AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Closer {Privado} {+18}
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Closer {Privado} {+18}
Dicen que la calma es lo que siempre precede a la tempestad, y en aquel momento yo entendía perfectamente por qué siempre y cuando fuera yo quien causara los destrozos de una tormenta tropical. Estaba aburrida, mortalmente parada, sin ningún vampiro al que matar y todo porque la Iglesia parecía haber olvidado que me tenía en plantilla y nadie me encargaba nada, ¡nada! Ni siquiera limpiarle los zapatos a un cura... aunque eso ni estando tan mortalmente aburrida como lo estaba lo haría, igual que tampoco tocaría a ninguno de ellos ni con un palo (o, bueno, quizá sí con un cuchillo, todo dependía de las circunstancias) del asco que me daban. La mayoría eran monstruos deformes, a los que la grasa les había modificado todo rasgo humano hasta volverlos cerdos, algo que encima debían de querer parecer porque ni siquiera se bañaban. Los que eran jóvenes y podían ser medianamente decentes estaban picados por la viruela y otras enfermedades que tenían por ser de origen humilde, y los restantes... bueno, a esos ya los había catado, y no era como si me hubiera dado como resultado un aumento de las cacerías, ¿verdad que no? Mi única opción para entretenerme era ir a por los curas, pero como me daban tanto asco que mi enorme orgullo me impedía siquiera acercarme no sería yo quien consiguiera sus favores, no, sino que lo haría alguien que cobrara por algo que yo habitualmente hacía gratis, al menos cuando estaba de buen humor y la persona lo merecía. Vamos, que tenía que ir al burdel, y antes de que cualquiera pudiera escandalizarse y denunciar mi moral ya de por sí bastante ligera tendría que hacerlo disfrazada. Oh, bueno, todo fuera por matar chupasangres...
El padre Lemarchand era un auténtico ejemplar de cerdo, de esos que pasados los Pirineos convertían en delicias culinarias, vestido con una sotana que ni en su color negro lograba disimular que parecía un hombre a una barriga pegado. Por eso, y porque apestaba y su opinión respecto a las mujeres era que sólo valían para ser limpiadoras o criadas, yo no iba a ser plato de su gusto, aunque él se lo perdía. Además, y a riesgo de traumatizarme de por vida (aún más, quiero decir), lo había espiado alguna vez y había comprobado que su misoginia era signo de su desviación sexual, al menos según la llamaba él cuando tocaba condenarla en un sermón público. ¿Es que no quedaba nadie que no fuera hipócrita...? Porque, además, tenía un tipo sumamente marcado: hombres de labios gruesos, cabellos castaños y ojos marrones pero con pizcas de otros colores, ya fuera avellana, verde, ámbar o incluso azul. Vamos, que además de pecador lo hacía con clase, el muy cerdo (no literalmente, pero casi, que sólo le faltaba revolcarse en el lodo y no me sorprendería si un día lo hacía...), y dado que mi única oportunidad de acceder al beneficio de alguien como él, que no contento con todo lo que era también controlaba un buen puñado de misiones beneficiosas relativas a los vampiros, tendría que acercarme al burdel, y disfrazada... como si fuera la primera vez que iba. No era como si necesitara buscar allí para satisfacer mis deseos carnales, pero había algo en la falta de preámbulos pudorosos y en la libertad que allí se respiraba (figuradamente, claro, porque muchos allí estaban por obligación) en lo sexual al menos que me atraía como la luz a un pobre mosquito que pronto se verá consumido por el fuego de la hoguera en cuestión. Sólo que yo no era un mosquito, y nada podría herirme tanto ya.
Envuelta en una capa que me molestaba increíblemente pese al frescor del otoño en el que estaba aquella noche (porque claro, si iba a cometer un acto como aquel tendría que ser de noche y en secreto, si no ¿qué clase de cliché sería?), me deslicé entre las calles parisinas en dirección al enorme burdel que nunca dejaba de estar frecuentado. No dejaba de resultarme irónico que aun así la Inquisición siguiera teniendo la fuerza que tenía, o me lo resultaría si no supiera que la mayoría de los eclesiásticos de París tenían tanta convicción en cumplir con lo que predicaban como yo o el puerco de Lemarchand. En fin, había ido allí a hacer lo que tenía que hacer, y por eso en cuanto entré en el local ignoré los rostros y cuerpos deseosos de cumplir con cualquier fantasía que se me ocurriera (y tenía una rica imaginación, por cierto) para acudir directamente a la madame, que regentaba el local y tenía hueco para escuchar una petición tan poco extraña como lo fue la mía. Y es que, en un local lleno de extranjeros, ¿cómo no sería normal que hubiera gran disponibilidad de hombres con la descripción tan genérica que le había proporcionado yo en apenas un par de frases? Incluso me comentó, con falso tono de confidencia que solamente buscaba captarme como clienta, quiénes eran los mejores, y por eso elegí precisamente a quien menos tiempo bebió de las alabanzas que salían de sus labios demasiado rojos e hinchados. Su nombre era Oscar Llobregat, y decía que era del este del continente por mucho que su nombre sonara a español, pero a mí realmente no me importaba demasiado porque solamente quería verlo y llegar a un acuerdo con él. Por eso, a regañadientes, la madame me acompañó a un sofá donde me aposenté tranquila y perezosamente mientras ella iba a por quien había logrado despertar mi interés sin, siquiera, aparecer directamente. Curioso.
Una vez allí, podían tardar todo lo que quisieran porque yo no tenía prisa alguna, no cuando no tenía absolutamente nada mejor que hacer que esperar allí mientras me aseguraba de convertir aquel sofá en mi territorio, pequeñas manías de licántropo que aún no podía quitarme del todo. Por eso, me quité la capa y me quedé con la camisa medio transparente que portaba, con mangas anchas y bohemias pero llena de estrecheces a la altura de mi busto, y de ahí hacia abajo. Pantalón y corsé eran una misma cosa, prácticamente, dado que la impresión visual de ambas piezas, negras, era de continuidad, y mis botas de tacón con cordones escondían en su caña no solamente la tela del pantalón atrapado sino, también, pequeñas armas que portaba por si acaso. Era mi costumbre hacerlo, ya nunca iba totalmente desarmada aunque mis poderes me permitieran no estar indefensa en cualquier situación, y por mucho que no tuviera ninguna intención de provocar un baño de sangre en el burdel nunca estaba de más ser precavida, y yo, por mucho que no lo pareciera, a veces podía serlo... sin que sirviera de precedente. En un momento dado, la madame volvió acompañada de un chico que, para mi ligera sorpresa, aparentaba ser algo mayor que yo, pese a lo cual su atractivo era innegable, especialmente en sus ojos, que se correspondían a la perfección con la descripción de los gustos del viejo cerdo. Era perfecto para él, y me felicité en mi fuero interno por lo acertado de mi elección, así que le hice un gesto para que se sentara conmigo y, después, crucé las piernas, con un brazo apoyado indolentemente sobre el sofá y medio girada hacia él.
– Oscar, ¿no? Tal y como te ha descrito la madame, pensaba que estabas más cerca de ser un monstruo deforme que de un hombre atractivo, pero supongo que la vida no es nada sin sorpresas agradables como estas.
El padre Lemarchand era un auténtico ejemplar de cerdo, de esos que pasados los Pirineos convertían en delicias culinarias, vestido con una sotana que ni en su color negro lograba disimular que parecía un hombre a una barriga pegado. Por eso, y porque apestaba y su opinión respecto a las mujeres era que sólo valían para ser limpiadoras o criadas, yo no iba a ser plato de su gusto, aunque él se lo perdía. Además, y a riesgo de traumatizarme de por vida (aún más, quiero decir), lo había espiado alguna vez y había comprobado que su misoginia era signo de su desviación sexual, al menos según la llamaba él cuando tocaba condenarla en un sermón público. ¿Es que no quedaba nadie que no fuera hipócrita...? Porque, además, tenía un tipo sumamente marcado: hombres de labios gruesos, cabellos castaños y ojos marrones pero con pizcas de otros colores, ya fuera avellana, verde, ámbar o incluso azul. Vamos, que además de pecador lo hacía con clase, el muy cerdo (no literalmente, pero casi, que sólo le faltaba revolcarse en el lodo y no me sorprendería si un día lo hacía...), y dado que mi única oportunidad de acceder al beneficio de alguien como él, que no contento con todo lo que era también controlaba un buen puñado de misiones beneficiosas relativas a los vampiros, tendría que acercarme al burdel, y disfrazada... como si fuera la primera vez que iba. No era como si necesitara buscar allí para satisfacer mis deseos carnales, pero había algo en la falta de preámbulos pudorosos y en la libertad que allí se respiraba (figuradamente, claro, porque muchos allí estaban por obligación) en lo sexual al menos que me atraía como la luz a un pobre mosquito que pronto se verá consumido por el fuego de la hoguera en cuestión. Sólo que yo no era un mosquito, y nada podría herirme tanto ya.
Envuelta en una capa que me molestaba increíblemente pese al frescor del otoño en el que estaba aquella noche (porque claro, si iba a cometer un acto como aquel tendría que ser de noche y en secreto, si no ¿qué clase de cliché sería?), me deslicé entre las calles parisinas en dirección al enorme burdel que nunca dejaba de estar frecuentado. No dejaba de resultarme irónico que aun así la Inquisición siguiera teniendo la fuerza que tenía, o me lo resultaría si no supiera que la mayoría de los eclesiásticos de París tenían tanta convicción en cumplir con lo que predicaban como yo o el puerco de Lemarchand. En fin, había ido allí a hacer lo que tenía que hacer, y por eso en cuanto entré en el local ignoré los rostros y cuerpos deseosos de cumplir con cualquier fantasía que se me ocurriera (y tenía una rica imaginación, por cierto) para acudir directamente a la madame, que regentaba el local y tenía hueco para escuchar una petición tan poco extraña como lo fue la mía. Y es que, en un local lleno de extranjeros, ¿cómo no sería normal que hubiera gran disponibilidad de hombres con la descripción tan genérica que le había proporcionado yo en apenas un par de frases? Incluso me comentó, con falso tono de confidencia que solamente buscaba captarme como clienta, quiénes eran los mejores, y por eso elegí precisamente a quien menos tiempo bebió de las alabanzas que salían de sus labios demasiado rojos e hinchados. Su nombre era Oscar Llobregat, y decía que era del este del continente por mucho que su nombre sonara a español, pero a mí realmente no me importaba demasiado porque solamente quería verlo y llegar a un acuerdo con él. Por eso, a regañadientes, la madame me acompañó a un sofá donde me aposenté tranquila y perezosamente mientras ella iba a por quien había logrado despertar mi interés sin, siquiera, aparecer directamente. Curioso.
Una vez allí, podían tardar todo lo que quisieran porque yo no tenía prisa alguna, no cuando no tenía absolutamente nada mejor que hacer que esperar allí mientras me aseguraba de convertir aquel sofá en mi territorio, pequeñas manías de licántropo que aún no podía quitarme del todo. Por eso, me quité la capa y me quedé con la camisa medio transparente que portaba, con mangas anchas y bohemias pero llena de estrecheces a la altura de mi busto, y de ahí hacia abajo. Pantalón y corsé eran una misma cosa, prácticamente, dado que la impresión visual de ambas piezas, negras, era de continuidad, y mis botas de tacón con cordones escondían en su caña no solamente la tela del pantalón atrapado sino, también, pequeñas armas que portaba por si acaso. Era mi costumbre hacerlo, ya nunca iba totalmente desarmada aunque mis poderes me permitieran no estar indefensa en cualquier situación, y por mucho que no tuviera ninguna intención de provocar un baño de sangre en el burdel nunca estaba de más ser precavida, y yo, por mucho que no lo pareciera, a veces podía serlo... sin que sirviera de precedente. En un momento dado, la madame volvió acompañada de un chico que, para mi ligera sorpresa, aparentaba ser algo mayor que yo, pese a lo cual su atractivo era innegable, especialmente en sus ojos, que se correspondían a la perfección con la descripción de los gustos del viejo cerdo. Era perfecto para él, y me felicité en mi fuero interno por lo acertado de mi elección, así que le hice un gesto para que se sentara conmigo y, después, crucé las piernas, con un brazo apoyado indolentemente sobre el sofá y medio girada hacia él.
– Oscar, ¿no? Tal y como te ha descrito la madame, pensaba que estabas más cerca de ser un monstruo deforme que de un hombre atractivo, pero supongo que la vida no es nada sin sorpresas agradables como estas.
Invitado- Invitado
Re: Closer {Privado} {+18}
No solía dejarse caer por las zonas pomposas de la sala principal, primeramente no coincidía con su estatus social y plantarse allí en medio, acomodado entre madera de sangre azul y flácido terciopelo, en su caso era como sentarse desnudo en una iglesia: no cabía duda de que le miraría todo el mundo, pero no por eso significaba que estuviera en el lugar que le correspondía. La mayor parte del tiempo dentro de aquella eventualidad consistía en un examen lacónico hacia el resto de sus compañeros, fijándose en el porte ostentoso de la gente que los pretendía y en cómo se amoldaba a la esencia que también desprendían ellos. Oscar no era de alta alcurnia y aunque en lo sumamente distinguido de sus mejores galas pudiera ofrecer un aspecto lo suficientemente vistoso, los que tenían acceso a una renta más elevada preferían centrarse en algo vistoso del todo; les gustaba más arrejuntarse con los de su 'condición'. De ahí que el polaco no eligiera ese lugar porque esperara que le siguieran dando trabajo, a no ser que sencillamente pudiera permitirse algo de descanso y observar a los demás para seguir aprendiendo… Claro que no era como si a esas alturas, a Oscar le hiciera falta aprender. Llevaba cinco años fornicando con la experiencia.
Notó algo de sombras cerca de su asiento, pero no fue hasta que el peso del sofá crujió a su lado que se volteó para comprobar que aquel sería uno de los días que le sorprenderían un poco. Y no se refería exactamente a la mujer de mediana edad que se había sentado junto a él, acompañada de otro cortesano que se había colocado encima de su regazo a horcajadas. Ni el uno ni la otra le estaban prestando atención, creyendo seguramente que el joven estaba allí por accidente (y no porque supieran que su presencia no era normal por aquellos lares, sino porque habrían tomado por piedrecilla en el camino a cualquiera que se interpusiera entre el escote de ella y los labios de él). Ignorándolos más incluso de lo que le estaban ignorando a él, Oscar siguió mirando en una dirección similar y descubrió a lo lejos que el asombro de la noche llevaba lápiz de labios y olía como debía de oler la llave del paraíso. Y eso sonaba perturbador, especialmente si la fémina en cuestión no había pasado cerca de su nariz, ni siquiera cerca de él en sí. Fue esa breve chispa de demencia, tan clara y obscena, que por un instante consiguió que se sintiera un enfermo en mitad de un prostíbulo, lo que hizo que no apartara los ojos de la chica que acababa de aparecer a unos metros. Hasta que ésta siguió caminando y el resto de obstáculos visuales a su alrededor, ya fueran animados o inanimados, la taparon del todo.
Una vez volvió a poner los pies en la tierra, casi estuvo a punto de arrearle un puñetazo a su compañero y que su molesta clienta saliera volando junto a él, puestos a pedir. De repente, el burdel se le hizo demasiado ruidoso para poder adaptarse con comodidad a esa confusión tan fugaz y extraña que acababa de darle las buenas noches sólo con observar a una de tantas mujeres anónimas que hacían acto de presencia en busca de carne y aliento. De manera que sencillamente optó por ponerse en pie al fin y marcharse a su habitación, no porque quisiera evitarse problemas o necesitara asimilar aquello con algo así como la cautela (no le solía quedar mucha después de tantas horas de laburo), sino porque su curiosidad podía llegar a ser muy peligrosa y corrosiva, y encerrado en su habitación sólo afectaría a su propia cabeza. Ya la tenía acostumbrada, por no hablar de que le sacaría muchísimo más partido lejos de tanta carcajada superflua. No mordía la mano que le daba de comer, pero en momentos como ése sólo podía mirarla con recelo.
Igual que el ambiente había interrumpido su interesante contemplación, sus intenciones de abandonarlo no corrieron un destino diferente, esta vez de una forma más contundente que agradeció, aunque los modales de su jefa siempre dejaran mucho que desear. La madame apareció y se aferró a su brazo como si fuera una viejecita que necesita cruzar la calle en compañía, pero con una agresividad más propia de los carteristas novatos que aunque han sido descubiertos en el acto, no dejan de estirar con fuerza. No se la veía con una expresión muy conforme, pero sí con la misma autosuficiencia que saboreaba sólo con su cargo, y se ocupó de que él opusiera menos resistencia de la que debía explicándole velozmente que una clienta con dinero le había elegido por encima de otros y más le valía ser el doble de encantador o de lo que soliera ser para gustar tanto. Todo eso sin dejar de arrastrarlo por el alterne hasta dejarlo a solas con la protagonista de la noche, aquella mujer desconocida que tanto le había llamado la atención al verla entrar. Sí, por usar una descripción sencilla.
Ahora que la tenía mucho más cerca para volver a referirse a su aroma con algo más de veracidad, era irónico que eso se le hubiera olvidado y estuviera más pendiente de observarla con un mayor raciocinio. Por la suavidad de las facciones de su cara, juguetonas y aniñadas, supo ver que era algo más joven que él, pero su expresión y su satisfecho (para ella y quienes la contemplasen) acto de presencia acicalaban una beldad demasiado imponente para su edad. Su aspecto y cómo sabía lucirlo, perfectamente podrían conseguir que hasta los que trabajaban allí le pagaran a ella a cambio de lo mismo en lo que se ganaban la vida: sexo. Al propio Oscar le habría dado vergüenza compararse siendo él quien estaba ahí para complacer, pero a pocos eventos acudía ya su vergüenza y ésa era una de las razones por las que con su camisa holgada, de terciopelo rojo insolente, y sus calzas, último regalo de un cliente, resaltaban su atractivo y hasta su virilidad, a diferencia de otros compañeros cuyo ropero era mucho más caro. Y en cualquier caso, nada más la escuchó hablar, supo también que la primera vía que debía vigilarle era ésa, la que liberaba sus palabras y dominaba toda la situación. Menuda hembra.
La madame está acostumbrada a decorar toda clase de fantasías ajenas, y aun así creo que todavía no ha conseguido comprender ni las menos censurables. Un cortesano 'normal' en mitad de todo eso se debe de hacer el doble de grotesco, más si a día de hoy le sigo saliendo rentable –comentó, mientras se aproximaba con calma para obedecer su gesto y tomaba asiento a su vera-. Una ofensa rentable.
Estaba seguro de que aquella mujer no venía buscando lo mismo que el resto. Él sabía reconocer a otras ovejas negras en aquel rebaño ciego de monótonos instintos.
Notó algo de sombras cerca de su asiento, pero no fue hasta que el peso del sofá crujió a su lado que se volteó para comprobar que aquel sería uno de los días que le sorprenderían un poco. Y no se refería exactamente a la mujer de mediana edad que se había sentado junto a él, acompañada de otro cortesano que se había colocado encima de su regazo a horcajadas. Ni el uno ni la otra le estaban prestando atención, creyendo seguramente que el joven estaba allí por accidente (y no porque supieran que su presencia no era normal por aquellos lares, sino porque habrían tomado por piedrecilla en el camino a cualquiera que se interpusiera entre el escote de ella y los labios de él). Ignorándolos más incluso de lo que le estaban ignorando a él, Oscar siguió mirando en una dirección similar y descubrió a lo lejos que el asombro de la noche llevaba lápiz de labios y olía como debía de oler la llave del paraíso. Y eso sonaba perturbador, especialmente si la fémina en cuestión no había pasado cerca de su nariz, ni siquiera cerca de él en sí. Fue esa breve chispa de demencia, tan clara y obscena, que por un instante consiguió que se sintiera un enfermo en mitad de un prostíbulo, lo que hizo que no apartara los ojos de la chica que acababa de aparecer a unos metros. Hasta que ésta siguió caminando y el resto de obstáculos visuales a su alrededor, ya fueran animados o inanimados, la taparon del todo.
Una vez volvió a poner los pies en la tierra, casi estuvo a punto de arrearle un puñetazo a su compañero y que su molesta clienta saliera volando junto a él, puestos a pedir. De repente, el burdel se le hizo demasiado ruidoso para poder adaptarse con comodidad a esa confusión tan fugaz y extraña que acababa de darle las buenas noches sólo con observar a una de tantas mujeres anónimas que hacían acto de presencia en busca de carne y aliento. De manera que sencillamente optó por ponerse en pie al fin y marcharse a su habitación, no porque quisiera evitarse problemas o necesitara asimilar aquello con algo así como la cautela (no le solía quedar mucha después de tantas horas de laburo), sino porque su curiosidad podía llegar a ser muy peligrosa y corrosiva, y encerrado en su habitación sólo afectaría a su propia cabeza. Ya la tenía acostumbrada, por no hablar de que le sacaría muchísimo más partido lejos de tanta carcajada superflua. No mordía la mano que le daba de comer, pero en momentos como ése sólo podía mirarla con recelo.
Igual que el ambiente había interrumpido su interesante contemplación, sus intenciones de abandonarlo no corrieron un destino diferente, esta vez de una forma más contundente que agradeció, aunque los modales de su jefa siempre dejaran mucho que desear. La madame apareció y se aferró a su brazo como si fuera una viejecita que necesita cruzar la calle en compañía, pero con una agresividad más propia de los carteristas novatos que aunque han sido descubiertos en el acto, no dejan de estirar con fuerza. No se la veía con una expresión muy conforme, pero sí con la misma autosuficiencia que saboreaba sólo con su cargo, y se ocupó de que él opusiera menos resistencia de la que debía explicándole velozmente que una clienta con dinero le había elegido por encima de otros y más le valía ser el doble de encantador o de lo que soliera ser para gustar tanto. Todo eso sin dejar de arrastrarlo por el alterne hasta dejarlo a solas con la protagonista de la noche, aquella mujer desconocida que tanto le había llamado la atención al verla entrar. Sí, por usar una descripción sencilla.
Ahora que la tenía mucho más cerca para volver a referirse a su aroma con algo más de veracidad, era irónico que eso se le hubiera olvidado y estuviera más pendiente de observarla con un mayor raciocinio. Por la suavidad de las facciones de su cara, juguetonas y aniñadas, supo ver que era algo más joven que él, pero su expresión y su satisfecho (para ella y quienes la contemplasen) acto de presencia acicalaban una beldad demasiado imponente para su edad. Su aspecto y cómo sabía lucirlo, perfectamente podrían conseguir que hasta los que trabajaban allí le pagaran a ella a cambio de lo mismo en lo que se ganaban la vida: sexo. Al propio Oscar le habría dado vergüenza compararse siendo él quien estaba ahí para complacer, pero a pocos eventos acudía ya su vergüenza y ésa era una de las razones por las que con su camisa holgada, de terciopelo rojo insolente, y sus calzas, último regalo de un cliente, resaltaban su atractivo y hasta su virilidad, a diferencia de otros compañeros cuyo ropero era mucho más caro. Y en cualquier caso, nada más la escuchó hablar, supo también que la primera vía que debía vigilarle era ésa, la que liberaba sus palabras y dominaba toda la situación. Menuda hembra.
La madame está acostumbrada a decorar toda clase de fantasías ajenas, y aun así creo que todavía no ha conseguido comprender ni las menos censurables. Un cortesano 'normal' en mitad de todo eso se debe de hacer el doble de grotesco, más si a día de hoy le sigo saliendo rentable –comentó, mientras se aproximaba con calma para obedecer su gesto y tomaba asiento a su vera-. Una ofensa rentable.
Estaba seguro de que aquella mujer no venía buscando lo mismo que el resto. Él sabía reconocer a otras ovejas negras en aquel rebaño ciego de monótonos instintos.
Última edición por Oscar Llobregat el Lun Dic 15, 2014 11:04 pm, editado 1 vez
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Re: Closer {Privado} {+18}
No, Oscar Llobregat era lo más alejado a un monstruo que pudiera imaginar nunca, y yo de eso sabía mucho, habiéndome criado con mi padre, dedicándome a cazarlos y... ah, para algunos siéndolo yo, pero no era exactamente como si fuera malvada o monstruosa, eran las circunstancias quienes me habían hecho así. Y yo era buena e inocente... claro, quizá en los sueños de alguien, pero jamás en la realidad, porque había muchas palabras para describirme, pero esas dos no podían estar más lejos de mí porque, sencillamente, era imposible. Pero, volviendo a él, no entendía cómo la madame lo había puesto a caer de un burro cuando a quien tenía delante era exactamente lo que estaba buscando, desgraciadamente no para mí. ¿O sí? No tenía por qué revelar mi descubrimiento, ¿verdad...? Siempre podía proponerle el negocio, seguramente siendo cortesano habría hecho cosas peores que acostarse con un cura (si las había, vaya, y estaba casi totalmente segura de que así era), pero nadie decía que no pudiéramos salir los dos beneficiados, ¿no? Además, no era culpa mía que sus ojos fueran mucho más atrayentes de lo que había imaginado, y tampoco que el contraste entre lo que había escuchado de él y lo que empezaba a ver de él era tan grande que despertaba mi maldita curiosidad... Al final, acabaría liándome, yo lo sabía y él seguramente lo sabría cuando pasara porque si seguíamos hablando no tardaría mucho en llegar el momento, y ya que estaba allí pensaba aprovecharlo.
– Conozco fantasías de todos los tipos, tamaños, intensidades, colores y morbosidades posibles; conozco tantas que puede sorprender, dado que no me dedico a lo mismo que la madame, y aun así no te catalogaría de grotesco, precisamente. Atractivo, seguramente; interesante, sin duda, ya que sólo mirándome has conseguido despertar mi curiosidad, pero ¿grotesco? Por favor. Esa mujer no conoce el significado de la palabra...
Había desdén en mi tono, pero no hacia él sino hacia ella. Era una suerte de enemiga común que, sin llegar a ganarse mi odio (porque yo cuando odiaba lo hacía por motivos de peso, por la acumulación de malas obras que, por ejemplo, mi padre había conseguido sin despeinarse. Si no lo detestara tanto, seguramente lo felicitaría por haber conseguido semejante hazaña, que hasta ese momento yo había creído imposible), nos serviría para comenzar una conversación que, al final, iría por unos derroteros demasiado previsibles. No me gustaba haber ido allí con un propósito, lo admitía; pudiendo desviarme de mi objetivo original para acabar haciendo lo que me viniera en gana, algo normal dada mi incapacidad patológica para seguir órdenes, me molestaba tener que hacerlo, pero aun así era necesario... Incluso estropear al cortesano que tenía delante de mí, tan atractivo en su mirada que seguramente ni fuera consciente de la fuerza que escondían sus ojos oscuros. Con el tiempo había aprendido que tener un tipo de hombre (o de mujer, que yo no hacía ascos a ninguna de las dos cosas) era una pérdida de tiempo que impedía ver en alguien distinto a lo que crees en principio que te gusta algo que te atraiga, así que yo me limitaba a buscar a gente que, por el motivo que fuera, me llamara la atención, y él lo había hecho. La diferencia era, curiosamente dado que nos encontrábamos en el maldito burdel y yo había ido a contratarlo aunque no fuera para mí, que probablemente su mayor interés se encontraba en su psique y eso era lo que daba a sus rasgos lo que los hacía irresistibles. No era como si antes no fuera guapo, porque lo era, y además considerablemente, pero era lo que se escondía dentro de su cabeza lo que me interesaba y lo que me estaba haciendo plantearme si merecía la pena lo que había ido a hacer o si me compensaría más contratarlo para mí y quedarme más a gusto que un arbusto.
