Morgaine de Gaulle

Hablar de Morgaine es hablar de alguien a quien no le pertenece su vida, pues su alma está carcomida por el rencor y la necesidad de venganza, una ponzoña que ha ido corroyendo su carácter generoso y amable hasta volverle interesado. Su existencia está enfocada a una única cuestión: vengarse de Evan McLean, su primo.

Es soberbia y disfruta con el dolor, en especial de aquellos a los que llegue a considerar sus enemigos. Ha perdido el respeto para con la vida y, aunque no mate por afición, tampoco tiene grandes reparos para hacerlo. Puede mostrar simpatía, en especial con aquellos que practican magia y que pueden hacer resurgir su compasión, pero en ocasiones no es más que una farsa para lograr un objetivo a mayores.

Solitaria y, sobretodo, reservada, por mucho que pueda aparentar lo contrario. Quizás no siempre sea callada, pero sus comentarios suelen versar sobre temas insustanciales que poco valor tienen para ella; el resto, los guarda con celo. Desconfiada, por lo tanto, hasta el punto de, en ocasiones, llegar a sufrir de algo cercano a la paranoia.

Su moral y creencias son ambiguas, en especial la religiosa. No cree en el Dios cristiano, nunca lo ha hecho, y no sabe exactamente qué pensar acerca de los dioses celtas a los que, de alguna forma venera, aunque sin estar obligada a ello. Sí cree en el amor, por el contrario. La mayoría de las personas que ha amado se encuentran muertas, bien sea por accidentes o por haber sido asesinados y su corazón se haya cerrado para casi todos. De entre todos los tipos de sentimiento, renegaría férreamente del destinado a la pareja, en el muy supuesto de que pudiera llegar a sentirlo, del mismo modo de que no siente deseo sexual por ninguno de los dos géneros humanos; tampoco por cualquier otra especie.

Detesta a los cazadores y a los inquisidores, por razones obvias, y, por extensión, a toda la jerarquía eclesiástica. Aunque su fin es acabar con su primo, no va a negarse el placer de acabar con cuantos asesinos encuentre en su camino.

En la cima de la montaña Albristhorn, en los Alpes Occidentales, existía una ciudadela que recogía el mismo nombre. Era un recinto aislado, no sólo por su difícil acceso, sino también porque no se permitían extraños; al menos no cualquier extraño. Sus habitantes compartían en su amplia mayoría el requerimiento de haber sido bendecidos, o malditos, con la posibilidad de hacer magia. Más de la mitad eran refugiados de otros rincones del continente, pero algunos, la minoría, nacían dentro de esas murallas. Una de ellos era Morgaine. Ambos progenitores eran brujos que habían ido a refugiarse al lugar, su madre era hija de una familia escocesa y su padre de una francesa que decía ser descendiente de los duques de Normandía. Encontraron el amor en la Ciudadela y allí fue donde tuvieron el fruto del sentimiento.

En aquella recóndita fortaleza de la Confederación Suiza aún se veneraban a los antiguos dioses celtas, o más bien una versión de ellos, aunque no de la manera que los judeo-cristianos tenían para adorar a Yahvé, sino de una manera más directa, fundiendo la espiritualidad con la función práctica de la magia. Denotando la importancia de esta cuestión, Albristhorn estaba dirigido por una druida o Sumo Sacerdote, el cual en el exterior recibía el apelativo de ”Dueño y Señor”, para evitar las connotaciones religiosas que pudieran traer problemas con las jerarquías confesionales dominantes en la zona.

Durante los primeros años de su vida, Morgaine no tuvo nombre, tan sólo llamada como niña, pero a los cinco años de edad, al ver el interés que tenía hacia los caballos, se le comenzó a conocer como Epona, en honor a la vieja diosa gala. Sin embargo, como aquel era un nombre poco común, necesitaba otro para el uso en el mundo exterior, uno falso. Años después, decidiría usar el que lleva, en honor a la bruja de las leyendas artúricas. La historia que le habían contado era diferente a la que se escuchaba por Europa, ya que, por ser hechicera y mujer, se le había relegado al puesto de antagonista. Esa injusticia le hacía relacionarse con ella, pues los brujos eran perseguidos y tachados de malévolos sin buscar más razón que el odio infundado. En esa infancia salió en contadas ocasiones de aquellos muros y siempre con la compañía de alguien que cuidara de ella en aquellas cumbres nevadas. Aprendió, por otro lado, el uso y el control de la magia desde muy joven, demostrándose hábil para aquello para lo que había nacido.

