AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Damien Østergård- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 55
Fecha de inscripción : 30/08/2012
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Re: ...............
Si la luz fuese un regalo eterno, sería feliz. Si el silbar del viento entre los árboles fuese eterno, sería feliz. Si nunca más volviera a estar en la oscuridad, sería feliz. Si solo pudiera ver su sonrisa sincera... sería feliz.
Pero la felicidad resulta tan frágil como aquellas hojas que caían de los árboles sobre su rostro. El Otoño había llegado, y con él, un viento frío y una neblina vacía. Adentro de aquella celda, del lugar de penumbras del que había podido escapar a duras penas, era blanco como la nieve, y frío como la misma. A veces se piensa que el blanco es el color que indica luz y libertad, pero para Agnes, que había pasado demasiado tiempo en ese lugar, era lo mismo que estar ciega. No podía ver el sol, ni podía bañarse bajo sus cálidos rayos. Sin embargo, aunque el día era especialmente nublado, un estremecimiento de dicha le recorrió el cuerpo, en cuanto pudo mirar los árboles. Ellos vivían de la luz y el agua, del calor y el viento, brindaban un hogar seguro a cientos de pequeños animales, susurraban y se mecían. Así quería hacerlo ella. Deseaba bailar y mecerse al ritmo de la brisa, agitando el bonito pero horriblemente blanco vestido que debía portar cada día. Quería librarse de las horquillas y dejar que los rizos de su cabello achocolatado al aire.
Una mujer insistía con terquedad que debía volver al interior del edificio; usaba palabras extrañas y parecía forzar su paciencia a niveles insospechables. ¿Por qué parecía tan enojada con que ella quisiera pasar el tiempo afuera, donde podía bailar y sentir la humedad del suelo bajo sus pies? ¿Por qué quería retenerla cuando nunca antes se había sentido más feliz? Ah, seguramente era una de esas viejas brujas que solían hacerle hechizos de infelicidad. Sí, no había otra explicación. Cuando intentó obligarla a volver, hizo lo que cualquier persona cuerda haría: Defenderse. La mordió tan fuerte como había podido, hasta sentir el amargo sabor de la sangre en la boca. Que desagradable. Esa mujer debería haber sido más considerada con el sabor de su sangre. ¡Que desagradable en verdad! Pero Agnes no se detendría, ahora no. Todavía podía recordar los pasos de baile que había memorizado de pequeña, cuando su padre tocaba el piano y su madre recitaba con impaciencia la cantidad de pasos que debía llevar acabo. Uno adelante, dos atrás, un giro, una reverencia, uno adelante, dos atrás...
El cielo estaba triste, desorientado como ella. El viento desapareció en una última ráfaga y los árboles dejaron de silbar. Todo quedó en silencio durante un momento, aunque ella no detuvo su danza. Era como bailar en medio del lugar más solitario del mundo. Sabía a que se debía, incluso antes de que él la llamara y volviera a presentarse tal como lo hacía cada vez que iba a verla. Damien. Él detenía el tiempo y la felicidad. Gracias a él, no podía haber luz eterna, ni viento entre los árboles eterno, ni protección a la oscuridad. Él no tendría sonrisas sinceras consigo. Llevaba un regalo, decía. ¿A ella que podía importarle un regalo de un hombre como él? La iba a ver cuando no tenían ningún parentesco, como si pudiera cortejarla tan fácilmente, y para colmo, la miraba con la tristeza de un viudo que saluda al fantasma de su antigua esposa. Y luego decían que ella estaba loca. Era realmente desagradable recibirlo, porque sus palabras siempre estaban cargadas de un "algo" tan deprimente y oscuro, que la ponía triste nada más con escucharlo. Y ahí estaba otra vez, tratándola como a una tonta.
Se detuvo en cuanto escuchó un nuevo y grácil sonido, que debía pertenecer a la naturaleza de ese bosque. ¡Aves! Unos canarios preciosos y de plumas lisas como la seda. Tenían la mirada brillante y daban la impresión de ser curiosos, por ese peculiar movimiento de cabeza que solían hacer los pájaros. Eran dos y estaban enjaulados. La mirada estupefacta de Agnes, enmarcada por un par de pequeñas pero importantes líneas de la edad, se posó sobre el hombre.
— Damien.
