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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Raimondo di Medici Lun Sep 23, 2013 4:52 pm

Snow White Queen by Evanescence on Grooveshark


Noche. Invierno. 3ºC en el exterior, 15ª C.

Dentro del palacio real de Italia, los sonidos de las risas, los gritos, el alcohol y el sexo daban la noticia la victoria de las tácticas del monarca para mantener dependiente a la nobleza. Sí, victoria. Raimondo di Medici, su rey, les había dado a sus súbditos el tesoro prometido: Privilegios, poder, adicciones a todo aquello que luego el mismo gobernante usaría en su contra. Acaudalados señores habían sido invitados por el rey en persona para embriagarse de todo lo que pudieran, y estaban cumpliendo de maravilla. Raimondo se sonreía por lo predecibles que eran, tan fácilmente seducidos por la superficialidad. Y pensar que lo único que se había necesitado para dar lugar a aquel infierno con apariencia de paraíso había sido una reina plebeya e idealista que había olvidado satisfacer a su nobleza, volviéndose enemiga de la misma. ¡Grave error! No tardaron los miembros del consejo en derrocar a la maldita y posicionar a un hijo de banqueros en el poder, a alguien en cuya educación pudieran confiar para que se desempeñara acorde a la corte; sin embargo, las llamas oscuras del alma de Raimondo habían hecho que fuera más allá de sus enseñanzas y aspirara a estar por encima de los mismos nobles que lo habían elevado al rango del mayor soberano de Italia. Pero por el momento todos brindarían por un grandioso reinado, y así se quedarían sin apenas sospechar que sus suntuosos privilegios los estaban volviendo cada vez más dependientes del rey sanguinario.

¡Larga vida a su majestad, el rey! —alababan algunos, hombres y mujeres, sin dejar ni de bailar ni de beber.

Raimondo di Medici estaba sentado frente al salón en su más reciente trono, una pieza pulida en oro sólido, digna de un rey, y con una copa adornada con gemas preciosas en su mano. Se entretenía observando aquella algarabía, cómo sus súbditos y aduladores celebraban a su manera, una muy poco ortodoxa. El lugar olía a fino alcohol derramado sobre la alfombra y a los siete pecados capitales: Ira, Gula, Codicia, Envidia, Pereza, Soberbia y Lujuria. Pero era el último de ellos el que se imponía por sobre los demás, por aquellos besos entre los asistentes que rompían con la moral, pasando a caricias llenas de calentura. El rey también se había encargado de pagarle a bailarinas exóticas para que se movieran con sensualidad para entretener a los espectadores, al punto de que la excitación le pusiera una venda en los ojos a los poderosos. El italiano no se había emborrachado lo suficiente como para sentirse atraído por su tentadora vulgaridad, pero las dejaría ser, porque esa noche celebraban las ratas ser supuestamente los amos del universo, por lo que dejaría que los pecados capitales invadieran el salón para ser espectador de aquello.

Pero algo en él quería que llenara su habitación esa noche con una persona, con una mujer, y posó la mirada sobre una fémina que vislumbró cerca de la mesa de los aperitivos. Ella estaba debatiéndose entre dos posibles compañías masculinas que le ofrecían frases clichés para atraerla, y estaban fallando —deducía el rey— porque ella se mostraba sonriente, pero no complaciente; jugaba con ellos de la misma forma en que Raimondo lo hacía con la nobleza, porque ambos esperanzaban a sus aduladores sin jamás darles todo lo que pedían. Eran expertos jugadores. Ella se llamaba Samira Barascout, a quien había incluido en la lista de invitados solamente por su fortuna en Francia. Claro que al momento de considerarla no sabía que se trataba de una rubia angelicalmente demoníaca. Era suficiente como para tentarlo.

Fue así como el rey de Italia decidió que la tendría. Así sería. Raimondo hizo contacto visual con la fémina que había elegido, le hizo una señal con su cabeza para que lo siguiera, y se puso de pié. Esa última señal de apartarse de su trono causó que el salón de detuviera, quedando en absoluto silencio. Vieron los nobles cómo el soberano bajaba las escaleras que estaban entre ellos y el trono, siendo sus pasos de tirano lo único que escuchaban. Sólo cuando Raimondo estuvo frente a la puerta que lo guiara fuera para dirigirse a su habitación, su voz disolvió el silencio

La celebración puede seguir —ordenó tajantemente antes de que el ruido volviera. Cerró sus ojos y siguió su recorrido, saliendo de allí. Él también tendría su cuota de placer, pero sería lejos de las miradas de las ratas que él mismo alimentaba.

