus manos enguantadas acarició el mango de su bastón.
A sus espaldas, una cerradura chasqueó al ser accionada y la puerta que bloqueaba se abrió para revelar las robustas figuras de varios hombres. Sus siluetas, como nubes de carbón, se deslizaron hasta perderse en la distancia y una presencia que para el licántropo era más que familiar lo cubrió con su difusa sombra.
—Buenas tardes. —Saludó el joven.

El hombre de robusta complexión se apostó a su lado y, sin siquiera dignarse a mirarlo, formalizó un seco saludo. Luego comenzó a andar, como si la pauta de que el menor le debiera seguir el paso hubiese sido acordada de antemano.
—Comprendo. —Respondió Radu a su comentario, y aunque no ahondó en los detalles, sí cultivó un sinfín de preguntas en su mente.
¿Quiénes son esos sujetos con los que te reúnes cada día? ¿Qué asuntos pendientes te aguardan aquí en Londres? ¿Por qué crees que regresaría solo a París cuando yo mismo accedí a acompañarte en este viaje? ¿De verdad piensas que me afectará tu ausencia o simplemente lo mencionas como acto de cortesía? ¿Por qué evitas mirarme a los ojos?

—Vaya. —Acotó brevemente el licántropo al siguiente comentario. No obstante, las mismas preguntas seguían agolpándose en su cabeza.
Caminó pausadamente guiado por su hermano, intentando hallar alguna respuesta en la soltura de sus movimientos. Aquella era la misma ancha espalda que llevaba contemplando desde sus primeros años de vida, se había desarrollado en proporción al crecimiento de su propio cuerpo y aún le seguía pareciendo sumamente robusta. Sokolović no requería de respirar para subsistir, sin embargo, de vez en cuando una estela de vapor blancuzco se escapaba de entre sus labios, impulsada por sus suspiros.
La silueta del vampiro a su frente se fue volviendo progresivamente más pequeña, hasta el punto de aventajar por varios metros el ritmo que Radu llevaba al andar. ¿Por qué se apresuraba tanto?
Decidió aminorar la marcha, hasta que Sokolović reparara en su ausencia y se detuviera. Demoró más de lo que le hubiese gustado, pero finalmente lo hizo. El germano, entonces, lo alcanzó y, apoyando el mango del bastón sobre su pecho, buscó tozudamente sus ojos. Al cabo de unos instantes, sus miradas se encontraron.
—Hasta que te dignas a mirarme a los ojos —comentó Radu, apartando el bastón. Seguidamente exhaló un suspiro y desvió la vista hacia la luna que se esforzaba por desperdigar su empañada lumbre sobre la ciudad.
—Puedo recorrer por mi cuenta mañana, de todas maneras, no tiene sentido quedarme encerrado todo el día sólo para salir por la noche. Compénsame acompañándome ahora. —Exigió con calma, casi gentilmente. Algo en el cambio de contexto le infundía una tranquilidad difícil de describir. Quizá los franceses estuviesen todos dementes e Inglaterra le estuviera ofreciendo una nueva perspectiva de la realidad.

Sí era cierto que estaba enfadado con Sokolović por envolver en sus planes secretos al negocio que con tanto esfuerzo había sacado a flote; también era verdad que nunca podría deshacerse del punzante desprecio que le ocasionaba saber que aquel hubiera estado involucrado en la masacre a su familia o, al menos, que se hubiera desentendido de intentar salvarlos cuando pudo. No iba a olvidar que su hermano le había sacado de un campo de esclavos sólo para encadenarlo a los muros de la mansión, ni que en su habitación reposaba la bala con la que le quitaría la vida el día en que las pruebas de la traición cometida por aquel fueran fehacientes y no sólidas especulaciones.
Pero, entonces, a toda la angustia y la rabia que calcinaban su espíritu gutural las apaciguaban las memorias del afecto de antaño, los episodios de desnuda intimidad que los habían conducido hasta el momento presente y aquella inexplicable certeza de que aquel a quien tenía enfrente jamás le volvería a hacer daño dándosele la posibilidad de escoger. Es decir, había evitado que la tripulación completa de un barco descubriera que era un licántropo durante tres seguidas noches de luna llena.
Radu, sin embargo, era incapaz de confiar del todo. En parte porque no se fiaba de su propio juicio cuando se trataba de Sokolović, en parte porque el dolor experimentado le era difícil de olvidar. ¿Llegaría el día en que su hermano le ofreciera la certeza necesaria de una cosa o de la otra para que, finalmente, fuera capaz de tomar una decisión? Ah, quién sabe.