Se acercó corriendo a él y a la jaula, levantando las faldas del vestido blanco y levantando varias hojas secas que reposaban en la tierra húmeda. En un mal cálculo, calló de rodillas al suelo con las manos sujetas a los extremos de la jaula, pero con la mirada fija en Damien. No supo por qué, pero deseaba mirarlo un buen rato así. Quería memorizar cada línea de su rostro, cada curva en sus facciones y su cuerpo, el color exacto de su cabello y de sus ojos, y la manera en como una pequeña sombra de barba le teñía la mitad inferior de la cara. Lo amó tanto que por un momento creyó que ella misma era su propia enemiga. Y entonces un gruñido animal y salvaje le vino a la mente, como un vago recuerdo que parece ser el de alguien más. Se estremeció de miedo y sacudió la cabeza de un lado a otro. Los canarios la miraron, y parecían realmente curiosos a lo que podría haber asustado a esa desorientada y confundida mujer.
— Las aves son mis favoritas. — exclamó en voz baja como si aquello significara una gran revelación.
Pero la felicidad resulta tan frágil como aquellas hojas que caían de los árboles sobre su rostro. El Otoño había llegado, y con él, un viento frío y una neblina vacía. Adentro de aquella celda, del lugar de penumbras del que había podido escapar a duras penas, era blanco como la nieve, y frío como la misma. A veces se piensa que el blanco es el color que indica luz y libertad, pero para Agnes, que había pasado demasiado tiempo en ese lugar, era lo mismo que estar ciega. No podía ver el sol, ni podía bañarse bajo sus cálidos rayos. Sin embargo, aunque el día era especialmente nublado, un estremecimiento de dicha le recorrió el cuerpo, en cuanto pudo mirar los árboles. Ellos vivían de la luz y el agua, del calor y el viento, brindaban un hogar seguro a cientos de pequeños animales, susurraban y se mecían. Así quería hacerlo ella. Deseaba bailar y mecerse al ritmo de la brisa, agitando el bonito pero horriblemente blanco vestido que debía portar cada día. Quería librarse de las horquillas y dejar que los rizos de su cabello achocolatado al aire.
Una mujer insistía con terquedad que debía volver al interior del edificio; usaba palabras extrañas y parecía forzar su paciencia a niveles insospechables. ¿Por qué parecía tan enojada con que ella quisiera pasar el tiempo afuera, donde podía bailar y sentir la humedad del suelo bajo sus pies? ¿Por qué quería retenerla cuando nunca antes se había sentido más feliz? Ah, seguramente era una de esas viejas brujas que solían hacerle hechizos de infelicidad. Sí, no había otra explicación. Cuando intentó obligarla a volver, hizo lo que cualquier persona cuerda haría: Defenderse. La mordió tan fuerte como había podido, hasta sentir el amargo sabor de la sangre en la boca. Que desagradable. Esa mujer debería haber sido más considerada con el sabor de su sangre. ¡Que desagradable en verdad! Pero Agnes no se detendría, ahora no. Todavía podía recordar los pasos de baile que había memorizado de pequeña, cuando su padre tocaba el piano y su madre recitaba con impaciencia la cantidad de pasos que debía llevar acabo. Uno adelante, dos atrás, un giro, una reverencia, uno adelante, dos atrás...
El cielo estaba triste, desorientado como ella. El viento desapareció en una última ráfaga y los árboles dejaron de silbar. Todo quedó en silencio durante un momento, aunque ella no detuvo su danza. Era como bailar en medio del lugar más solitario del mundo. Sabía a que se debía, incluso antes de que él la llamara y volviera a presentarse tal como lo hacía cada vez que iba a verla. Damien. Él detenía el tiempo y la felicidad. Gracias a él, no podía haber luz eterna, ni viento entre los árboles eterno, ni protección a la oscuridad. Él no tendría sonrisas sinceras consigo. Llevaba un regalo, decía. ¿A ella que podía importarle un regalo de un hombre como él? La iba a ver cuando no tenían ningún parentesco, como si pudiera cortejarla tan fácilmente, y para colmo, la miraba con la tristeza de un viudo que saluda al fantasma de su antigua esposa. Y luego decían que ella estaba loca. Era realmente desagradable recibirlo, porque sus palabras siempre estaban cargadas de un "algo" tan deprimente y oscuro, que la ponía triste nada más con escucharlo. Y ahí estaba otra vez, tratándola como a una tonta.