El ruido se callaba cada vez más con cada paso que daba. Su caminar era calculado y firme como los flancos de su caballo. Recorrió pasillos y subió escaleras sintiendo los pasos de Samira tras él hasta que finalmente se detuvo frente a una gran puerta de bordes de alabastro. Él consideraba aquella como una de las mejores habitaciones por su silencio, razón por la cual decidió que sería la que usaría con la blonda. Abrió un poco la puerta, sin hacerla sonar, y entró al cuarto. En esa estancia de chimenea ardiente y colchón perfumado se ahogaría él también en el placer, y… ¿por qué no? La arrastraría a ella consigo. No estaba de humor para ser amoroso; más valía que ella no se lo pidiera.

El rey se mantuvo de pié frente a la chimenea, observando las llamas arder mientras esperaba a su “doblemente invitada” Se sonrió de la ironía; pronto tanto él como Samira se les parecerían muy pronto. ¿Por qué estaba tan seguro de eso? Porque hacía tiempo que le había perdido el respeto al libre albedrío. Para él, Italia era suya, y todo lo que transitara por ella también.

No te tardes, mujer. No te tardes, que no te conviene… te lo puedo cobrar caro —expresó Raimondo arrastrando las palabras al fuego, quemando su garganta.

¿Qué más faltaba por quemarse? Todo. Absolutamente todo.


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Mensaje por Samira Barascout Dom Sep 29, 2013 5:18 am

Italia. Un bello país que siempre le hacía sonreír a la joven rubia, un país con tanta historia y monumentos que por mucho tiempo que pasaras en el lugar era imposible el verlos todos, conocerlos y saber toda su historia. Un país que enamoraba a la señorita Barascout cada vez que lo pisaba. Un país perfecto como decíamos pero no tan sólo por lo citado anteriormente, su cultura, la hospitalidad de la gente que conocía allí, la gastronomía, éso también eran partes importantes en los puntos de vista de la joven para enamorarse de un lugar. Para ella, Italia era casi tan bello como su país natal, como su París que pocas veces abandonaba si no tenía una razón importante para ella. Samira estaba enamorada de su lugar de procedencia pero, si tuviera que elegir un lugar para quedarse a vivir un tiempo, Italia estaría entre los tres lugares favoritos de la lista.

Su viaje desde Francia había sido largo y agotador, un viaje que no habría hecho por solo una celebración en un palacio si no fuera que Raimondo di Medici, el mismísimo rey italiano, la había invitado a ella. - No estaré mucho tiempo, Marie. - Le susurró a su nana mientras le arreglaba el pelo, un suave recogido que dejaba más de media melena suelta, cayendo libremente sobre uno de sus hombros, en el otro lado, llevaba una pequeña rosa roja a juego con el color de su vestido.

No caería en la tentación. No lo haría, por lo menos, como los demás invitados que daban rienda suelta a su imaginación, pecando sin importarle las apariencias, sin importarles si molestaban o dañaban a la vista a los demás invitados. Bien, sinceramente, a Samira no le importaba lo que hicieran o dejasen de hacer, si habían bebido, comido o lo que fuera, más de la cuenta, ellos serían los que mañana se arrepintieran de lo conseguido aquella noche. Pero ella, seguía pensando que no caería en la tentación, comería, bailaría y conversaría hasta que se marchase no muy tarde. Su viaje de regreso sería al día siguiente, lo más seguro. Pero aunque estuviera segura de ello, no quitaba que jugar con los hombres era divertido, y más si no conseguían lo que deseaban. Tomó una fresa mientras miraba a sus dos acompañantes que la desnudaban con la mirada, sonreía con picardía mientras le daba un pequeño mordisco a la fruta sin despegar la mirada de uno de los dos. Algo tentador lo sabía y cualquier presente que no fueran ellos dos, o ellos si no estuvieran ocupados por babear por ella, se darían cuenta de que no tenían nada que hacer. Solamente eran marionetas para pasar el rato. - Si me disculpan, caballeros. Debo atender algo más importante que vosotros.- Susurró una vez que despegó la mirada del rey, los miró a ambos con superioridad antes de dejarlos allí y caminar hacia la puerta segundos después de que el rey saliera de ella. No habló, no lo miró mientras lo seguía hacia donde fuera que iba a llevarla. No hacía falta, ella sabía perfectamente lo que pasaría entre ambos. La mirada, su señal allí abajo, hablaba por si solo. La fiesta seguiría, ella caería en la tentación pero a diferencia de lo que ocurría abajo, era una tentación a la que no se negaría.