– Rentable... Sí, probablemente lo seas para ellos, pero ¿para el bolsillo de quien quiere tus servicios lo resultas también? Háblame de tus honorarios, Oscar, antes de poder hacerte mi oferta, una que por desgracia no me incluye a mí.
El dinero no me importaba lo más mínimo, tanto por ser una inquisidora y poder vivir a cuerpo de reina por la cortesía de la Iglesia (y aun así los odiaba... qué poco materialista era a veces) como por ser una Zarkozi. Si me preguntara qué pensaría mi padre de encontrarme allí, y más para corromper a un miembro de esa organización que le había permitido canalizar su odio hacia el mundo entero, seguramente se enfadaría, y esa certeza era lo que me hacía querer saborear un poco más la situación... eso, claro, y que Oscar delante de mí me resultaba interesante, como un puzzle particularmente complejo que quería resolver. Normalmente calar a la gente era muy sencillo y no era necesario más que una mirada para hacerlo, un par de frases en el caso más difícil, pero yo ya había intercambiado más de una oración con él y seguía pareciéndome inescrutable como al principio, así que era evidente que quería conocerlo un poco más. ¿Le pasaría a él conmigo? Probablemente, egocentrismo aparte, sí, ya que normalmente la gente que iba al burdel no era tan directa como yo podía llegar a serlo a veces (sí, esos escasísimos momentos en los que me daba por ser sincera y a los que nadie debería acostumbrarse porque eran algo tan poco frecuente como, qué sé yo, honradez en la Iglesia o un cura que no se tirase a niños, y yo de eso sabía mucho) y eso me diferenciaba de los demás. En el caso contrario, no me ofendería demasiado, no tanto porque un cortesano no me había prestado la atención suficiente, ya que no creía que fuera tan diferente a mí o que yo me encontrara tan lejos de esa profesión si en algún momento dejaba de ser inquisidora, sino más bien porque ese rechazo contra todo pronóstico sólo alimentaría más mi interés. Ahogué un suspiro y atrapé un mechón de pelo, distraída, entre mis dedos. Entonces, volví a mirarlo, con la certeza, a juzgar por mis pensamientos, de que me juntaba demasiado con hombres y al final acabaría pensando como ellos...
– Lo que quiero proponerte es algo no demasiado ortodoxo, pero que tengo motivos de sobra para poder desear. No sé si estarás de acuerdo, y aunque probablemente en otras circunstancias me habría dado igual que así fuera porque te habría obligado quisieras o no, creo que los dos podemos salir beneficiados de esto y que te compensa escucharlo, al menos. Pero es elección tuya.
– Conozco fantasías de todos los tipos, tamaños, intensidades, colores y morbosidades posibles; conozco tantas que puede sorprender, dado que no me dedico a lo mismo que la madame, y aun así no te catalogaría de grotesco, precisamente. Atractivo, seguramente; interesante, sin duda, ya que sólo mirándome has conseguido despertar mi curiosidad, pero ¿grotesco? Por favor. Esa mujer no conoce el significado de la palabra...
Había desdén en mi tono, pero no hacia él sino hacia ella. Era una suerte de enemiga común que, sin llegar a ganarse mi odio (porque yo cuando odiaba lo hacía por motivos de peso, por la acumulación de malas obras que, por ejemplo, mi padre había conseguido sin despeinarse. Si no lo detestara tanto, seguramente lo felicitaría por haber conseguido semejante hazaña, que hasta ese momento yo había creído imposible), nos serviría para comenzar una conversación que, al final, iría por unos derroteros demasiado previsibles. No me gustaba haber ido allí con un propósito, lo admitía; pudiendo desviarme de mi objetivo original para acabar haciendo lo que me viniera en gana, algo normal dada mi incapacidad patológica para seguir órdenes, me molestaba tener que hacerlo, pero aun así era necesario... Incluso estropear al cortesano que tenía delante de mí, tan atractivo en su mirada que seguramente ni fuera consciente de la fuerza que escondían sus ojos oscuros. Con el tiempo había aprendido que tener un tipo de hombre (o de mujer, que yo no hacía ascos a ninguna de las dos cosas) era una pérdida de tiempo que impedía ver en alguien distinto a lo que crees en principio que te gusta algo que te atraiga, así que yo me limitaba a buscar a gente que, por el motivo que fuera, me llamara la atención, y él lo había hecho. La diferencia era, curiosamente dado que nos encontrábamos en el maldito burdel y yo había ido a contratarlo aunque no fuera para mí, que probablemente su mayor interés se encontraba en su psique y eso era lo que daba a sus rasgos lo que los hacía irresistibles. No era como si antes no fuera guapo, porque lo era, y además considerablemente, pero era lo que se escondía dentro de su cabeza lo que me interesaba y lo que me estaba haciendo plantearme si merecía la pena lo que había ido a hacer o si me compensaría más contratarlo para mí y quedarme más a gusto que un arbusto.
– Rentable... Sí, probablemente lo seas para ellos, pero ¿para el bolsillo de quien quiere tus servicios lo resultas también? Háblame de tus honorarios, Oscar, antes de poder hacerte mi oferta, una que por desgracia no me incluye a mí.
El dinero no me importaba lo más mínimo, tanto por ser una inquisidora y poder vivir a cuerpo de reina por la cortesía de la Iglesia (y aun así los odiaba... qué poco materialista era a veces) como por ser una Zarkozi. Si me preguntara qué pensaría mi padre de encontrarme allí, y más para corromper a un miembro de esa organización que le había permitido canalizar su odio hacia el mundo entero, seguramente se enfadaría, y esa certeza era lo que me hacía querer saborear un poco más la situación... eso, claro, y que Oscar delante de mí me resultaba interesante, como un puzzle particularmente complejo que quería resolver. Normalmente calar a la gente era muy sencillo y no era necesario más que una mirada para hacerlo, un par de frases en el caso más difícil, pero yo ya había intercambiado más de una oración con él y seguía pareciéndome inescrutable como al principio, así que era evidente que quería conocerlo un poco más. ¿Le pasaría a él conmigo? Probablemente, egocentrismo aparte, sí, ya que normalmente la gente que iba al burdel no era tan directa como yo podía llegar a serlo a veces (sí, esos escasísimos momentos en los que me daba por ser sincera y a los que nadie debería acostumbrarse porque eran algo tan poco frecuente como, qué sé yo, honradez en la Iglesia o un cura que no se tirase a niños, y yo de eso sabía mucho) y eso me diferenciaba de los demás. En el caso contrario, no me ofendería demasiado, no tanto porque un cortesano no me había prestado la atención suficiente, ya que no creía que fuera tan diferente a mí o que yo me encontrara tan lejos de esa profesión si en algún momento dejaba de ser inquisidora, sino más bien porque ese rechazo contra todo pronóstico sólo alimentaría más mi interés. Ahogué un suspiro y atrapé un mechón de pelo, distraída, entre mis dedos. Entonces, volví a mirarlo, con la certeza, a juzgar por mis pensamientos, de que me juntaba demasiado con hombres y al final acabaría pensando como ellos...
– Lo que quiero proponerte es algo no demasiado ortodoxo, pero que tengo motivos de sobra para poder desear. No sé si estarás de acuerdo, y aunque probablemente en otras circunstancias me habría dado igual que así fuera porque te habría obligado quisieras o no, creo que los dos podemos salir beneficiados de esto y que te compensa escucharlo, al menos. Pero es elección tuya.
Invitado- Invitado
Re: Closer {Privado} {+18}
Qué podría haber habido en sus ojos para que aquella mujer los considerara parte de su magnetismo escapaba absolutamente a su comprensión de media noche en el burdel sin nada que perder y mucho que recibir, bueno y malo. Claro que ahora mismo apuntaba especialmente a lo bueno, pero Oscar había aprendido ya que en la vida todo iba un poco relacionado. Sí, podía ser que aquella futura clienta le acabara gustando, confirmando así los motivos de todas esas famélicas reacciones que había conseguido en él, que la ponían al mismo nivel de complicidad que cualquiera de los compañeros que también comprendían las vicisitudes del calor de la noche. Pero, aunque en el futuro supieran desenvolverse con la destreza que seguramente compartían para desechar las etiquetas y fundirse en la maravilla de lo espontáneo, le gustaría más de lo que debía gustarle nadie, mucho menos nadie que precisara de sus servicios como cortesano.
Aventuras y problemas, ¿qué no sería eso lo que ella habría visto en sus ojos para acabar seleccionándole de entre el público? O quizá, más bien era Oscar el que había visto eso mismo en los de ella, de una mezcla marrón y verde que se le antojó extrañamente parecida a la suya, aunque muchísimo más predadora. Sin duda, esa chica lo tenía todo para darle la vuelta a los roles de aquella destilería de vicios y que fuera el cortesano quien solicitara a su cliente que le enseñara lo que sabía hacer en la cama. Claro que no iba a ser ése el caso, al menos no en voz alta.
Si Oscar quería llevarse algo, no lo pediría con palabras.
Desde luego, esa mujer es lo último en lo que estoy pensando ahora –afirmó, refiriéndose a la madame que criticaban. Se permitió recostar la espalda completamente contra el sofá del que se habían apropiado y contemplar a su acompañante con deslenguada comodidad-. Me alegro de que se haya ido, o de que sepa respetar las elecciones de sus consumidores, porque de lo contrario, si me viera en estos momentos, seguramente volvería para sacarme a rastras y cambiarme por otro –y deslizó uno de sus brazos por encima del respaldo del mueble, deteniéndolo unos centímetros más arriba de los hombros de la joven-. Le molestaría que para mí esto no fuera una tortura.
Sonrió, sin poner reparos en la amplitud que adquiriera en sus labios, sin distinguir siquiera cómo se habrían debido de quedar (si hacia un lado o compitiendo por ver qué extremo se volvía más expresivo) y aun así, no tuvo más remedio que hacerlo después de escuchar cómo se metía con su jefa. Era la primera vez que un cliente se ponía de su parte frente a la autoridad del establecimiento y sin ni siquiera conocerle de nada, pues según se decía por ahí, a Oscar no le faltaba atractivo ni belleza, pero eso no bastaba para que cualquier persona acaudalada abogara por alguien de la condición social de un cortesano, abundando allí los atributos más deseables de París y que no se quedaban sólo en el polaco. Así que las razones que tuviera aquella desconocida para comprenderle y apoyarle en la jerarquía del prostíbulo se debían a una indiscutible sinceridad, aunque ella ya había dejado clara su opinión y eso no tenía más vuelta de hoja, por muy dado que fuera Oscar a revolver sus pensamientos. No le hacía falta una gran deducción para seguir confirmando la idea de que esa clienta había llegado para ser la excepción a muchas cosas y salirse de una norma que de todas maneras, ni conocería ni le importaría. Y eso la hacía todavía más interesante.
Mis honorarios… -repitió, primero de forma inapetente, igual que lo que le sugería el valor del dinero y su relación con el estatus social, que incluso en un empleo que él valoraba más de lo que la moral y la lógica se permitían, allí formaba una pirámide donde su escalón no era de los más elevados. Luego, se quedó algo perturbado ante el misterioso comentario de que su cometido no tenía que ver con ella misma. No porque fuera algo poco habitual, cosa que ya intuía de sobras, sino porque no podía evitar desilusionarse al quedarse fuera de la ecuación de sus pechos. Los mismos que evitó escrutarle a través de esa camisa medio transparente que lucía, antes de continuar:- Soy lo que llaman un cortesano de clase media, por lo que depende más de cuál sea la vuestra. Los clientes de menor poder adquisitivo no pueden bajar de cinco francos conmigo –de los que, como era de esperar, la burocracia del burdel se llevaba un alto porcentaje-. Juzgad vos si soy igual de rentable para unos que para otros.
Se veía a kilómetros (esos kilómetros que le habían bastado para fascinarle a distancia) que ella no era uno de esos clientes, de manera que el gesto podría quedarse en una mera formalidad y no en un posible impedimento. Es más, su forma de adornar el preámbulo a la proposición que tantos preparativos se tomaba habría podido tumbar a cualquier forzudo de circo gitano que se preciase, y Oscar, con su desengaño, su sabiduría y su curiosidad de animal callejero, no iba a ser diferente. Nada podía alejarlo ya de las ganas enormes que tenía de que la mujer desvelara cuáles eran sus deseos, fuese cual fuese su papel en ellos. Seguirían perteneciéndole a ella, a pesar de que incluyeran a una tercera persona.
Hablad –asintió-. Ya que, al parecer, vais a privarme de otras cosas, no lo hagáis de ésa. Soy todo oídos para vuestra boca –prosiguió, y esa vez sí que permitió que sus ojos se dieran un festín con el lienzo de su figura, mientras admiraba los trazos curvilíneos que estilizaban corsé y pantalón, desde sus pantorrillas hasta el borde de esos pechos con los que había fantaseado antes. Aunque no tenía pinta de dejar de hacerlo en adelante-. Y porque la imposición del dinero nunca es enteramente mía, yo quiero saber algo de vos: ¿Con qué nombre queréis que os llame?
No el que más le gustara, ni el que sonara mejor, ni siquiera el real. Sólo el nombre que ella quisiera escuchar de esos labios por los que todavía no había pagado. A decir verdad, porque tampoco le hacía falta hacerlo. Ya eran suyos y aún no lo sabía.
Aventuras y problemas, ¿qué no sería eso lo que ella habría visto en sus ojos para acabar seleccionándole de entre el público? O quizá, más bien era Oscar el que había visto eso mismo en los de ella, de una mezcla marrón y verde que se le antojó extrañamente parecida a la suya, aunque muchísimo más predadora. Sin duda, esa chica lo tenía todo para darle la vuelta a los roles de aquella destilería de vicios y que fuera el cortesano quien solicitara a su cliente que le enseñara lo que sabía hacer en la cama. Claro que no iba a ser ése el caso, al menos no en voz alta.
Si Oscar quería llevarse algo, no lo pediría con palabras.
Desde luego, esa mujer es lo último en lo que estoy pensando ahora –afirmó, refiriéndose a la madame que criticaban. Se permitió recostar la espalda completamente contra el sofá del que se habían apropiado y contemplar a su acompañante con deslenguada comodidad-. Me alegro de que se haya ido, o de que sepa respetar las elecciones de sus consumidores, porque de lo contrario, si me viera en estos momentos, seguramente volvería para sacarme a rastras y cambiarme por otro –y deslizó uno de sus brazos por encima del respaldo del mueble, deteniéndolo unos centímetros más arriba de los hombros de la joven-. Le molestaría que para mí esto no fuera una tortura.
Sonrió, sin poner reparos en la amplitud que adquiriera en sus labios, sin distinguir siquiera cómo se habrían debido de quedar (si hacia un lado o compitiendo por ver qué extremo se volvía más expresivo) y aun así, no tuvo más remedio que hacerlo después de escuchar cómo se metía con su jefa. Era la primera vez que un cliente se ponía de su parte frente a la autoridad del establecimiento y sin ni siquiera conocerle de nada, pues según se decía por ahí, a Oscar no le faltaba atractivo ni belleza, pero eso no bastaba para que cualquier persona acaudalada abogara por alguien de la condición social de un cortesano, abundando allí los atributos más deseables de París y que no se quedaban sólo en el polaco. Así que las razones que tuviera aquella desconocida para comprenderle y apoyarle en la jerarquía del prostíbulo se debían a una indiscutible sinceridad, aunque ella ya había dejado clara su opinión y eso no tenía más vuelta de hoja, por muy dado que fuera Oscar a revolver sus pensamientos. No le hacía falta una gran deducción para seguir confirmando la idea de que esa clienta había llegado para ser la excepción a muchas cosas y salirse de una norma que de todas maneras, ni conocería ni le importaría. Y eso la hacía todavía más interesante.
Mis honorarios… -repitió, primero de forma inapetente, igual que lo que le sugería el valor del dinero y su relación con el estatus social, que incluso en un empleo que él valoraba más de lo que la moral y la lógica se permitían, allí formaba una pirámide donde su escalón no era de los más elevados. Luego, se quedó algo perturbado ante el misterioso comentario de que su cometido no tenía que ver con ella misma. No porque fuera algo poco habitual, cosa que ya intuía de sobras, sino porque no podía evitar desilusionarse al quedarse fuera de la ecuación de sus pechos. Los mismos que evitó escrutarle a través de esa camisa medio transparente que lucía, antes de continuar:- Soy lo que llaman un cortesano de clase media, por lo que depende más de cuál sea la vuestra. Los clientes de menor poder adquisitivo no pueden bajar de cinco francos conmigo –de los que, como era de esperar, la burocracia del burdel se llevaba un alto porcentaje-. Juzgad vos si soy igual de rentable para unos que para otros.
Se veía a kilómetros (esos kilómetros que le habían bastado para fascinarle a distancia) que ella no era uno de esos clientes, de manera que el gesto podría quedarse en una mera formalidad y no en un posible impedimento. Es más, su forma de adornar el preámbulo a la proposición que tantos preparativos se tomaba habría podido tumbar a cualquier forzudo de circo gitano que se preciase, y Oscar, con su desengaño, su sabiduría y su curiosidad de animal callejero, no iba a ser diferente. Nada podía alejarlo ya de las ganas enormes que tenía de que la mujer desvelara cuáles eran sus deseos, fuese cual fuese su papel en ellos. Seguirían perteneciéndole a ella, a pesar de que incluyeran a una tercera persona.
Hablad –asintió-. Ya que, al parecer, vais a privarme de otras cosas, no lo hagáis de ésa. Soy todo oídos para vuestra boca –prosiguió, y esa vez sí que permitió que sus ojos se dieran un festín con el lienzo de su figura, mientras admiraba los trazos curvilíneos que estilizaban corsé y pantalón, desde sus pantorrillas hasta el borde de esos pechos con los que había fantaseado antes. Aunque no tenía pinta de dejar de hacerlo en adelante-. Y porque la imposición del dinero nunca es enteramente mía, yo quiero saber algo de vos: ¿Con qué nombre queréis que os llame?
No el que más le gustara, ni el que sonara mejor, ni siquiera el real. Sólo el nombre que ella quisiera escuchar de esos labios por los que todavía no había pagado. A decir verdad, porque tampoco le hacía falta hacerlo. Ya eran suyos y aún no lo sabía.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Closer {Privado} {+18}
La elección era mía, por supuesto, como lo había sido desde el momento en el que había entrado al burdel a condenar a un pobre cortesano al “amor” (porque dudaba de la existencia de tal palabra en el vocabulario de un miembro del clero) de un clérigo pestilente y asqueroso, pero por un instante me hizo pensar en las posibilidades infinitas que se habían abierto ante mí desde el momento en que lo dijo en voz alta. ¿Le permitiría llamarme Solange o preferiría Abigail? Por supuesto, dado que mi intención era establecer una relación de negocios con él era evidente que no le daría uno falso, que se me olvidaría al siguiente encuentro; anularía la magia de la escasa duración de nuestro escarceo, por descontado, pero sentaría las bases de algo mucho más prolongado... todo lo que un cortesano pudiera tener como relación social con una cliente indirecta, por supuesto. Y aunque la tentación de sus labios vocalizando Solange deslizaba por mi espalda escalofríos de odio por el nombre y de auténtico ardor por el acto de imaginar cómo sonaba mi segundo nombre pronunciado por él, era más fuerte el rencor y el odio que sentía por aquel vocablo que solamente mi padre utilizaba conmigo, en vez de mi preferido Abigail. No había mucha elección, si lo pensaba bien, y aun así él me la había concedido casi como si se tratara de un regalo, uno que acepté con gracia pero que moldeé a mi manera porque no había otra forma de llevar adelante nuestra curiosa relación si no. Llevé una mano a mi escote y de entre mis pechos, cómodamente aposentado debo añadir, saqué un saquito de cuero en cuyo interior se escuchaba de forma suave y mitigada el tintineo de las monedas, los francos que le pagaría, no en una cantidad tan escasa como él me había pedido, sino como algo mayor para que él tuviera algo que arrancar al burdel que amenazaba con quedarse con sus ganancias. Realmente sentía que debía compensar el mal rato que le haría pasar, a él y a cualquiera en su situación, por ganar algo que pudiera beneficiarme, pero la diferencia entre él y los demás era que con el resto nunca sería tan generosa como planeaba serlo con él y como demostré efectivamente ser al depositar el saquito en su mano con un ademán que solamente él y yo vimos.
– ¿Quieres que te cuente un secreto? Hay más de cinco francos... Pero contar nunca ha sido mi punto fuerte, así que si yo fuera tú me aprovecharía, escondería las monedas y dejaría esto como un dulce secreto entre nosotros, ¿de acuerdo?
En algún momento antes de vocalizar mis intenciones, demostrando un interés por el dinero tan escaso como el que él había expuesto, me había acercado a él todo lo posible y había delineado el lóbulo de su oreja con los labios, resistiendo el impulso de morderlo sólo de casualidad. Tal acercamiento me había permitido susurrarle mis palabras al oído como si fuera una auténtica confidencia, y también depositar el saquito en sus manos de forma que pareció un simple acercamiento carnal, y no algo tan abrumador como el timo al que estaba sometiendo al burdel. Oh, bueno, como si ellos no lo hicieran constantemente con sus trabajadores... Yo sólo les pagaba con su misma moneda, nunca mejor dicho, y la hilaridad que me produjeron mis pensamientos causó que me decidiera a mordisquear su oreja de una vez, aunque por un espacio tan breve de tiempo que en cuanto me separé la falta de su cercanía se volvió casi dolorosa. Qué embriagador... Ante la mirada inquisitiva de la madame, que parecía haber vuelto a dedicarnos su atención por completo, decidí continuar con el juego, como si no lo deseara con todas mis fuerzas, y subir las piernas al sofá sobre el que nos encontrábamos para enredarlas con las de Oscar, que de pronto volvió a estar tan cerca de mí que apenas un soplido o un suspiro rebelde cabía entre nosotros. Además, acaricié su mentón y examiné su rostro bajo la luz de la nueva cercanía que nos unía, bebí de sus rasgos y acaricié su piel suave y embriagadora, igual que sus ojos, igual que su olor. Si de verdad mi intención estaba dedicada a venderlo al mejor postor a un clérigo al que apenas conocía, y aun así conocía mejor de lo que deseaba, me estaba alejando totalmente de lo que mi mente sabía que era lo correcto, pero ¿a quién demonios le importaba...? Además, era correcto en tanto a mí me satisfacía, y su cercanía lo hacía enormemente, por lo que ¿por qué no jugar con la comida antes de llevármela a la boca y paladearla como tanto deseaba hacer?
– No tengo por qué privaros de nada, monsieur, he pagado por vuestro tiempo y podemos utilizarlo como me plazca. Lo que tengo en mente es un ofrecimiento, un negocio del que el burdel se hará cargo como un absurdo usurero sediento de beneficios e intereses, pero que puede resultaros valioso... Si tenéis estómago para aguantarlo, por supuesto. A cambio de una considerable suma de dinero que yo me encargaría de proveer, deberéis ofrecer vuestros servicios a otra persona, un clérigo que encarna los vicios de nuestra querida Iglesia mejor que nadie que conozca. Por supuesto, podéis negaros y también podéis ponerme condiciones; esto es una negociación, y mientras dure tenéis absoluta libertad para hacer lo que deseéis. Absolutamente todo.
Sonreí de medio lado y lo miré, con los ojos entrecerrados clavados en los suyos. No podía evitar que aun habiendo empezado a hablar del negocio me hubiera desviado hacia un tema opuesto por completo, quizá hechizada por sus ojos o quizá asqueada por el recuerdo del clérigo a cuya pocilga quería arrojarlo por un triste puñado de monedas. El cortesano que tenía frente a mí no lo merecía, por supuesto, ya que en todo caso era mucho más digno de pasar la velada conmigo que con el clérigo, mas mi ambición permanecía inamovible y tan en su posición como siempre, por lo que el ofrecimiento se mantenía... con todos los matices, no obstante, que él quisiera imponer. Estaba abierta en todos los sentidos, también a negociar las condiciones que él deseara imponer, ya que al final con tal de que ambos nos saliéramos con la nuestra la noche sería fructífera, especialmente si lo probaba, y no deseaba irme del burdel sin haber catado sus labios al menos una vez. Tal vez por eso aproveché la cercanía que nos había impuesto a ambos para rozar sus labios con los míos, y definitivamente fue por aquel gesto que terminé por robarle un intenso ósculo tras el que me separé casi a regañadientes, mordiendo su labio inferior y estirando de él para que no se separara demasiado, porque entonces sí que no estaría dispuesta a darle condiciones favorables. Lo deseaba intensamente, era capaz de compaginar gracias a él la perspectiva de mi propio beneficio con el suyo y el descubrimiento de un amante al mejor postor al que poder acercarme cuando así me placiese, mas si no seguía mis caprichos y la atracción que sabía que nos había atrapado a los dos por igual no sería tan fácil de tratar como hasta aquel momento. Por suerte, sabía o intuía de esa manera que sólo las mujeres poseemos que se mostraría dispuesto a, al menos, escucharme, y por eso sentía la tranquilidad que me producía poseer la certeza de tenerlo para mí durante lo que durara la noche, seguramente demasiado poco tiempo para lo que me gustaría.
– ¿Quieres que te cuente un secreto? Hay más de cinco francos... Pero contar nunca ha sido mi punto fuerte, así que si yo fuera tú me aprovecharía, escondería las monedas y dejaría esto como un dulce secreto entre nosotros, ¿de acuerdo?
