El sudičky

Pasado, Futuro, Vida y Muerte; todos conceptos errados

Dos son los rasgos que llaman la atención a primera vista. El primero es su largo cabello de tonos cobrizos, croma que adquirió después de su muerte o transformación, como proceso de su corrupción y de su cambio de ser. Largo, ondulante, y tendente a flotar a su derredor, como si fuese agua y no aire lo que le envuelve. El segundo es su tono de piel, insultantemente lívido, con un resplandor ceniciento que, en ocasiones, apenas alumbra y, en otras, puede llegar a cegar, relativo a su ánimo.

De rostro innegablemente joven, su nariz quiere ser recta, pero un final sobresaliente la convierte en respingona. Bajo ella, unos labios carnosos, en ocasiones rodeados de suave dermis, en otras de una barba incipiente, y, sobre ella, unas cuencas enmarcadas por unas cejas casi rectas. Sus ojos no tienen una tonalidad especial, pero su castaño tiende a querer imitar el anaranjado de su pelo, como si el uno no fuese más que la extensión de una misma esencia configurada en un material distinto. En cuanto a rasgos más generales, destacar unos dedos tan finos y alargados que parecen simular la extremidad de un esqueleto, algo que también sugiere su extrema delgadez. Su estatura no es destacable, quizás incluso levemente inferior a la media, pero dificultad que corrige con ese levitar que es común en su forma incorpórea.

Su vestimenta varía desde la ropa de un humilde artesano hasta un solemne e inocente desnudo, teniendo preferencia por las prendas blancas que resalten su luz o, en menor medida, por las oscuras que la maticen.

Muerto y vivo; real e imaginario; verdad y mentira. La mente del sudičky queda marcada por la ambigüedad, por una posibilidad y una negación que se entremezclan para procrear una situación de indeterminación y confusión que, sin embargo, es la más clara, obvia y auténtica para su propio entendimiento. Es incapaz de negar la probabilidad de las múltiples opciones, pues ese sería el único engaño posible.

¿Qué es? Lo que fue; ¿y qué fue? Lo que será; ¿y qué será? Lo que es. Todo sucede en un instante y, a la vez, se da en una línea temporal. La diferencia es que esa línea temporal sólo es comprendida así por los vivos; él, que está atrapado entre la vida y la muerte, la contempla como una red de caminos interminables, como una maraña de posibilidades y una sucesión de vías que van y vuelven, se entrecruzan y chocan entre sí aleatoriamente, sin más razón alguna que la única razón posible: la casualidad.

No hay placer, no hay dolor, porque esas son sensaciones humanas. Lo único que motiva su mano es el azar, la curiosidad o un deber tan visceral que es imposible la idea de negación. La moralidad no existe, pues no es natural de su clase, por lo que su interés no se ve limitado por esta característica y la vida no tiene mayor importancia que la muerte o que el anodino descenso de la hoja marchita de un árbol caduco en periodo otoñal. La única emoción que puede sentir con todo su ser es esa obligación para con su Maestro un vínculo irrompible e incuestionable, ya que él es su creador y, a diferencia de Dios con los humanos, un sudičky no tiene la capacidad de contrariarle por iniciativa propia. No existe el remordimiento porque, de caber esa posibilidad su eternidad se basaría en quedarse sumidos en ese sentimiento. Un sudičky es un ser puro, tan puro que rechaza cualquier otra clase de inocencia.

En las tierras habitadas por los pueblos eslavos existen historia sobre los sudičky, morias que vagan por el mundo prediciendo el destino de los recién nacidos, cuentos para niños e ingenuos creyentes en las antiguas tradiciones y, sin embargo, con una base real y no tan inocente.

Los sudičky existían, pero no como seres encadenados a una misión superior, sino como entes cuya alma había sido condenada al acecho eterno por el mundo, negándoseles el descanso eterno por uno de aquellos hechiceros. Los sudičky se creían vivos y muertos, pero, lo cierto, es que estaban muertos incluso antes de nacer, pues su propia creación comenzaba en el preciso instante en el que morían.

Antes de ser sudičky fueron humanos con una vida corriente, pero, malditos en algún momento de su fugaz existencia, la muerte les asaltaría en cualquier momento temprano, dándoles un cruento fin del que se levantarían como seres nuevos, renacidos y, a la vez, malditos. Separados de su verdadera forma, los recuerdos se les pierden entre una memoria eclipsada. Pasado se confunde con presente y presente con futuro. Nada fue y nada será, pero lo es todo.

Atrapados entre la vida y la muerte, entre la realidad y la químera, sus almas atormentadas buscaban diferenciar ambas posibilidades sin ser capaz de librarse de alguna de las posibilidades. Y en ese estado de confusión vagaban en busca de víctimas para desahogarse de su tormento, altamente susceptibles a obedecer la voluntad de su creador, que, desde entonces, se configuraba como la única figura de autoridad existente, su único progenitor.

Nuestro sudičky tampoco sabe nada de su pasado, sólo que lleva un tiempo que a veces se configura como corto y, luego, como largo en ese estado, sin siquiera ser capaz de asegurar que hubiera habido algo antes de aquella situación. Los rostros de los vivos se suceden en sus recuerdos sin forma ni orden aparente, sólo como un fugaz recuerdo de un instante que fue y siempre volvería a ser. Sin sentido, con una lógica y una forma de comprender que no tenía explicación y que sería imposible de comprender para cualquier otro, así era como ellos veían el mundo y como él lo discernía. Asesino de niños, asesino de adultos, asesino de ancianos, así le apodaron en algún momento, pero él es incapaz de recordar sus homicidios, pues tampoco es capaz de comprender el tránsito de la defunción. Sus crímenes son fruto de la curiosidad o de un mandato irrevocable de aquel al que llama Maestro. Quizás no sea inocente, pero tampoco puede considerársele culpable.

Hace quizás unas semanas, quizás unos días o, incluso, unas horas atrás, el sudičky llegó a aquella poblada tierra de París, no por el resultado de un camino ausente de destino, sino porque aquel al que está encadenado ha llegado a la ciudad y, por lo tanto, él debió seguirle sin siquiera caber posibilidad a rebelarse contra aquella idea.