Se detuvo en cuanto escuchó un nuevo y grácil sonido, que debía pertenecer a la naturaleza de ese bosque. ¡Aves! Unos canarios preciosos y de plumas lisas como la seda. Tenían la mirada brillante y daban la impresión de ser curiosos, por ese peculiar movimiento de cabeza que solían hacer los pájaros. Eran dos y estaban enjaulados. La mirada estupefacta de Agnes, enmarcada por un par de pequeñas pero importantes líneas de la edad, se posó sobre el hombre.
— Damien.
Se acercó corriendo a él y a la jaula, levantando las faldas del vestido blanco y levantando varias hojas secas que reposaban en la tierra húmeda. En un mal cálculo, calló de rodillas al suelo con las manos sujetas a los extremos de la jaula, pero con la mirada fija en Damien. No supo por qué, pero deseaba mirarlo un buen rato así. Quería memorizar cada línea de su rostro, cada curva en sus facciones y su cuerpo, el color exacto de su cabello y de sus ojos, y la manera en como una pequeña sombra de barba le teñía la mitad inferior de la cara. Lo amó tanto que por un momento creyó que ella misma era su propia enemiga. Y entonces un gruñido animal y salvaje le vino a la mente, como un vago recuerdo que parece ser el de alguien más. Se estremeció de miedo y sacudió la cabeza de un lado a otro. Los canarios la miraron, y parecían realmente curiosos a lo que podría haber asustado a esa desorientada y confundida mujer.
— Las aves son mis favoritas. — exclamó en voz baja como si aquello significara una gran revelación.
Amelia Østergård- Humano Clase Alta
- Mensajes : 13
Fecha de inscripción : 20/04/2013
Damien Østergård- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 55
Fecha de inscripción : 30/08/2012
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Re: ...............
El sonido de los canarios al cantar era enternecedor. Mágico y melodioso. Era como una suave caricia para el alma. Admirarlos tan de cerca era un placer egoísta que disfrutaba sin más reparos, porque estaban ahí solo para ella. No irían a ninguna parte.
En primera instancia, no escuchó lo que su marido le decía, ya fuera porque el sonido de las aves al cantar la tenía muy ocupada o porque se había vuelto una persona muy distraída. De cualquier manera, no tuvo mucho tiempo para apreciar cada detalle de su obsequio; la humedad en el ambiente era cada vez más palpable, y las gotas que caían desde la copa de los árboles hasta la piel desnuda de sus brazos la hizo estremecer de frío. ¿A donde se había marchado el sol? Estaba segura de haberlo visto no hacía mucho tiempo. Había probado de su calor y su talento para hacer que todas las cosas a su alrededor brillaran. ¿A donde se había ido? Seguramente, al mismo lugar donde Damien huía cada vez que se despedía de ella. Le lanzó una mirada de reproche, totalmente contradictoria a la dulzura que antes había mostrado por él. Entonces notó algo que hasta el momento le había pasado desapercibido. La melancolía de quien alguna vez fue su amado esposo.
— Damien...
Susurró sin gran convicción, tan bajito que nadie además de los canarios pudieron oírla bajo el aguacero. Él la dirigía hacia el interior con amabilidad y aprensión, quizás porque temía que su relación con la lluvia fuese mucho mejor que con la suya. Era un misterio para ella saber lo que pensaba en el fondo de la bestia. El recuerdo de un gruñido más la hizo temblar, haciendo imposible que ella agradeciera la gentileza con que la trataba. La garganta se le cerró un momento. Lo siguió con lentitud sin apartar la mirada de la mano que sostenía la suya, como algo temible y dulce al mismo tiempo. Adentro fue igual, sino es que más atento. La vieja bruja la hirió un par de veces mientras le secaba el cabello, pero por primera vez, Amelia no hizo ningún comentario al respecto. En realidad, parecía pensativa; su mirada distante y su pálida piel le otorgaba la apariencia de un espectro en la calidez de la sala. Su cabello oscuro y húmedo enmarcaba su rostro con elegancia, incuso cuando la vida la tenía al ras del suelo.