En algún momento antes de vocalizar mis intenciones, demostrando un interés por el dinero tan escaso como el que él había expuesto, me había acercado a él todo lo posible y había delineado el lóbulo de su oreja con los labios, resistiendo el impulso de morderlo sólo de casualidad. Tal acercamiento me había permitido susurrarle mis palabras al oído como si fuera una auténtica confidencia, y también depositar el saquito en sus manos de forma que pareció un simple acercamiento carnal, y no algo tan abrumador como el timo al que estaba sometiendo al burdel. Oh, bueno, como si ellos no lo hicieran constantemente con sus trabajadores... Yo sólo les pagaba con su misma moneda, nunca mejor dicho, y la hilaridad que me produjeron mis pensamientos causó que me decidiera a mordisquear su oreja de una vez, aunque por un espacio tan breve de tiempo que en cuanto me separé la falta de su cercanía se volvió casi dolorosa. Qué embriagador... Ante la mirada inquisitiva de la madame, que parecía haber vuelto a dedicarnos su atención por completo, decidí continuar con el juego, como si no lo deseara con todas mis fuerzas, y subir las piernas al sofá sobre el que nos encontrábamos para enredarlas con las de Oscar, que de pronto volvió a estar tan cerca de mí que apenas un soplido o un suspiro rebelde cabía entre nosotros. Además, acaricié su mentón y examiné su rostro bajo la luz de la nueva cercanía que nos unía, bebí de sus rasgos y acaricié su piel suave y embriagadora, igual que sus ojos, igual que su olor. Si de verdad mi intención estaba dedicada a venderlo al mejor postor a un clérigo al que apenas conocía, y aun así conocía mejor de lo que deseaba, me estaba alejando totalmente de lo que mi mente sabía que era lo correcto, pero ¿a quién demonios le importaba...? Además, era correcto en tanto a mí me satisfacía, y su cercanía lo hacía enormemente, por lo que ¿por qué no jugar con la comida antes de llevármela a la boca y paladearla como tanto deseaba hacer?
– No tengo por qué privaros de nada, monsieur, he pagado por vuestro tiempo y podemos utilizarlo como me plazca. Lo que tengo en mente es un ofrecimiento, un negocio del que el burdel se hará cargo como un absurdo usurero sediento de beneficios e intereses, pero que puede resultaros valioso... Si tenéis estómago para aguantarlo, por supuesto. A cambio de una considerable suma de dinero que yo me encargaría de proveer, deberéis ofrecer vuestros servicios a otra persona, un clérigo que encarna los vicios de nuestra querida Iglesia mejor que nadie que conozca. Por supuesto, podéis negaros y también podéis ponerme condiciones; esto es una negociación, y mientras dure tenéis absoluta libertad para hacer lo que deseéis. Absolutamente todo.
Sonreí de medio lado y lo miré, con los ojos entrecerrados clavados en los suyos. No podía evitar que aun habiendo empezado a hablar del negocio me hubiera desviado hacia un tema opuesto por completo, quizá hechizada por sus ojos o quizá asqueada por el recuerdo del clérigo a cuya pocilga quería arrojarlo por un triste puñado de monedas. El cortesano que tenía frente a mí no lo merecía, por supuesto, ya que en todo caso era mucho más digno de pasar la velada conmigo que con el clérigo, mas mi ambición permanecía inamovible y tan en su posición como siempre, por lo que el ofrecimiento se mantenía... con todos los matices, no obstante, que él quisiera imponer. Estaba abierta en todos los sentidos, también a negociar las condiciones que él deseara imponer, ya que al final con tal de que ambos nos saliéramos con la nuestra la noche sería fructífera, especialmente si lo probaba, y no deseaba irme del burdel sin haber catado sus labios al menos una vez. Tal vez por eso aproveché la cercanía que nos había impuesto a ambos para rozar sus labios con los míos, y definitivamente fue por aquel gesto que terminé por robarle un intenso ósculo tras el que me separé casi a regañadientes, mordiendo su labio inferior y estirando de él para que no se separara demasiado, porque entonces sí que no estaría dispuesta a darle condiciones favorables. Lo deseaba intensamente, era capaz de compaginar gracias a él la perspectiva de mi propio beneficio con el suyo y el descubrimiento de un amante al mejor postor al que poder acercarme cuando así me placiese, mas si no seguía mis caprichos y la atracción que sabía que nos había atrapado a los dos por igual no sería tan fácil de tratar como hasta aquel momento. Por suerte, sabía o intuía de esa manera que sólo las mujeres poseemos que se mostraría dispuesto a, al menos, escucharme, y por eso sentía la tranquilidad que me producía poseer la certeza de tenerlo para mí durante lo que durara la noche, seguramente demasiado poco tiempo para lo que me gustaría.
Invitado- Invitado
Re: Closer {Privado} {+18}
Sin ningún atisbo de duda que pudiera restar en su incrédula experiencia como cortesano, Oscar daba fe de que aquélla era la clienta más interesante que le había tocado hasta el momento. Cada vez se confirmaba con una saña más y más bestia que la madame no tenía ni idea de las proporciones tan relevantes que podría alcanzar ese encargo, pues de lo contrario ni siquiera le hubiera mencionado a él entre la posible elección del género con el que allí se comerciaba. Aunque por la parte que le tocaba, el polaco mentiría si dijera que el dinero era lo único que le interesaba de esa joven, y además iría en contra de los principios que le habían llevado a trabajar como carne al plato en un burdel de París. Si entre sus planes estuviera hacerse rico, lo más seguro es que no hubiera llegado a conocer a esa atractiva consumidora, directamente, ni a muchos otros de los que aquel tortuoso empleo le había proveído a lo largo de tantos años. A Oscar siempre se le habían hecho más largos de lo que sería aceptable. Sano, por lo menos. Y de repente, tenía ante sí a una mujer a la que le sobraba belleza y carisma, interesada en contratar sus servicios por una suma más alta de lo que el prostíbulo le tenía permitido. Y no quería pensar que, quizá, mayor incluso que la que recibían compañeros de categoría más elevada, pero le era completamente imposible no fantasear con ello, si su interlocutora le estaba dando todas las señales en bandeja de plata. ¿Desde cuándo la suerte le sonreía de manera tan obvia? ¿Tan descarada? Suponía que esa misma suerte se habría hecho con parte de los atributos de la persona que le había acompañado a verle esa noche. Cosa que no podía volverla más apetitosa a sus ojos de desengañado existencialismo…
Apenas le dio tiempo a sentir cómo la adicción del aroma de aquella desconocida penetraba hasta más allá de su olfato, cuando su tacto ya estaba sosteniendo el saco de monedas antes de que la vista pudiera confirmarlo por todos y cada uno. El recuerdo de la cercanía había dejado pequeños brotes de calor en varios puntos de su cuerpo (y a ella no le había hecho falta ni rozar algunos), insuficientes y frustrados, sobre todo al mirar con sorpresa hacia la enigmática chica que acababa de recuperar distancias, y notar con mucha más contundencia los restos de su saliva en la oreja... Si algo de la bobalicona pubertad propia del sexo masculino hiciera acto de presencia ahora mismo, quedaría tan mal parado que su orgullo y su humillación pelearían por ver quién salía primero de allí, y Oscar era perfectamente consciente de la enorme ironía que había al pensar eso en mitad de un trabajo que consistía en fornicar hasta que el cliente quedara satisfecho. Avergonzarse de lo evidente que llegara a resultar el hecho de que ella podía hacer con él lo que quisiera, cuando se dedicaba precisamente a que los demás hicieran con él lo que quisieran… Claro que había una notable diferencia, y era que Oscar no siempre estaba acostumbrado a que fuera total y absolutamente recíproco. A que quitaran el burdel y el dinero y estuviera igual de dispuesto a que aquello ocurriera. Es más, si la otra no diera el primer paso, probablemente se encargaría él mismo de que ocurriera. No sólo le estaba atrayendo como hombre y toda la parte biológica que eso conllevaba, le estaba atrayendo como individuo por encima de cuantos rostros tuviera el recinto, la ciudad y el mundo.
De acuerdo –repitió, y fue toda su respuesta a lo que acababa de decirle respecto al saco de dinero (que el tío había podido prestar atención a sus palabras y todo, una auténtica hazaña como pocas)-. Gracias –añadió, a pesar de que los dos supieran que era totalmente innecesario. Aquella muchacha tenía toda la pinta de actuar por propia voluntad y él no dejaba de ser un cortesano que cobraba a cambio de sus atenciones. Sin embargo, estaba claro que no todos eran tan generosos con su posición, empezando por sus propios 'jefes', así que realmente agradecerlo no estaba de más; él también actuaba por propia voluntad al decidirse a expresarlo. Sin formalismos ni cursilerías, sólo porque se trataba de una reacción legítima, digna del trato que estaba recibiendo de ella.
Según parecía, su misteriosa demandante se había resistido a contestarle cómo se llamaba, y por culpa de eso, la necesidad de saber su nombre y la de saber por qué aún no se lo decía se volvían una sola. Estaba llegando a un punto en que la sed de respuestas se hacía tan copiosa como adictiva, y justo se estaba planteando otra vez si la poca dignidad que sentía, sobre todo a nivel profesional, acabaría por desviar completamente el interés que había mostrado hacia él y de súbito, se encontró preguntándoselo directamente a su boca. Suave, carnosa y con el mismo control que su dueña había demostrado desde el primer vistazo a lo lejos. Oscar se debía de haber envenenado con todo ese sabor a control sin reglas, porque durante los segundos, desgraciadamente escasos, que duró la intensidad del beso, su mente experimentó un oscuro vacío del que sólo podía escapar si extraía hasta la última gota que hubiera detrás de aquellos labios y entre la fricción de aquella lengua. Y así lo hizo, lo hizo de tal forma que hasta un guepardo hubiera envidiado la destreza varonil con la que impulsó cada uno de sus ardientes bocados.
A mi estómago ya nada puede sorprenderle… –empezó a contestar al fin, poco después de pasarse el dedo por debajo del labio inferior que había estado especialmente en contacto con los dientes de la chica- Dadas las características de vuestra… misión, a vos tampoco os sorprenderá saber que varios cargos de la Iglesia se presentan aquí de incógnito. No sería mi primera vez con uno de ellos –y desgraciadamente, su situación apuntaba a que tampoco sería la última-. Lo que sí me sorprende es que alguien como vos haga de intermediaria… Así que voy a dirigir mis negociaciones hacia esa dirección. Puesto que sí, acepto el encargo. Siendo la primera vez que como cortesano puedo usar esa palabra, 'aceptar', no estoy dispuesto a rechazarla –admitió, claro que rechazar cualquier cosa que ella le hubiera propuesto tampoco se encontraba entre las habilidades que todavía le quedaban después del huracán de aquel beso-. De los asuntos del parné que se encargue el burdel, yo a cambio sólo pido que me contéis más cosas. No necesariamente de ese clérigo, él me importa lo mismo que la mierda, sino del papel que jugáis vos en todo esto –habló, de hecho, impuso, con la potestad que ella misma le había concedido, como si al beber de sus labios hubiera encontrado la salida más alejada del protocolo y la formalidad-. Si aún estáis pensando un nombre con el que llamaros, aprovechad para hablarme de qué es lo que busca la persona que va a llevarlo –sin pararse a pensarlo siquiera, con una mano estiró de su muñeca para enroscarla mejor a su cuerpo y con la otra, le aprisionó la zona entre el mentón y la mandíbula. Y antes de que pudiera darse cuenta, estaba abandonándose a un tuteo que se escuchó prácticamente contra su mejilla, grave y certero, con la misma excitación de un susurro hambriento-. Porque voy a estar pensando en ti cuando se lo haga a ese cerdo.
Apenas le dio tiempo a sentir cómo la adicción del aroma de aquella desconocida penetraba hasta más allá de su olfato, cuando su tacto ya estaba sosteniendo el saco de monedas antes de que la vista pudiera confirmarlo por todos y cada uno. El recuerdo de la cercanía había dejado pequeños brotes de calor en varios puntos de su cuerpo (y a ella no le había hecho falta ni rozar algunos), insuficientes y frustrados, sobre todo al mirar con sorpresa hacia la enigmática chica que acababa de recuperar distancias, y notar con mucha más contundencia los restos de su saliva en la oreja... Si algo de la bobalicona pubertad propia del sexo masculino hiciera acto de presencia ahora mismo, quedaría tan mal parado que su orgullo y su humillación pelearían por ver quién salía primero de allí, y Oscar era perfectamente consciente de la enorme ironía que había al pensar eso en mitad de un trabajo que consistía en fornicar hasta que el cliente quedara satisfecho. Avergonzarse de lo evidente que llegara a resultar el hecho de que ella podía hacer con él lo que quisiera, cuando se dedicaba precisamente a que los demás hicieran con él lo que quisieran… Claro que había una notable diferencia, y era que Oscar no siempre estaba acostumbrado a que fuera total y absolutamente recíproco. A que quitaran el burdel y el dinero y estuviera igual de dispuesto a que aquello ocurriera. Es más, si la otra no diera el primer paso, probablemente se encargaría él mismo de que ocurriera. No sólo le estaba atrayendo como hombre y toda la parte biológica que eso conllevaba, le estaba atrayendo como individuo por encima de cuantos rostros tuviera el recinto, la ciudad y el mundo.
De acuerdo –repitió, y fue toda su respuesta a lo que acababa de decirle respecto al saco de dinero (que el tío había podido prestar atención a sus palabras y todo, una auténtica hazaña como pocas)-. Gracias –añadió, a pesar de que los dos supieran que era totalmente innecesario. Aquella muchacha tenía toda la pinta de actuar por propia voluntad y él no dejaba de ser un cortesano que cobraba a cambio de sus atenciones. Sin embargo, estaba claro que no todos eran tan generosos con su posición, empezando por sus propios 'jefes', así que realmente agradecerlo no estaba de más; él también actuaba por propia voluntad al decidirse a expresarlo. Sin formalismos ni cursilerías, sólo porque se trataba de una reacción legítima, digna del trato que estaba recibiendo de ella.
Según parecía, su misteriosa demandante se había resistido a contestarle cómo se llamaba, y por culpa de eso, la necesidad de saber su nombre y la de saber por qué aún no se lo decía se volvían una sola. Estaba llegando a un punto en que la sed de respuestas se hacía tan copiosa como adictiva, y justo se estaba planteando otra vez si la poca dignidad que sentía, sobre todo a nivel profesional, acabaría por desviar completamente el interés que había mostrado hacia él y de súbito, se encontró preguntándoselo directamente a su boca. Suave, carnosa y con el mismo control que su dueña había demostrado desde el primer vistazo a lo lejos. Oscar se debía de haber envenenado con todo ese sabor a control sin reglas, porque durante los segundos, desgraciadamente escasos, que duró la intensidad del beso, su mente experimentó un oscuro vacío del que sólo podía escapar si extraía hasta la última gota que hubiera detrás de aquellos labios y entre la fricción de aquella lengua. Y así lo hizo, lo hizo de tal forma que hasta un guepardo hubiera envidiado la destreza varonil con la que impulsó cada uno de sus ardientes bocados.
A mi estómago ya nada puede sorprenderle… –empezó a contestar al fin, poco después de pasarse el dedo por debajo del labio inferior que había estado especialmente en contacto con los dientes de la chica- Dadas las características de vuestra… misión, a vos tampoco os sorprenderá saber que varios cargos de la Iglesia se presentan aquí de incógnito. No sería mi primera vez con uno de ellos –y desgraciadamente, su situación apuntaba a que tampoco sería la última-. Lo que sí me sorprende es que alguien como vos haga de intermediaria… Así que voy a dirigir mis negociaciones hacia esa dirección. Puesto que sí, acepto el encargo. Siendo la primera vez que como cortesano puedo usar esa palabra, 'aceptar', no estoy dispuesto a rechazarla –admitió, claro que rechazar cualquier cosa que ella le hubiera propuesto tampoco se encontraba entre las habilidades que todavía le quedaban después del huracán de aquel beso-. De los asuntos del parné que se encargue el burdel, yo a cambio sólo pido que me contéis más cosas. No necesariamente de ese clérigo, él me importa lo mismo que la mierda, sino del papel que jugáis vos en todo esto –habló, de hecho, impuso, con la potestad que ella misma le había concedido, como si al beber de sus labios hubiera encontrado la salida más alejada del protocolo y la formalidad-. Si aún estáis pensando un nombre con el que llamaros, aprovechad para hablarme de qué es lo que busca la persona que va a llevarlo –sin pararse a pensarlo siquiera, con una mano estiró de su muñeca para enroscarla mejor a su cuerpo y con la otra, le aprisionó la zona entre el mentón y la mandíbula. Y antes de que pudiera darse cuenta, estaba abandonándose a un tuteo que se escuchó prácticamente contra su mejilla, grave y certero, con la misma excitación de un susurro hambriento-. Porque voy a estar pensando en ti cuando se lo haga a ese cerdo.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Closer {Privado} {+18}
En cuanto sus labios se apartaron de los míos sólo hubo lugar para un pensamiento en mi mente, normalmente tan bulliciosa como llena estaba yo de (siempre buenas) ideas: nunca jamás nadie me había besado como lo había hecho él... Y mira que tenía práctica en el tema. La primera vez que me había acercado a un chico había sido con trece años, cuando mi primo Alexander y yo habíamos compartido la experiencia sexual más incómoda, torpe y problemática que había tenido en mucho tiempo; después me había encargado de practicar con todo lo que pillara, casi literalmente. Había catado hombres y mujeres por igual, e incluso seres cuyo sexo no estaba definido por los órganos que tenían en la entrepierna. Había probado humanos, algún vampiro (y había creído morir del asco en el proceso, todo hay que decirlo), licántropos como yo, cambiantes, brujos y, bueno, en definitiva bastante de lo que la naturaleza humana (o algo así) tenía que ofrecer, y aun así ningún beso me había dejado tan deseosa de más como el que me había dado él, un simple humano. Perdón, ¿simple? Él estaba lo más alejado de ese parámetro que se me pudiera ocurrir nunca, y sería todo un insulto a alguien tan fascinante como Oscar Llobregat, el cortesano con el que estaba hablando en aquel instante, denominarlo de una manera que pudiera hacer que se confundiera con el vulgo que nos rodeaba, otro viejo conocido... y en profundidad, nunca mejor dicho. Aunque no pudiera considerárseme una asidua del burdel sí que era cierto que lo visitaba mucho más a menudo de lo que la Iglesia consideraba apropiado, pero ¿era eso culpa mía cuando esa maldita institución polvorienta lo prohibía...? No, ¿verdad? Bueno, en cualquier caso había tenido la oportunidad de saber de lo que eran capaces los prostitutos y prostitutas que trabajaban allí, y aunque el servicio siempre había sido satisfactorio tampoco era para encender los fuegos de artificio que antes se solían ver a lo lejos, en Versalles, para celebrar cualquier acontecimiento, un revolcón incluido. Oscar, sin embargo, había demostrado en apenas un roce de sus labios con los míos que era diferente y que podía darme mucho más que los demás, tanto que era capaz de encenderme con una sola frase como aquella que me susurró y que me forzó a besarlo de nuevo, con tanta pasión que si no hubiera sabido que era imposible le habría roto los labios.
– Podrás gemir, bien fuerte, su nombre, pero te morderás la lengua intentando que Abigail no sea el que se quiere escapar de tu garganta por pensar en mí y mi cuerpo cuando te ocupes de nuestro pequeño negocio.
Tenía la voz ronca y la mirada ardiente, tan llena de fuego como el resto de mi cuerpo, que me parecía a punto de ponerse a arder. Por un instante me planteé volver a hablarle, decirle cualquier dato ínfimo sobre mí para dar por satisfecha su curiosidad y que pudiéramos volver al juego previo al contacto carnal que habíamos iniciado, pero ¿dónde estaría la gracia en hacer que todo resultara más fácil...? No se trataba de que él fuera un cortesano y por ese motivo absolutamente ducho en el arte de despertar el deseo de alguien con una simple mirada; era una cuestión de orgullo, de mi orgullo, y de lo mal que me sentaría ser domada tan fácilmente como lo había conseguido él... Probablemente al final ambos caeríamos y terminaríamos revolcándonos como animales, él que yo era y al que él se asemejaría, pero eso sólo pasaría cuando él ya no pudiera aguantar más el deseo que yo, una simple clienta, le provocaba a él, cortesano aparentemente experto, pero no por ello menos deseable. Por mucho que tratara de convencerme de que él había probado de todo, incluidas cosas que hasta a mí me echarían para atrás, eso no le restaba ni un ápice de atractivo, sino que lo hacía aún más interesante a su manera, pues demostraba una fortaleza que no todo el mundo poseía. Y yo admiraba la fuerza, era algo que la naturaleza de mi educación inquisitorial y guerrera me había inculcado desde que tenía uso de razón, pero a la que estaba acostumbrada era la física, y no la mental como la que él enarbolaba con una mezcla entre orgullo, desafío y la natural sumisión de un prostituto. A lo mejor era esa falta de costumbre precisamente lo que me atraía hacia él como si fuéramos un imán y un metal, respectivamente... O a lo mejor simplemente se trataba de que había encontrado a la horma de mi zapato en el lugar menos pensado, en el momento menos planeado y en las circunstancias más inesperadas de todas las que podía imaginar. Fuera cual fuese el motivo, cogí sus manos y las llevé a mi cuerpo para que las pusiera donde le apeteciera siempre y cuando me rozara, pues el tacto de su piel contra la mía bastaba para volverme aún más loca de lo que ya estaba.
– ¿Qué es lo que quieres saber? El clérigo es mi superior porque soy inquisidora y él maneja una gran cantidad de misiones de las que más me interesan. Lamento que sea tan mundano mi motivo, especialmente por haberme permitido conocerte a ti de entre toda la vulgaridad de este burdel, pero ese es. Me temo, Oscar, que no soy tan interesante como lo eres tú... y también me temo que yo lo que deseo es escucharte a ti, no historias que ya tengo muy sabidas. Aunque, claro, si preguntas te responderé a lo que desees... con toda la profundidad que te apetezca.
Consciente del doble sentido de mis palabras sonreí y llevé sus manos por mi torso hasta que las dejé en mis muslos, sobre la cara interna, para que a partir de ahí él decidiera qué camino iba a seguir. Fuera cual fuera, estaba segura de que iba a ser tan placentero para él como para mí, y también estaba convencida de que me volvería loca sin siquiera intentarlo demasiado, por lo que decidí que, al menos por un rato, fuera él quien llevara las riendas de nuestro encuentro. Suficiente lo había hecho yo, por el momento, como para no permitirle dominar un rato. Además, tenía curiosidad por ver lo que haría cuando pudiera tenerme completamente a sus pies, exactamente como lo estaba en aquel instante, subyugada por sus ojos, sus palabras y sus labios carnosos. ¿Acaso iba a resultar que mi gusto en hombres iba a ser parecido al del clérigo corrupto que estaba intentando comprar para tener a mi favor...? Yo más bien pensaba que era difícil resistirse a Oscar, especialmente si ni siquiera estaba intentando hacerlo, así que era inevitable que hubiera terminado atrapada en sus redes como si fuera un pescado y él un pescador. Qué metáfora más inquietante para alguien que, desde siempre, se había considerado una loba solitaria... Y qué extraño que resultara tan apropiada para nuestro encuentro, al final iba a llegar un momento en el que iba a dejar de sorprenderme con lo que sucediera entre Oscar Llobregat y yo, pero sólo esperaba que ese instante tardara mucho en llegar, porque para alguien acostumbrada a no sobresaltarse por nada, ir totalmente a la aventura en algo resultaba refrescante. Qué irónico que me pareciera algo así de refrescante el efecto que me producía alguien que me hacía arder hasta el último poro del cuerpo...
– Podrás gemir, bien fuerte, su nombre, pero te morderás la lengua intentando que Abigail no sea el que se quiere escapar de tu garganta por pensar en mí y mi cuerpo cuando te ocupes de nuestro pequeño negocio.
Tenía la voz ronca y la mirada ardiente, tan llena de fuego como el resto de mi cuerpo, que me parecía a punto de ponerse a arder. Por un instante me planteé volver a hablarle, decirle cualquier dato ínfimo sobre mí para dar por satisfecha su curiosidad y que pudiéramos volver al juego previo al contacto carnal que habíamos iniciado, pero ¿dónde estaría la gracia en hacer que todo resultara más fácil...? No se trataba de que él fuera un cortesano y por ese motivo absolutamente ducho en el arte de despertar el deseo de alguien con una simple mirada; era una cuestión de orgullo, de mi orgullo, y de lo mal que me sentaría ser domada tan fácilmente como lo había conseguido él... Probablemente al final ambos caeríamos y terminaríamos revolcándonos como animales, él que yo era y al que él se asemejaría, pero eso sólo pasaría cuando él ya no pudiera aguantar más el deseo que yo, una simple clienta, le provocaba a él, cortesano aparentemente experto, pero no por ello menos deseable. Por mucho que tratara de convencerme de que él había probado de todo, incluidas cosas que hasta a mí me echarían para atrás, eso no le restaba ni un ápice de atractivo, sino que lo hacía aún más interesante a su manera, pues demostraba una fortaleza que no todo el mundo poseía. Y yo admiraba la fuerza, era algo que la naturaleza de mi educación inquisitorial y guerrera me había inculcado desde que tenía uso de razón, pero a la que estaba acostumbrada era la física, y no la mental como la que él enarbolaba con una mezcla entre orgullo, desafío y la natural sumisión de un prostituto. A lo mejor era esa falta de costumbre precisamente lo que me atraía hacia él como si fuéramos un imán y un metal, respectivamente... O a lo mejor simplemente se trataba de que había encontrado a la horma de mi zapato en el lugar menos pensado, en el momento menos planeado y en las circunstancias más inesperadas de todas las que podía imaginar. Fuera cual fuese el motivo, cogí sus manos y las llevé a mi cuerpo para que las pusiera donde le apeteciera siempre y cuando me rozara, pues el tacto de su piel contra la mía bastaba para volverme aún más loca de lo que ya estaba.
– ¿Qué es lo que quieres saber? El clérigo es mi superior porque soy inquisidora y él maneja una gran cantidad de misiones de las que más me interesan. Lamento que sea tan mundano mi motivo, especialmente por haberme permitido conocerte a ti de entre toda la vulgaridad de este burdel, pero ese es. Me temo, Oscar, que no soy tan interesante como lo eres tú... y también me temo que yo lo que deseo es escucharte a ti, no historias que ya tengo muy sabidas. Aunque, claro, si preguntas te responderé a lo que desees... con toda la profundidad que te apetezca.
