AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El reflejo de una esperanza [Gisela F. Janssen]
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El reflejo de una esperanza [Gisela F. Janssen]
Se despertó al día siguiente con un fuerte dolor de cabeza y miró a su alrededor, algo aturdido. Vio los jirones de sus ropas en el suelo, pero, por lo demás, su habitación estaba intacta. Recordó entonces la mala noche que había pasado, después de perseguir a un cerdo por todo el mercado, emborracharse en la taberna con un desconocido y toparse con aquella figura oscura del callejón, que resultó ser un cortesano. Por no hablar de que habían compartido cama, por suerte para nuestro muchacho, nada extraño ocurrió.
Finalmente, había acabado en su casa. Esquivando la mirada inquisitiva que su padre, el Conde Phillip, que le había reprochado su absurda desaparición de los últimos días. Y es que, no era de extrañar, pues la última discusión había sido más fuerte que las anteriores. Alaric había alzado la voz ante su familia, negándose tajantemente a contraer matrimonio con alguien a quién no amaba. Obviamente, sus actos fueron en vano. Todos sabían que se trataban de los arrebatos del joven y que pronto, reflexionaría sobre sus actos para volver a retomar el asunto de la boda. Al fin y al cabo, desde la muerte de su madre, había recaído sobre él, el peso de la herencia. Debía conservar sus dominios, adquirir nuevos títulos para su familia. Y éstos solo serían otorgados, si se desposaba con la hija heredera de los Hawkwood. Un destino, que se le hacía demasiado grande.
Antes de que su familia despertara. Alaric se aseó dándose un buen baño y se vistió con ropas que no fueran demasiado elegantes. No quería llamar demasiado la atención allá a donde fuera. Y es que, aún no estaba preparado para dar la cara ante su familia. Todavía no sabría si sería capaz de hacer frente al destino que le deparaban. Deseaba con todas sus fuerzas, que cualquier contratiempo volviera a cambiar los hilos de su destino, que amenazaban con romperse.
Montado en su caballo y a galope, se dirigió la zona comercial, a tan solo medio día desde sus dominios. No quería que nadie se percatara de su ausencia, así que coger un coche, sería demasiado arriesgado. Además, el cochero odiaba que Alaric condujera, ya que no era un experto en el tema. De hecho, la velocidad siempre lo superaba.
Llegado el medio día, Alaric había atravesado los senderos hasta alcanzar la ciudad. Se adentró en el pueblo y dejó su caballo atado en la cuadra. Por el cual tuvo que pagar algunas monedas. Por suerte, se había preocupado de no llevarse los bolsillos vacíos a la zona comercial. ¿Quién sabe? Igual había algo interesante que comprar.
Se acercó a la herrería, pero no entró, se quedó en el exterior observando el puesto de armas que tenían a la venta. Se quedó prendado de aquellos materiales tan brillantes y no pudo reprimir el impulso de comprobar sus texturas. Tomó una hoja afilada entre sus manos y le sorprendió su calidez. Posiblemente estuviera recién hecha. Observó con detenimiento su afilada hoja y de repente se quedó helado. El reflejo de una hermosa joven se había aparecido en el filo de la espada. Alaric, se giró rápidamente buscando ese dulce rostro, pero le desconcertó no encontrar a nadie a su alrededor con similares características.
Había bastante gente en la zona hoy, y le sería casi imposible toparse de nuevo con aquel rostro angelical. Aún así, Alaric supo que tenía que encontrarlo. Había algo en su interior que le empujaba a descubrir la identidad de aquella dulzura.
Dejó la hoja en el puesto y se aventuró por las calles parisinas en busca de cualquier atisbo de parecido. Observó con detenimiento a todas las jóvenes del lugar, pero la mayoría eran niñas plebeyas, mujeres mayores o comerciantes. Ninguna, se le asemejaba a aquella hermosura que había visto el reflejo del acero.
No podía irse sin volver a ver aquel rostro.
Después de varios minutos largos de búsqueda. Alaric se dio por vencido. Se quedó quieto, en medio de la calle, aún mirando a su alrededor. E incluso, tuvo las ganas de volver a empuñar la espada entre sus manos para asegurarse de que no había sido un sueño creado por él mismo. Era evidente, que parecía empezar a perder la cabeza.
-¡¡Soo!!
De repente, el sonido de los cascotes alertó a Alaric, que se apartó rápidamente, lanzándose a un lado de la calle. El carruaje elegante de algún noble casi lo atropellaba. Y además, por segunda vez. Ya que no era la primera vez que Alaric se quedaba clavado en medio de la calle con la mente en otro lugar.
Se levantó del suelo, se sacudió la tierra de la ropa a regañadientes y se giró para ver lo que había ocurrido. Al igual que la última vez, la muchedumbre se había apostado a su alrededor para ver qué había sucedido. Por suerte, la última vez no había sido en el mismo sitio, sino en el mercado.