Samira sonrió con bastante picardía al escuchar el comentario del rey de Italia. Malas palabras incluso para un rey, para una plebeya francesa de clase alta como ella lo era, no se podían hacer esos comentarios con Samira presente. No, si ella tenía ganas de jugar como hoy, por ejemplo, y bien poco le importaba quién era el dueño de aquel comentario,  que fuera su anfitrión en aquella ciudad, de su fiesta de celebración o que fuera el rey. - No debería de haber dicho éso, mi rey. Sus palabras podrían hacer que mi curiosidad se preguntase qué serías capaz de hacer, cómo me lo cobrarías. - Susurró la joven rubia sabiendo que facilmente la escucharía, susurros era lo que en la gran mayoría de veces salían de sus cálidos labios cuando hablaba, no más que suaves susurros porque así solía salir su voz. No era una mujer que alzara la voz.

Camina lentamente desde la puerta hasta donde el rey está apoyado en la chimenea, camina con lentitud como si tuvieran toda la noche para que ella llegase a su lado, pasos lentos que divertían a la joven solamente porque era una forma de torturar al hombre que tenía delante. Allí no había títulos ni cargos de realeza. Para ella, ahora mismo eran un hombre y una mujer a solas en una estancia, y no había ley en el mundo que dijera que la mujer no podía tentar al hombre de mil formas distintas.




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Mensaje por Raimondo di Medici Lun Sep 30, 2013 5:01 pm

Sin voltearse a ver su femenina visitante, Raimondo escuchó la sutil voz de mujer finamente criada a sus espaldas, hallando en el aire el casi imperceptible aroma de los sofisticados perfumes franceses sobre su cuerpo. Con ello comprobaba gustoso la alta cuna de la mujer que desparramaría sobre el colchón como pétalos de rosa destruidos por los cuerpos de los amantes. Sonrió de suficiencia ante el ardor de las llamas de bronce; él no sabía lo que era el amor, pero amaba corromper al máximo todo lo que se encontrara a su paso, se tratara de vírgenes o de amantes universales. Todo hombre y toda mujer podían ser peores de lo que eran, en eso creía fehacientemente, y por eso se deleitaba induciendo a ese lado oscuro del cual era imposible salir después de un determinado punto. Su actividad favorita era hacer que mujeres como Samira, hija de importantes señores de Francia, llegaran a esa etapa sin retorno. ¿Por qué? Realmente era una pregunta extraña para responder, pero disfrutaba su sabor, y lo degustaría todas las veces que su ego insufrible se lo pidiera, porque podía satisfacerlo y ya, y que el resto se arrodillara si no podía hacer lo mismo.

Abandonando la cálida visión de las llamas, se giró para encontrarse con una más apetecible, pero no menos candente. La miró de pies a cabeza con detenimiento, verificando que todo estuviera en su lugar, casi como si estuviese comprando un caballo de batalla y no admirando la belleza de la fémina en cuanto tal. No era que Samira no fuese despampanante; no por nada no había pasado inadvertida por ese grupo de la corte, apetente de su cuerpo rosáceo y caballera rubia. Lo que ocurría era que Raimondo era incapaz de admirar a nadie que no fuera a sí mismo, haciendo padecer a todos los que lo rodeaban su arrogancia y cretinismo. Y estaba tan seguro de su supremacía que el motivo de su sonrisa no se debía a nada más ni a nada menos que al deleite de poder adquirir todo lo que quisiera, incluyendo a la mujer más bella que durante esa noche había acudido al palacio.