Consciente del doble sentido de mis palabras sonreí y llevé sus manos por mi torso hasta que las dejé en mis muslos, sobre la cara interna, para que a partir de ahí él decidiera qué camino iba a seguir. Fuera cual fuera, estaba segura de que iba a ser tan placentero para él como para mí, y también estaba convencida de que me volvería loca sin siquiera intentarlo demasiado, por lo que decidí que, al menos por un rato, fuera él quien llevara las riendas de nuestro encuentro. Suficiente lo había hecho yo, por el momento, como para no permitirle dominar un rato. Además, tenía curiosidad por ver lo que haría cuando pudiera tenerme completamente a sus pies, exactamente como lo estaba en aquel instante, subyugada por sus ojos, sus palabras y sus labios carnosos. ¿Acaso iba a resultar que mi gusto en hombres iba a ser parecido al del clérigo corrupto que estaba intentando comprar para tener a mi favor...? Yo más bien pensaba que era difícil resistirse a Oscar, especialmente si ni siquiera estaba intentando hacerlo, así que era inevitable que hubiera terminado atrapada en sus redes como si fuera un pescado y él un pescador. Qué metáfora más inquietante para alguien que, desde siempre, se había considerado una loba solitaria... Y qué extraño que resultara tan apropiada para nuestro encuentro, al final iba a llegar un momento en el que iba a dejar de sorprenderme con lo que sucediera entre Oscar Llobregat y yo, pero sólo esperaba que ese instante tardara mucho en llegar, porque para alguien acostumbrada a no sobresaltarse por nada, ir totalmente a la aventura en algo resultaba refrescante. Qué irónico que me pareciera algo así de refrescante el efecto que me producía alguien que me hacía arder hasta el último poro del cuerpo...
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Re: Closer {Privado} {+18}
'No le pagaban lo bastante', era lo que había pensado incontables veces en esos cinco largos años que llevaba trabajando la carne, y eso que el tema del dinero nunca le había significado lo mismo que al resto de la sociedad (sí, ésa que catalogaba a las personas por clases y a él le daba la media, ni el trozo entero ni las migas más diminutas, no, media barra de pan, la mitad de un camino que ni siquiera existía como tal: la ambigua y eterna inestabilidad de lo incompleto). Ahora mismo no sólo no podía pensarlo, es que nunca había pensado nada que se pareciera a aquello. Le pagaban bastante, le pagaban incluso más que bastante y encima por algo que haría completamente gratis. ¿Qué diantres estaba pasando ahí? ¿Desde cuándo en semejantes condiciones se podía tener una potra así de descomunal? Ya había estado barajando antes la suerte, sí, pero frente a aquella mujer se le acababan rápido las excusas, hasta las que tenían que ver con el libre albedrio que los había hecho conocerse. ¿Qué importaba cómo habían llegado hasta allí los dos? ¿Qué cojones tenía que rumiar de algo que estaba disfrutando a tantos niveles? Ah, sí, claro… Importaba y tenía que torturar sus pensamientos por eso, porque estaba disfrutando demasiado, y eso ponía en entredicho la moral que regía aquel establecimiento. Si disfrutabas de algo, o no se volvía a repetir, o finalmente acababa fallando por algún lado que, de todas maneras, te devolvía al dolor que era adecuado al excederte en el empleo. De ahí que no dejara de dar vueltas y más vueltas para, aun así, regresar siempre al mismo principio: ella.
Únicamente había bastado divisarla a lo lejos para experimentar una desvergonzada fascinación hacia la mujer con la que ahora hacía negocios (no era que le estuviera comprando, no: estaba haciendo negocios con él… ¿Cuántos de sus compañeros de prostitución podían decir eso?), ya os podíais imaginar lo efectivo que sería cualquier intento de prudencia con alguien que le había atrapado de esa manera. La resignación nunca había sido más deliciosa, y a fin de cuentas ya estaba acostumbrado a que le arrancaran la piel a tiras. ¿Dónde estaba verdaderamente el riesgo en su situación? Apenas solía soltarse frente a los demás, pero las pocas veces, a cambio, le habían pisoteado de sobras, siempre por un motivo distinto para el mismo y jodido final. ¿Y acaso podían decirle algo los motivos cuando ya se sabía de sobras ese mismo y jodido final? ¡Hostia puta, en su mente estaban circulando ya muchas preguntas para, en realidad, tener tan escandalosamente claro lo que opinaba de la cercanía con su clienta, en todos los sentidos que pudieran ocurrírsele! Su eterno sino; desgastaba sus pensamientos aunque sabía que no le serviría de nada, pero aun cuando no le servía de nada, lo hacía.
Abigail –repitió segundos después de que sus labios se despegaran, todavía con sus rostros muy próximos. De su boca se escurría algún que otro jadeo fruto de la intensidad de ese segundo beso, pero su voz se escuchó firme y ronca, puede que hasta, en cierto modo, posesiva y es que no en vano podía pronunciar de una maldita vez su nombre. Real, pseudónimo o improvisado en el último momento. A él le daba exactamente igual, y por lo visto, también a su propio cuerpo, puesto que en aquellos precisos instantes hizo algo que no le había hecho nunca antes: le traicionó, le descubrió cuando no quería que así fuera y se puso a la par que sus propios deseos sin ni siquiera consultárselo primero. En efecto, el contacto pleno entre sus lenguas había sido tan atroz que había empezado a hinchar todo el género del polaco allí en medio, sin desnudos ni preliminares. Y lo más gracioso es que no fue vergüenza lo que pasó a sentir a continuación, sino rabia. Una rabia ciega y sin frenos ante la idea de que aquel puto detalle pusiera en duda, de golpe y porrazo, toda su valía como cortesano. ¿Sería verdad que, al final, el encuentro se zanjaría tan pronto y se acabarían así todas esas inquietudes que habían despertado en su obsesión hacia la inquisidora?
El joven no fue del todo consciente de la existencia de su erección hasta que no pudo palpar los muslos de Abigail, y aunque en aquella situación se contentaría con la cara interna, externa o cualquiera de las dos, le abarcó ambas sin ningún tipo de recelo, y esperó, con el marrón de sus ojos inyectado en celo, a que su estado fuera finalmente descubierto por ella. Si iba a rechazarle, o a burlarse de él, o a ponerle en un ridículo que, de todas maneras, se había buscado al bajar la guardia de ese modo, por lo menos no debía olvidarse ni por un segundo de que sus bajos no eran lo único que tenía bien alto.
Te juro que es la primera vez que me pasa –dijo sin más, y bromear frente a un descuido así sólo podía venir de un hombre muy estúpido, o muy desesperado y lo curioso es que Oscar no entraba en ninguna de esas dos definiciones. Él era, ante todo, fiel cómplice de sí mismo, así como también pretendía serlo de ella, a pesar de que ya pocas esperanzas albergara de conservar su respeto, si en algún momento se lo había tenido (así lo había llegado a sentir y, en cualquier caso, con eso le bastaba)-. Me pondría ahora a hacerte esas preguntas que tan agradablemente me has permitido, pero a lo mejor prefieres ir a llamar a la madame para que te busque otro macho mejor que sepa prestarte atención sólo con la cabecita –afirmó, y sin dejar de mirarla ni soltar sus piernas, la ayudó a sentarse sobre uno de los respaldos del sofá, mientras él se colocaba justo en frente de ella y de espaldas al bullicio del burdel que todavía no habían abandonado-. Si es así, lo único que pido es que te inventes otra excusa para justificarlo y dejes que me retire a mi habitación a terminarme el partido. Acabo de tirar toda mi carrera a la basura por un sencillo impulso, que puede dejar mi profesionalidad a la altura del betún, y de eso sería mejor que sólo tú y yo fuéramos testigos -y ni una sola parte de su cuerpo sería difícil de recrear en la mente de Oscar cuando le tocara rematarse la faena. Algo es algo.
Incluso en situaciones tan poderosamente reseñables mantenía en pie esa dignidad que creía perdida, suponía que era cosa de animales callejeros que habían acabado vendiendo su cuerpo a la supervivencia misma.
Únicamente había bastado divisarla a lo lejos para experimentar una desvergonzada fascinación hacia la mujer con la que ahora hacía negocios (no era que le estuviera comprando, no: estaba haciendo negocios con él… ¿Cuántos de sus compañeros de prostitución podían decir eso?), ya os podíais imaginar lo efectivo que sería cualquier intento de prudencia con alguien que le había atrapado de esa manera. La resignación nunca había sido más deliciosa, y a fin de cuentas ya estaba acostumbrado a que le arrancaran la piel a tiras. ¿Dónde estaba verdaderamente el riesgo en su situación? Apenas solía soltarse frente a los demás, pero las pocas veces, a cambio, le habían pisoteado de sobras, siempre por un motivo distinto para el mismo y jodido final. ¿Y acaso podían decirle algo los motivos cuando ya se sabía de sobras ese mismo y jodido final? ¡Hostia puta, en su mente estaban circulando ya muchas preguntas para, en realidad, tener tan escandalosamente claro lo que opinaba de la cercanía con su clienta, en todos los sentidos que pudieran ocurrírsele! Su eterno sino; desgastaba sus pensamientos aunque sabía que no le serviría de nada, pero aun cuando no le servía de nada, lo hacía.
Abigail –repitió segundos después de que sus labios se despegaran, todavía con sus rostros muy próximos. De su boca se escurría algún que otro jadeo fruto de la intensidad de ese segundo beso, pero su voz se escuchó firme y ronca, puede que hasta, en cierto modo, posesiva y es que no en vano podía pronunciar de una maldita vez su nombre. Real, pseudónimo o improvisado en el último momento. A él le daba exactamente igual, y por lo visto, también a su propio cuerpo, puesto que en aquellos precisos instantes hizo algo que no le había hecho nunca antes: le traicionó, le descubrió cuando no quería que así fuera y se puso a la par que sus propios deseos sin ni siquiera consultárselo primero. En efecto, el contacto pleno entre sus lenguas había sido tan atroz que había empezado a hinchar todo el género del polaco allí en medio, sin desnudos ni preliminares. Y lo más gracioso es que no fue vergüenza lo que pasó a sentir a continuación, sino rabia. Una rabia ciega y sin frenos ante la idea de que aquel puto detalle pusiera en duda, de golpe y porrazo, toda su valía como cortesano. ¿Sería verdad que, al final, el encuentro se zanjaría tan pronto y se acabarían así todas esas inquietudes que habían despertado en su obsesión hacia la inquisidora?
El joven no fue del todo consciente de la existencia de su erección hasta que no pudo palpar los muslos de Abigail, y aunque en aquella situación se contentaría con la cara interna, externa o cualquiera de las dos, le abarcó ambas sin ningún tipo de recelo, y esperó, con el marrón de sus ojos inyectado en celo, a que su estado fuera finalmente descubierto por ella. Si iba a rechazarle, o a burlarse de él, o a ponerle en un ridículo que, de todas maneras, se había buscado al bajar la guardia de ese modo, por lo menos no debía olvidarse ni por un segundo de que sus bajos no eran lo único que tenía bien alto.
Te juro que es la primera vez que me pasa –dijo sin más, y bromear frente a un descuido así sólo podía venir de un hombre muy estúpido, o muy desesperado y lo curioso es que Oscar no entraba en ninguna de esas dos definiciones. Él era, ante todo, fiel cómplice de sí mismo, así como también pretendía serlo de ella, a pesar de que ya pocas esperanzas albergara de conservar su respeto, si en algún momento se lo había tenido (así lo había llegado a sentir y, en cualquier caso, con eso le bastaba)-. Me pondría ahora a hacerte esas preguntas que tan agradablemente me has permitido, pero a lo mejor prefieres ir a llamar a la madame para que te busque otro macho mejor que sepa prestarte atención sólo con la cabecita –afirmó, y sin dejar de mirarla ni soltar sus piernas, la ayudó a sentarse sobre uno de los respaldos del sofá, mientras él se colocaba justo en frente de ella y de espaldas al bullicio del burdel que todavía no habían abandonado-. Si es así, lo único que pido es que te inventes otra excusa para justificarlo y dejes que me retire a mi habitación a terminarme el partido. Acabo de tirar toda mi carrera a la basura por un sencillo impulso, que puede dejar mi profesionalidad a la altura del betún, y de eso sería mejor que sólo tú y yo fuéramos testigos -y ni una sola parte de su cuerpo sería difícil de recrear en la mente de Oscar cuando le tocara rematarse la faena. Algo es algo.
Incluso en situaciones tan poderosamente reseñables mantenía en pie esa dignidad que creía perdida, suponía que era cosa de animales callejeros que habían acabado vendiendo su cuerpo a la supervivencia misma.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
- Mensajes : 577
Fecha de inscripción : 06/10/2011
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Re: Closer {Privado} {+18}
¿Cuántas veces había oído la excusa de que era la primera vez que pasaba...? Incontables, tantas que había perdido la cuenta porque era muy aburrido escuchar a hombres justificando gatillazos que eran injustificables, pero era la primera vez en toda mi vasta experiencia que alguien lo usaba como excusa para justificar una erección, no la ausencia de ella. ¡El mundo al revés, nada menos! Una situación que, una vez más, él había conseguido poner patas arriba (nunca mejor dicho) sin siquiera proponérselo demasiado, simplemente como efecto colateral del choque entre nuestras dos personalidades: la mía, arrolladora, como siempre; la suya, tan seductora que me costó no jadear y tuve que moverme sobre él para que no se diera cuenta de que la ropa interior me sobraba tanto como a él toda la que llevaba. Aún no sé cómo aguanté la tentación de montarlo allí mismo, seguramente porque él me devolvió a la realidad de las miradas que podrían ponerse sobre nosotros sin siquiera decirlo tal cual, sino simplemente dejando que lo intuyera con lo que había dicho. Oscar abría una nueva realidad en nuestro encuentro, la de lo que podía decir pero dejaba que yo imaginara porque no era exactamente lo que decía... Todo el juego de mi imaginación desbordante extrayendo conclusiones de los sonidos que él expulsaba con gracia y a los que sus labios daban la forma que a él se le antojaba. Demonios, yo no era creyente y jamás lo había sido, pero estaba tentada de pedir fuerzas a Dios si así era capaz de aguantar con entereza nuestro contacto para que, así, siguiera pareciendo que él era el único de los dos desbordado por la tensión de nuestras miradas y nuestros besos intensos. Bendita la suerte que tenía por ser mujer y, por tanto, más físicamente capaz de disimular que estaba ardiendo tanto como lo hacía él; bendita mi natural propensión al engaño en las situaciones que me convenían, porque así, ante los ojos de los demás, no parecería que ansiaba devorarlo por completo, sin parar en absoluto.
– Normalmente cuando me dicen que esta es la primera vez que pasa se refieren a lo contrario...
Sonreí ampliamente, con dientes, de manera que resultaba imposible que no se pasara por la cabeza la comparación con un lobo aunque fuera momentáneamente. Después aproveché para reducir de nuevo la distancia que nos separaba y dirigirme a su oreja, prácticamente fingiendo que lo estaba abrazando tan sensibleramente que si fuera de verdad seguramente vomitaría. Eso, no obstante, ayudó a que la madame dejara de echarnos miraditas extrañas, y dado que su atención era lo último que yo necesitaba me vino estupendamente el melodrama barato que había organizado con apenas un gesto. Un melodrama, por cierto, que me acercó lo suficiente a él para que pudiera sentir mi aliento en su oreja y cada una de mis respiraciones le fuera tan audible como los latidos de mi corazón, que al estar contra su pecho prácticamente podía sentir como suyos. Por si el calor de mi cuerpo, uno que se fundía con el suyo, no fuera suficiente indicativo de que me estaba volviendo loca, mucho más que cualquier otro hombre con el que me hubiera acostado en mucho, muchísimo tiempo... Probablemente desde que había dejado de ser virgen, si los recuerdos no me engañaban lo más mínimo. Pero como compararlo con otro, aunque fuera en la intimidad de mi mente, me parecía ofensivo para un hombre como lo era Oscar, decidí dejar de hacerlo y subir una de mis manos por su espalda hasta su pelo, esa maraña oscura en la que enredé los dedos como si el abrazo fuera incluso sentimental. Ah, si tan sólo los espectadores casuales supieran hasta qué punto los sentimientos que nos corroían por dentro, casi dolorosos, no eran en absoluto dulces o románticos... Era el más puro instinto animal, uno que se me daba increíblemente bien desde antes incluso de ser mordida por un licántropo, y uno que le estaba enseñando a él a disfrutar sin que me lo hubiera pedido siquiera. De nada.
– Tu impulso me halaga, Oscar, y no poco... Si no hubieras reaccionado ante mí, habría pensado que nuestro lenguaje de miradas y besos estaba cayendo en saco roto y, ¿sabes?, eso sí me habría decepcionado. Eres exactamente lo que estaba buscando, y no pienso dejar que huyas de mí ahora que te he atrapado.
Entonces me separé, después de la ronquera que me había inundado la voz por el deseo que estaba sintiendo y con la que le había advertido que se pegara más a mí, y me senté mejor sobre sus piernas, sintiendo su erección entre las mías a la perfección. Agradecí, momentáneamente, que se hubiera puesto de espaldas a la madame porque así cualquier cosa que hiciera quedaría mucho más disimulada en un ambiente en el que, en realidad, tampoco desentonábamos tanto... Todo el mundo, a su manera, estaba inmerso en una serie de preliminares que en la mayoría de los casos tenía que ver con palabras, pero que en el nuestro era sencillamente mejor porque se trataba de nosotros dos. Así, disimulando al hablarle de cualquier tema sin importancia, colé la mano que no tenía en su pelo bajo su ropa, bien cerca de mí, y con los dedos rodeé su erección en toda su longitud, que quedó apoyada en mi mano. Con una sonrisa torcida que significaba que me encantaba lo que estaba notando, empecé a ayudarlo a “terminar el partido”, como él lo había llamado antes, en la intimidad de entre nuestras piernas, sin que ninguno aparte de nosotros fuera consciente de lo que hacíamos. Además, la conversación que estaba fingiendo y que él estuviera de espaldas, dedicándome sus expresiones de placer únicamente a mí, me quitaba absolutamente toda duda de que aquel era nuestro momento, tan íntimo como si hubiera tenido lugar estando solos pero con el morbo de que no lo estábamos... Culpaba a la parte fetichista de mí por disfrutar de masturbar a un hombre entre mis piernas en un burdel lleno de personas que estaban negociando para hacer... iba a decir lo mismo, pero no podría serlo: sólo algo parecido. Nada sería semejante a él endureciéndose cada vez más bajo mis caricias expertas, a sus labios carnosos entreabiertos para que no perdiera el aliento y a mi ritmo acelerado, al igual que los latidos de su corazón. Nada me iba a parecer mejor que él, a quien besé en un momento dado y a quien ayudé a llegar con aquel contacto inesperado a un clímax público, pero nuestro. Y, además, nada iba a saberme mejor que él y que los restos de su orgasmo, que como si fuera una niña mala me llevé a la boca para relamerme y regodearme de lo que acabábamos de hacer.
– Normalmente cuando me dicen que esta es la primera vez que pasa se refieren a lo contrario...
Sonreí ampliamente, con dientes, de manera que resultaba imposible que no se pasara por la cabeza la comparación con un lobo aunque fuera momentáneamente. Después aproveché para reducir de nuevo la distancia que nos separaba y dirigirme a su oreja, prácticamente fingiendo que lo estaba abrazando tan sensibleramente que si fuera de verdad seguramente vomitaría. Eso, no obstante, ayudó a que la madame dejara de echarnos miraditas extrañas, y dado que su atención era lo último que yo necesitaba me vino estupendamente el melodrama barato que había organizado con apenas un gesto. Un melodrama, por cierto, que me acercó lo suficiente a él para que pudiera sentir mi aliento en su oreja y cada una de mis respiraciones le fuera tan audible como los latidos de mi corazón, que al estar contra su pecho prácticamente podía sentir como suyos. Por si el calor de mi cuerpo, uno que se fundía con el suyo, no fuera suficiente indicativo de que me estaba volviendo loca, mucho más que cualquier otro hombre con el que me hubiera acostado en mucho, muchísimo tiempo... Probablemente desde que había dejado de ser virgen, si los recuerdos no me engañaban lo más mínimo. Pero como compararlo con otro, aunque fuera en la intimidad de mi mente, me parecía ofensivo para un hombre como lo era Oscar, decidí dejar de hacerlo y subir una de mis manos por su espalda hasta su pelo, esa maraña oscura en la que enredé los dedos como si el abrazo fuera incluso sentimental. Ah, si tan sólo los espectadores casuales supieran hasta qué punto los sentimientos que nos corroían por dentro, casi dolorosos, no eran en absoluto dulces o románticos... Era el más puro instinto animal, uno que se me daba increíblemente bien desde antes incluso de ser mordida por un licántropo, y uno que le estaba enseñando a él a disfrutar sin que me lo hubiera pedido siquiera. De nada.
– Tu impulso me halaga, Oscar, y no poco... Si no hubieras reaccionado ante mí, habría pensado que nuestro lenguaje de miradas y besos estaba cayendo en saco roto y, ¿sabes?, eso sí me habría decepcionado. Eres exactamente lo que estaba buscando, y no pienso dejar que huyas de mí ahora que te he atrapado.
Entonces me separé, después de la ronquera que me había inundado la voz por el deseo que estaba sintiendo y con la que le había advertido que se pegara más a mí, y me senté mejor sobre sus piernas, sintiendo su erección entre las mías a la perfección. Agradecí, momentáneamente, que se hubiera puesto de espaldas a la madame porque así cualquier cosa que hiciera quedaría mucho más disimulada en un ambiente en el que, en realidad, tampoco desentonábamos tanto... Todo el mundo, a su manera, estaba inmerso en una serie de preliminares que en la mayoría de los casos tenía que ver con palabras, pero que en el nuestro era sencillamente mejor porque se trataba de nosotros dos. Así, disimulando al hablarle de cualquier tema sin importancia, colé la mano que no tenía en su pelo bajo su ropa, bien cerca de mí, y con los dedos rodeé su erección en toda su longitud, que quedó apoyada en mi mano. Con una sonrisa torcida que significaba que me encantaba lo que estaba notando, empecé a ayudarlo a “terminar el partido”, como él lo había llamado antes, en la intimidad de entre nuestras piernas, sin que ninguno aparte de nosotros fuera consciente de lo que hacíamos. Además, la conversación que estaba fingiendo y que él estuviera de espaldas, dedicándome sus expresiones de placer únicamente a mí, me quitaba absolutamente toda duda de que aquel era nuestro momento, tan íntimo como si hubiera tenido lugar estando solos pero con el morbo de que no lo estábamos... Culpaba a la parte fetichista de mí por disfrutar de masturbar a un hombre entre mis piernas en un burdel lleno de personas que estaban negociando para hacer... iba a decir lo mismo, pero no podría serlo: sólo algo parecido. Nada sería semejante a él endureciéndose cada vez más bajo mis caricias expertas, a sus labios carnosos entreabiertos para que no perdiera el aliento y a mi ritmo acelerado, al igual que los latidos de su corazón. Nada me iba a parecer mejor que él, a quien besé en un momento dado y a quien ayudé a llegar con aquel contacto inesperado a un clímax público, pero nuestro. Y, además, nada iba a saberme mejor que él y que los restos de su orgasmo, que como si fuera una niña mala me llevé a la boca para relamerme y regodearme de lo que acabábamos de hacer.
Invitado- Invitado
Re: Closer {Privado} {+18}
'Normalmente', esa palabra había resumido su día hasta el momento exacto en que se había quedado prendado de la llegada de Abigail, 'inesperada' se quedaba corta (para compensar con otras cosas, ya que estábamos). Pero eso lo había dicho y más que dicho una y mil veces para sus adentros. ¿En serio iba a ponerse otra vez a describir lo abismalmente obvio de aquella atracción? Sus pensamientos ya se estaban empezando a hacer repetitivos, mientras el tamaño de su miembro se hinchaba al nivel de su excitación (o no, porque ni la biología se hacía una puta idea de lo que le provocaba aquella mujer, y eso que su profesión se lucraba de esos mismos instintos).
Seguro que la mayoría de personas de aquel siglo (y los que faltaban por venir) se hartarían a reír con suspicacia frente a semejante afirmación, pero en realidad era muy, muy extraño que Oscar se desinhibiera con alguien en el sexo. Sí, él, un maldito cortesano, no solía dejarse llevar por completo, sino que se le daba maravillosamente bien fingir que así era, y había tal fogosidad detrás de su apariencia tranquila y sus ojos de animal independiente que todo orgasmo que lograba arrancarles a gritos bien les parecía ser el supremo, si no conocían los demás. Tal vez, ése también fuese uno de los motivos por los que manejaba tanto el arte de la prostitución, que conseguía que cada cliente se sintiera exclusivo de sus habilidades. Pero a la hora de la verdad, cuando te acostabas con el hombre y no con el trabajador, algo que rara vez ocurría… bueno, digamos que nunca dejabas de sorprenderte. Descubrías cuán distinto podía llegar a ser en ambos terrenos, y el del burdel todavía no había visto ni la punta del iceberg… hasta ese jodido instante. Irónico que estuviera luchando consigo mismo para no descontrolarse como realmente haría de estar muy lejos de aquella institución a la que se abandonaba por supervivencia. Abigail había pagado por sus servicios, pero estaba consiguiendo su voluntad. El trabajador ya no era nadie sin el hombre.
¿Cómo diablos no iba a acojonarse frente a una revelación así? Nunca le había pasado antes… ¡y se suponía que el encargo ni siquiera iba dirigido a esa loba hambrienta por la que se dejaría devorar hasta los tuétanos! ¿Acaso se estarían burlando de él todas sus vidas pasadas?
Ni siquiera supo qué contestar ante sus bromas, a cada cual más halagadora. O más bien, no quiso contestar nada. Al obtener aquella respuesta que lo requería en lugar de descartarlo, a cambio del descuido menos profesional de su empleo, algo dentro de él se desató automáticamente, sin ni siquiera consultárselo primero. Pues no había nada que consultar cuando nunca antes había sentido esa necesidad y aunque fuera por un breve espacio de tiempo, aunque pudiera costarle el trabajo, y más importante aún, la historia repetida de una mujer que aparecía de la nada en un prostíbulo para desbaratar sus parámetros, decidió mandarlo todo a tomar por culo. El polaco que salió sin nada y llegó con menos había sabido siempre cómo seguir hacia adelante tras cada puta caída sin remedio, había curtido su capacidad para evitar el peligro y conocer los límites de su tolerancia. En resumidas cuentas, vivía de su propio desengaño, el bien más imbatible que conservaba. Pero no era, ni sería nunca, un jodido héroe, ni un caballero andante, ni una de esas criaturas sobrenaturales capaces de cambiarle la existencia a uno, como habían hecho con él. Por lo que tampoco tenía absolutamente nada que hacer contra el embrujo de semejante amazona. Y durante unos instantes, los que fueran, los que hicieran falta, tampoco quería tener nada que hacer contra ella. Bienvenida fuese, por fin.
Por eso, los labios que mordió, al tiempo que la chica le masturbaba con una destreza que ni muchas de sus compañeras juntas dominarían en toda su carrera de putas, nunca habían besado como lo hicieron ahora. Literalmente. Ni su rostro enajenado y cada vez más sudoroso expresó antes lo que debía de estar expresando en aquellos instantes, porque por primera vez entre aquellas paredes, no lo sabía, no sabía nada porque no controlaba nada, porque nada se parecía a lo que los dedos o la boca de Abigail tenían para él. Abandonado a ese libre albedrío en una casa hecha de palabras y movimientos prefabricados que se había aprendido de memoria, ni una sola de las miles de eyaculaciones que había experimentado allí en cinco años alcanzó la realidad de la que entonces acababan de llevarse las manos de la inquisidora. Quizá aquel abrazo que ocultaba la verdadera naturaleza de lo ocurrido no tuviera nada de sentimental, pero había contenido el resultado más auténtico que ese cortesano podía ofrecer.