Frunció el entrecejo levemente, siendo esta la única señal de vida en su cuerpo. Ni siquiera le brillaban los ojos, como minutos antes sucedía. Sus recuerdos la invadían sin piedad, golpeándola con miedo, tristeza y desolación. Damien la había abandonado ahí. Se sentía sola cada noche que encontraba el frío de las sabanas, e incluso en ese momento, cuando el crujir de la madera en la chimenea le confería calor a su regazo, tenía la piel erizada. Dio un respingo cuando la mano del hombre a su lado se posó sobre la suya, siendo muy desconcertante que aun pudiera reaccionar a él de esa forma. Sus pensamientos la agobiaban, y aunque una parte de ella tenía la tentación de arrojar la cabeza de su esposo al fuego, tan solo preguntó:
— ¿Donde está Imogen?
Sus ojos color caoba se clavaron en él con una infinidad de sentimientos. Reproche, amor, tristeza, furia. No había manera de expresarlo en palabras o en caricias, porque su mente ya estaba muy dañada para eso. Las manos le temblaron, quizás por frío o por el deseo de ser tomadas con fuerza. ¿Donde estaba su pequeña? La niña que alguna vez había sido suya... ¿qué había pasado con ella?
En primera instancia, no escuchó lo que su marido le decía, ya fuera porque el sonido de las aves al cantar la tenía muy ocupada o porque se había vuelto una persona muy distraída. De cualquier manera, no tuvo mucho tiempo para apreciar cada detalle de su obsequio; la humedad en el ambiente era cada vez más palpable, y las gotas que caían desde la copa de los árboles hasta la piel desnuda de sus brazos la hizo estremecer de frío. ¿A donde se había marchado el sol? Estaba segura de haberlo visto no hacía mucho tiempo. Había probado de su calor y su talento para hacer que todas las cosas a su alrededor brillaran. ¿A donde se había ido? Seguramente, al mismo lugar donde Damien huía cada vez que se despedía de ella. Le lanzó una mirada de reproche, totalmente contradictoria a la dulzura que antes había mostrado por él. Entonces notó algo que hasta el momento le había pasado desapercibido. La melancolía de quien alguna vez fue su amado esposo.
— Damien...
Susurró sin gran convicción, tan bajito que nadie además de los canarios pudieron oírla bajo el aguacero. Él la dirigía hacia el interior con amabilidad y aprensión, quizás porque temía que su relación con la lluvia fuese mucho mejor que con la suya. Era un misterio para ella saber lo que pensaba en el fondo de la bestia. El recuerdo de un gruñido más la hizo temblar, haciendo imposible que ella agradeciera la gentileza con que la trataba. La garganta se le cerró un momento. Lo siguió con lentitud sin apartar la mirada de la mano que sostenía la suya, como algo temible y dulce al mismo tiempo. Adentro fue igual, sino es que más atento. La vieja bruja la hirió un par de veces mientras le secaba el cabello, pero por primera vez, Amelia no hizo ningún comentario al respecto. En realidad, parecía pensativa; su mirada distante y su pálida piel le otorgaba la apariencia de un espectro en la calidez de la sala. Su cabello oscuro y húmedo enmarcaba su rostro con elegancia, incuso cuando la vida la tenía al ras del suelo.
Frunció el entrecejo levemente, siendo esta la única señal de vida en su cuerpo. Ni siquiera le brillaban los ojos, como minutos antes sucedía. Sus recuerdos la invadían sin piedad, golpeándola con miedo, tristeza y desolación. Damien la había abandonado ahí. Se sentía sola cada noche que encontraba el frío de las sabanas, e incluso en ese momento, cuando el crujir de la madera en la chimenea le confería calor a su regazo, tenía la piel erizada. Dio un respingo cuando la mano del hombre a su lado se posó sobre la suya, siendo muy desconcertante que aun pudiera reaccionar a él de esa forma. Sus pensamientos la agobiaban, y aunque una parte de ella tenía la tentación de arrojar la cabeza de su esposo al fuego, tan solo preguntó:
— ¿Donde está Imogen?
Sus ojos color caoba se clavaron en él con una infinidad de sentimientos. Reproche, amor, tristeza, furia. No había manera de expresarlo en palabras o en caricias, porque su mente ya estaba muy dañada para eso. Las manos le temblaron, quizás por frío o por el deseo de ser tomadas con fuerza. ¿Donde estaba su pequeña? La niña que alguna vez había sido suya... ¿qué había pasado con ella?
Amelia Østergård- Humano Clase Alta
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