Andrómeda Angelopoulos.

De constitución fina, correctamente proporcionada. Su estatura, de 1.72, y peso, le confieren un perfil esbelto. Resultaría a primera vista que lo delgado y frágil de su cuerpo restaran puntos a su profesión, pero es lo opuesto. Sabe sacarle provecho. Su delgada contextura la hace más ágil, escurridiza. Su cuerpo parece encajar con el arte de la cacería. El tiempo que ha dedicado a esto le ha dotado de músculos firmes, tonificados, resistentes, que se han consolidado por gracia de su labor. Piernas largas, sólidas al momento de correr, brazos delgados, talle angosto. Andrómeda no es un Atlas ni un Heracles al momento de la pelea cuerpo a cuerpo pero es lo suficientemente fluida en movimientos para superar esto. De rostro ovalado que conforme desciende se torna angosto hasta llegar a una mandíbula bien delineada y angulosa. De imponente mirada. Ojos color azul grisáceo, con suaves matices verdes a los que se le suman un par de diminutos rastros de amarillo oscuro esparcidos entorno a la pupila. Con una sutil mezcla de picardía, energía, maldad y enigma. Enmarcados por unas largas y pobladas pestañas que les realzan. Su piel, de un delicado color beige, es tersa al tacto, suave, aunque no en extremo. Posee una larga cabellera de color rubio oscuro con algunas ondas en la mitad inferior. Los labios bien delineados, carnosos. Nariz angosta, ligeramente respingona. Se atavía lo más sencillo posible, vestidos escasamente ampones, de colores suaves, con pocos adornos. En lo que a la caza respecta ha confeccionado personalmente cada uno de sus atuendos, yendo en contra de las reglas y atreviéndose a usar pantalones pues le facilitan el trabajo. Estos son complementados por blusas de mangas holgadas, ligeramente plegadas con puños ceñidos, cinto, corsé de cuero blando, capa con su respectiva capucha y botas o zapatos a juego, todo ello de colores oscuros, discretos.

La rebeldía es su mayor virtud a vista de los que comparten sus ideales o su peor defecto para aquéllos que ven amenazada su zona de confort. Simplemente irreverente. No se limita a las contingencias de la sociedad, por el contrario, busca un constante progreso y cambio que la mayoría de las veces desorienta a sus contemporáneos, les causa sentimientos encontrados o simplemente les irrita. Oponerse a ciertos aspectos en una época tan "conservadora" le ha acarreado dificultades desde temprana edad. Pero rebelde no es una actitud como tampoco es sinónimo de incivilización cuando se ofrecen beneficios y cuando estos se saben apreciar. Se atreve a andar por donde otros de su especie ni se asoman. Le gusta experimentar y arriesgar, aunque eso implique perder. Con plena seguridad en sí misma, confía más en sus actos que en los ajenos. Todo lo anterior se ve solventado por una indomable curiosidad que sobrepasa incluso las advertencias pero sin caer en la imprudencia, ello quizá sea su principal motivación. No se somete con facilidad. Desafía, actúa en el momento preciso. Nunca da un paso en falso, exceptuando si factores externos lo promueven. Evalua con agudeza, la mayoría de las veces, toda situación.Tiene los pies bien puestos en la tierra y a cada acción le antecede una muy buena razón. Su insaciable curiosidad. No es un témpano de hielo pero tampoco es una brasa ardiente. Es lo tibio de su espíritu, aunque no de sus pensamientos, lo que la hace humana. Sin embargo predomina el lado frío, distante y casi insensible, pues su profesión así lo requiere, exige que no flaqueé frente al enemigo bajo ninguna condición.

Decidida, firme e inflexible en la toma de decisiones. Sin importar las consecuencias, pocas veces o nunca cede su postura, mucho menos frente a un hombre, aunque así lo demanden las costumbres. Aventurera, astuta e intrépida. Con agallas suficientes para hacerle frente a la muerte o descender al mismísimo tártaro y volver con vida. Perfeccionista. "Las cosas bien hechas, bien parecen". Pulcra, se esmera en lo que hace. Reservada, nadie logra conocerla lo suficiente, tampoco es algo que le importe demasiado. Y aunque tiene cierto desdén hacia las reglas, sigue algunas por mera conveniencia, lo que le ha significado salir bien librada en más de una ocasión. Con un aplanamiento afectivo considerable, antepone la lógica a los sentimientos. Desayuna fanáticos religiosos, autocompasivos, falsos e hipócritas. De humor ácido, corrosivo en grandes dosis. Ambiciosa como todos los varones de su rama paterna, una ambición que cree bien habida, que satisface con el esfuerzo o no, dependiendo de la situación. Se entrega por completo a la caza y al hacerlo deja ver, inevitablemente, el lado que con más afán oculta, uno desquiciado, obsesivo que no se detiene hasta saciarse, hasta hacer justicia.