Puedes creerme cuando digo que alejarme de ti sería lo más conveniente –expulsó entre susurros contra su oreja, en tanto sus ojos miraban a su alrededor con la asfixia atorada en sus pómulos y en su garganta de hierro-, pero que estoy a mil jodidas millas de querer hacerlo –sentenció, y tras un último vistazo a la madame, tan ajena a todo aquello que al fin se veía sin tapujos como la subnormal que era, se las ingenió para devolverle 'el favor' a su clienta y abrir toda la palma de la mano contra su entrepierna.
Si según ella, su impulso le había supuesto un halago, la humedad que él se encontró ahí bien pudo haberle hecho romper con aquella farsa que tan envidiablemente habían creado entre ambos para el resto de individuos presentes, y volcarla sobre el suelo como el animal callejero y, por tanto, salvaje que, en el fondo, era (aunque en momentos así, no había fondo que valiera). En el presente, aún no sabría explicar cómo diantres fue capaz de colar toda su mano dentro de su ropa y masajear y profanar y retorcer y exprimir todo lo que encontró a su paso sin que ni una sola persona más, aparte de ellos, pudiera darse cuenta, pero sin duda, fue de sus mejores proezas como cortesano. O lo habría sido, si se hubiera sentido como tal en aquellos momentos, pero decir que no había sido así ya barría con todos los límites de la redundancia.
No tiene mucho sentido huir, si ya me has atrapado –dijo, en un tono de voz que salía directamente de las entrañas que ella había logrado incendiarle-. Joder, hasta se me han llegado a olvidar todas las preguntas que quería hacerte –admitió, sin que ello le impidiera dejar de pensar en la de cosas útiles que podría contarle una inquisidora… y que no obstante, habían sido brutalmente calcinadas por la urgencia de hacerle llegar a un éxtasis digno de la enorme experiencia sexual que, al parecer, compartían-. En cualquier caso, no pienso gemir el nombre de ese puto clérigo a no ser que me lo pida expresamente.
Gemir el nombre de la otra persona implicaba intimidad, y si Oscar de normal tampoco la desearía con un cerdo eclesiástico, mucho menos con la imagen de Abigail acechándoles. No podía asegurar que fuera a quedarle tan creíble como las ganas que tenía de gritar el suyo.
Seguro que la mayoría de personas de aquel siglo (y los que faltaban por venir) se hartarían a reír con suspicacia frente a semejante afirmación, pero en realidad era muy, muy extraño que Oscar se desinhibiera con alguien en el sexo. Sí, él, un maldito cortesano, no solía dejarse llevar por completo, sino que se le daba maravillosamente bien fingir que así era, y había tal fogosidad detrás de su apariencia tranquila y sus ojos de animal independiente que todo orgasmo que lograba arrancarles a gritos bien les parecía ser el supremo, si no conocían los demás. Tal vez, ése también fuese uno de los motivos por los que manejaba tanto el arte de la prostitución, que conseguía que cada cliente se sintiera exclusivo de sus habilidades. Pero a la hora de la verdad, cuando te acostabas con el hombre y no con el trabajador, algo que rara vez ocurría… bueno, digamos que nunca dejabas de sorprenderte. Descubrías cuán distinto podía llegar a ser en ambos terrenos, y el del burdel todavía no había visto ni la punta del iceberg… hasta ese jodido instante. Irónico que estuviera luchando consigo mismo para no descontrolarse como realmente haría de estar muy lejos de aquella institución a la que se abandonaba por supervivencia. Abigail había pagado por sus servicios, pero estaba consiguiendo su voluntad. El trabajador ya no era nadie sin el hombre.
¿Cómo diablos no iba a acojonarse frente a una revelación así? Nunca le había pasado antes… ¡y se suponía que el encargo ni siquiera iba dirigido a esa loba hambrienta por la que se dejaría devorar hasta los tuétanos! ¿Acaso se estarían burlando de él todas sus vidas pasadas?
Ni siquiera supo qué contestar ante sus bromas, a cada cual más halagadora. O más bien, no quiso contestar nada. Al obtener aquella respuesta que lo requería en lugar de descartarlo, a cambio del descuido menos profesional de su empleo, algo dentro de él se desató automáticamente, sin ni siquiera consultárselo primero. Pues no había nada que consultar cuando nunca antes había sentido esa necesidad y aunque fuera por un breve espacio de tiempo, aunque pudiera costarle el trabajo, y más importante aún, la historia repetida de una mujer que aparecía de la nada en un prostíbulo para desbaratar sus parámetros, decidió mandarlo todo a tomar por culo. El polaco que salió sin nada y llegó con menos había sabido siempre cómo seguir hacia adelante tras cada puta caída sin remedio, había curtido su capacidad para evitar el peligro y conocer los límites de su tolerancia. En resumidas cuentas, vivía de su propio desengaño, el bien más imbatible que conservaba. Pero no era, ni sería nunca, un jodido héroe, ni un caballero andante, ni una de esas criaturas sobrenaturales capaces de cambiarle la existencia a uno, como habían hecho con él. Por lo que tampoco tenía absolutamente nada que hacer contra el embrujo de semejante amazona. Y durante unos instantes, los que fueran, los que hicieran falta, tampoco quería tener nada que hacer contra ella. Bienvenida fuese, por fin.
Por eso, los labios que mordió, al tiempo que la chica le masturbaba con una destreza que ni muchas de sus compañeras juntas dominarían en toda su carrera de putas, nunca habían besado como lo hicieron ahora. Literalmente. Ni su rostro enajenado y cada vez más sudoroso expresó antes lo que debía de estar expresando en aquellos instantes, porque por primera vez entre aquellas paredes, no lo sabía, no sabía nada porque no controlaba nada, porque nada se parecía a lo que los dedos o la boca de Abigail tenían para él. Abandonado a ese libre albedrío en una casa hecha de palabras y movimientos prefabricados que se había aprendido de memoria, ni una sola de las miles de eyaculaciones que había experimentado allí en cinco años alcanzó la realidad de la que entonces acababan de llevarse las manos de la inquisidora. Quizá aquel abrazo que ocultaba la verdadera naturaleza de lo ocurrido no tuviera nada de sentimental, pero había contenido el resultado más auténtico que ese cortesano podía ofrecer.
Puedes creerme cuando digo que alejarme de ti sería lo más conveniente –expulsó entre susurros contra su oreja, en tanto sus ojos miraban a su alrededor con la asfixia atorada en sus pómulos y en su garganta de hierro-, pero que estoy a mil jodidas millas de querer hacerlo –sentenció, y tras un último vistazo a la madame, tan ajena a todo aquello que al fin se veía sin tapujos como la subnormal que era, se las ingenió para devolverle 'el favor' a su clienta y abrir toda la palma de la mano contra su entrepierna.
Si según ella, su impulso le había supuesto un halago, la humedad que él se encontró ahí bien pudo haberle hecho romper con aquella farsa que tan envidiablemente habían creado entre ambos para el resto de individuos presentes, y volcarla sobre el suelo como el animal callejero y, por tanto, salvaje que, en el fondo, era (aunque en momentos así, no había fondo que valiera). En el presente, aún no sabría explicar cómo diantres fue capaz de colar toda su mano dentro de su ropa y masajear y profanar y retorcer y exprimir todo lo que encontró a su paso sin que ni una sola persona más, aparte de ellos, pudiera darse cuenta, pero sin duda, fue de sus mejores proezas como cortesano. O lo habría sido, si se hubiera sentido como tal en aquellos momentos, pero decir que no había sido así ya barría con todos los límites de la redundancia.
No tiene mucho sentido huir, si ya me has atrapado –dijo, en un tono de voz que salía directamente de las entrañas que ella había logrado incendiarle-. Joder, hasta se me han llegado a olvidar todas las preguntas que quería hacerte –admitió, sin que ello le impidiera dejar de pensar en la de cosas útiles que podría contarle una inquisidora… y que no obstante, habían sido brutalmente calcinadas por la urgencia de hacerle llegar a un éxtasis digno de la enorme experiencia sexual que, al parecer, compartían-. En cualquier caso, no pienso gemir el nombre de ese puto clérigo a no ser que me lo pida expresamente.
Gemir el nombre de la otra persona implicaba intimidad, y si Oscar de normal tampoco la desearía con un cerdo eclesiástico, mucho menos con la imagen de Abigail acechándoles. No podía asegurar que fuera a quedarle tan creíble como las ganas que tenía de gritar el suyo.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Closer {Privado} {+18}
Si no me llevé los dedos a la boca para mordisquearlos y relamerlos fue porque la madame aprovechó ese preciso momento para mirar y tuve que controlarme, pero en cuanto la tuve fuera de mi vista me relamí tan a gusto como si hubiera acabado de llevarme a la boca un manjar que llevaba mucho tiempo sin probar... Lo cual era, exactamente, lo que había pasado entre Oscar y yo, ¡qué curioso! O lo sería si no fuera, sencillamente, porque nuestro encuentro estaba teñido de algo con lo que ninguno habíamos contado, una atracción que nos había empujado al otro pese a que en principio yo no me encontrara allí para satisfacer mis placeres, sino los de otra persona. Hacía ya un buen rato que el clérigo se había deslizado fuera de mis pensamientos, y ni siquiera obligándome a pensar en él podría siquiera enfocar su rostro en la intimidad de mi mente, de tan ocupada que estaba ésta por Oscar y cada ángulo de su perfecto rostro. Ni siquiera se trataba de mi sobrenatural sentido de la vista, acentuado por el hecho de que mi naturaleza me obligaba a ser una cazadora con una visión perfecta, no. Era cuestión de gusto, de esa atracción que ejerce la belleza incluso en las personas que ni siquiera están educadas para comprenderla y que obliga a mirar y a ser incapaz de quitar los ojos de encima de la obra de arte. Por eso entendía los museos, al menos los que yo había visitado, pero lo que se exponía allí estaba demasiado quieto para satisfacerme, así que yo optaba por buscar los opiáceos para mis sentidos en lo que me rodeaba, ya fueran hombres o mujeres, que lo mismo me daba... normalmente. Porque cuando me encontraba bajo el embrujo de un hombre como Oscar, ni siquiera darle a todo podría apartar mi atención de él, de eso estaba tan segura como de que cada luna llena me convertía en un lobo sediento de sangre y de libertad.
– Nadie en su sano juicio debería acercárseme, Oscar, me halaga saber que al menos tú lo sabes... y que aún así lo último que quieres es apartarte.
Apenas si pude terminar de hablar porque enseguida su mano se encontró pulsando contra mi intimidad y cada pensamiento consciente se me borró de la cabeza como si se tratara de una tablilla de cera que alguien hubiera raspado con demasiado ímpetu. A los pensamientos los sustituyó una sensación de calor que me subía a oleadas desde donde su mano entraba en contacto con mi piel y que sentía explotar en cada uno de mis poros. No me extrañaría lo más mínimo si resultara que tenía la piel de gallina y si las piernas me temblaban antes incluso de haber alcanzado el clímax, solamente por la expectación del contacto tan experto como el de alguien de su profesión debía serlo. Únicamente por mi férrea fuerza de voluntad y mi determinación de no dejar que la madame se enterara de que estábamos dándonos placer mutuamente delante de una multitud que no se estaba percatando de lo más mínimo pude estar quieta, pero debí incluso recurrir a besarlo para disimular... Y porque deseaba hundirme en sus labios y olvidarme de todo, hasta de mi venganza, sólo con sentir la presión de su boca en la mía. ¿Qué había dicho? Estaba absolutamente atrapada por sus brazos, que me parecían férreos aunque objetivamente supiera que yo tenía bastante más fuerza que él por mi naturaleza sobrehumana, tan animal como había revelado cuando mis manos se habían colado más allá de la barrera de sus ropas. Lo que hacía de grilletes y cadenas eran las sensaciones que sus movimientos me estaban regalando por un precio que me parecía irrisorio, de bajo que había sido en comparación con lo que estaba recibiendo yo a cambio: un clímax tan intenso como jamás había sentido uno. Dicho clímax, además, fue acompañado, sin que pudiera evitarlo, por lo que él había dicho que no haría por el clérigo: un gemido en su oído con su nombre, vocalizado con la misma lascivia que cabía esperar de alguien como yo en tales circunstancias y que empapó sus dedos aún más de lo que ya debían de estarlo... como si a alguno de nosotros le importara lo más mínimo ese tipo de humedad.
– A mí me basta con que gimas el mío, Oscar... Incluso ahora que voy a darte dos opciones para que seas tú el que elija: podemos ir a una habitación a continuar con esto que tenemos entre manos o podemos mantener una conversación apta para el público en la que me preguntas todo lo que desees saber. Tú decides.
A aquellas alturas, su nombre para mí era equivalente a un ronroneo, y así era como sonaba cada vez que se escapaba de mis labios incluso si ni siquiera me paraba a pensarlo y simplemente me salía, nada más. Era un efecto secundario del roce de su piel con la mía con el que tampoco había contado hasta aquel instante en que nos habíamos seducido mutuamente pese a que supiéramos que estaba en nuestras naturalezas ser el único que seducía y que el otro fuera el seducido, él por su trabajo y yo por cómo era. Abrumada aún por el calor que continuaba tras la pequeña muerte que me había acontecido, cerré los ojos e inspiré profundamente, con la buena fortuna de que terminé haciéndolo sobre su cuello y su olor fue lo que más pude retener, más que el aire que se suponía que necesitaba para continuar existiendo. Me pareció un buen sustituto, especialmente porque sonreí nada más recibir la bofetada de su particular y personal perfume en mis fosas nasales, y abrí de nuevo los ojos sólo para ver a la madame acercarse a nosotros, por fin consciente de que estábamos increíblemente cerca. Por desgracia para ella, llegaba sumamente tarde: mis manos se encontraban rodeando la fuerte espalda de Oscar, y las suyas estaban sobre mis muslos, en una posición tan púdica para un burdel que era casi de risa. La mujer, aun así, me preguntó si estaba satisfecha con mi elección o si quería cambiar, cortesía de la casa, ante lo cual me señaló a una mujer joven (demasiado) y similar a alguna de las prostitutas con la que había yacido en aquel burdel. Con veneno destilando de las comisuras de mis labios le sonreí, y el efecto fue como el de clavarle un puñal, porque su expresión servil desapareció y se vio sustituida por una sorpresa y, quizá, miedo por mi expresión, ni lo sabía ni me importaba lo más mínimo.
– Estoy absolutamente conforme con mi elección, madame. Esta noche, y las siguientes, lo deseo a él.
– Nadie en su sano juicio debería acercárseme, Oscar, me halaga saber que al menos tú lo sabes... y que aún así lo último que quieres es apartarte.
Apenas si pude terminar de hablar porque enseguida su mano se encontró pulsando contra mi intimidad y cada pensamiento consciente se me borró de la cabeza como si se tratara de una tablilla de cera que alguien hubiera raspado con demasiado ímpetu. A los pensamientos los sustituyó una sensación de calor que me subía a oleadas desde donde su mano entraba en contacto con mi piel y que sentía explotar en cada uno de mis poros. No me extrañaría lo más mínimo si resultara que tenía la piel de gallina y si las piernas me temblaban antes incluso de haber alcanzado el clímax, solamente por la expectación del contacto tan experto como el de alguien de su profesión debía serlo. Únicamente por mi férrea fuerza de voluntad y mi determinación de no dejar que la madame se enterara de que estábamos dándonos placer mutuamente delante de una multitud que no se estaba percatando de lo más mínimo pude estar quieta, pero debí incluso recurrir a besarlo para disimular... Y porque deseaba hundirme en sus labios y olvidarme de todo, hasta de mi venganza, sólo con sentir la presión de su boca en la mía. ¿Qué había dicho? Estaba absolutamente atrapada por sus brazos, que me parecían férreos aunque objetivamente supiera que yo tenía bastante más fuerza que él por mi naturaleza sobrehumana, tan animal como había revelado cuando mis manos se habían colado más allá de la barrera de sus ropas. Lo que hacía de grilletes y cadenas eran las sensaciones que sus movimientos me estaban regalando por un precio que me parecía irrisorio, de bajo que había sido en comparación con lo que estaba recibiendo yo a cambio: un clímax tan intenso como jamás había sentido uno. Dicho clímax, además, fue acompañado, sin que pudiera evitarlo, por lo que él había dicho que no haría por el clérigo: un gemido en su oído con su nombre, vocalizado con la misma lascivia que cabía esperar de alguien como yo en tales circunstancias y que empapó sus dedos aún más de lo que ya debían de estarlo... como si a alguno de nosotros le importara lo más mínimo ese tipo de humedad.
– A mí me basta con que gimas el mío, Oscar... Incluso ahora que voy a darte dos opciones para que seas tú el que elija: podemos ir a una habitación a continuar con esto que tenemos entre manos o podemos mantener una conversación apta para el público en la que me preguntas todo lo que desees saber. Tú decides.
A aquellas alturas, su nombre para mí era equivalente a un ronroneo, y así era como sonaba cada vez que se escapaba de mis labios incluso si ni siquiera me paraba a pensarlo y simplemente me salía, nada más. Era un efecto secundario del roce de su piel con la mía con el que tampoco había contado hasta aquel instante en que nos habíamos seducido mutuamente pese a que supiéramos que estaba en nuestras naturalezas ser el único que seducía y que el otro fuera el seducido, él por su trabajo y yo por cómo era. Abrumada aún por el calor que continuaba tras la pequeña muerte que me había acontecido, cerré los ojos e inspiré profundamente, con la buena fortuna de que terminé haciéndolo sobre su cuello y su olor fue lo que más pude retener, más que el aire que se suponía que necesitaba para continuar existiendo. Me pareció un buen sustituto, especialmente porque sonreí nada más recibir la bofetada de su particular y personal perfume en mis fosas nasales, y abrí de nuevo los ojos sólo para ver a la madame acercarse a nosotros, por fin consciente de que estábamos increíblemente cerca. Por desgracia para ella, llegaba sumamente tarde: mis manos se encontraban rodeando la fuerte espalda de Oscar, y las suyas estaban sobre mis muslos, en una posición tan púdica para un burdel que era casi de risa. La mujer, aun así, me preguntó si estaba satisfecha con mi elección o si quería cambiar, cortesía de la casa, ante lo cual me señaló a una mujer joven (demasiado) y similar a alguna de las prostitutas con la que había yacido en aquel burdel. Con veneno destilando de las comisuras de mis labios le sonreí, y el efecto fue como el de clavarle un puñal, porque su expresión servil desapareció y se vio sustituida por una sorpresa y, quizá, miedo por mi expresión, ni lo sabía ni me importaba lo más mínimo.
– Estoy absolutamente conforme con mi elección, madame. Esta noche, y las siguientes, lo deseo a él.
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Decir que lo más intenso que le habían hecho experimentar jamás entre las paredes de un prostíbulo en París había sucedido en lo que podría llamarse la sala de espera a todas las depravaciones para las que ese lugar había sido creado… ¿Le costaría el despido a ojos del orgullo de aquella profesión y quienes sacaban tajada? Y es que aunque no estuviera hablando de lo que pensaría su jefa en cuestión, ni de un sentido literal a rasgos generales, Oscar era perfectamente consciente de lo reveladora que podía ser una afirmación como ésa. Y su clienta también, ¡cómo olvidarse de la causa de todo, de la visión fascinante en mitad del tacto descarado de aquella antesala al sexo! Irónico, una vez más, que el primer tacto que se había derramado entre sus cuerpos hubiera tenido que ser tan aparentemente recatado de cara a ese carnaval erótico. ¿Qué les iba a deparar entonces un encuentro en la más exquisita y perversa privacidad?
Habría contestado a sus palabras roncas de placer, podéis poner vuestras manos al fuego (que aun siendo mentira, arderían menos que lo que ambos habían encontrado entre las piernas del otro) a que lo habría hecho, por muy ardua que hubiera sido la batalla contra la satisfacción que le asfixiaba hasta el raciocinio, mientras degustaba la imagen de Abigail retorcida por la excitación. A duras (ehem) penas había podido reparar en las expresiones que adquiría su rostro, al menos no todo lo que a él le hubiera gustado y menos aún, si ella debía verse forzada a la interpretación de su vida para fingir estoicismo ante los movimientos de su mano en su pantalón. El beso había sido un recurso muy bueno, endiabladamente legítimo para lo mucho que debían ocultar en esos momentos. Pues ambos estaban tan necesitados de enlazar sus lenguas como de mandar todo aquello 'a tomar por culo', dicho de forma zafia y contundente, acorde con el antro y lo que allí se iba a hacer, por mucho terciopelo con el que pretendieran adornarlo.
Ah, sí, le habría contestado; a sus palabras insinuantes que ilustraban muy bien cuán temerario era frente a una mujer tan peligrosa como ella. Al uso de su nombre gemido contra su oreja, con suma cautela por las jodidas circunstancias y aun así, con un efecto estremecedor, cual ladrido descontrolado de una criatura amarrada que estaba a punto de llevarse consigo la columna, la correa y todo lo que quisiera frenar sus mordiscos. Le habría contestado a cualquier cosa que hubiera salido de esos labios que ya había repasado hasta la saciedad y que sin embargo, continuaban atrayéndolo como un novato en su primera vez. Pero no lo hizo, porque la inquisidora se había encargado de absorber cada uno de sus pensamientos, y porque, de nuevo, habría podido contestarle a todo, menos a esa propuesta que pasó a ofrecerle antes de la impertinente intervención de la madame. Elegir entre saber más cosas de esa diosa terrenal que tenía delante, de su profesión, de los misterios sobrenaturales que le martirizaban desde hacía diez años… o sucumbir de una vez por todas y sin más obstáculos, al deseo que sentía de poseerla. Con o sin el cargo de cortesano. ¿Qué se suponía que debía hacer?
'Estoy absolutamente conforme con mi elección, madame. Esta noche, y las siguientes, lo deseo a él.'
Nunca en los cinco largos años que llevaba allí había visto a la madame con semejante cara. Careta, más bien, ya que habrían podido exhibirla en un circo tal cual acababa de quedarse ahora, que nadie notaría la diferencia con el resto de payasos que lloriqueaban de horror. Aunque siendo justos, el polaco tampoco supo qué debió de dibujarse en su propio rostro para reprimir las enormes ganas de reírse de ella que tenía. Ni un cuadro del cubismo que todavía necesitaba un siglo más, habría podido retratarlo con la precisión suficiente.
Dispensadnos, pues –habló tras un breve intervalo de tiempo para saborear la impresión que su nueva acompañante causaba en esa inepta de manual, que no reconocería ni un orgasmo aunque lo tuviera delante. ¡Vaya, justo como había sido el caso!-. Ahora debo escoger una de nuestras mejores estancias –declaró, entonces con una sonrisa que no pudo retener, y menos si además se había adelantado a sus directrices como la organizadora de eventos carnales que supuestamente era.
Sin más dilación, o de lo contrario acabaría por lanzarle una burla mejor adaptada a su lucidez mental, agarró a Abigail de la mano y la sacó de aquella sala tan poco preparada para ellos. Dejaron atrás varias puertas y cruzaron otros tantos pasillos, hasta conducirla a la habitación más apartada de todas, y tentado estuvo de que fuera la que él tenía asignada, por hacerlo incluso más personal, pero enseguida se dio cuenta de que por allí habían pasado muchas más personas y que justamente sería menos íntimo que estar justo donde nadie, o casi nadie, más había estado… Apenas pusieron un pie en aquel suelo impoluto, que en un abrir y cerrar de ojos se encontraron con los cuerpos enmarañados sobre el catre y deleitándose por fin con toda la movilidad y el poder que les habían sido vedados frente a los demás. Oscar tardó menos de lo que su boca tardaba en rugir contra la de ella, en tomar la posición de arriba y ensartarle todos los besos que desde el principio había deseado y más, preso indiscutible de ese aroma sobrenatural que acababa de volverle oficialmente loco.
Supongo que viniendo de nosotros dos, esto es lo más apto para el público a lo que podemos aspirar –murmuró, apenas sin aliento, pero sí con una gravedad animal en el tono de voz-. Incluso si estamos solos… -Tan sólo se alejó unos centímetros de su piel, mientras su aliento se mezclaba con el suyo hasta en aquella breve separación- No te haces una idea de lo que has conseguido antes sólo con cabrear a esa puerca –confesó. El que una chica como aquélla no sólo mostrara interés en él, sino que además toreara así a la tirana más inmunda del burdel… ni la palabra 'excitar' se habría podido acercar tanto como lo había hecho su salvadora-. Cuéntame… ¿Qué es lo que se supone que hace una inquisidora cuando no encarga cortesanos en burdeles? –Su cuerpo temblaba de rabia por cómo estaba siendo capaz de sobreponerse a cada uno de los instintos primarios que seguían imaginándoselo en pleno coito con aquel monumento de mujer… pero algo dentro de él le llevaba a pensar que si al fin se dejaba llevar por completo, después habría más posibilidades de volverse menos interesante para Abigail. Y eso sí que no podría soportarlo.
Habría contestado a sus palabras roncas de placer, podéis poner vuestras manos al fuego (que aun siendo mentira, arderían menos que lo que ambos habían encontrado entre las piernas del otro) a que lo habría hecho, por muy ardua que hubiera sido la batalla contra la satisfacción que le asfixiaba hasta el raciocinio, mientras degustaba la imagen de Abigail retorcida por la excitación. A duras (ehem) penas había podido reparar en las expresiones que adquiría su rostro, al menos no todo lo que a él le hubiera gustado y menos aún, si ella debía verse forzada a la interpretación de su vida para fingir estoicismo ante los movimientos de su mano en su pantalón. El beso había sido un recurso muy bueno, endiabladamente legítimo para lo mucho que debían ocultar en esos momentos. Pues ambos estaban tan necesitados de enlazar sus lenguas como de mandar todo aquello 'a tomar por culo', dicho de forma zafia y contundente, acorde con el antro y lo que allí se iba a hacer, por mucho terciopelo con el que pretendieran adornarlo.
