AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Criaturas de la noche (Dante)
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Criaturas de la noche (Dante)
Perdóneme, padre, porque he pecado. En los brazos de la lascivia, la gula y la lujuria me ha dejado caer directa, sin atenerme a las consecuencias del castigo divino por mis impíos actos. Perdóneme, padre, porque he pecado... Aquellas estúpidas palabras, vacías de significado, se colaban entre mis pensamientos mientras caminaba por las calles nocturnas de París. Por supuesto, mis sirvientes habían objetado con lo típico: no es propio de una dama de su nivel el ir sola, puede que le pase cualquier cosa sin protección de nadie... Como si no fuera ya mayorcita para cuidar de mí misma. Además, lo que acababa de hacer en aquella pequeña iglesia de Montmartre, que nadie conocía por ser una de las más pequeñas y menos importantes de París, no requería más presencia que la mía y la de aquel pobre sacerdote. Había sido tan fácil persuadirle para una confesión nocturna que casi me daba hasta risa. El pobre hombre, al ver mi falsa expresión de abatimiento por mis incontables pecados, no había dudado en recibirme a pesar de que ya era tarde y tendría que haber cerrado la iglesia. Por supuesto, al llegar al confesionario, no pude evitar no ahorrarle el mal trago de conocer parte de mi vida, tan pecaminosa para cualquiera excepto para mí misma, y antes de que le hubiera dado tiempo a decir una palabra, mis colmillos ya habían estado clavados en su cuello, bebiendo de aquella sangre que a mí me iba a dar la vida mientras que a él se la estaba quitando. Qué irónico, y encima mancillando un lugar sagrado. Esa sí que no se la esperaba, ni él ni su ídolo al que tanto se esforzaba en adorar. Me encantaba matar curas para alimentarme, aunque luego ocultarle en el cementerio de Montmartre y dejar la escena de mi almuerzo vacía había sido más costoso. Por eso necesitaba pasearme un poco, para que nadie me relacionara con aquello fácilmente.
Lo bueno de ser alguien que sólo sale por la noche es que a estas horas no suele haber demasiada gente por la calle. La mayoría están en sus comodísimas mansiones llenas de lujo, ajenas al calor que, por ser verano, azotaba en la calle. Otra ventaja de ser un vampiro: la temperatura cálida ni me afectaba para mis pequeños paseos. El inconveniente es que si te apetece socializar, no tienes demasiadas opciones para hacerlo precisamente por eso mismo, así que mal plan para mí, que precisamente estaba con ánimos para entablar una conversación con alguien. De momento me limitaba a caminar por las calles oscuras y cálidas de la ciudad en cuyo seno ahora estaba medianamente protegida, con un aspecto casi humano por mi reciente festín (¿he dicho ya que adoro al clero que ignora el voto de pobreza y ellos solos suponen una comida completa? Pues bien, lo reafirmo) pero aún así al margen de aquellos, que caminaban en pequeños grupos sin interesarse lo más mínimo por mí. ¿Mejor? Tal vez, así no correrían peligro de morir en mi fatídico abrazo.
Lo bueno de ser alguien que sólo sale por la noche es que a estas horas no suele haber demasiada gente por la calle. La mayoría están en sus comodísimas mansiones llenas de lujo, ajenas al calor que, por ser verano, azotaba en la calle. Otra ventaja de ser un vampiro: la temperatura cálida ni me afectaba para mis pequeños paseos. El inconveniente es que si te apetece socializar, no tienes demasiadas opciones para hacerlo precisamente por eso mismo, así que mal plan para mí, que precisamente estaba con ánimos para entablar una conversación con alguien. De momento me limitaba a caminar por las calles oscuras y cálidas de la ciudad en cuyo seno ahora estaba medianamente protegida, con un aspecto casi humano por mi reciente festín (¿he dicho ya que adoro al clero que ignora el voto de pobreza y ellos solos suponen una comida completa? Pues bien, lo reafirmo) pero aún así al margen de aquellos, que caminaban en pequeños grupos sin interesarse lo más mínimo por mí. ¿Mejor? Tal vez, así no correrían peligro de morir en mi fatídico abrazo.
