AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Últimos temas
De: Meridos.
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De: Meridos.
MERIDOS.
- Meith Curdius Xantizianos de Meridos.
- Cuarenta y un años.
- Humano.
- Clase Social Baja, Ladrón y Luchador en peleas clandestinas.
- Orientación sexual no relevante.
- Origen en Tesalónika, Grecia, bajo opresión del Imperio Turco Otomano.
Descripción Física.
Hay muchas cosas que las sucias calles de Francia logran crear. Y otras, que sin duda solo se adquieren por la poderosa genética. Nacido de buena cuna, la piel de Meridos alguna vez fue completamente blanca. Pura como la perla, adornada por gráciles tonos rosáceos en cercanía de los pómulos. Pero todo lo que un día fue un hermoso lienzo, terminó por estropearse con el paso de los años, las condiciones del clima y la mismísima adversidad. Pronto la lustrosa faz brillante y cuidada se manchó de sol, y de tonos oro, se tostaron sus partes más cóncavas. Exagerado, el contraste de su tez mediterránea acentuaba sus rasgos más atrayentes, en donde los ojos hacían juego con el idéntico cielo. Su cabello castaño se conserva hasta ahora, cambiando inevitablemente sus finos tonos cobrizos por hebras fatalmente blancas. Canas, que auspician una muerte venidera, lejana tal vez, pero expirante. Le tiempo le ha transformado manifiestamente. Notorio, en cada pedazo de carne que pueda exponer.
Aquellos ojos rasgados que albergaran orbes claras, teñidas por los sentimientos, están ahora rodeadas en su periferia por contadas arrugas poco agudas, cinceladas una a una también en la frente. Líneas de expresión no le sobran, pero su belleza puede sonar poco valorada, y lo es: lo que no estropeó la vejez, logró hacerlo el destino.
Su cabello corto creció solo un poco, escapando las hebras por su frente de vez en cuando. Algo melenudo cuando la navaja responde en su hoja a un simple cuchillo de cocina. Nunca bien peinado ni afeitado, de cejas desordenadas y algo finas. Su nariz grande, respingada y alargada suele estar manchada de hollín en todas ocasiones. Sin duda, este hombre lleva un perfecto aspecto andrajoso. Que casi siempre, mantiene decorado, no por maquillajes de épocas o ricos perfumes, sino, por: contusiones, hematomas y cortes. Su boca enorme tampoco se queda lejos de aquellos excéntricos adornos, casi siempre con labios partidos y enrojecidos, y no de besar a alguna puta.
Gran falta de molares hay en el hombre, que se vuelve imponente cuando se toman en cuenta su orgulloso metro con noventa y uno. Algunas cicatrices se expanden por su cuerpo nada deforme, más bien, dueño de un apasionante cuerpo enorme y bien formado. Sus huesos son gruesos y fuertes, especialmente en piernas y brazos, siendo un amo a la hora de correr y trepar por paredes bastante verticales. De costillas pronunciadas, y ¡Claro! Como olvidar que al pobretón le falta un dedo. Sí, con un perfecto corte arrancado de la primera falangeta. El anular izquierdo de la mano.
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Descripción Psicológica.
Hay enseñanzas que se observan perfiladas durante toda una vida. Casi como una iniciación que te obliga a elegir una personalidad adecuada, a obtener valores que se aprenden en casa y se encarecen con la experiencia. El día a día endureció a este hombre, le obligó a dejar de lado la pedantería y la gloria, intercambiando la buenaventura del éxito por una humildad recogida de entre los adoquines más polvorientos y peligrosos. Meridos es un alma sencilla, divertida y sonriente, siendo que muchas veces esto último se convierta en simple careta de su verdadero sentir.