—¿Ya… te alimentaste? —Consultó con la naturalidad de quien ha convivido con un vampiro durante años.

Allí estaba de nuevo Bertok, demoliendo la robusta muralla que Radu insistía en construir alrededor de sus emociones más sinceras con tal facilidad que la hacía parecer tan frágil como un palacio de naipes.
La frigidez que caracterizaba al tacto del vampiro resultaba agradable para el licántropo, quien hasta en los días más hostiles del invierno irradiaba una calidez bestial. Entrelazó sus dedos con los del contrario, que se le ofrecían con una dulzura avasallante. Un intenso escalofrío le recorrió el cuerpo y le provocó una dolorosa punzada en medio del pecho cuando sus palmas se encontraron y la solidez del agarre de su hermano le infundió una sensación de seguridad que trajo al presente, nuevamente, recuerdos de su más tierna juventud.
Radu se limitó a asentir.

La caminata guiada por el mayor duró breves instantes, pero para el más joven de los dos se prolongó una eternidad. No podía dejar de pensar en sus manos entrelazadas, en las noches en el barco, en sus miedos más arraigados. Deseaba que la vida entera se redujera a caminar así, pausadamente, a la par de su hermano, sin demonios acechándolos desde las esquinas. Alguna de todas aquellas conjeturas debió manifestarse en su mirada, porque Sokolović lo destacó y Radu no encontró una manera eficaz para desviar pronto el tema de conversación.
Sintió su frente impactar delicadamente contra la del contrario y sus ojos se encontraron de lleno con los de aquel. Apoyó la palma sobre el pecho del vampiro y sincronizó sus movimientos a los ajenos, inclinándose deseoso de recibir un beso que, aunque ardorosamente invocado por ambos, no arribó, y fue suplantado por una caricia brusca sobre su cabeza.
Chasqueó la lengua y se apartó receloso, acomodándose los cabellos enmarañados. El corazón le palpitaba acelerado y un nudo espeso se le formó en la garganta, dificultándole entonar una respuesta. Carraspeó fingiendo mirar hacia los lados, como si temiera que alguien pudiera haberles descubierto ofreciendo un espectáculo de inescrupulosa intimidad.

—Calla y ven. —Logró articular finalmente, sosteniendo el brazo de su hermano a quien jaló y condujo lejos de las calles comerciales, en dirección de la costa urbana que lindaba con el río Támesis, la cual, tras la puesta del sol, se apreciaba poco concurrida.
Lo dejó ir tan pronto se encontraron solos y a cobijo de la penumbra, se acercó hasta el grueso barandal de roca que restringía el acceso a las enturbiadas aguas del cauce acuoso. Dejó que el frío le colmara los pulmones y tras una prolongada exhalación, se recargó con los brazos sobre la estructura.
—No sé… exactamente en qué clase de negocio te has metido. No iré a negarte que estoy enfadado, me has orillado a tener que resolver un asunto incómodo y que, para colmo, acabó involucrando a las autoridades. No importa, ya está. Sólo quiero… —intentó proseguir, pero la molestia punzante le seguía invadiendo el pecho y debió exhalar otro suspiro para alivianarla un poco—. Sólo quiero que me digas qué es lo que buscas lograr con todo esto. Detesto hallarme en las sombras debiendo limpiar los destrozos que dejas a tu alrededor sin siquiera conocer el motivo por el que te lanzas de lleno hacia situaciones cuestionables.
»Soy una persona adulta, Bertok, capaz de hacerse cargo de sus propias decisiones y resolver problemas, puedes contar conmigo para lo que requieras, no necesito que me protejas ni me tengas pena, ¿sí?

Se atrevió a contemplarlo de reojo por un momento, pero la incomodidad lo abordó de lleno y prefirió centrarse nuevamente en la danza de las luces citadinas reflejadas sobre el negruzco oleaje del río. Aquello de expresar sus sentimientos se le daba fatal.
—Me preocupo —prosiguió—, por ti. Es decir… —Se mordió la lengua. Cielos, la vergüenza estaba ocasionando estragos en su psiquis. Volteó con repentino coraje y miró a su hermano a los ojos. No estaba seguro de qué reflejaban los suyos, si acaso su confusión o su desmedido y callado afecto, si el creciente deseo o aquel desmesurado pudor. Atinó a peinarse los cabellos y refregarse la nuca, confundido sobre cómo continuar. Al cabo de un incómodo momento sin emitir palabra, frustrado, debió reconocer mudamente su torpeza abismal.
—Prométeme que no harás ninguna estupidez que nos ponga en peligro —enunció en un murmullo quebradizo, buscando refugiarse en la visión de sus nudillos entintados, que ahora aferraban con nerviosismo el mango del bastón.