El silencio fue el primero en recibirla. Su madre yacía tendida entre las ensangrentadas sábanas. La partera nunca llegó y ésta pereció. Andrómeda se aferró rápidamente a la vida, retorciéndose entre las telas, maniatada por el propio cordón umbilical. Su llanto fue tal que logró perturbar a los perros de la calle, terminando éstos por unirse a la primera. No pasaría mucho tiempo en el que alguien por fin se apiadase de la desventurada criatura. Unas viejas manos la tomaron. Su abuelo quien hacía visitas periódicas a su nuera, esa noche se encontró con la tragedia y la dicha al mismo tiempo. El hombre hervía de impotencia por la muerte de la mujer e irradiaba alegría por el nacimiento de su nieta. La niña estaba fría y su llanto había cesado varios minutos antes, pero aún vivía. Apolodoro la cuidó toda la noche y gran parte de la mañana hasta que el padre de la recién nacida, quien se encontraba ausente, volvió. Él había traicionado a su mujer, conducido a su familia a la miseria, desperdiciando la fortuna heredada, desprestigiando el apellido de su padre, de sus ancestros, hasta sumirlos en vergüenza y más tarde en el olvido. Sus vicios le ocasionaron la caída. Tres días antes del nacimiento de Andrómeda apostó las escrituras de su casa en una taberna. Ganó dos veces. En la tercera ocasión perdió todo. Esa tarde terminó por ahogarse en alcohol pues no tenía cara para volver con su mujer, para darle la noticia. La mañana de ese día lo marcaría por siempre al enterarse de la muerte de su cónyuge. Durante los dos últimos días dos hombres lo habían seguido para reclamar la casa que sin más remedió, entregó. El anciano que aún no le perdonaba todas las atrocidades lo abandonó llevándose a Andrómeda con él.

Pasó los primeros años en su país natal, mudándose más tarde a Francia, en un esfuerzo de su abuelo por alejarla definitivamente de Arsen. No representó una dificultad su establecimiento, pues ahí sucedieron sus prácticas y las prácticas de su padre como cazadores, saliendo a relucir los conocidos. Pronto Apolodoro se avocó a educar a su nieta arduamente, recordando sus días de riqueza, transmitiéndole conocimientos, para luego buscarle alguna mujer que le enseñara lo básico del hogar y que a la vez, discretamente, le sirviera de compañía a él. El pasado había sido bien disimulado, arreglado y aparentemente aceptado por Andrómeda, con la conciencia de que sus progenitores habían muerto de cólera. Curiosamente jamás se interesó mucho por ellos pues el afecto de Apolodoro parecía cubrir perfectamente la ausencia de los dos anteriores. Con trece años y bien enterada del oficio de su abuelo, éste se dio a la tarea de forjarla a su imagen. La instruyó en el arte que más amaba e hizo que Andrómeda amara la cacería tanto como él. Con quince años de edad disparó su primer arma, misma con la que Apolodoro disparase también por primera ocasión. En esos dos años su carácter rebelde sobresalió más que lo habitual pero fue encausado adecuadamente, habiendo cazado desde la criatura más pequeña hasta toda aquella que le doblase en tamaño. El anciano, preocupado por la realidad, se encargó de contarle sobre las criaturas sobrenaturales, pero la adolescente, bastante más rebelde que en un principio, no le creyó. Las criaturas le resultaban demasiado fantásticas.

Cierta noche se presentó a la casa de los Angelopoulos un hombre de aspecto descuidado que presumía de tener una grave herida que requería atención urgente. El viejo Apolodoro después de verlo, de dudar, decidió hospedarlo en la habitación más lejana. Cuando le atendía, el anciano se percató de la farsa. No existía tal herida. El sujeto, advirtiendo su reacción, tomó un candelabro de pie e intentó golpearle. Tras un intenso forcejeo el intruso ganó. Finalmente, después de una década de espera cobraba venganza. Buscó por toda la casa como animal rabioso, pero su búsqueda se vería frustrada por Apolodoro quien se le avalanzó hasta tumbarlo. Nuevamente ambos sostuvieron una acalorada pelea que llegó demasiado tarde a oídos de Andrómeda. El hombre, siendo favorecido por el cansancio de su adversario lo había matado. La joven ya con escopeta en mano y cegada de rabia al ver el cuerpo de su abuelo en el suelo, le impactó tres balas al desconocido, no sin antes escuchar de la boca de éste su verdadera identidad y una maltrecha historia. Medio año después de los abruptos acontecimientos confirmaría lo que siempre había tildado de cuentos. Una tarde, habiendo ya concluido la caza, optó por tomar un atajo de entre los caminos del bosque. Anochecía. Sus ojos no tardaron en encontrarse con lo que a primera vista pareciera un demonio. Al no saber como enfrentarlo no le quedó más remedio que huir a toda prisa, aterrada, no por el hecho de haberlo visto sino por confirmar su existencia. No le quedaba duda, la descripción encajaba. Un licántropo. A medida que avanzaba creía escuchar como las pisadas de la bestia disminuían considerablemente, como si hubiese desaparecido de un momento a otro, lo cierto era que había sido espantado por algo más. Fuese cual fuese el motivo, Andrómeda no dejó de agradecerlo incluso ya encontrándose a salvo y tiempo después. De ese encuentro se desprendería su afición por darle caza a los seres sobrenaturales, dedicándose enteramente a ello, día y noche, sin descansar.