No busca complicaciones en donde aparentemente no existen y, si los hubiera, intenta salir airoso de ellas con gran fuerza y templanza. Es dueño de las calles, intrépido y sabiondo, conoce de las matemáticas tanto como el arte, y de la biología tanto como la guerra. Sus pericias podrían impresionar a muchos, pero él tan solo logra tachar al mundo como su campo de juegos. Y es cierto, Meridos es un ser infantil, optimista a pesar de sentir los gatillos tronar a centímetros de su piel. La paciencia es una de sus virtudes más características, algo que le ha acompañado desde pequeño, convirtiéndose tolerante y solidario entre tanto hermano, sirvientes y soldados. A pesar de poseer un aspecto cansino en sus ojos es bastante enérgico. Dotado de buen cuerpo y músculos fuertes, gusta de internarse en serie de actos que le den buen sentido a la vida. Suele ser bastante sincero, y con detalle, esto siempre suele arruinarlo por completo. Tal cual un arma de doble filo. En efecto es un hombre confiado, pues quien no tiene miedo a la muerte ¿qué ha de temer? Aun así, se considera un tipo con suerte y fiel creyente de la tendencia actualizante del ser humano.
Todo hombre tienes sus malos ratos, pero en la vida de Meridos parece una constante. Una felicidad muy efímera, de pocos momentos equivale en la ecuación la penuria. El hombre fuerte que todos conocen suele perderse algunos días en los vasos de ginebra, y entrar hasta el fondo de un corazón podrido. Son los días de existencialismo que suelen deprimirlo, llenarlo de recuerdos y surcarle la mente con ideas fatalista. La fuerza se empaña por pereza, las sonrisas por mueca agonizantes, las ideas de amor por desesperanza y la soledad se acentúa. Aunque una comunidad de personas olorosas y ruidosas le rodeen, es capaz de crear una burbuja para aislar su enfermedad, y sin duda, son esos días los que le nutren de expectativas, casi absurdo, de buenas ideas.
Pero lo que no alimenta un buen trozo de papel y una plumilla lo suele hacer los juegos de azar, la tensión y el vandalismo. La frustración suele convertirse en picardía y en esos instantes es en donde su vida parece peligrar. Cuando los recuerdos le azotan la espalda rememorando antiguas heridas huye de ellas por medio de golpes. Las peleas callejeras y un par de huesos rotos logran contentarle, entender que aun sigue con vida, que no se ha convertido en un recipiente de falsas esperanzas y alma carcomida.
Muchas veces la tarea de ser un cínico se le hace fácil. Ya que es capaz de retener largos periodos de tiempo las emociones que realmente siente. Difícil de adivinar, aprendió a crear un silencio que no parece sospechoso. Es fácil pensar que es un chico tímido, introvertido y asustadizo de la sociedad. Pero quien le conoce bien sabrá distinguir la barrera que crea para no demostrar sus sentimientos. Quien fuese herido por algo poseerá el miedo eterno a esa experiencia, y en Meridos es algo que se da como una regla estricta. Cada obstáculo que se ha presentado en su vida le ha arrancado un pedazo y siente real pavor cuando debe enfrentarse a sus miedos. Aquí es donde la sonrisa irracional hace su trabajo, o un simple “está bien”. ¿Forma de evadir?, ¿De cortar? En ocasiones ni siquiera lo nota, tampoco él va por la vida preguntándose qué siente realmente. Si tan solo supiera, las noches se le harían más fáciles. Por tanto, tal cual perro, golpead al hombre con palabras, su respuesta será la misma del principio.
Siempre existirán cosas ocultas entre los ojos más brillantes. Que de mucho lastimar, la lágrima suele mostrar. Pero en Meith el llanto suele ser vía de escape expiatoria. Suele desesperarse y entrar en pánico, aferrarse a sus miedos más profundos para intentar alimentar su alma. Y es en esos momentos donde poderosas corrientes se aprovechan de él, cuando sus pensamientos más internos se desploman en forma de pesadillas. Pánico y horrores, cuanta cosa por más mínima que sea se prende de su piel hasta lacerarlo. El antiguo abandono, las prácticas y el engaño le aterran. Todo esto conjunto de la miserable vida que va llevando a cuestas. El miedo es poderoso, y las alucinaciones se convierten en la antítesis de una mente aparentemente sana. ¿Qué hay en Meridos entonces? Vana contradicción y sentimientos a flor de piel.