Usando únicamente su mano derecha le indicó a la joven que a él se aproximara. De esa forma el fuego de la chimenea ayudaría a iluminar a quien había elegido como su juguete nocturno. De la barbilla la tomó, acercándola hacia él y examinándola meticulosamente. Cuando detectó en ella esa prepotencia hirviente de las niñas de papá, alzó la barbilla contento con su captura; esas eran las más intensas en la cama, porque siempre querían más de lo que se les daba, y eran capaces de rogar a arañazos por ellos. Raimondo sabía que solamente debía tocar ese punto especial y desataría toda la fiera que ella pudiera ser. Veía en sus ojos el carácter, la tenacidad, la lujuria. Esperaba el rey que fuera como sospechaba; de otra forma no tendría reparos en devolverla a la fiesta con sus ropas en los brazos.

Válgame Roma y el Papa, ¿a quién tenemos aquí? ¿No es la hija querida de los Barascout, la dulce Samira? —susurró con sarcasmo cerca de la chica, mezclándose su aliento con el de ella. Hizo en sus ojos una mueca extraña, fingiendo acordarse de algo y luego devolvió su vista a la rubia— Oh no, a ella seguramente la olvidaste en tu otro vestido. De otra manera no te hubieras atrevido a seguirme, ni mucho menos a hablarme de lo que debería o no hacer, mujer. Eso déjaselo a los puercos que tienes por sirvientes.

Acercó el monarca con firmeza el mentón de Samira hacia él, como si fuese a besarla, pero la detuvo a sólo milímetros de sus labios. Era su manera de verla hacia abajo, recordándole que estaba en sus manos, que haría todo lo que quisiera con ella, y que si Samira lo provocaba lo suficiente, se olvidaría de ser un rey y se volvería lo que realmente era: un monstruo. Casi como si hubieran dos personas en él, Raimondo posicionó la mano que tenía libre sobre la mejilla derecha de Samira, acariciándola como al lomo de un felino sediento de caricias. El ímpetu que había visto en los ojos de la adinerada fémina le había dicho que ella no se iría sin importar lo que ocurriera; su vanidad era demasiado grande como para huir, aunque en algún momento llegase a sentir miedo o inseguridad. Raimondo quería oler sus sensaciones, ya fuese placer, lujuria, ira, o ese exquisito aroma a miedo escurriendo por su piel.

De pronto él aproximó su nariz al cuello de la joven, familiarizándose con sus fragancias naturales y artificiales. Luego viajó hasta a su mejilla, esa misma que había visto tocar a varios caballeros en el salón, y depositó un súbito beso en la misma, como si con él estuviera borrando las huellas de los demás para reemplazarla con la suya. Bajo su mando nadie más la tocaría. Con una mordida en su oreja dejaba un vástago más para todo el que quisiera acercarse.

Te gusta el peligro, ¿verdad? Sabrás lo que los perros inmundos con los que bailabas dicen de mí. “El Rey Sanguinario”, ¿se te hace familiar?, ¿no te da eso siquiera un atisbo de lo que podría hacerte o estás tan ciega como ellos? —entonces liberó el mentón de Samira para llegar a su cuello, acariciándolo como si con ello estuviera poseyéndolo y también a su dueña— Sólo necesitaría de esta mano para quitarte el aliento de ese lindo par de labios que ahí tienes poco a poco hasta desmayarte para luego hacerte mía; solamente yo lo disfrutaría y tú ni recordarías que lo deleitaste. Incluso podría matarte en el intento y oír hasta hartarme el llanto desconsolado de tus padres antes de taparles la boca con una buena cantidad de francos para quemar de su casa todo lo que tenga relación a ti o a tu maldita memoria. ¿Es suficiente para la señorita Barascout o continúo? —tomó con rudeza la pequeña de cintura de Samira y la pegó a su cuerpo, dejándole claro que con seguirlo al cuarto había marcado su destino— Dímelo, Sa-mi-ra. Una corona es lo más inofensivo que hallarás en mí. Puedo hacer esto placentero para ambos, si me lo pides, pero será a mi manera, porque cuando caminaste hasta aquí lo hiciste de la mano con el mismísimo demonio. Eso lo juro.


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