Ah, sí, le habría contestado; a sus palabras insinuantes que ilustraban muy bien cuán temerario era frente a una mujer tan peligrosa como ella. Al uso de su nombre gemido contra su oreja, con suma cautela por las jodidas circunstancias y aun así, con un efecto estremecedor, cual ladrido descontrolado de una criatura amarrada que estaba a punto de llevarse consigo la columna, la correa y todo lo que quisiera frenar sus mordiscos. Le habría contestado a cualquier cosa que hubiera salido de esos labios que ya había repasado hasta la saciedad y que sin embargo, continuaban atrayéndolo como un novato en su primera vez. Pero no lo hizo, porque la inquisidora se había encargado de absorber cada uno de sus pensamientos, y porque, de nuevo, habría podido contestarle a todo, menos a esa propuesta que pasó a ofrecerle antes de la impertinente intervención de la madame. Elegir entre saber más cosas de esa diosa terrenal que tenía delante, de su profesión, de los misterios sobrenaturales que le martirizaban desde hacía diez años… o sucumbir de una vez por todas y sin más obstáculos, al deseo que sentía de poseerla. Con o sin el cargo de cortesano. ¿Qué se suponía que debía hacer?
'Estoy absolutamente conforme con mi elección, madame. Esta noche, y las siguientes, lo deseo a él.'
Nunca en los cinco largos años que llevaba allí había visto a la madame con semejante cara. Careta, más bien, ya que habrían podido exhibirla en un circo tal cual acababa de quedarse ahora, que nadie notaría la diferencia con el resto de payasos que lloriqueaban de horror. Aunque siendo justos, el polaco tampoco supo qué debió de dibujarse en su propio rostro para reprimir las enormes ganas de reírse de ella que tenía. Ni un cuadro del cubismo que todavía necesitaba un siglo más, habría podido retratarlo con la precisión suficiente.
Dispensadnos, pues –habló tras un breve intervalo de tiempo para saborear la impresión que su nueva acompañante causaba en esa inepta de manual, que no reconocería ni un orgasmo aunque lo tuviera delante. ¡Vaya, justo como había sido el caso!-. Ahora debo escoger una de nuestras mejores estancias –declaró, entonces con una sonrisa que no pudo retener, y menos si además se había adelantado a sus directrices como la organizadora de eventos carnales que supuestamente era.
Sin más dilación, o de lo contrario acabaría por lanzarle una burla mejor adaptada a su lucidez mental, agarró a Abigail de la mano y la sacó de aquella sala tan poco preparada para ellos. Dejaron atrás varias puertas y cruzaron otros tantos pasillos, hasta conducirla a la habitación más apartada de todas, y tentado estuvo de que fuera la que él tenía asignada, por hacerlo incluso más personal, pero enseguida se dio cuenta de que por allí habían pasado muchas más personas y que justamente sería menos íntimo que estar justo donde nadie, o casi nadie, más había estado… Apenas pusieron un pie en aquel suelo impoluto, que en un abrir y cerrar de ojos se encontraron con los cuerpos enmarañados sobre el catre y deleitándose por fin con toda la movilidad y el poder que les habían sido vedados frente a los demás. Oscar tardó menos de lo que su boca tardaba en rugir contra la de ella, en tomar la posición de arriba y ensartarle todos los besos que desde el principio había deseado y más, preso indiscutible de ese aroma sobrenatural que acababa de volverle oficialmente loco.
Supongo que viniendo de nosotros dos, esto es lo más apto para el público a lo que podemos aspirar –murmuró, apenas sin aliento, pero sí con una gravedad animal en el tono de voz-. Incluso si estamos solos… -Tan sólo se alejó unos centímetros de su piel, mientras su aliento se mezclaba con el suyo hasta en aquella breve separación- No te haces una idea de lo que has conseguido antes sólo con cabrear a esa puerca –confesó. El que una chica como aquélla no sólo mostrara interés en él, sino que además toreara así a la tirana más inmunda del burdel… ni la palabra 'excitar' se habría podido acercar tanto como lo había hecho su salvadora-. Cuéntame… ¿Qué es lo que se supone que hace una inquisidora cuando no encarga cortesanos en burdeles? –Su cuerpo temblaba de rabia por cómo estaba siendo capaz de sobreponerse a cada uno de los instintos primarios que seguían imaginándoselo en pleno coito con aquel monumento de mujer… pero algo dentro de él le llevaba a pensar que si al fin se dejaba llevar por completo, después habría más posibilidades de volverse menos interesante para Abigail. Y eso sí que no podría soportarlo.
- Lapidación:
- Es lo que merezco por tardar tanto. Y esta vez juro por Dioh a lo señoritah Ehcarlatta style que no se volverá a repetir. Voy a redimirme poco a poco y sobre todo, a contestarte como te mereces, hossstia ya.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Aunque él hubiera escogido el granero más pobre que poseía la granja más alejada de la ciudad en la que nos encontrábamos a mí me habría resultado suficiente para nosotros, que poseíamos la capacidad de convertir cualquier espacio donde nos encontráramos en un palacio digno de la realeza a fuerza de abstraernos del lugar que nos acogía. Tal era el efecto que él tenía en mí y que, indudablemente a juzgar por los hechos, yo tenía en él, pues si mi desafío hacia la madame había sido explícito, el suyo no por menos aparente era desdeñable, en absoluto. Tal vez lo era más porque, aunque yo no tenía nada que perder, él sí, y además en grandes cantidades. No me engañaba respecto a la vida de los cortesanos, y menos de un burdel que yo frecuentaba con cierta asiduidad; conocía perfectamente la tiranía de la mujer frígida que regía el lugar y se encargaba de poner a los proletarios en el lugar que ella creía que les correspondía. En lo que a mí respectaba, sin embargo, ella no tenía ningún tipo de autoridad, y mientras mi presencia en aquel burdel fuera tan extensa que valía para desdibujar los límites de su autoridad, me dedicaría a ayudar al prostituto más interesante con el que me había enredado nunca. Y enredado, por cierto, literalmente, pues apenas un instante después de mi sentencia de propiedad él me había conducido hacia una de las pocas salas del burdel que no había visitado en ninguna compañía, fuera masculina o femenina, y se había acomodado sobre mí, que gustosamente separé las piernas para que encontrara mejor su lugar. Que, convenientemente, sintiera su erección contra mi intimidad fue solamente un detalle añadido y absolutamente acorde con la situación por el que casi gemí, y lo habría hecho de no haber tenido él su boca sobre la mía en una invasión que no tenía nada que envidiar a la de los bárbaros al Imperio Romano. Eran ellos, en todo caso, quienes tendrían que envidiar no estar sumidos en un frenesí carnal tan intenso como el de Oscar y yo, aún sin habernos deshecho de la ropa que nos cubría y que nos molestaba en nuestra tarea de contemplación y absorción mutua.
– Cazamos herejes… De cualquier tipo. Bien sean aquellos que de obra, palabra o pensamiento atentan contra la Santa Madre Iglesia o aquellos que, por haberse convertido en seres inhumanos e inmundos, suponen un peligro para ella.
Nunca antes había conseguido que mi profesión sonara tan pecaminosa, irónicamente, como lo hizo en aquel instante, con nuestras bocas a escasos milímetros y mis ojos clavados en los suyos como si fueran puñales. Tampoco ayudó a que la sensación fuera de depravación al mezclar asuntos que tan poco casaban excepto en mi caso el hecho de que mis manos hubieran encontrado su lugar explorando el cuerpo ajeno, especialmente a la altura del trasero, bajo las capas de ropa que nos cubrían. Y mucho menos ayudó que yo sonriera por la broma interna que siempre me había parecido la existencia de seres como yo, los llamados condenados, en una institución que se encargaba de eliminarnos de la faz de la Tierra… Eran esas ironías por las que yo vivía y las que me daban la vida cuando no lo hacía un hombre sobre mí, clavándoseme en todos los lugares donde debía hacerlo, al igual que yo lo estaba haciendo en su pecho con los míos, endurecidos hasta a través de la ropa. Mantener una conversación en tales circunstancias se me antojaba a un tiempo una tarea hercúlea y un desafío fascinante que estaba más que dispuesta a afrontar porque los adoraba, simple y llanamente. Mi vida me había convertido en una masoquista del peor tipo, de esas que aún sabiendo que disfrutan con el dolor y con la frustración lo hacen aún más, precisamente por el hecho de que saberlo hace que nos sintamos tan sucios que el morbo es más de lo que podemos aguantar. El morbo era algo que reinaba entre Oscar y yo y que no se nos agotaba pese a que ya hubiéramos explotado en los brazos del otro ante la vista ciega de todo un burdel que no nos prestaba atención pese a que fuéramos lo único que valía la pena de la sala recargada, impregnada del humo del tabaco y del licor barato con el que la gente trataba de esconder los vicios que los habían llevado allí. Yo no me escondía, llevaba la cabeza bien alta, y si no me encontraba en público era porque no quería arruinarle la carrera a un hombre que necesitaba… más de lo que habría creído al principio.
– No tiene nada de fascinante, en realidad. Somos asesinos glorificados y a los que la Inquisición no juzga porque no podemos juzgarnos a nosotros mismos. Y mientras los tribunales habituales sigan temiendo al Santo Oficio, podremos seguir con nuestras perversiones hasta que el Papa se canse de nosotros y nos eche del redil definitivamente.
Me encogí de hombros, y con el movimiento conseguí casi arañarlo en el pecho con mis pezones enhiestos por su maldita culpa. Para conseguir mejor mi objetivo, separé las manos de su trasero sintiendo en el alma la separación para poder arrebatarle la capa de tela que le cubría el bien formado pecho de mi alcance y de mi vista. Y aunque había visto pechos desnudos antes, tanto de hombres fuertes y fibrados como de mujeres con senos tan abundantes que se me desparramaban cuando intentaba cogerlos, el suyo me impresionó por la situación en la que nos encontrábamos, tan íntima como podía ser un encuentro que había nacido conmigo pidiéndole que se prostituyera para un pederasta. Con afán de compensárselo me pegué a su cuerpo aún más y acaricié cada centímetro de su piel que tenía a la vista con las yemas de los dedos primero y con las uñas después, sin dejarle ninguna marca que pudiera ser permanente pese a que los surcos rojizos lo parecieran al principio, en cuanto hicieran acto de presencia. Aquel hombre, aquel prostituto como no debía dejar de recordarme, tenía un efecto en mí tan intenso como ningún hombre lo había conseguido nunca, ni siquiera aquel que había sido el primero en catarme y al que le había destrozado la vida, pero no lo suficiente. La principal diferencia entre aquel primero y el que tenía encima, a quien besé con pasión para después catar su cuello con la boca, era que a River lo había querido destrozar, mientras que a Oscar ni se me pasaba por la cabeza más que compensarle por el dolor que sabía que le iba a causar, especialmente en cierta parte de su anatomía. Casi hasta me sentía culpable por el motivo por el que me encontraba allí, en una cama cualquiera con una persona que definitivamente no lo era, no en absoluto.
– Estoy a punto de retractarme de mi petición de antes, Oscar… Me sabe fatal que ese cerdo te pruebe antes que yo. Pero c’est la vie, ¿no? Bueno… ¿Hay algo más que desees saber sobre mi particular profesión?
– Cazamos herejes… De cualquier tipo. Bien sean aquellos que de obra, palabra o pensamiento atentan contra la Santa Madre Iglesia o aquellos que, por haberse convertido en seres inhumanos e inmundos, suponen un peligro para ella.
Nunca antes había conseguido que mi profesión sonara tan pecaminosa, irónicamente, como lo hizo en aquel instante, con nuestras bocas a escasos milímetros y mis ojos clavados en los suyos como si fueran puñales. Tampoco ayudó a que la sensación fuera de depravación al mezclar asuntos que tan poco casaban excepto en mi caso el hecho de que mis manos hubieran encontrado su lugar explorando el cuerpo ajeno, especialmente a la altura del trasero, bajo las capas de ropa que nos cubrían. Y mucho menos ayudó que yo sonriera por la broma interna que siempre me había parecido la existencia de seres como yo, los llamados condenados, en una institución que se encargaba de eliminarnos de la faz de la Tierra… Eran esas ironías por las que yo vivía y las que me daban la vida cuando no lo hacía un hombre sobre mí, clavándoseme en todos los lugares donde debía hacerlo, al igual que yo lo estaba haciendo en su pecho con los míos, endurecidos hasta a través de la ropa. Mantener una conversación en tales circunstancias se me antojaba a un tiempo una tarea hercúlea y un desafío fascinante que estaba más que dispuesta a afrontar porque los adoraba, simple y llanamente. Mi vida me había convertido en una masoquista del peor tipo, de esas que aún sabiendo que disfrutan con el dolor y con la frustración lo hacen aún más, precisamente por el hecho de que saberlo hace que nos sintamos tan sucios que el morbo es más de lo que podemos aguantar. El morbo era algo que reinaba entre Oscar y yo y que no se nos agotaba pese a que ya hubiéramos explotado en los brazos del otro ante la vista ciega de todo un burdel que no nos prestaba atención pese a que fuéramos lo único que valía la pena de la sala recargada, impregnada del humo del tabaco y del licor barato con el que la gente trataba de esconder los vicios que los habían llevado allí. Yo no me escondía, llevaba la cabeza bien alta, y si no me encontraba en público era porque no quería arruinarle la carrera a un hombre que necesitaba… más de lo que habría creído al principio.
– No tiene nada de fascinante, en realidad. Somos asesinos glorificados y a los que la Inquisición no juzga porque no podemos juzgarnos a nosotros mismos. Y mientras los tribunales habituales sigan temiendo al Santo Oficio, podremos seguir con nuestras perversiones hasta que el Papa se canse de nosotros y nos eche del redil definitivamente.
Me encogí de hombros, y con el movimiento conseguí casi arañarlo en el pecho con mis pezones enhiestos por su maldita culpa. Para conseguir mejor mi objetivo, separé las manos de su trasero sintiendo en el alma la separación para poder arrebatarle la capa de tela que le cubría el bien formado pecho de mi alcance y de mi vista. Y aunque había visto pechos desnudos antes, tanto de hombres fuertes y fibrados como de mujeres con senos tan abundantes que se me desparramaban cuando intentaba cogerlos, el suyo me impresionó por la situación en la que nos encontrábamos, tan íntima como podía ser un encuentro que había nacido conmigo pidiéndole que se prostituyera para un pederasta. Con afán de compensárselo me pegué a su cuerpo aún más y acaricié cada centímetro de su piel que tenía a la vista con las yemas de los dedos primero y con las uñas después, sin dejarle ninguna marca que pudiera ser permanente pese a que los surcos rojizos lo parecieran al principio, en cuanto hicieran acto de presencia. Aquel hombre, aquel prostituto como no debía dejar de recordarme, tenía un efecto en mí tan intenso como ningún hombre lo había conseguido nunca, ni siquiera aquel que había sido el primero en catarme y al que le había destrozado la vida, pero no lo suficiente. La principal diferencia entre aquel primero y el que tenía encima, a quien besé con pasión para después catar su cuello con la boca, era que a River lo había querido destrozar, mientras que a Oscar ni se me pasaba por la cabeza más que compensarle por el dolor que sabía que le iba a causar, especialmente en cierta parte de su anatomía. Casi hasta me sentía culpable por el motivo por el que me encontraba allí, en una cama cualquiera con una persona que definitivamente no lo era, no en absoluto.
– Estoy a punto de retractarme de mi petición de antes, Oscar… Me sabe fatal que ese cerdo te pruebe antes que yo. Pero c’est la vie, ¿no? Bueno… ¿Hay algo más que desees saber sobre mi particular profesión?
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Había muchas formas de reconocer una excitación a lomos del interés más temerario. A fin de cuentas, los animales no se hacían demasiadas preguntas antes de hincarse el diente y rugir contra la civilización al ritmo de la copula más salvaje. Un cortesano se las conocía todas. Las cortesanas puede que, incluso, mucho antes de formalizar su profesión, porque ser mujer y no haber escuchado la palabra 'puta' en algún instante de sus vidas sólo podría pasarles de estar sordas. Y hasta las sordas sabían leer los labios, no había ningún lenguaje universal que escapara de la corrosión humana, empeñada en juzgar lo que hacías entre las piernas y más aún si podían usarlo en tu contra de forma peyorativa. A más sexo, menos dignidad. Menos derechos.
Sin embargo, a pesar de su legado en los placeres de la carne, Oscar había perdido de vista cualquiera de esas formas, o más bien, habían dejado de importarle, porque hiciera lo que hiciera, la mujer con la que estaba tratando no era precisamente una negada en lo que respectaba a las reacciones del cuerpo a cuerpo. Y aun así, el joven sentía que hasta la monja más despistada sabría ver lo que le pasaba más abajo de la cintura, por mucho que intentara luchar contra ello. A decir verdad, conforme más se tocaban, menos recuerdos tenía de por qué había decidido mantenerse al margen del contacto definitivo… como si algo de él pudiera quedar verdaderamente al margen de ella sólo por guardarse al pequeño Oscar al otro lado del pantalón. Por mucho que taparas a un oso con una sábana, seguiría pareciendo un puto oso.
Seres 'inhumanos' –repitió, porque se negaba a referirse a ellos como 'inmundos', al tiempo que encorvaba un poco la espalda para permitirle una mayor comodidad en el recorrido de sus dedos, mientras por su parte, lidiaba con su perpetua erección y se dedicaba contradictoriamente a merendarse cada espacio de la suculenta figura que todavía no se había despegado de él, ni parecía tener intención de hacerlo, fuera como fuera que decidieran actuar en el mundo racional. Ése que rara vez coincidía con el hervidero de éxtasis que les golpeaba desde dentro al rozarse con tanta avidez-. Así que es cierta su existencia –concluyó en voz alta, incluso cuando no le había hecho falta ese testimonio para estar seguro, ya que arrastraba una… curiosa estela de experiencias con los bebedores de sangre, pero apenas sabía nada de esas otras criaturas todavía. O eso creía-. ¿Un peligro para la Iglesia? ¿Y por qué será? –no pudo evitar ironizar, no respecto a la función de esa inquisidora (ni de ninguna otra), sino claramente hacia esa entidad tan honesta que ambos valoraban igual, acostumbrados a su hedor de distinta manera.
En general, estaba haciendo esfuerzos por pensar más con una parte que con otra desde que se habían echado sobre la cama, pero la verdad, resultaba difícil con los pechos de Abigail ahí, perfectos, duros y presionados contra su piel. ¿Había algún ser vivo no-asexual sobre la faz de la tierra capaz de concentrarse en una situación así? Porque si Oscar estaba seguro de algo es que esa persona no era él, ni en sus mejores sueños. Mucho menos cuando la chica le retiró la camisa y le despojó de una de sus defensas, no necesariamente contra ella (o quizá sí, a juzgar por las ganas de devorarla que le poseían, sin saber que no tenía los colmillos más afilados de la habitación precisamente…), sino contra ese jodido conflicto con el que no contaba y al que seguía sin encontrarle una solución inmediata. Aunque claro, eso sería injusto, porque tampoco había forma inmediata de apocar ciertos… aspectos de la conversación. Culpa de la biología, y de lo que no era la puta biología.
Entonces –reflexionó repentinamente, quizá la mezcla de las caricias y arañazos de aquella escultura de mujer con la lucha entre la excitación y el deber servían para implantarle ideas transgresoras en la cabeza (la de más arriba, aunque ahora ese detalle pudiera no ser del todo aclaratorio…). La miró sin apenas moverse, ocupado como estaba en contemplarla, con toda la intensidad que restara en sus pupilas ávidas de conocimiento, y desde hacía ya un buen rato, también de todo lo que implicara saber más cosas de la sorprendente Abigail- ¿Tú también eres… -no continuó la frase, no por temor a ofenderla, ni a lo que significaba esa revelación, sino porque realmente no había mucho más que añadir. De repente, eso explicaba muchísimas cosas, no sólo de su magnetismo 'inhumano' (y muy lejos de catalogarse como 'inmundo', o en ese caso, habría que sumar una filia nueva en su repertorio), sino de la fascinación de algunos de sus movimientos y de su fuerza, física además de personal. Si en él se había gestado una curiosidad prácticamente insana por lo sobrenatural había sido por la influencia de otras féminas, irónico que fueran justo 'la especie' opuesta a la que debía de pertenecer ella- Tu piel no está fría, y hasta donde me consta, tienes pulso… -con la voz grave y una media sonrisa que se le curvó en los labios al volver a centrarse en la respiración que hacía subir y bajar los pezones inhiestos de la inquisidora, en contacto con su torso desnudo y perfectamente consciente- Sólo quedan dos opciones por las que, además, entendería lo animal de esta atracción.
A partir de ese breve instante de realidad, le fue completa y absolutamente imposible apartarle los ojos, como si toda su vista se hubiera quedado tan quieta como no podían estarlo otras cosas cuando caía presa del embrujo de Abigail.-Tú tampoco me lo estás poniendo fácil y lo sabes, ¿verdad? –espetó, y le estiró de los cabellos para abarcarle parte de la mandíbula y la oreja con una sola mano, y así apresarla más a su mirada- Aunque bueno, en 'probarme' lo que se dice 'probarme' tampoco será el primero… -añadió, tras una ronca insinuación que barrió con todas las posibles sutilezas de su frase final:- Es gracioso que dos personas como nosotros hayamos elegido justamente este momento para ser profesionales.
Sin embargo, a pesar de su legado en los placeres de la carne, Oscar había perdido de vista cualquiera de esas formas, o más bien, habían dejado de importarle, porque hiciera lo que hiciera, la mujer con la que estaba tratando no era precisamente una negada en lo que respectaba a las reacciones del cuerpo a cuerpo. Y aun así, el joven sentía que hasta la monja más despistada sabría ver lo que le pasaba más abajo de la cintura, por mucho que intentara luchar contra ello. A decir verdad, conforme más se tocaban, menos recuerdos tenía de por qué había decidido mantenerse al margen del contacto definitivo… como si algo de él pudiera quedar verdaderamente al margen de ella sólo por guardarse al pequeño Oscar al otro lado del pantalón. Por mucho que taparas a un oso con una sábana, seguiría pareciendo un puto oso.
Seres 'inhumanos' –repitió, porque se negaba a referirse a ellos como 'inmundos', al tiempo que encorvaba un poco la espalda para permitirle una mayor comodidad en el recorrido de sus dedos, mientras por su parte, lidiaba con su perpetua erección y se dedicaba contradictoriamente a merendarse cada espacio de la suculenta figura que todavía no se había despegado de él, ni parecía tener intención de hacerlo, fuera como fuera que decidieran actuar en el mundo racional. Ése que rara vez coincidía con el hervidero de éxtasis que les golpeaba desde dentro al rozarse con tanta avidez-. Así que es cierta su existencia –concluyó en voz alta, incluso cuando no le había hecho falta ese testimonio para estar seguro, ya que arrastraba una… curiosa estela de experiencias con los bebedores de sangre, pero apenas sabía nada de esas otras criaturas todavía. O eso creía-. ¿Un peligro para la Iglesia? ¿Y por qué será? –no pudo evitar ironizar, no respecto a la función de esa inquisidora (ni de ninguna otra), sino claramente hacia esa entidad tan honesta que ambos valoraban igual, acostumbrados a su hedor de distinta manera.
En general, estaba haciendo esfuerzos por pensar más con una parte que con otra desde que se habían echado sobre la cama, pero la verdad, resultaba difícil con los pechos de Abigail ahí, perfectos, duros y presionados contra su piel. ¿Había algún ser vivo no-asexual sobre la faz de la tierra capaz de concentrarse en una situación así? Porque si Oscar estaba seguro de algo es que esa persona no era él, ni en sus mejores sueños. Mucho menos cuando la chica le retiró la camisa y le despojó de una de sus defensas, no necesariamente contra ella (o quizá sí, a juzgar por las ganas de devorarla que le poseían, sin saber que no tenía los colmillos más afilados de la habitación precisamente…), sino contra ese jodido conflicto con el que no contaba y al que seguía sin encontrarle una solución inmediata. Aunque claro, eso sería injusto, porque tampoco había forma inmediata de apocar ciertos… aspectos de la conversación. Culpa de la biología, y de lo que no era la puta biología.
Entonces –reflexionó repentinamente, quizá la mezcla de las caricias y arañazos de aquella escultura de mujer con la lucha entre la excitación y el deber servían para implantarle ideas transgresoras en la cabeza (la de más arriba, aunque ahora ese detalle pudiera no ser del todo aclaratorio…). La miró sin apenas moverse, ocupado como estaba en contemplarla, con toda la intensidad que restara en sus pupilas ávidas de conocimiento, y desde hacía ya un buen rato, también de todo lo que implicara saber más cosas de la sorprendente Abigail- ¿Tú también eres… -no continuó la frase, no por temor a ofenderla, ni a lo que significaba esa revelación, sino porque realmente no había mucho más que añadir. De repente, eso explicaba muchísimas cosas, no sólo de su magnetismo 'inhumano' (y muy lejos de catalogarse como 'inmundo', o en ese caso, habría que sumar una filia nueva en su repertorio), sino de la fascinación de algunos de sus movimientos y de su fuerza, física además de personal. Si en él se había gestado una curiosidad prácticamente insana por lo sobrenatural había sido por la influencia de otras féminas, irónico que fueran justo 'la especie' opuesta a la que debía de pertenecer ella- Tu piel no está fría, y hasta donde me consta, tienes pulso… -con la voz grave y una media sonrisa que se le curvó en los labios al volver a centrarse en la respiración que hacía subir y bajar los pezones inhiestos de la inquisidora, en contacto con su torso desnudo y perfectamente consciente- Sólo quedan dos opciones por las que, además, entendería lo animal de esta atracción.
A partir de ese breve instante de realidad, le fue completa y absolutamente imposible apartarle los ojos, como si toda su vista se hubiera quedado tan quieta como no podían estarlo otras cosas cuando caía presa del embrujo de Abigail.-Tú tampoco me lo estás poniendo fácil y lo sabes, ¿verdad? –espetó, y le estiró de los cabellos para abarcarle parte de la mandíbula y la oreja con una sola mano, y así apresarla más a su mirada- Aunque bueno, en 'probarme' lo que se dice 'probarme' tampoco será el primero… -añadió, tras una ronca insinuación que barrió con todas las posibles sutilezas de su frase final:- Es gracioso que dos personas como nosotros hayamos elegido justamente este momento para ser profesionales.