Tampoco escapa a los misterios más extraños de su personalidad. Quien gozase de una paciencia intachable, la acumulación de vibraciones podría matarle de un infarto. No es así. Entrenado en la más ardua doctrina militar, Meith se hizo heredero del más poco piadoso defecto de su padre: la ira. Volviéndose ser ciego, cuando las injusticias azotan no hay nada que lo detenga. Un animal enfermo y ansioso de lucha. Cegado por el impulso. Agradezcámosle a Alá, caben en los dedos de una mano las ocasiones de esto.
La tolerancia tiene su límite, y un listado de pocas cosas pero bien desarrolladas llevan a Meith a convertirse en el pobre defensor de las causas. Meridos, quien naciera en cuna de oro conoce al enemigo por dentro: la forma en que su propio Imperio se apoderaba de los territorios, matando niños, y… Se convirtió en mucho para él. Cuando llegó a las calles y comenzó a comparar las grandes mansiones de su infancia con las callejas malogradas en donde algunos intentan sobrevivir. Un aspecto revolucionario comenzó a poblarlo, convirtiendo a la injusticia, la discriminación, la arrogancia y la violencia en sus peores enunciados. Aunque sin duda la última es algo que no ha desarrollado de muy buena manera, jamás castigaría a un inocente. De gustos no hay mucho. Solo espera tener abrigo y comida.
Historia.
-No siempre es así, más bien, lo reprime. Y por favor, no hablamos de simple etiqueta. Déjeme contarle mi historia.
¡Oh, Meridos!, ¡Meridos oculto!, ¡Meridos sin nombre! Hombre de provincia oprimida, de sueños rotos e identidad lacerada. De ideas fuertes, valiente y atrevido. Y pobremente destruido en segundos. Casi tan fuerte como la mano de un padre castigador y, como alguien predestinado a ser hombre de excito, la palmada en el trasero fue el primer impulso que le obligó, le gritó:
Y mil voces de hombres tronaron al viento, cortando la suavidad de un cielo que parecía pintado a carbón, decorado de poblados destellos estelares. La boca del infante se abrió grande, casi como si pudiera rugir. Un llanto entrecortado, que en sus decibeles mostraba el ascenso al pasar el tiempo. ¿Hombre poderoso o, hombre que sufría por nacido? Sin duda la oscuridad tragó la respuesta, y miles de soldados a su servicio chocaron cimitarras para responderle: Nacido para ostentar.
Kurt, creció siendo llamado así por sus compañeros orientales. Lýcos, por los de confianza griega, y Meith por todos sus súbditos en el Imperio. La infancia no era atrocidad alguna. Más bien, Meridos se crió en la falacia de un cuento oriental.
Largos pasillos decorados en tela traída desde la India. Gasas y sedas de colores ardientes adornaban techos altos y abiertos al aire libre. El palacio Xantizianos era la joya de Tesalónika, y siquiera Macedonia podía intentar imitarle. Repleto de alfombrados escarlatas, sus incrustaciones doradas adornaban cada objeto de oro sólido. Las barandillas de las plateas eran adornadas por pequeñas esmeraldas, cada una posicionada tras otra en las barras de los balcones. El verdusco color de las plantas occidentales llenaba los aposentos de viveza, con el agua serpenteando en las enormes fuentes que rodeaban la maravilla otomana. Cuando Meith revoloteaba envuelto en su túnica blancuzca, era encantado por los aromas de Persia. Inciensos y mirra le obligaban a detenerse, olisquear el aire mientras buscaba forma de divertirse. Envuelto por una quietud transportadora, que le duraba pocos instantes cuando la música se elevaba entre cántico helénico y tonada turca. Aún ahora puede recordar los tambores con ritmo y las caderas de las danzarinas mujeres moviéndose de lado a otro.
