Kayleen Maève O'Broin | ID

Se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa, y sonrió triunfante al dueño del establo. Por fin estaba encima: había logrado montar a Ýcara, la yegua rebelde, después de muchas tardes a la expectativa de que se dejara domar por la chica. El hombre le devolvió una sonrisa fría y seca, más pendiente por cerrar de una vez el trato que por la alegría de la chica, o incluso del animal, que parecía extrañamente tranquilo. El Sol brillaba en lo alto, arrancándole destellos brillantes a las crines blanquecinas del caballo que, majestuoso, se alzaba altivo mirando fijamente al que en breve dejaría de ser su dueño.

La verdad es que si se ponía a pensarlo, no sabría decir cuánto tiempo había pasado insistiéndole a su padre con que se lo comprara, así que cuando finalmente cedió, inmediatamente salió corriendo apresuradamente hasta aquel establo que hacía mucho tiempo atrás había encontrado, siendo aún bastante niña, y señaló a la yegua que había escogido. Albina, imponente, distinta al resto de pura sangres que habían en derredor. Quizá por eso le gustaba tanto. El haberse imaginado a ella misma a lomos de aquel hermoso animal la incitó a querer obtenerla, y desde entonces se dedicó a recopilar libros de equitación y todo tipo de cosas que tuvieran que ver con ese tema. Nunca había sido una chica de caprichos, por lo que su padre no pudo negarse al ver el entusiasmo de la muchacha.

Kayleen era una chica alegre, que gustaba de contagiar su sonrisa a quienes estaban cerca de ella. Podría decirse que con quien más lo intentaba era con su padre. Su madre, quien tenía el mismo nombre que a ella le habían puesto como segundo, murió durante el parto, por lo que jamás la conoció. No podía recordar su cara, su rostro, ni siquiera su voz... y este punto aunque no lo dijera, le dolía en lo más profundo. Como ella nunca había tenido esa figura materna que tanto envidiaba al resto de personas de su entorno, siempre había intentado ser una buena hija y hermana, y aprender de las costumbres de la que era prácticamente la única figura en que podía fijarse: Heimdall. Era un hombre serio, puede que pensativo, pero que por encima de todo trataba de protegerles tanto a ella como a su hermano. De él aprendió lo bello que podía ser el mundo natural, o lo bien que se siente un día soleado acompañado de buena música. Si nunca sintió especial interés por las formas o costumbres profesadas por la gente de su clase, siempre trató de obedecer a lo que le decía... hasta cumplir la mayoría de edad, cuando decidió que no toda orden tenía por qué ser cumplida al pie de la letra. Se rebeló un poco en contra del significado que en la época tenía el hecho de ser mujer, y se negó en rotundo a comportarse según los patrones establecidos. No es que fuera armando escándalo por doquier, pero tampoco pensaba en actuar como le decían simplemente por quedar bien frente a otros. Ella se sentía un espíritu libre, le gustaba la velocidad, el viento, el aire libre, perderse por el campo... Y no iba a renunciar a ello. Fue entonces cuando consiguió a Ýcara y por fin pudo disfrutar más de cerca de la velocidad, sentirse como el viento...

A los dieciocho años, se mudó de Irlanda a París, y con una sonrisa en el rostro se despidió de su padre, al que vería regularmente durante los siguientes años, hasta la muerte de éste a la edad de sesenta años.