Invitado- Invitado
Re: Criaturas de la noche (Dante)
Sus pies se arrastraban de modo ruidoso por las calles de una durmiente París. Una sádica sonrisa ensangrentada le otorgaba a su rostro esa característica maldad que unos tantos temían y otros tantos envidiaban de un modo insano. Él era el ser más infernal que los callejones de esa ciudad francesa podía acoger. Un individuo surgido de un universo apoteósicamente dantesco. Un ser capaz de sembrar el caos sin motivo alguno más allá del morbo de divertirse. Él era un verdadero vampiro. Un señor de la noche. Un dueño del dolor, el placer, la sangre y el más complicado de los terrores.
Un rastro de gotas teñidas de pasión dejaban una estela de matices coor bermejo. ¿De dónde procedían? De sus manos ensangrentadas. Sus largos dedos de pianista goteaban regueros de lágrimas color carmín, sangre de mortales. Sueños rotos. Memorias quebradas. Futuros arrebatados. Esperanzas borradas. Sangre derramada. Cabezas separadas de sus cuerpos con la peor de las intenciones. Sus labios permanecían total y completamente secos, dado que su macabriedad llegaba al extremo de desgarrar la piel, los músculos y los huesos de mujeres sin necesidad alguna de probar su esencia rojiza. ¿No lo encontráis orgásmicamente divertido? Él sí, mira tú por dónde.
Nadie tuvo la fortuna o la desgracia de cruzarse con él, de haberlo hecho habría sospechado de ese hombre vestido con una simple camisa blanca ancha y unas ceñidas mayas negras que dibujaban unos largos muslos musculados. Su porté era psicóticamente elegante, y su mirada totalmente enfermiza. Las pupilas contraídas y esos irises color niebla oscurecida bailando de forma eróticamente grotesca por las sombras dibujadas y desdibujadas por la luna menguante que yacía aposentada en lo más alto del cielo. El extremo derecho de sus labios se alzó ligeramente, curvándose hacia arriba en una infernal sonrisa que resultó ser la perdición de más de una bella fémina de ideales más o menos puros. Y es que él no hacía distinciones entre mujeres.
Todas ellas podían ser sus próximas víctimas. Humanas, vampiras. Rubias, morenas. Altas, bajas. Jóvenes, no tan jóvenes. En la diversidad se hallaba la diversión... ¿o era en la macabra perversión donde se hallaba dicho sentimiento de júbilo? Desconocía la respuesta, es más, le importaba menos que nada. Sus andares elegantemente infernales se detuvieron cuando al otro lado del oscuro callejón hizo acto de presencia una inmortal aura vampiricamente atrayente. Entrecerró los párpados, volviendo la mirada aún más felina, como una pantera que aguarda lanzarse sobre su presa. Y bien, ¿quién había sido traicionado por su propia suerte esa maldita noche de luna menguante?
...plic, plic, plic...
Un rastro de gotas teñidas de pasión dejaban una estela de matices coor bermejo. ¿De dónde procedían? De sus manos ensangrentadas. Sus largos dedos de pianista goteaban regueros de lágrimas color carmín, sangre de mortales. Sueños rotos. Memorias quebradas. Futuros arrebatados. Esperanzas borradas. Sangre derramada. Cabezas separadas de sus cuerpos con la peor de las intenciones. Sus labios permanecían total y completamente secos, dado que su macabriedad llegaba al extremo de desgarrar la piel, los músculos y los huesos de mujeres sin necesidad alguna de probar su esencia rojiza. ¿No lo encontráis orgásmicamente divertido? Él sí, mira tú por dónde.