Tenía montonera de sirvientes: mujeres que le alimentaban, hombres que le instruían. Así fue aprendiendo de matemáticas, de astronomía, de las ciencias y el arte, cual último toque pudo desarrollar siendo apenas un crío de diez años. Su madre, el pilar más fuerte de una familia sometida a la ausencia de un padre: Abd-ul-Hamid llegaba a casa cada tanto que su esposa menstruaba. Buscaba el hombre la coincidencia en todas sus esposas en provincias, para llenarse de hijos herederos al poder máximo: Emperador. Meith había perdido la cuenta de cuantos hermanos compartían su sangre, al menos en casa eran cuatro: Giani, Xristos, Alexander y Heralio. Separados por año único y siendo prácticamente desconocidos en aquella morada gigantesca. Solo por nombrarlo, la hermandad se había perdido cuando sus conciencias parecían maduras: ¿Quién sería capaz de enorgullecer a su padre y heredar el trono? Claro, Meith lo esperaba, dentro de sus ideales estaba inscrito a fuego lento…
Como si el hombre hubiese leído su destino, nuevamente y sin leerse las líneas de las manos, lo rememoró. Aquel sonido de casquetes golpeando el camino que en sus pesadillas se acentuaba como truenos. Un carruaje de forma convencional, bien cerrado y de color negro. Solo el forraje de los caballos bien adornados y las cortinas estampadas de hilo dorado delataban la gentuza interior. Una caravana larga, gigantesca. Alrededor de los carros los guardias a caballo. La familia de Meith era numerosa, pero las invitaciones abundaban cuando de unir lazos se trataba. ¿Qué señorita no estaría dispuesta a casarse con importantes señores orientales? ¡Hijos del gran Imperio Otomano!
Era un baile en Hungría. Fines expansionistas, matrimoniales, a Meith parecía darle igual. Siempre llevaba una pequeña libreta para esas ocasiones, y terminaba en el patio de las magnas mansiones escribiendo burdos poemas: acerca del amor, del odio, de desesperanzas y emoción.
Y mientras paseaba su pequeño pedazo de carbón por las hojas amarillentas, escuchó un sollozo dulce en algún lugar. El llanto parecía elevarse desesperado por sobre la armonía de los bailes occidentales. Tampoco el fuerte sonido de los violines podía ocultar el dolor de aquella voz.
Meith le buscó. Pensó por un momento en una doncella en peligro. Claro, era poseedor apenas de catorce años, soñaba combatir a los dragones y obtener a la princesa encerrada en la torre. Eso le enseñaba la literatura medieval, alimentando sus fantasías. Pero no era ninguna chica asustadiza.
Claro que recordaba su nombre. En cada dolorosa letra podía recordarle. Lúcido y elegante como el más imponente hombre. Superior a todos los mocosos que exhibían de vidas regaladas, y ¡Ja! Doncellas en apuro. Único, dulce y correcto. Misterioso. Meith no podía olvidar aquel aire de grandeza que se fundía con un infinito toque de magia. Sí, lo sentía… cuando le nombraba en susurros, sentía su piel erizar. Porque todo se le alborotaba. Porque todo lo de él, por cada cosa en Monsieur Tolstoy, blandía cualquier espada para develar sus sentimientos. En principio todo fue una amistad irrelevante. Algunos recoradatorios de conocidos, alcances de nombres o encuentros en bailes de élite.
-Hay cosas que la razón humana no puede explicar, y si es así, dejémoselos a los romanticistas de la época querida…-
Lo que comenzó como cortos encuentros actualizantes, que eran la pugna de noticias traídas de extremos del globo, terminaron por convertirse en largas charlas de ideas locas, porque no voladoras. Meith comenzaba a apasionarse por el arte, por la escritura. Definía de a poco una personalidad reservada pero frágilmente impulsiva. Dispersa y atrayente. Y en ocasiones, depresiva. Pero bastaba una pequeña sonrisa de su acompañante, de su mejor compañero para olvidar las atrocidades del mundo.