Contando con apenas seis años, el infortunio le golpearía por primera vez. A esa edad su madre murió en un accidente practicando magia a causa del cual su corazón explotó, dejando tras de sí un cadáver sin apenas secuelas a simple vista. A partir de ese momento tendría un único pariente que conociese con vida, su padre, pero el hecho de tener una convivencia cercana con el resto de habitantes, como si se tratase de una gran familia, resultó ser un gran apoyo y no le costó tanto superar la pérdida por lo escaso de la falta.

Aquellos eran tiempos difíciles para los brujos, pero en un lugar aislado y donde se sentían seguros, por lo que la pequeña Epona desarrolló las dotes que surgen de la cuidada inocencia: compasión y caridad desinteresada. Era obediente y una buena niña, salvando las trastadas de todo infante. No tenía un currículum que completar, pero varios vecinos hacían las veces de maestros, al menos en lo que a materia mágica se refería. Con el paso de los años terminaría interesándose por materias más académicas, como la historia, y por otras más prácticas, como lo relacionado con el uso de las plantas naturales. No tendría mucho aprecio a los temas anatómicos o de matemática pura. También aprendería canto por su implicación en rituales.

A los diecisiete años su padre también le abandonaría, siendo víctima de otro accidente. Tras tres días desaparecido, acabaron encontrado su cadáver ensangrentado y nadie pudo definir si murió de una caída, de desangramiento o de hipotermia. La realidad era que, de una forma simplista, Epona estaba sola, un vacío que intentó volcándose para la comunidad, no sólo de la Ciudadela, sino, además, con el pueblo vecino de Adelboden. Sin embargo aquello nunca acabó de llenarle, o al menos nunca logró de paliar sus necesidades.

Poco a poco, la soledad hacía presa de ella y, a los veintidos años, tomó la decisión de recuperar la familia que había perdido. Para ello, pidió permiso para ausentarse de la zona, con la intención de viajar a Francia, viajando de un lugar a otro, quedándose a lo sumo un par de semanas en una villa para, después, abandonarla y continuar su búsqueda en otra. Al final dio con algo que cumplía sus expectativas, un hombre que pudiera ser el padre de su hijo. Un año después de su partida, regresaría a la Ciudadela, encinta. Los meses del embarazo los pasó cuidada por sus conocidos para terminar dando como resultado un joven niño de cabello oscuro y ojos castaños. Su nombre sería Lugh, en honor a la deidad celta.

Seis años pasaron desde aquel momento en los que el vástago creció, unido a su madre y a la comunidad. Seis años de calma en el que dio tiempo a gestarse la tormenta.

Fue una noche calmada a finales de año cuando medio centenar de personas lograron infiltrarse en la Ciudadela. Cazadores de brujos, inquisidores, fanáticos de los que habían huido para esconderse allí. Aprovechando el amparo de la oscuridad y la despreocupación reinante, lograron masacrar a la casi totalidad de habitantes. La vida se tiñó de rojo y la guarida se tornó en trampa. De casi centenar y medio de habitantes tan sólo sobrevivieron escondidos ocho, entre ellos Epona; pero no Lugh. Los atacantes desaparecieron después, destruyendo un gran número de artefactos y reliquias, pero no logrando acceder a parte de los sótanos, debido a encontrarse ocultos. Y, sin embargo, Morgaine logró reconocer gracias a una visión a uno de ellos: Evan McLean, primo carnal por parte de madre; pariente y traidor.

Cuando algunos de los asesinos se marcharon, los ocho surgieron de su escondrijo, lanzando una maldición a los . Dos de ellos decidieron marcharse, pero el resto permaneció en la Ciudadela, con la intención de devolverla a la vida. Epona fue elegida por mayoría como la nueva Suma Sacerdotisa, Dueña y Señora de Albristhorn, la cual lanzó una promesa:


Desde entonces han pasado tres años en los que Morgaine ha tratado de localizar al susodicho y se ha dedicado a perfeccionar aún más los dones que recibió al nacer. Tres años en que su existencia ha cobrado la forma de un concepto: venganza.