Nadie tuvo la fortuna o la desgracia de cruzarse con él, de haberlo hecho habría sospechado de ese hombre vestido con una simple camisa blanca ancha y unas ceñidas mayas negras que dibujaban unos largos muslos musculados. Su porté era psicóticamente elegante, y su mirada totalmente enfermiza. Las pupilas contraídas y esos irises color niebla oscurecida bailando de forma eróticamente grotesca por las sombras dibujadas y desdibujadas por la luna menguante que yacía aposentada en lo más alto del cielo. El extremo derecho de sus labios se alzó ligeramente, curvándose hacia arriba en una infernal sonrisa que resultó ser la perdición de más de una bella fémina de ideales más o menos puros. Y es que él no hacía distinciones entre mujeres.
Todas ellas podían ser sus próximas víctimas. Humanas, vampiras. Rubias, morenas. Altas, bajas. Jóvenes, no tan jóvenes. En la diversidad se hallaba la diversión... ¿o era en la macabra perversión donde se hallaba dicho sentimiento de júbilo? Desconocía la respuesta, es más, le importaba menos que nada. Sus andares elegantemente infernales se detuvieron cuando al otro lado del oscuro callejón hizo acto de presencia una inmortal aura vampiricamente atrayente. Entrecerró los párpados, volviendo la mirada aún más felina, como una pantera que aguarda lanzarse sobre su presa. Y bien, ¿quién había sido traicionado por su propia suerte esa maldita noche de luna menguante?
Invitado- Invitado
Re: Criaturas de la noche (Dante)
Doblar una esquina, atravesar un boulevard vacío bajo la tenue luna que levemente ilumina la ciudad de París, durmiente ante los ojos de cualquiera, pero no ante los míos, caminar por la acera con las manos metidas en los bolsillos de la capa mientras el corazón late bajo mi piel de hielo a un ritmo inalterable por la podredumbre, la muerte, el dolor y la enfermedad de los barrios bajos. Acudir a Montmartre requería una visita de rigor a los suburbios donde los humanos, simples y llenos de vacías ilusiones, se apelotonaban en espacios poco higiénicos en los que sus progenies vivirían una vida tan patética como las de sus progenitores, donde nadie les conocería ni les echaría de menos. Era la clase de lugar que mejor venía para un festín de medianoche las noches que, como aquella, con una sola víctima no me quedaba satisfecha. Cada vez eran menos estos momentos, pero aún así seguían dándose con una frecuencia inusitada en un vampiro de mi edad. Tal vez fuera porque todo lo relacionado con aquel festín de color rojo me provocaba escalofríos de placer y aún lograba hacerme salir de mi monotonía para obtenerla, o simplemente que mi sed siempre había sido muy elevada, pero en el fondo lo único que importaba era saciarla para aguantar un día más y volver a hacerlo la noche siguiente. En realidad, todo se limitaba a ese ciclo interminable de alimentación y lo demás era meramente accesorio. Costaba siglos darse cuenta, pero una vez sabido buscabas cualquier cosa que supusiera un mínimo cambio. Por eso aún paseaba, por eso y por mil millones de razones más.
Los suburbios eran iguales en todas las partes de Europa en las que había vivido; sólo eran sus habitantes los que cambiaban. Sus habitantes y sus visitantes nocturnos, para más detalles, y si no que me lo digan a mí, que cada noche que vengo tengo la oportunidad de ver más y más personas distintas. Casi es un concurso que se repite noche a noche, a ver quién es el visitante más particular. De momento yo me llevaba el premio, pero poco tardaría en ver a alguien que me superaba por goleada en aquel aspecto. Difícil, sí, pero no imposible. Pocas cosas lo son.