Iban creciendo, afianzando sentimiento y confesándose algunas cosas. Cada mes parecía Meith obsesionarse con el polaco. Comenzaba a decirle entre risas ahogadas que se convertiría en su musa, y que cada mes, en cada encuentro que las familias hiciesen, le regalaría parte de una libreta con garabateos sin sentidos: historias, anécdotas, por supuesto, cartas.
Tanto como se acumulaban los papeles roídos por polillas, sus edades se incrementaban. Las condiciones del mundo cambiaban y las responsabilidades también.
Convertido en el jefe Jenízaro, Xantizianos hijo jamás logró ostentar el trono. Su padre lo notaba distraído, amargado e inestable. Aun así, uno de los mayores debía conformarse con el puesto de teniente. ¡Y era un honor! Miles de hombres bajo las órdenes de un Meith hace poco maduro, gigantesco y solemne. Pero aquello que estaba comenzando a sentir fue cincelado en silencio por un par de labios que terminaron por cortarle la cabeza.
Esa pausa incomoda. Meith traía en las cuerdas vocales amargura, aunque todo parecía teñirse de una feliz nostalgia cuando las memorias le azotaban. Quizás una lágrima resbaló, con el mentón fijamente apoyado sobre un hombro. Casi como si hace días sus memorias hubiese aflorado al viento, cuando sintió su corazón mostrar los primeros rasgos de un amor verdadero. Luego, la desesperanza de los errores.
Un viento cálido de mediterráneo, dos hombres sentados al borde de un río. Compartían palabras, risas, se tomaban de la mano y susurraban absurdos al cielo. Largas caminatas, rondas a caballos y lecturas intensas. Los ojos azules de ambos se encontraban en ese destellante instante, tan crispante que los cabellos de la nuca parecían evaporarse. Les temblaban las manos, y los corazones parecían desbocados. Un poco de aliento, un perfume perfecto, una tonada ambientada por la naturaleza y un choque de carnes que un tiempo tardaron en despegarse. Un beso cálido, dulce y hasta atrevido. Un instante, un corto momento de goce, de elevación, de pecado, y de correspondencia. Meith lo había iniciado, pero los labios de su acompañante lo denotaron por si solos. Lentos, un tanto flojos se fundieron en uno cuando las lenguas parecían besar a las mejores mujeres. Pero no. El tacto de sus asperezas era para cada uno, a pesar de que el vello poblara sus barbillas.
Felicidad, momentos gloriosos que permanecen en la memoria, y de pronto, como el gran azote de un dios sanguinario, el arrepentimiento.
Y a pesar de aquel arrepentimiento, el pecado parecía presente y bien exquisito. A cada oportunidad la fogosidad del amor se presentaba, y ambos, tentados el uno del otro se olvidaban del mundo dentro del que habían creado. Encuentros pasionales, lujuria entre besos y tacto. Se aman…
Y como una potencia poco específica, el pecho de Meith se sintió convulsionar. Su mano llegó a parar a su rostro. Cubría sus ojos, y los redondeados dígitos terminaron por enterrarse en el comienzo de cabellera. Cerca de la frente presionaban su cabeza, no para recordar, solo… temblaba. Las lágrimas abundaron en un sollozo imperceptible y cuando intentó acaparar aire terminó por ahogarse. Sus pulmones se apretaron, se contrajeron, pero la toz no salió. Más bien una seguidilla de lágrimas le inundó el rostro, terminando pegado al taburete polvoriento como si fuese una cura momentánea. Con ojos entre abiertos observó la pared. De allí no podía seguir siendo específico. Todo lo lastimaba, pero con un golpe prepotente a su pecho logró enfocarse, al menos para soltar unas palabras de inicio.