Última edición por Oscar Llobregat el Jue Feb 18, 2016 6:03 pm, editado 1 vez
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Por supuesto que tenía preguntas que hacerme, y no esperaba absolutamente nada menos del hombre que, con una sola mirada, me había condenado a una insidiosa pena: la curiosidad y la atracción sin apenas llegar a culminarla carnalmente hablando. Los antiguos orgasmos que habíamos compartido hacía lo que parecía una eternidad parecían caducos e insuficientes ante la nueva situación, una en la que jugábamos a provocarnos mientras manteníamos una fachada de falsa normalidad gracias a la conversación que, más o menos, estábamos manteniendo. Y digo más o menos porque nuestra atención lógicamente volaba de una cosa a otra, sobre todo si se entiende cosa por su perfecto cuerpo o por el ardor que me estaba invadiendo a mí por su posición tan dominante, que, aplicada en el contexto correcto, era capaz de volverme loca... Más aún de lo que todos decían ya que lo estaba, claro. ¿Se trataría de un efecto secundario de la maldición que corría por mis venas y que él había cazado enseguida? Porque su percepción merecía un premio; había sido capaz de darse cuenta, sin apenas conocimientos sobre mi mundo, o al menos eso había dicho, de lo que yo era... Lo cual le daba todavía más mérito que su hermosura, ya fuera la externa o la de su mundo interno, al que solamente ahora estaba empezando a tener acceso mediante la bendita curiosidad que nos despertábamos. Ambos estábamos condenados a ser esclavos de nuestros instintos, yo por mi naturaleza y él por la contradicción de ser un prostituto que no podía acostarse con la clienta que lo había solicitado para un encargo tan desagradable que me ponía la carne de gallina. Como si el responsable también de eso no fuera él con su actitud, sus gestos o su mera presencia, suavizante de cualquier presión que hubiera podido sufrir aquella noche.
– Una de esas opciones es la correcta, sí. Pero si te digo mi edad real, incumpliendo esa regla estúpida que dice que es maleducado que una mujer lo haga, eliminarás una de las posibilidades inexorablemente. También lo harás si te muestro algo en lo que creo que aún no te habías fijado, pese a haber devorado mi cuerpo de arriba abajo con tu mirada.
Tras murmurar mi respuesta, jovial, busqué una de sus manos para que hincara su ardor en mi vientre, sobre la cicatriz del mordisco, que quedaba disimulada por su propio cuerpo pero que le permití sentir bajo sus dedos. No estaba muy segura de qué sabía y qué no sabía de los sobrenaturales, inhumanos y, en ocasiones, inmundos de nosotros, pero probablemente había escuchado las leyendas que hablaban de las consecuencias del mordisco de los lobos en los seres humanos como el que yo había sido, muchos años atrás, cuando aún me quedaba algo de inocencia en el cuerpo. También estaba bastante segura de que sabía que la condición de aquellos que podían transformarse en animales se heredaba de los progenitores, y que, de haberlo sido yo, seguramente me pasearía más como desinhibida criatura que como humana presa de tantos convencionalismos que me daba dolor de cabeza pensar siquiera en ello. Aun así sentí necesario hacerlo partícipe de mi auténtica naturaleza mediante un gesto, un roce, que lo tenía absolutamente todo que ver con nuestro encuentro de caricias veladas y muchas insinuaciones que de sutil tenían lo mismo que nuestro mundo de plano: nada en absoluto. Y así como había habido gente que para demostrarlo se había visto obligada a fallecer o a verse empujada al olvido para sobrevivir a su audacia, nosotros estábamos forzados a aguantar el deseo primario que nos recorría en pos de la comunicación y de la no corrupción de aquella inicial relación de negocios que bien podría terminar convirtiéndose en algo muy diferente, en función de las circunstancias. Y las de aquella noche parecían abocadas a conducirnos a un diálogo ardiente de conocimiento y de deseo de exploración mutua en el que la frustración, no nos quedaba más remedio, estaría constantemente pendiente de recordarnos que no debíamos ir más allá de lo que estábamos haciéndolo.
– Lo creas o no, soy mucho más profesional en todo de lo que aparento... Aunque eso no obsta para que sea una libertina, y me moleste reprimir esa parte de mí precisamente cuando más deseo liberarla.
Con calma, y encogiéndome de hombros después, aclaré algo importante que al parecer nadie terminaba de comprender sobre mí: me tomaba en serio todo, absolutamente todo, lo que hacía. Tal vez mi actitud fuera pueril, hostil y deliberadamente libidinosa hasta cuando no debía serlo, pero más allá de ello yo siempre tenía un motivo para cualquier acto que pusiera en práctica, y eran los actos los que, al final, justificaban mi actitud ante mis ojos, casi nunca ante los de los demás. Precisamente el objetivo imperante de conseguir el favor de un superior era lo que me había llevado allí; lo demás se había dado según las circunstancias, sí, en eso estaba absolutamente de acuerdo, pero si había terminado en un burdel era por un objetivo superior, nada más. Y tampoco nada menos, porque no creía que fuera moco de pavo cualquier motivo que me hubiera conducido a acabar allí, enredada literalmente en sus redes, en su cuerpo y en la profundidad de una mirada que no me cansaba de atrapar con la mía. Decidí, no obstante, no contribuir en demasía a la pérdida de control que se avecinaba de nuestro encuentro si seguíamos el camino oscuro y farragoso en el que nos habíamos adentrado, y cuando ya se hubo saciado de acariciar mi cicatriz lo aparté de ella, conduciendo mi mano de nuevo (¿quizá?) a su pelo para acariciarle una zona que, en mí, sí se convertía en erógena, pero que no tenía por qué serlo en manos de alguien menos diestro y experimentado que yo. Qué lástima, en ocasiones efectivamente mi naturaleza de libertina era más perjudicial que beneficiosa... Aunque jamás nadie me cazaría afirmándolo en voz alto, más allá de la intimidad de mis pensamientos.
– Sobra decirlo, pero ni siquiera esperando serías el primero en probarme. Ese puesto lo tiene otro que ya pagó por su osadía hace tiempo.
– Una de esas opciones es la correcta, sí. Pero si te digo mi edad real, incumpliendo esa regla estúpida que dice que es maleducado que una mujer lo haga, eliminarás una de las posibilidades inexorablemente. También lo harás si te muestro algo en lo que creo que aún no te habías fijado, pese a haber devorado mi cuerpo de arriba abajo con tu mirada.
Tras murmurar mi respuesta, jovial, busqué una de sus manos para que hincara su ardor en mi vientre, sobre la cicatriz del mordisco, que quedaba disimulada por su propio cuerpo pero que le permití sentir bajo sus dedos. No estaba muy segura de qué sabía y qué no sabía de los sobrenaturales, inhumanos y, en ocasiones, inmundos de nosotros, pero probablemente había escuchado las leyendas que hablaban de las consecuencias del mordisco de los lobos en los seres humanos como el que yo había sido, muchos años atrás, cuando aún me quedaba algo de inocencia en el cuerpo. También estaba bastante segura de que sabía que la condición de aquellos que podían transformarse en animales se heredaba de los progenitores, y que, de haberlo sido yo, seguramente me pasearía más como desinhibida criatura que como humana presa de tantos convencionalismos que me daba dolor de cabeza pensar siquiera en ello. Aun así sentí necesario hacerlo partícipe de mi auténtica naturaleza mediante un gesto, un roce, que lo tenía absolutamente todo que ver con nuestro encuentro de caricias veladas y muchas insinuaciones que de sutil tenían lo mismo que nuestro mundo de plano: nada en absoluto. Y así como había habido gente que para demostrarlo se había visto obligada a fallecer o a verse empujada al olvido para sobrevivir a su audacia, nosotros estábamos forzados a aguantar el deseo primario que nos recorría en pos de la comunicación y de la no corrupción de aquella inicial relación de negocios que bien podría terminar convirtiéndose en algo muy diferente, en función de las circunstancias. Y las de aquella noche parecían abocadas a conducirnos a un diálogo ardiente de conocimiento y de deseo de exploración mutua en el que la frustración, no nos quedaba más remedio, estaría constantemente pendiente de recordarnos que no debíamos ir más allá de lo que estábamos haciéndolo.
– Lo creas o no, soy mucho más profesional en todo de lo que aparento... Aunque eso no obsta para que sea una libertina, y me moleste reprimir esa parte de mí precisamente cuando más deseo liberarla.
Con calma, y encogiéndome de hombros después, aclaré algo importante que al parecer nadie terminaba de comprender sobre mí: me tomaba en serio todo, absolutamente todo, lo que hacía. Tal vez mi actitud fuera pueril, hostil y deliberadamente libidinosa hasta cuando no debía serlo, pero más allá de ello yo siempre tenía un motivo para cualquier acto que pusiera en práctica, y eran los actos los que, al final, justificaban mi actitud ante mis ojos, casi nunca ante los de los demás. Precisamente el objetivo imperante de conseguir el favor de un superior era lo que me había llevado allí; lo demás se había dado según las circunstancias, sí, en eso estaba absolutamente de acuerdo, pero si había terminado en un burdel era por un objetivo superior, nada más. Y tampoco nada menos, porque no creía que fuera moco de pavo cualquier motivo que me hubiera conducido a acabar allí, enredada literalmente en sus redes, en su cuerpo y en la profundidad de una mirada que no me cansaba de atrapar con la mía. Decidí, no obstante, no contribuir en demasía a la pérdida de control que se avecinaba de nuestro encuentro si seguíamos el camino oscuro y farragoso en el que nos habíamos adentrado, y cuando ya se hubo saciado de acariciar mi cicatriz lo aparté de ella, conduciendo mi mano de nuevo (¿quizá?) a su pelo para acariciarle una zona que, en mí, sí se convertía en erógena, pero que no tenía por qué serlo en manos de alguien menos diestro y experimentado que yo. Qué lástima, en ocasiones efectivamente mi naturaleza de libertina era más perjudicial que beneficiosa... Aunque jamás nadie me cazaría afirmándolo en voz alto, más allá de la intimidad de mis pensamientos.
– Sobra decirlo, pero ni siquiera esperando serías el primero en probarme. Ese puesto lo tiene otro que ya pagó por su osadía hace tiempo.
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Re: Closer {Privado} {+18}
Y por si todo lo anteriormente descrito, todo lo que había puesto patas arriba su concepto de trabajar, de mirar a un posible cliente o de saltarse todas las normas de sus principios laborales y, peor aún, jodidamente existenciales, no hubiera sido suficiente... aquella mujer implacable tuvo que dar justo con una de sus debilidades, incluso si a día de hoy seguía sin encontrarle explicación alguna (y teñirlo de la influencia de Abigail no ayudaría a esclarecerlo más): las cicatrices.
A él no se le había quedado ninguna de aquella maldita noche en el burdel de Ewa, aun con los balazos que lo postraron durante tantos días en una cama. Siempre había pensado que quizá fue cosa de los poderes de aquella vampira cuyo nombre se negaba a pensar, incluso después de varios años deslomándose por descubrirlo, pues biológicamente no encontraba explicación alguna a pesar de no contar con los mismos conocimientos sobre el cuerpo humano que alguien de mayor estatus y acceso a una cultura de la que ese polaco callejero de todas maneras tenía una base más que admirable dada su situación social. Tampoco hacía falta estudiar una carrera para saber que no tener marcas en el cuerpo después de algo así era verdaderamente extraño. Seguramente por eso, su opinión de las cicatrices se había vuelto un fetiche en toda regla, fascinado por aquellas huellas cetrinas que contaban la historia de la gente a través de la piel (en la que él se había vuelto un experto por su trabajo). De una forma mayormente inevitable, pues al contrario que los tatuajes, aquello tenía más posibilidades de ser una marca que su portador no hubiera elegido. Pero Abigail sí había elegido dirigir su mano hasta ella y mostrársela como un claro indicio de su pasado. Así que aquello tuvo el mismo efecto en Oscar que si se hubieran dejado caer dos bombas muy diferentes en su interior: una desde el pecho apuntando hacia su garganta y la otra, más abajo de su barriga pero que seguía pegada a ella, alimentando una reacción por todo lo alto, sí.
Lo último que acabaría por estallarle sería el cerebro.
No paró de mirarla mientras sus dedos vagaban por aquella cicatriz de la que, aunque sólo fuera por un momento, se propuso extraer más de una cosa: escalofríos que dominaba de sobras por tratarse de una zona como aquélla en manos de alguien como él, y algo que se guardaba para su propia expedición sobre la fascinante valquiria a la que apresaba contra su cuerpo, que ya se lo había parecido muchísimo antes de saber con certeza que no era humana (no podía serlo y tenerle así de embaucado, el prostituto se conocía demasiado el mundo terrenal como para que los secretos de su perdición no estuvieran en una esfera igual de inexplicable que su lugar entre la masa tonta y miedosa a la que él tampoco debería pertenecer). De los que había oído ser llamados 'hijos de la Luna' (o 'licántropos' de un modo más técnico) no sabía tanto como de los chupasangres que hasta ahora habían tenido mucha influencia en sus pasos por la tierra. Sin embargo, la mordedura de otro lobo que los convertía era algo mínimamente básico en aquellas historias y que enseguida acudió a su mente, que aunque volcada en aquella muchacha (o puede que no tan muchacha con esa nueva información que volvía su edad más incierta), parecía estar endiabladamente receptiva a todo lo relacionado con ésta. ¿Y qué otra huella podía ser más íntima para una mujer loba que la del mordisco que cambiara su naturaleza para siempre?
—No me malinterpretes, Abigail, tu profesionalidad aparenta ser como dices. Creo que estarás de acuerdo en que nadie mejor que yo puede dar fe de ella en estos jodidos momentos —afirmó bajo la fuerza de sus ojos al tiempo que sus dedos dibujaban formas expertas sobre su cicatriz—. Es un auténtico engorro reprimir ese libertinaje, precisamente porque no tiene por qué excluir a una agudeza de ingenio como la que tú demuestras, aquí y en tu trabajo y probablemente en todo lo que te propongas. —Dio allí mismo el primer suspiro de frustración mínimamente notable desde que habían acabado en ese otro nivel— Bueno, y también por otros motivos que saltan más allá del sentido de la vista. —Y considerando lo curtido que estaba en dominar las reacciones de su propio organismo, aquello no era un detalle cualquiera— ¿Qué se siente cuando te transformas? —Siguió preguntando, pues si antes tenía interés, no iba a cesar precisamente tras aquel descubrimiento— ¿Siempre es igual o no hay nada que se equipare a la primera luna llena?
Ante su último comentario, se quedó mirando a Abigail de manera distinta, de repente abstraído del momento presente, no por algo que le perteneciera a él, sino por algo que, sin duda, le pertenecía a ella. La tonalidad marrón de sus ojos verdes se mezcló con los de la chica y durante unos segundos, pareció un depredador que por mucho que no hubiera cazado antes ahí, se conocía el terreno de sobras.
—Lo imagino —respondió o más bien, concluyó, pues realmente con eso del 'primero en probarle' no se había referido a la primera persona de todas en su vida, sino a que ese cura de los cojones, al que ya estaba empezando a aborrecer sin ni siquiera conocerle (follado uno, follados todos), no le iba a probar antes que ella precisamente por todo el intercambio carnal que ya habían mantenido en la anterior sala, a pesar de que a ellos dos aún les quedara mucho, mucho por consumar. Irónico que delante de todos hubiera sido más fácil desinhibirse que ahora que estaban en un espacio apartado e íntimo donde debían reprimirse de una forma más asquerosamente dolorosa, para su entrepierna y para sus cabezas.
De todas maneras, no hizo ninguna aclaración al respecto. Cuando Abigail le acarició el pelo después de apartarle la mano de su cicatriz, Oscar descendió la cara hasta su vientre y se detuvo allí unos segundos para contemplar la marca y que ella pudiera notar su fascinación a través de los escalofríos que le provocara en ese mismo lugar con su aliento. No llegó a lamerla ni a besarla, no por falta de ganas, y finalmente apoyó su mejilla justo en dicha zona para permanecer así unos segundos, con los brazos entre sus caderas y sus piernas y la mirada momentáneamente perdida, pero reafirmada. En una armonía que no comprendía, pero a la que podía hacer frente.
A él no se le había quedado ninguna de aquella maldita noche en el burdel de Ewa, aun con los balazos que lo postraron durante tantos días en una cama. Siempre había pensado que quizá fue cosa de los poderes de aquella vampira cuyo nombre se negaba a pensar, incluso después de varios años deslomándose por descubrirlo, pues biológicamente no encontraba explicación alguna a pesar de no contar con los mismos conocimientos sobre el cuerpo humano que alguien de mayor estatus y acceso a una cultura de la que ese polaco callejero de todas maneras tenía una base más que admirable dada su situación social. Tampoco hacía falta estudiar una carrera para saber que no tener marcas en el cuerpo después de algo así era verdaderamente extraño. Seguramente por eso, su opinión de las cicatrices se había vuelto un fetiche en toda regla, fascinado por aquellas huellas cetrinas que contaban la historia de la gente a través de la piel (en la que él se había vuelto un experto por su trabajo). De una forma mayormente inevitable, pues al contrario que los tatuajes, aquello tenía más posibilidades de ser una marca que su portador no hubiera elegido. Pero Abigail sí había elegido dirigir su mano hasta ella y mostrársela como un claro indicio de su pasado. Así que aquello tuvo el mismo efecto en Oscar que si se hubieran dejado caer dos bombas muy diferentes en su interior: una desde el pecho apuntando hacia su garganta y la otra, más abajo de su barriga pero que seguía pegada a ella, alimentando una reacción por todo lo alto, sí.
Lo último que acabaría por estallarle sería el cerebro.
No paró de mirarla mientras sus dedos vagaban por aquella cicatriz de la que, aunque sólo fuera por un momento, se propuso extraer más de una cosa: escalofríos que dominaba de sobras por tratarse de una zona como aquélla en manos de alguien como él, y algo que se guardaba para su propia expedición sobre la fascinante valquiria a la que apresaba contra su cuerpo, que ya se lo había parecido muchísimo antes de saber con certeza que no era humana (no podía serlo y tenerle así de embaucado, el prostituto se conocía demasiado el mundo terrenal como para que los secretos de su perdición no estuvieran en una esfera igual de inexplicable que su lugar entre la masa tonta y miedosa a la que él tampoco debería pertenecer). De los que había oído ser llamados 'hijos de la Luna' (o 'licántropos' de un modo más técnico) no sabía tanto como de los chupasangres que hasta ahora habían tenido mucha influencia en sus pasos por la tierra. Sin embargo, la mordedura de otro lobo que los convertía era algo mínimamente básico en aquellas historias y que enseguida acudió a su mente, que aunque volcada en aquella muchacha (o puede que no tan muchacha con esa nueva información que volvía su edad más incierta), parecía estar endiabladamente receptiva a todo lo relacionado con ésta. ¿Y qué otra huella podía ser más íntima para una mujer loba que la del mordisco que cambiara su naturaleza para siempre?
—No me malinterpretes, Abigail, tu profesionalidad aparenta ser como dices. Creo que estarás de acuerdo en que nadie mejor que yo puede dar fe de ella en estos jodidos momentos —afirmó bajo la fuerza de sus ojos al tiempo que sus dedos dibujaban formas expertas sobre su cicatriz—. Es un auténtico engorro reprimir ese libertinaje, precisamente porque no tiene por qué excluir a una agudeza de ingenio como la que tú demuestras, aquí y en tu trabajo y probablemente en todo lo que te propongas. —Dio allí mismo el primer suspiro de frustración mínimamente notable desde que habían acabado en ese otro nivel— Bueno, y también por otros motivos que saltan más allá del sentido de la vista. —Y considerando lo curtido que estaba en dominar las reacciones de su propio organismo, aquello no era un detalle cualquiera— ¿Qué se siente cuando te transformas? —Siguió preguntando, pues si antes tenía interés, no iba a cesar precisamente tras aquel descubrimiento— ¿Siempre es igual o no hay nada que se equipare a la primera luna llena?
Ante su último comentario, se quedó mirando a Abigail de manera distinta, de repente abstraído del momento presente, no por algo que le perteneciera a él, sino por algo que, sin duda, le pertenecía a ella. La tonalidad marrón de sus ojos verdes se mezcló con los de la chica y durante unos segundos, pareció un depredador que por mucho que no hubiera cazado antes ahí, se conocía el terreno de sobras.
—Lo imagino —respondió o más bien, concluyó, pues realmente con eso del 'primero en probarle' no se había referido a la primera persona de todas en su vida, sino a que ese cura de los cojones, al que ya estaba empezando a aborrecer sin ni siquiera conocerle (follado uno, follados todos), no le iba a probar antes que ella precisamente por todo el intercambio carnal que ya habían mantenido en la anterior sala, a pesar de que a ellos dos aún les quedara mucho, mucho por consumar. Irónico que delante de todos hubiera sido más fácil desinhibirse que ahora que estaban en un espacio apartado e íntimo donde debían reprimirse de una forma más asquerosamente dolorosa, para su entrepierna y para sus cabezas.
De todas maneras, no hizo ninguna aclaración al respecto. Cuando Abigail le acarició el pelo después de apartarle la mano de su cicatriz, Oscar descendió la cara hasta su vientre y se detuvo allí unos segundos para contemplar la marca y que ella pudiera notar su fascinación a través de los escalofríos que le provocara en ese mismo lugar con su aliento. No llegó a lamerla ni a besarla, no por falta de ganas, y finalmente apoyó su mejilla justo en dicha zona para permanecer así unos segundos, con los brazos entre sus caderas y sus piernas y la mirada momentáneamente perdida, pero reafirmada. En una armonía que no comprendía, pero a la que podía hacer frente.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Closer {Privado} {+18}
Cualquier hombre que me hubiera visto desnuda en los últimos años había tenido la posibilidad de contemplar mi cicatriz hasta si me había visto de espaldas o a cuatro patas, siguiendo un chiste demasiado fácil de tratarme como la perra que era. Pese a ello, yo lo disfrutaba igual, quizá porque venía acompañado de una especie de sumisión que solamente admitía en la cama (o en el suelo, o contra la pared, o en el diván… las posibilidades eran infinitas, ciertamente), porque en ningún otro aspecto de mi vida me dejaba domar, ni siquiera por un hombre como él. Y mucho menos si en vez de ignorar la cicatriz me la acariciaba intentando convertir los recuerdos borrosos de una mordedura que casi me quitó la vida en una fantasía dulce, como aquellas que impregnaban mi mente desde el momento en que habíamos intercambiado la mirada en el burdel. El gesto me distrajo lo suficiente para llevarme a un estado de catarsis que solamente interrumpió su voz, una voz que podría haber contribuido a la relajación total pero que, en lugar de ello, me elevaba más alto que nada y me volvía aún más loca que sus gestos o sus palabras, incluso si ellos ya tenían un poder elevado sobre mí. Arrancada, así, de la paz momentánea que había encontrado en sus brazos, o con él entre las piernas de la manera más púdica y correcta que pudiera ocurrírseme pese a que no hubiera nada de ninguna de las dos cosas entre nosotras, reflexioné unos segundos acerca de una naturaleza que tenía tan asumida que jamás me había planteado sus mismas dudas. Yo era una loba, ya fuera como humana o como animal medio bestial; la metamorfosis era un proceso natural de conducirme de una forma a la otra sin que hubiera demasiado trauma de por medio, al menos no ahora. No cuando lo comprendía.
– Creí que había estado a punto de morir cuando me mordieron, pero después comprobé lo cerca que está la muerte mi primera luna llena. Aquella vez me dolió mucho, no más de lo que nunca nada me ha dolido porque estoy sobrada de experiencias en ese respecto, pero dolió. Sentí mi cuerpo destrozarse, cada hueso partirse, alargarse y soldarse; mi piel se rasgó y se convirtió en la de una bestia, y el peor dolor fue en la cabeza, en mi boca y en las sienes. Después, no recuerdo nada salvo la sangre, pero la siguiente ocasión en que me transformé todo fue mejor. Ahora ya es suave, paso de una forma a la otra sin problema alguno.
Acompañé el relato de un gesto distraído de acariciar su cabello ondulado con los dedos, aprovechando que él había decidido colonizar mi vientre con su rostro y me daba una oportunidad perfecta para recrear las olas que formaba su pelo, como si fuera el mar, en una cabeza cuyo interior empezaba sólo a atisbar en aquella conversación casual. A decir verdad, él era el primero que se interesaba por mi maldición (o bendición, según como se mirase; la vida siempre era cuestión de perspectiva, y en eso yo era una maestra) desde un punto de vista curioso, y no asustado. Habitualmente, la gente reaccionaba con odio, asco, desdén o miedo cuando descubrían que cada luna llena me transformaba en una criatura bestial que, como podía, controlaba para que no fuera asesinando a diestro y siniestro, como sí hacía en mi trabajo consciente a todas las criaturas que me ordenaran exterminar. Aquellos que temían mi auténtica naturaleza eran los que ignoraban que era mucho más peligrosa como humana que como licántropa por el mero hecho de pertenecer a las filas del Tribunal del Santo Oficio, la misma pertenencia que me había conducido al burdel, a su habitación e incluso a sus brazos, más o menos. En el fondo, si apartaba toda la muerte que acompañaba a mi tarea, tenía unas ventajas que yo misma aprovechaba siempre que podía hacerlo, pues las oportunidades que me abría la Iglesia no eran desdeñables en ciertas circunstancias, aunque éstas fueran en contra de todo lo que proclamaban las altas esferas desde sus púlpitos de oro, pecado y piedras preciosas. Si las ventajas eran como Oscar, prefería mil veces continuar siendo el monstruo en el que no me transformaba y seguir llevando la maldición relativamente en secreto, como todos parecían desear que lo hiciera, algunos más que otro.
– Además, en la primera luna llena nunca estás preparado del todo para las consecuencias. A mí me transformaron junto a mi hermano, y los dos conocíamos perfectamente la maldición y los efectos que tenía en otros. Incluso así, siendo perfectamente conscientes de lo que nos haría, ambos sufrimos una transformación dolorosa y bestial. Nada te prepara para la soledad, ni tampoco para la libertad que te concede ser un monstruo que no debe obedecer a nada ni a nadie. Nadie te prepara para cómo va a cambiar todo tras un accidente como este ataque, para las miradas de desdén, para el miedo, para el asco que pasas a provocar. Lo peor no es la maldición, sino acostumbrarte a que lo es para todo el mundo mientras que, para ti, tal vez haya sido la mejor bendición que has recibido en toda tu vida.
– Creí que había estado a punto de morir cuando me mordieron, pero después comprobé lo cerca que está la muerte mi primera luna llena. Aquella vez me dolió mucho, no más de lo que nunca nada me ha dolido porque estoy sobrada de experiencias en ese respecto, pero dolió. Sentí mi cuerpo destrozarse, cada hueso partirse, alargarse y soldarse; mi piel se rasgó y se convirtió en la de una bestia, y el peor dolor fue en la cabeza, en mi boca y en las sienes. Después, no recuerdo nada salvo la sangre, pero la siguiente ocasión en que me transformé todo fue mejor. Ahora ya es suave, paso de una forma a la otra sin problema alguno.