Lo primero que me llamó la atención de él fue su mirada y la expresión de locura malévola (o tal vez de maldad llevada hasta la locura) que inundaba sus rasgos de aquella manera, apartando cualquier sentimiento que se alejara de ello. Los pasos que daba resonaban entre los callejones con un eco fantasmagórico, que alejaba a los insensatos que eran lo suficientemente inteligentes como para permanecer al margen y salvar sus cuellos, al menos por aquella noche. No como yo. Por mucho que mi instinto me avisara de que él era peligroso (no lo necesitaba, aún así, porque sólo viéndole la cara y el rastro de sangre que dejaba a su paso, como una estela que seguir para encontrar el camino hacia sus víctimas, era más que evidente aquel peligro que emanaba de él) yo no podía detenerme. La curiosidad morbosa que siempre produce lo desconocido, el hechizo de aquella magnética sonrisa demente que ni su porte elegante lograba disimular tal vez, pero el caso es que fue tarde: él ya había descubierto que yo estaba allí. Bueno, el riesgo nunca ha sido algo que me haya detenido a la hora de hacer lo que me apeteciera, así que lo mejor es ignorar todas las claras señales que indican que corro peligro para satisfacer mi curiosidad. Al fin y al cabo, ¿qué podría pasar? La pregunta correcta sería ¿qué no podría pasar?, pero para cuando me la formulé mi decisión había sido tomada sin palabras. Mis pasos me llevaban cada vez más cerca de él hasta que estuvimos frente a frente, sin soltar palabra. O al menos yo, distraída como estaba mirando sus ojos azules de pupilas dilatadas. La sangre que en él chorreaba me atraía casi tanto como su portador, aunque no del mismo modo imperioso y vital que mi sustento suponía. Por suerte. No pude evitar romper el silencio de la noche, más bien por evitar su incomodidad. - Interesante festín.
Los suburbios eran iguales en todas las partes de Europa en las que había vivido; sólo eran sus habitantes los que cambiaban. Sus habitantes y sus visitantes nocturnos, para más detalles, y si no que me lo digan a mí, que cada noche que vengo tengo la oportunidad de ver más y más personas distintas. Casi es un concurso que se repite noche a noche, a ver quién es el visitante más particular. De momento yo me llevaba el premio, pero poco tardaría en ver a alguien que me superaba por goleada en aquel aspecto. Difícil, sí, pero no imposible. Pocas cosas lo son.
Lo primero que me llamó la atención de él fue su mirada y la expresión de locura malévola (o tal vez de maldad llevada hasta la locura) que inundaba sus rasgos de aquella manera, apartando cualquier sentimiento que se alejara de ello. Los pasos que daba resonaban entre los callejones con un eco fantasmagórico, que alejaba a los insensatos que eran lo suficientemente inteligentes como para permanecer al margen y salvar sus cuellos, al menos por aquella noche. No como yo. Por mucho que mi instinto me avisara de que él era peligroso (no lo necesitaba, aún así, porque sólo viéndole la cara y el rastro de sangre que dejaba a su paso, como una estela que seguir para encontrar el camino hacia sus víctimas, era más que evidente aquel peligro que emanaba de él) yo no podía detenerme. La curiosidad morbosa que siempre produce lo desconocido, el hechizo de aquella magnética sonrisa demente que ni su porte elegante lograba disimular tal vez, pero el caso es que fue tarde: él ya había descubierto que yo estaba allí. Bueno, el riesgo nunca ha sido algo que me haya detenido a la hora de hacer lo que me apeteciera, así que lo mejor es ignorar todas las claras señales que indican que corro peligro para satisfacer mi curiosidad. Al fin y al cabo, ¿qué podría pasar? La pregunta correcta sería ¿qué no podría pasar?, pero para cuando me la formulé mi decisión había sido tomada sin palabras. Mis pasos me llevaban cada vez más cerca de él hasta que estuvimos frente a frente, sin soltar palabra. O al menos yo, distraída como estaba mirando sus ojos azules de pupilas dilatadas. La sangre que en él chorreaba me atraía casi tanto como su portador, aunque no del mismo modo imperioso y vital que mi sustento suponía. Por suerte. No pude evitar romper el silencio de la noche, más bien por evitar su incomodidad. - Interesante festín.
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