Meith terminó por despegar aquellos ojos que parecían tan cosidos en lágrimas. Acaparó nuevamente oxigeno en aquel sótano tan oscuro donde confesaba sus penurias. La imagen de su madre llorando y el dolor de una bofetada rememorada. “¡¿Cómo puede decir esas cosas hijo mío?! Usted es un musulmán, Leszek un hombre de bien… ustedes dos no pueden… ¡Por Alá!” Y el hombre tal cual en el presente terminó por quebrarse. A los pies de su madre terminó la confesión. Juró por su honra, por su padre, pero la mujer seguía sin creer realmente a su hijo. ¿Enamorados?, ¿Qué idioteces hablaba su hijo? Quien fuese el hombre poderoso y de bravía voz, yacía acoplado al suelo vertiendo lágrimas de dolor “Por Alá madre, os juro por Alá” La mujer, comprensiva tomó el rostro de su pequeño:
El hombre parecía ojeroso. Las remembranzas parecían carcomerle la piel y sus labios parecían partidos. El frío comenzaba a inundarle desde dentro, del interior del corazón. Apostaba a que existía un hueco, algo profundo que ni la miseria podía castigar. La boca le tembló y las imágenes comenzaron a huir por su boca. Narraba con desesperanza, a pesar de todo, con un brillo intenso en los ojos. Pinturas en las paredes, mesas largas, adornadas de comida y loza fina. Invitados alrededor de la mesa y un fuerte brindis por los novios. Lo pensó cruel, luego, tan solo deber. Sentado inerte, mirando como su maldito amor alardeaba de su perfección y entrelazaba los dedos con su prometida. Él también llevaba la propia al hombro, colgada prácticamente de su cuerpo. Pero su mirada era seria, juzgaba, vigilaba y enfurecía. Era un mentiroso.
Cada vez que Meith repasaba el tema “¡Es nuestro deber sinceros, podéis huir a mi lado!”, la respuesta era una negativa potente por parte de Leszek: “Os casaréis, tendréis hijos y seguiremos como los amantes que somos” Para Meith era simplemente imposible. Los celos parecían hervirle en la sangre, la rabia le nublaba la mente, y quien fuera musulmán recto y erguido se había transformado en un manojo de sentimientos incontrolables que convertía a su amor en una obsesión insana.
Un poco de aire.
Meridos no pudo seguir, se quedó pensativo recordando la mirada asustada de la mujer y de pronto, los ojos preocupados y enfurecidos de Leszek. No contó toda la verdad, ni el momento en que comenzó a recriminar a su madre con clara falta de etiqueta: “¡sabe la verdad, dígale a todos que nos amamos!” La mujer permaneció en silencio y los guardias, por órdenes de su padre, le sujetaron en su locura. Unos cuantos improperios a una ofendida “futura señora Tolstoy” mientras daba patadas al aire cuando le retenían por las axilas. De pronto cruzó mirada con su madre, y las palabras brotaron solas: “¡qué por mi fuera estuviera muerta!, ¡muerta me escuchó!”. Una última mirada a Leszek, cerrando los ojos y negándole. Había obrado mal en no defenderle… pero, ¿quién hacía lo correcto?
Meridos mostró el hueco en su mano, resonándole en la cabeza las palabras de Abd-ul-Hamid.
Frente a todos Meith se plantó encarándolo. De aspecto andrajoso, harapiento y desconsolado. Obligó a Leszek a soltar todo, pero un simple paso atrás y un movimiento de cabeza en negación, fue suficiente para terminar lo que en ambos corazones había dado espacio al resentimiento. Aunque algún atisbo de pasión podría quedar. Meith lo notó, leyó sus labios perfectamente cuando Tolstoy susurró “Te amo, pero no puedo” El jenízaro destruido miró al suelo, y los guardias regresaron para aprisionarlo. Desde manos, hasta el cuello. Se vio obligado a observar esos ojos lastimados ¿A qué temía? De pronto, escuchó la voz de aquella mujer, la madre de Leszek: “¡¿Cuántos crímenes debe acumular un hombre para ser ejecutado?! ¡Oh, Dios mío! Este hombre merece la muerte”-
Se acomodó en el taburete y bebió un poco de la ginebra ardiente que traía en su petaca milenaria. Una de las pocas cosas que logró conservar de sus bienes. Sonrió al analizar el curso de su vida, pero terminó por restarle importancia a todo, incluso a la conversación que se había alargado hasta altas horas de la noche.