-¡Mira por dónde vas muchacho! –se quejó un forastero.
La puerta del carruaje se abrió lentamente y Alaric sintió una punzada en el pecho. No sabía si se trataba de preocupación o de esperanza, pero tampoco tuvo tiempo a averiguarlo.
Cuando la figura se mostró, Alaric se quedó helado.
Finalmente, había acabado en su casa. Esquivando la mirada inquisitiva que su padre, el Conde Phillip, que le había reprochado su absurda desaparición de los últimos días. Y es que, no era de extrañar, pues la última discusión había sido más fuerte que las anteriores. Alaric había alzado la voz ante su familia, negándose tajantemente a contraer matrimonio con alguien a quién no amaba. Obviamente, sus actos fueron en vano. Todos sabían que se trataban de los arrebatos del joven y que pronto, reflexionaría sobre sus actos para volver a retomar el asunto de la boda. Al fin y al cabo, desde la muerte de su madre, había recaído sobre él, el peso de la herencia. Debía conservar sus dominios, adquirir nuevos títulos para su familia. Y éstos solo serían otorgados, si se desposaba con la hija heredera de los Hawkwood. Un destino, que se le hacía demasiado grande.
Antes de que su familia despertara. Alaric se aseó dándose un buen baño y se vistió con ropas que no fueran demasiado elegantes. No quería llamar demasiado la atención allá a donde fuera. Y es que, aún no estaba preparado para dar la cara ante su familia. Todavía no sabría si sería capaz de hacer frente al destino que le deparaban. Deseaba con todas sus fuerzas, que cualquier contratiempo volviera a cambiar los hilos de su destino, que amenazaban con romperse.
Montado en su caballo y a galope, se dirigió la zona comercial, a tan solo medio día desde sus dominios. No quería que nadie se percatara de su ausencia, así que coger un coche, sería demasiado arriesgado. Además, el cochero odiaba que Alaric condujera, ya que no era un experto en el tema. De hecho, la velocidad siempre lo superaba.
Llegado el medio día, Alaric había atravesado los senderos hasta alcanzar la ciudad. Se adentró en el pueblo y dejó su caballo atado en la cuadra. Por el cual tuvo que pagar algunas monedas. Por suerte, se había preocupado de no llevarse los bolsillos vacíos a la zona comercial. ¿Quién sabe? Igual había algo interesante que comprar.
Se acercó a la herrería, pero no entró, se quedó en el exterior observando el puesto de armas que tenían a la venta. Se quedó prendado de aquellos materiales tan brillantes y no pudo reprimir el impulso de comprobar sus texturas. Tomó una hoja afilada entre sus manos y le sorprendió su calidez. Posiblemente estuviera recién hecha. Observó con detenimiento su afilada hoja y de repente se quedó helado. El reflejo de una hermosa joven se había aparecido en el filo de la espada. Alaric, se giró rápidamente buscando ese dulce rostro, pero le desconcertó no encontrar a nadie a su alrededor con similares características.
Había bastante gente en la zona hoy, y le sería casi imposible toparse de nuevo con aquel rostro angelical. Aún así, Alaric supo que tenía que encontrarlo. Había algo en su interior que le empujaba a descubrir la identidad de aquella dulzura.
Dejó la hoja en el puesto y se aventuró por las calles parisinas en busca de cualquier atisbo de parecido. Observó con detenimiento a todas las jóvenes del lugar, pero la mayoría eran niñas plebeyas, mujeres mayores o comerciantes. Ninguna, se le asemejaba a aquella hermosura que había visto el reflejo del acero.
No podía irse sin volver a ver aquel rostro.
Después de varios minutos largos de búsqueda. Alaric se dio por vencido. Se quedó quieto, en medio de la calle, aún mirando a su alrededor. E incluso, tuvo las ganas de volver a empuñar la espada entre sus manos para asegurarse de que no había sido un sueño creado por él mismo. Era evidente, que parecía empezar a perder la cabeza.
-¡¡Soo!!
De repente, el sonido de los cascotes alertó a Alaric, que se apartó rápidamente, lanzándose a un lado de la calle. El carruaje elegante de algún noble casi lo atropellaba. Y además, por segunda vez. Ya que no era la primera vez que Alaric se quedaba clavado en medio de la calle con la mente en otro lugar.
Se levantó del suelo, se sacudió la tierra de la ropa a regañadientes y se giró para ver lo que había ocurrido. Al igual que la última vez, la muchedumbre se había apostado a su alrededor para ver qué había sucedido. Por suerte, la última vez no había sido en el mismo sitio, sino en el mercado.
-¡Mira por dónde vas muchacho! –se quejó un forastero.
La puerta del carruaje se abrió lentamente y Alaric sintió una punzada en el pecho. No sabía si se trataba de preocupación o de esperanza, pero tampoco tuvo tiempo a averiguarlo.
Cuando la figura se mostró, Alaric se quedó helado.
Alaric Rousseau- Humano Clase Alta
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