No habría sabido precisar qué respuesta esperaba obtener de su hermano a partir de aquella interrogante. Quizá su insistencia para conocer los motivos que justificaban las acciones de aquel fuera impulsada por una costumbre infantil aún vigente en él; la misma que le habría instado siempre a espiar sin éxito desde las esquinas las conversaciones entabladas entre sus hermanos mayores, la que le habría llevado a iniciarse en los deberes de la familia antes que cualquier otro integrante, la que le urgía a seguir intentando hallar claridad en todo panorama neblinoso.
Radu exhaló un suspiro, juntó los labios y, con el ceño fruncido, maldijo en silencio. Así, como quien no quiere la cosa, su hermano desechaba el tópico y lo desviaba en otra dirección. El licántropo se había expuesto a su juicio, le había abierto un resquicio de su corazón para que conociera las emociones que le abordaban y lo que estaba esperando recibir sólo para que sus palabras, con toda su carga, fueran echadas por tierra.

El germano sabía, muy a su pesar, que a ojos del mayor no era otra cosa que un individuo frágil y de fácil influencia a quien gustaba de manipular a su antojo. Durante tanto tiempo le había llevado encadenado como a su can de compañía que Radu aún se regañaba cuando la sorpresa lo abordaba ante declaraciones como la que acababa de oír. Había recuperado su libertad, sí, pero sólo para merodear por las calles de París a gusto, jamás para posicionarse a la altura del conde, quien insistía en dejarlo en las sombras de sus negocios y, aún más, en tratarlo como una tierna damisela que cuando no es un peligro para sí misma, se vuelve un mero adorno al cual abrillantar.

Su último recurso, el de exigirle moderación, tampoco había surtido efecto y, ante la evasión de su mirada, se resignó al silencio y a la evidente soledad moral en la que seguiría inmerso por la eternidad. Aunque Sokolović se encontraba a su lado, sus palabras vacías sólo contribuían a seguir hundiéndolo en la desolación. Al discurso lo sucedió el tacto y a éste un beso. Su cuerpo se vio envuelto por los firmes brazos del vampiro, quien le arrebató embravecido el aliento y le privó de estabilidad, manipulándole a gusto contra su pecho. Radu se dejó hacer, al final de cuentas, aquello era lo único que estaría seguro de siempre recibir por parte de Bertok. La frigidez de su esbelta anatomía le aportaba seguridad y excitación en partes iguales, la habilidad de sus manos para recorrerle con experticia y conducirle al umbral del éxtasis eran facultades que jamás hallaría —ni intentaría buscar— en otro sitio. Eso era todo y, al parecer, con ello debería conformarse.

Radu interpuso el antebrazo entre su pecho y el contrario, aplicando fuerza con el codo para apartar a Sokolović bruscamente y de una buena vez. Se arregló las prendas y agachó para recuperar el bastón que había caído sobre el suelo. Una vez erguido con dignidad le dio la espalda a su hermano y centró la mirada en la avenida que se hallaba a una calle de distancia. La lumbre que arribaba desde las farolas y se desvanecía a la altura del río resaltaba los rasgos de edad en sus facciones. Por mucho que su hermano insistiera en mirarlo como a un niño, el paso del tiempo resultaba implacable para los aún mortales.
—No entiendes —murmuró el licántropo entre dientes—. No lo haces y no quieres hacerlo. —Concluyó, iniciando la caminata de regreso a las animadas calles.
Si su congénere se negaba a ponerlo al tanto sobre sus planes, entonces sería él, por sus propios medios, quien diera con las respuestas. Mantenerse en la ignorancia era un riesgo enorme que correr dentro del rubro en el que desempeñaban sus actividades, Radu no quedaría como el idiota de turno una segunda vez.

—Como no he cenado asumiendo que tú me invitarías, ahora me gruñe el estómago en apetencia de un gran y jugoso filete. ¿Roast beaf? ¿Beef Wellington? He oído excelentes opiniones sobre los meat pies, también. —Acotó una vez hubieron arribado a la concurrida avenida, sobre la cual se cernían las glamorosas marquesinas de los más destacados restaurantes locales. Con el bastón indicó a su hermano que encabezara la marcha y dejó que su olfato les condujera hacia su siguiente destino turístico.