Aun así con la insistencia Meith no pudo. Jamás podría soportar vivir en un anonimato sin sentido, una paradoja constante a su actual vida. Sintió las lágrimas propias y las ajenas surcarle las mejillas, escuchar los sollozos de Leszek intentando hacerle entrar en razón. Pero no había vida que valiera. Porque lo amaba, porque la traición se pagaba con muerte, y en su soledad… en su eterna locura, sería capaz de cargar con los pecados de Tolstoy con su propia vida. El tenía la llave para una liberación completa, lo que ambos necesitaban para realizarse.
El hombre continuó ausente y comenzó a pestañear pausado. Miraba la mano cortada y la apretaba. Se tocó el estomago y apoyó el mentón sobre una oscura mano cubierta por el hollín.
Meridos comenzó a reír con finas lágrimas perdiéndose entre los vellos de su mentón. Traía una sonrisa inventada y sus ojos brillaban como el color de las estrellas. Ahí estaba, en su mente el momento en que Leszek le observó, le dio un empujón y coló en su pantalón una rudimentaria arma de fuego occidental.
Miró los ojos de su acompañante, fijamente y se levantó demostrando que la conversación había terminado. Más se detuvo frente a las escaleras hacia la superficie. Meditó, y observó de reojo a los ocho niños que dormían.
Abrió la puerta del piso superior, dando a la calle. Corrió un viento gélido que le movió los cabellos, y plantó un amenazante encaramiento a la mujer.
-Porque… nací para perdonarlo. Ahora, por favor, necesito estar solo. Y no se asombre si descubre que en realidad le he mentido. Los rubís de vuestro anillo le irán muy bien al estomago de estos niños. Así que no pierda tiempo publicándolo en alguna novela, los ladrones poseemos varias formas de hacernos con las nuestras.
Con una vaga sonrisa, y ante la sorpresa de la mujer, Meridos, así llamado por la calle, empujó a la mujer hacia la nieve cerrado la puerta con fuerza a pesar de sus gritos y chillidos. Cruzó la entrada con una tabla y giró, mirando a los chicos que se habían despertado. Las calles bastante sombrías, pero daban igual en su forma si no había nadie para compartirlas.
Los infantes clamaron de felicidad y Meridos solo estiró la mano para depositar el anillo de la señorita en una caja común, observó al fondo tomando una fotografía que resguardó en el bolsillo de su abrigo marrón.
Datos Extras.
- Fue un ex-teniente Jenizaro del Imperio Otomano y segundo hijo de Abd-ul-Hamid, Emperador Otomano.
- Creyente del Islam por familia, criado en la Fe musulmana, además lleva circuncisión.
- Kurt y Lýcos, significa Lobo en turco y griego, respectivamente.
- Sus mayores pertenencias son una Daga Turca sin la funda -esto lo vendió-, el mango muestra una batalla de Jenizaros. También un revolver pequeño de cuatro balas, una Bouzouki -especie de guitarra griega-, una petaca con caballos gravados en plata y una fotografía masculina.
- Vive en un sótano bajo una sastrería.
- Reza el Salaah cada mañana.
- Sus principales ingresos son por apuestas en peleas clandestina. Lucha.
- Cuida de ocho niños huérfanos y pobres: Casiopea de diez, Héctor de nueve, Sophitia, Helena, John de seis, Danil, Fresia de cuatro y un bebé de un año llamado Dervos.
- Conoce la mayoría de las calles francesas.
- Es habilidoso en la equitación, la lucha y aunque no se crea, la cocina.
- Habla Griego, Turco, algo de Árabe, lo justo de Inglés y Francés, muchas veces con errores.
- Conoce muy bien a los gitanos y comparte buen tratos con ellos. Sabe algo de su lengua.
- Se maneja con las matemática, la biología(medicina) y las artes.
- Le gusta escribir por las noches, tocar y cantar.
- Posee recientes inclinaciones revolucionarias.
- Lleva una marca "λεσζεκ Τολστόι" quemada en la espalda.
Meridos- Humano Clase Baja
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