Acompañé el relato de un gesto distraído de acariciar su cabello ondulado con los dedos, aprovechando que él había decidido colonizar mi vientre con su rostro y me daba una oportunidad perfecta para recrear las olas que formaba su pelo, como si fuera el mar, en una cabeza cuyo interior empezaba sólo a atisbar en aquella conversación casual. A decir verdad, él era el primero que se interesaba por mi maldición (o bendición, según como se mirase; la vida siempre era cuestión de perspectiva, y en eso yo era una maestra) desde un punto de vista curioso, y no asustado. Habitualmente, la gente reaccionaba con odio, asco, desdén o miedo cuando descubrían que cada luna llena me transformaba en una criatura bestial que, como podía, controlaba para que no fuera asesinando a diestro y siniestro, como sí hacía en mi trabajo consciente a todas las criaturas que me ordenaran exterminar. Aquellos que temían mi auténtica naturaleza eran los que ignoraban que era mucho más peligrosa como humana que como licántropa por el mero hecho de pertenecer a las filas del Tribunal del Santo Oficio, la misma pertenencia que me había conducido al burdel, a su habitación e incluso a sus brazos, más o menos. En el fondo, si apartaba toda la muerte que acompañaba a mi tarea, tenía unas ventajas que yo misma aprovechaba siempre que podía hacerlo, pues las oportunidades que me abría la Iglesia no eran desdeñables en ciertas circunstancias, aunque éstas fueran en contra de todo lo que proclamaban las altas esferas desde sus púlpitos de oro, pecado y piedras preciosas. Si las ventajas eran como Oscar, prefería mil veces continuar siendo el monstruo en el que no me transformaba y seguir llevando la maldición relativamente en secreto, como todos parecían desear que lo hiciera, algunos más que otro.
– Además, en la primera luna llena nunca estás preparado del todo para las consecuencias. A mí me transformaron junto a mi hermano, y los dos conocíamos perfectamente la maldición y los efectos que tenía en otros. Incluso así, siendo perfectamente conscientes de lo que nos haría, ambos sufrimos una transformación dolorosa y bestial. Nada te prepara para la soledad, ni tampoco para la libertad que te concede ser un monstruo que no debe obedecer a nada ni a nadie. Nadie te prepara para cómo va a cambiar todo tras un accidente como este ataque, para las miradas de desdén, para el miedo, para el asco que pasas a provocar. Lo peor no es la maldición, sino acostumbrarte a que lo es para todo el mundo mientras que, para ti, tal vez haya sido la mejor bendición que has recibido en toda tu vida.
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Re: Closer {Privado} {+18}
Oscar era experto en escuchar, como toda persona dedicada a la prostitución que se preciara, aun cuando él mismo se tenía muy poco aprecio. Su peor admirador, su mejor crítico. En aquellos lugares se escuchaba de todo literalmente, en sus más variadas y pintorescas formas, por lo que si ya venías con un carácter desengañado de antes aquello no tenía pintar de aminorar en un burdel de París a merced de las hipocresías del mundo. Y a pesar de eso, el chico de los sucios callejones polacos seguía condenado a las contradicciones más peligrosas y por tanto, más adictivas. Quemado por tanta confianza fallida y sin embargo, dispuesto a terminar sucumbiendo a las corrientes del cambio. Un cambio era lo más tentador que podían ofrecerle a un hombre independiente atrapado en la rutina de sus errores de antaño. Y cambio era lo que aspiraba del cuerpo de Abigail, lo que había emanado su sola aparición en la mecánica noche de trabajo de aquel autómata que aún no se había estropeado… o quizá alguien debiera interpretar el humo que salía de su piel como la primera señal. Aunque ahí en la intimidad de su habitación y con las manos de aquella diosa más bien seguirían dándole cuerda hasta su último aliento. Seguramente el prostíbulo acabaría ardiendo antes que verle quieto y lejos de la escala más alta del placer en el rostro de sus 'víctimas'.
Había estado escuchando las palabras de la licántropa como quien llevaba mucho tiempo encerrado en una celda aislada del resto de ciudadanos de la tierra que sin embargo, ese muchacho conocía mejor de lo que se conocían ellos mismos y sus manejables entrepiernas. Pero con la frente perlada de sudor a juego con sus traspirables atuendos de cortesano curtido en la batalla continua de la noche, ahí y ahora era su propia entrepierna la que estaba en juego a cada minuto que pasaba cerca de la intrigante Abigail. No sólo cerca, no, encima, lo contrario a eso sería demasiado tranquilo para el efecto de la carne presionando el muro de sus ropas como la rasposa fricción de una gata en celo.
—No soy un hombre lobo, es evidente que haga lo que haga o diga lo que diga jamás podré sentir con exactitud lo mismo que has sentido y sientes tú —pronunció contra la balsámica suavidad de su cicatriz— pero creo que de alguna manera, entiendo lo que me has contado. ¿Crees que es mucha pretensión por mi parte? —lanzó la primera pregunta que no quería ver respondida por lo escandalosamente retórica que le parecía—. Desde que puedo recordar, todas las miradas que recibo se creen las juezas de mi vida cuando ni siquiera la conocían entonces ni tampoco la conocen ahora. El miedo a saber que tengo sus secretos antes incluso que el dinero que pagan por mi silencio y sus gemidos. El asco que les genera la sola idea de pensar a lo que me dedico y a lo que ellos no se atreven a buscar, o a lo que acaban encontrando para odiarse a sí mismos y odiarme a mí en consecuencia. La maldición de acostumbrarte a pasar a la historia como un rechazo andante que en realidad sabe que está haciendo lo que mejor se le da sin ningún rastro de vergüenza en sus acciones… Supongo que después de todo, no he podido evitar comprender lo que has dicho y a la vez, aceptar el respeto inevitable del simple humano que no sabe nada de tu mundo.
La tersura de esos dedos expertos enredándose entre los pequeños rizos de su cabello hacía rato que podría haberle llevado a otra dimensión, una en la que probablemente las caricias lentas sobre su cabeza siempre pensante equivaldrían al éxtasis sexual de esa realidad en la que habían coincidido y en la que irónicamente no podían dar rienda suelta a algo que se les daba igual de bien a ambos. ¿Con qué más se iban a reír de ellos?
—En las peores calles de Gdansk aprendes a nadar hacia el lado que 'no toca'. Desde pequeños se nos enseña a mirar por nuestro propio beneficio, aunque decir 'se nos enseña' es algo puramente poético porque lo asimilamos solos, no hay otra opción. Supongo que resulta irónico que alguien que viene de un ambiente así se dedique a dar placer a los demás. O peor aún: que sepa cómo hacerlo. —Sin darse cuenta, lanzó esa reflexión acerca de sí mismo y rompió con otra costumbre más que se desmoronaba a causa de la presencia de Abigail; la de no hablar de su pasado y mucho menos de su pasado en Polonia, bajo el recuerdo borroso y enturbiado de Pau, el brillo enfermo en los ojos de Asmodeo y las visiones oníricas de Aryel— No sé por qué te cuento esto, ni siquiera me lo has preguntado y eso que la inquisidora aquí eres tú. —esbozó una sonrisa entre ácida y sorprendida antes de deslizar las mejillas por el estómago de la chica para volver a contemplarla directamente, consciente de por dónde debía moverse para inundarla de más estremecimientos y nublarle la razón. ¿Qué has hecho conmigo, Abigail?
Había estado escuchando las palabras de la licántropa como quien llevaba mucho tiempo encerrado en una celda aislada del resto de ciudadanos de la tierra que sin embargo, ese muchacho conocía mejor de lo que se conocían ellos mismos y sus manejables entrepiernas. Pero con la frente perlada de sudor a juego con sus traspirables atuendos de cortesano curtido en la batalla continua de la noche, ahí y ahora era su propia entrepierna la que estaba en juego a cada minuto que pasaba cerca de la intrigante Abigail. No sólo cerca, no, encima, lo contrario a eso sería demasiado tranquilo para el efecto de la carne presionando el muro de sus ropas como la rasposa fricción de una gata en celo.
—No soy un hombre lobo, es evidente que haga lo que haga o diga lo que diga jamás podré sentir con exactitud lo mismo que has sentido y sientes tú —pronunció contra la balsámica suavidad de su cicatriz— pero creo que de alguna manera, entiendo lo que me has contado. ¿Crees que es mucha pretensión por mi parte? —lanzó la primera pregunta que no quería ver respondida por lo escandalosamente retórica que le parecía—. Desde que puedo recordar, todas las miradas que recibo se creen las juezas de mi vida cuando ni siquiera la conocían entonces ni tampoco la conocen ahora. El miedo a saber que tengo sus secretos antes incluso que el dinero que pagan por mi silencio y sus gemidos. El asco que les genera la sola idea de pensar a lo que me dedico y a lo que ellos no se atreven a buscar, o a lo que acaban encontrando para odiarse a sí mismos y odiarme a mí en consecuencia. La maldición de acostumbrarte a pasar a la historia como un rechazo andante que en realidad sabe que está haciendo lo que mejor se le da sin ningún rastro de vergüenza en sus acciones… Supongo que después de todo, no he podido evitar comprender lo que has dicho y a la vez, aceptar el respeto inevitable del simple humano que no sabe nada de tu mundo.
La tersura de esos dedos expertos enredándose entre los pequeños rizos de su cabello hacía rato que podría haberle llevado a otra dimensión, una en la que probablemente las caricias lentas sobre su cabeza siempre pensante equivaldrían al éxtasis sexual de esa realidad en la que habían coincidido y en la que irónicamente no podían dar rienda suelta a algo que se les daba igual de bien a ambos. ¿Con qué más se iban a reír de ellos?
—En las peores calles de Gdansk aprendes a nadar hacia el lado que 'no toca'. Desde pequeños se nos enseña a mirar por nuestro propio beneficio, aunque decir 'se nos enseña' es algo puramente poético porque lo asimilamos solos, no hay otra opción. Supongo que resulta irónico que alguien que viene de un ambiente así se dedique a dar placer a los demás. O peor aún: que sepa cómo hacerlo. —Sin darse cuenta, lanzó esa reflexión acerca de sí mismo y rompió con otra costumbre más que se desmoronaba a causa de la presencia de Abigail; la de no hablar de su pasado y mucho menos de su pasado en Polonia, bajo el recuerdo borroso y enturbiado de Pau, el brillo enfermo en los ojos de Asmodeo y las visiones oníricas de Aryel— No sé por qué te cuento esto, ni siquiera me lo has preguntado y eso que la inquisidora aquí eres tú. —esbozó una sonrisa entre ácida y sorprendida antes de deslizar las mejillas por el estómago de la chica para volver a contemplarla directamente, consciente de por dónde debía moverse para inundarla de más estremecimientos y nublarle la razón. ¿Qué has hecho conmigo, Abigail?
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Fecha de inscripción : 06/10/2011
Localización : Depende de cómo quieras conocerme
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Re: Closer {Privado} {+18}
Tal vez no pudiera comprender exactamente la sensación de ser atrapado por una criatura bestial cada noche de luna llena, de perder el control y de transformarse en un ser que no entiende de nada más que de la sensación de necesitar devorar, un hambre imposible de sofocar por mucho que se destrozara y se tratara de saciar. O tal vez sí lo comprendiera en tanto que lo juzgaban con unos estándares semejantes a los míos, pues en tanto que nos salíamos de la norma y de lo que se esperaba de nosotros, la famosa dignidad a la que se aspiraba en nuestra maldita época y de la que rehuíamos ambos a nuestra manera, seríamos juzgados con dureza. Que él siquiera intentara entenderme ya resultaba una sorpresa, igual que la sinceridad que se dejaba ver en sus palabras, pues los que se dedicaban al oficio más antiguo del mundo muchas veces hablaban y hablaban, pero sólo para seducir, no para comprender ni para conocer. También en eso resultaba Óscar una excepción a todo lo que conocía, una bella arista en un mundo plano que por desgracia debía entregar a otro ajeno a mí para su uso y disfrute, mientras que yo me quedaría con aquella noche, al mismo tiempo demasiado larga y demasiado corta. Anhelaba sentirlo por completo, era cierto, pero sabía que por lo pronto no debería, con la misma certeza que me invadía cuando se acercaba la luna llena y era consciente de que terminaría, quisiera o no, transformada en una bestia sin corazón a la que solamente podía domar un tanto, jugando con sus instintos más animales. Al final, eso era lo que hacíamos él y yo: jugábamos con la parte que no controlábamos, la maldita atracción que habíamos sentido desde que habíamos cruzado la primera mirada, y la domábamos a nuestra voluntad, o a lo que ésta nos permitiera, para alargar nuestro encuentro y embriagarnos con lo que íbamos conociendo del otro, paso a paso y casi a regañadientes, como si por una vez el conocimiento no fuera más atractivo que el misterio.
– Las calles son crueles, sean las de Gdansk o las de París. Criarse en ellas te debe de dar cierta facilidad para sobrellevarlas, pero verte arrastrada a ellas cuando vienes de una cuna de oro, aunque sea por tu elección... así es como aprendes a dar placer, más que a recibirlo. Aprendes que hay que renunciar a muchas cosas por sobrevivir y salirte con la tuya, y no te queda más remedio que hacerlo, así que cualquier rastro de moralidad es un accidente.
Igual que él me comprendía a mí en parte, yo también lo comprendía a él, pues desde que me había convertido en una inquisidora con todas las de la ley, me habían arrastrado a un mundo que me había intentado domar y al que yo no se lo permitía, por completo, nunca, ni siquiera cuando era una adolescente acostumbrada a facilidades y no a la dureza de los sobrenaturales y de la vida parisina. Y aunque no lo llevaba particularmente en secreto, pues cualquiera con un mínimo de alcance a la información inquisitorial sobre mí podría saberlo, no era algo que publicitara a los cuatro vientos, de modo que también podía comprender por qué él contaba algo que no compartía habitualmente con nadie. El ambiente en el que nos estábamos moviendo, desde el principio aún más desinhibido que la prostitución por el sencillo hecho de que había entrado a reclamarlo con las cartas sobre la mesa, invitaba a la sinceridad y a las confidencias, pero probablemente fuera algo que solamente pudiéramos hacer en la intimidad, no ante la vista de los demás. No era tanto por el hecho de que tuviéramos una reputación que mantener, pues la suya no existía y la mía se encontraba dirigida hacia el mismo camino; era, más bien, cuestión de reproducir aquella intimidad que habíamos encontrado perdiéndonos en los ojos del otro, y ese tipo de milagros no se reproducían demasiado, a menos claro que se dieran las circunstancias apropiadas. No dejaba de resultar curioso, en cualquier caso, que a esa pequeña muestra de religiosidad no sólo estuviera dispuesta a ofrecerme, sino que la adoraría por encima de todas las demás deidades que se encontraban en mis pensamientos salvo a mi amada libertad. Los milagros cotidianos, los de la sinceridad absoluta y de una complicidad por encima de las expectativas, eran tan poco frecuentes que por eso cuando se encontraban debían guardarse, y yo pensaba hacer lo mismo con él, si es que me lo permitía, manteniendo el contacto siempre que pudiéramos. Algo me decía, además, que él no me lo impediría.
– Supongo que tengo algo que te lleva a contarme tus confidencias, tal vez que no son secretos que pueda o quiera vender al mejor postor. Del mismo modo, yo te cuento los míos porque sabes, sabemos, que no los esparcirás por ahí, no te interesa ni tampoco hay nadie que pueda revelarlos. ¿Sabes, Óscar? Me gusta que tu rechazo complemente a mi rechazo. Cuando el encargo pase, deberíamos volver a vernos. Y supongo que ya pretenderías hacerlo, pero prefiero dejarlo apalabrado... como si así nos aseguráramos de que sucederá. Ahora, sin embargo, creo que debería irme. Y tú también, si quieres realizar tu encargo sin pensar en mí más de lo que lo harás ya. Dime, ¿tenemos un trato? Si es así, me pondré en contacto contigo para darte toda la información, y más adelante te buscaré... Si no, te buscaré igualmente. No me apetece resistirme a las ganas que tengo.
– Las calles son crueles, sean las de Gdansk o las de París. Criarse en ellas te debe de dar cierta facilidad para sobrellevarlas, pero verte arrastrada a ellas cuando vienes de una cuna de oro, aunque sea por tu elección... así es como aprendes a dar placer, más que a recibirlo. Aprendes que hay que renunciar a muchas cosas por sobrevivir y salirte con la tuya, y no te queda más remedio que hacerlo, así que cualquier rastro de moralidad es un accidente.
Igual que él me comprendía a mí en parte, yo también lo comprendía a él, pues desde que me había convertido en una inquisidora con todas las de la ley, me habían arrastrado a un mundo que me había intentado domar y al que yo no se lo permitía, por completo, nunca, ni siquiera cuando era una adolescente acostumbrada a facilidades y no a la dureza de los sobrenaturales y de la vida parisina. Y aunque no lo llevaba particularmente en secreto, pues cualquiera con un mínimo de alcance a la información inquisitorial sobre mí podría saberlo, no era algo que publicitara a los cuatro vientos, de modo que también podía comprender por qué él contaba algo que no compartía habitualmente con nadie. El ambiente en el que nos estábamos moviendo, desde el principio aún más desinhibido que la prostitución por el sencillo hecho de que había entrado a reclamarlo con las cartas sobre la mesa, invitaba a la sinceridad y a las confidencias, pero probablemente fuera algo que solamente pudiéramos hacer en la intimidad, no ante la vista de los demás. No era tanto por el hecho de que tuviéramos una reputación que mantener, pues la suya no existía y la mía se encontraba dirigida hacia el mismo camino; era, más bien, cuestión de reproducir aquella intimidad que habíamos encontrado perdiéndonos en los ojos del otro, y ese tipo de milagros no se reproducían demasiado, a menos claro que se dieran las circunstancias apropiadas. No dejaba de resultar curioso, en cualquier caso, que a esa pequeña muestra de religiosidad no sólo estuviera dispuesta a ofrecerme, sino que la adoraría por encima de todas las demás deidades que se encontraban en mis pensamientos salvo a mi amada libertad. Los milagros cotidianos, los de la sinceridad absoluta y de una complicidad por encima de las expectativas, eran tan poco frecuentes que por eso cuando se encontraban debían guardarse, y yo pensaba hacer lo mismo con él, si es que me lo permitía, manteniendo el contacto siempre que pudiéramos. Algo me decía, además, que él no me lo impediría.
– Supongo que tengo algo que te lleva a contarme tus confidencias, tal vez que no son secretos que pueda o quiera vender al mejor postor. Del mismo modo, yo te cuento los míos porque sabes, sabemos, que no los esparcirás por ahí, no te interesa ni tampoco hay nadie que pueda revelarlos. ¿Sabes, Óscar? Me gusta que tu rechazo complemente a mi rechazo. Cuando el encargo pase, deberíamos volver a vernos. Y supongo que ya pretenderías hacerlo, pero prefiero dejarlo apalabrado... como si así nos aseguráramos de que sucederá. Ahora, sin embargo, creo que debería irme. Y tú también, si quieres realizar tu encargo sin pensar en mí más de lo que lo harás ya. Dime, ¿tenemos un trato? Si es así, me pondré en contacto contigo para darte toda la información, y más adelante te buscaré... Si no, te buscaré igualmente. No me apetece resistirme a las ganas que tengo.
Invitado- Invitado
Re: Closer {Privado} {+18}
Oscar sabía que nunca había podido destacarse entre los más fuertes, ni de su grupo de amigos —la vaga ilusión de un sentimiento idealizado—, ni de nadie en general. No porque fuera así de endeble, normalmente podía plantarle cara a quien le apeteciera tocarle los huevos con ese mismo físico del que vivía, no en vano había salido directamente de la vida callejera que tan bien había ilustrado la más sensual de sus clientas-no-clientas. La experiencia con actitiudes turbias y miles de trabajos duros le habían fortalecido el cuerpo desde su más tierna infancia, pero la discreción ya formaba parte de su organismo desde el primer beso que diera —y cómo se dejaba la boca el niño de sonrisa tranquila, algo que ni el tiempo ni la desilusión habían conseguido cambiar—. Y a pesar de todo eso, de lo que sabía o lo que tenía perfectamente asumido sin vergüenza alguna —hacía falta mucho para avergonzar a un prostituto desengañado—, el efecto de Abigail Zarkozi era tan descaradamente brutal que sentía aún más mediocres todas sus fortalezas.
Pero a ese hecho, al fin y al cabo, ya se había resignado con sumo placer y el más íntimo y dedicado de los masoquismos.
—En tal caso, parece que es un accidente en el que, con gusto, me vería arrollado.
Aún no entendía —y en cierto modo se negaba a hacerlo porque… ¿para qué iba a resolver un misterio si las pistas sabían a gloria bendita? Santa inquisición y santo puterío— cómo podía sentirse tan atraído por los matices grises de un cinismo que habría encontrado el cielo en la lengua afilada de aquella mujer —¿y quién no, joder?—. Tenía una inteligencia especial, similar a la suya hasta si debía de haber visto y hecho cosas que un mero mortal como él ni había llegado a oler en la decadencia tan extrema con la que, de un modo u otro, siempre acababa topándose. Hacía falta visión para saber diferenciar un alma distinta entre todo ese choque de carne y falsa compañía, y aunque enseñaba los dientes con mucha destreza en comparación a su carácter discreto, y seguramente se los enseñara también a Oscar si se le ocurría expresar algo así de ¿íntimo? en voz alta, aquella licántropa la tenía. En sus ojos vagamente parecidos a los suyos, en esos labios tan injustamente carnosos cuando se trataba de alguien que se expresaba así de elocuente. Lograban que hasta el bueno del señor Llobregat se creyera un superficial cuando batallaba entre escucharla con atención y lanzarse a comérselo todo.
Y ojalá pudiera no dejar nada, con o sin fuerza sobrehumana.
—Como decía, no tengo ni idea, pero ni la más remota ni putísima idea, de lo que me lleva a contarte mis confidencias —admitió. Ella misma había sido de las pocas en saberlo ver desde el principio, sin juzgar una tapa humilde y aparentemente inofensiva—. Y como creo que ninguna respuesta me satisfaría, no me queda otro remedio que querer más. —Oscar era complicado, así como el criterio que lo impulsara a descubrir un trozo de la persona más allá del trabajador. Y sin embargo, con ella había sido todo tan jodidamente fluido que de no tener tan bien gestionado el orgullo, se habría sentido peor que en cualquier humillación pública de la Biblia— Eso es, ya pretendía hacerlo, pero escuchar la confirmación de tus labios me resulta mucho más placentero... Sí, por supuesto que hay trato. Se hará, pues, como tú dispongas.
Y para asegurarse de que aquella noche había pasado de verdad, más retorcidamente erótica y personal de lo que sería sano en esa clase de dicotomías, el 'dueño' de la habitación acarició el hueco que recogía su mejilla y parte de sus cabellos. Un roce intenso, aparentemente suave, que por un momento dejó, al fin, que rompiera con cualquier consideración hacia el protocolo, la subversión y el trato, no sólo laboral, que tenía con la inquisidora al momento de descender los dedos a su cuello y apretarlo mientras le dejaba una marca con los dientes al mismo tiempo. Se dedicaba a dar placer, cada uno de sus actos estaba impregnado de pasión incluso si era una característica propia y natural de su personalidad. No se hacía raro que sus clientes salieran de allí con las pruebas de su fogosidad en todas partes del cuerpo, pero aquella era la primera vez que deseaba deliberadamente marcar a otra persona. No porque pretendiera atarla a él, ni a nada en realidad —jamás le faltaría así al respeto—, sino porque quería, necesitaba, desesperadamente que una mujer como la que acababa de conocer llevara su recuerdo en la piel el mayor tiempo posible.
Aceptaba ese reto.
—Buenas noches, Abigail. No me lo hagas más difícil.
Demasiado tarde.
Pero a ese hecho, al fin y al cabo, ya se había resignado con sumo placer y el más íntimo y dedicado de los masoquismos.
—En tal caso, parece que es un accidente en el que, con gusto, me vería arrollado.
Aún no entendía —y en cierto modo se negaba a hacerlo porque… ¿para qué iba a resolver un misterio si las pistas sabían a gloria bendita? Santa inquisición y santo puterío— cómo podía sentirse tan atraído por los matices grises de un cinismo que habría encontrado el cielo en la lengua afilada de aquella mujer —¿y quién no, joder?—. Tenía una inteligencia especial, similar a la suya hasta si debía de haber visto y hecho cosas que un mero mortal como él ni había llegado a oler en la decadencia tan extrema con la que, de un modo u otro, siempre acababa topándose. Hacía falta visión para saber diferenciar un alma distinta entre todo ese choque de carne y falsa compañía, y aunque enseñaba los dientes con mucha destreza en comparación a su carácter discreto, y seguramente se los enseñara también a Oscar si se le ocurría expresar algo así de ¿íntimo? en voz alta, aquella licántropa la tenía. En sus ojos vagamente parecidos a los suyos, en esos labios tan injustamente carnosos cuando se trataba de alguien que se expresaba así de elocuente. Lograban que hasta el bueno del señor Llobregat se creyera un superficial cuando batallaba entre escucharla con atención y lanzarse a comérselo todo.
Y ojalá pudiera no dejar nada, con o sin fuerza sobrehumana.
—Como decía, no tengo ni idea, pero ni la más remota ni putísima idea, de lo que me lleva a contarte mis confidencias —admitió. Ella misma había sido de las pocas en saberlo ver desde el principio, sin juzgar una tapa humilde y aparentemente inofensiva—. Y como creo que ninguna respuesta me satisfaría, no me queda otro remedio que querer más. —Oscar era complicado, así como el criterio que lo impulsara a descubrir un trozo de la persona más allá del trabajador. Y sin embargo, con ella había sido todo tan jodidamente fluido que de no tener tan bien gestionado el orgullo, se habría sentido peor que en cualquier humillación pública de la Biblia— Eso es, ya pretendía hacerlo, pero escuchar la confirmación de tus labios me resulta mucho más placentero... Sí, por supuesto que hay trato. Se hará, pues, como tú dispongas.
Y para asegurarse de que aquella noche había pasado de verdad, más retorcidamente erótica y personal de lo que sería sano en esa clase de dicotomías, el 'dueño' de la habitación acarició el hueco que recogía su mejilla y parte de sus cabellos. Un roce intenso, aparentemente suave, que por un momento dejó, al fin, que rompiera con cualquier consideración hacia el protocolo, la subversión y el trato, no sólo laboral, que tenía con la inquisidora al momento de descender los dedos a su cuello y apretarlo mientras le dejaba una marca con los dientes al mismo tiempo. Se dedicaba a dar placer, cada uno de sus actos estaba impregnado de pasión incluso si era una característica propia y natural de su personalidad. No se hacía raro que sus clientes salieran de allí con las pruebas de su fogosidad en todas partes del cuerpo, pero aquella era la primera vez que deseaba deliberadamente marcar a otra persona. No porque pretendiera atarla a él, ni a nada en realidad —jamás le faltaría así al respeto—, sino porque quería, necesitaba, desesperadamente que una mujer como la que acababa de conocer llevara su recuerdo en la piel el mayor tiempo posible.
Aceptaba ese reto.
—Buenas noches, Abigail. No me lo hagas más difícil.
Demasiado tarde.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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