Pascale Osmont d'Amilly

Altura: 1.80 cm
Busto: 83 cm
Cintura: 61 cm
Caderas: 87 cm
Color de ojos: Azules
Color de pelo: Castaño Oscuro
Alergias: A las aves domésticas.
Contextura: Delgada
Mayor ventaja: Reflejos
Mayor desventaja: Fuerza



Un corazón de aura extraña posee. Es el resultado de su fatídica existencia. Habiendo sida abusada por su padre desde los cuatro años hasta los catorce, desarrolló una personalidad de rasgos inestables y psicópatas. Se casa con un hombre acaudalado, es feliz por un breve momento, y posteriormente los mata para terminar de poseerlos. No quiere volverse un recuerdo ni un estropajo arrinconado. Quiere que sus medias naranjas mueran con el sabor de su cuerpo en los labios.

Pero no verás eso de ella, claro que no. Ha pasado años manipulando como para dejar que veas su interior. A nadie ha contado su historia ni mucho menos sus preocupaciones. Jamás lo hará. Verás que es complaciente, dulce, toda una dama de la alta sociedad. Aquella no es nada más que la cara que ha ensayado casi la mitad de su vida para continuar con su carrera de sangre, amor y lágrimas. Sabe entretenerte con sus conversaciones y chistes oídos en las cortes, sabe hacer que recuerdes sus ojos aparentemente compasivos e inocentes.

En el amor es un animal en pleno celo. Se desata entera cuando se trata del lecho; quiere dar todo y tomar todo, como si se le fuera a escapar su amante en un arrebato del cielo. Eso es por dentro, en la intimidad de su hogar. Sin embargo, a la hora de conquistar sus ojos son los únicos que delatan el fuego que lleva por dentro. La verás moverse con elegancia adquirida y con gestos elegantes. Gusta, sobretodo, hacer el papel de dama en peligro, pues hace que los hombres quieran hacer de protectores. Sufre como el demonio, pero lo oculta tras esa capa acaparadora hambrienta de afecto y de todo lo que tenga el hombre que elija.

Sus grandes temores son dos: que la dejen y tener hijos. Antes de que puedan dejarla, los mata y se queda con sus pertenencias, ya que siente los objetos que tenían como una extensión de ellos mismos. Tener hijos le recuerda el suplicio de su madre y las consecuencias de no haber parido un varón. Se siente sola y desprotegida, y lo tapa con todo su arsenal. No conoce otra vida que la que ha llevado hasta ahora y siente un miedo inmenso de intentar algo más. No se proyecta, no tiene más futuro que el de sus repetitivos planes.

Hará lo que sea para continuar con su efímero estilo de vida, o debería llamarse: estilo de muerte.


Todo comenzó en Holanda, en casa de las Ristenblatt, una familia caída en desgracia por la muerte del hombre de la casa, dejando a una esposa y cinco hijas sin más sustento que una herencia propia de la clase media, es decir, no lo suficiente como para perdurar en el tiempo. Cuatro de las hijas lograron encontrar marido en un par de meses, pero no Juweel, la menor de ellas, que resultaba ser también la más cohibida e influenciable de todas. Era el resultado de una estricta disciplina que había sido mayor con ella que con el resto de las hermanas. No había sido rival para sus consanguíneas en las fiestas, ni siquiera con su tremenda habilidad para tocar el piano. Ya veía que educarse como institutriz era el único camino que le quedaba, pero no era lo que quería. Ella deseaba tener una familia con toda su alma.
Fue así que la fortuna le sonrió cuando acudió a su hogar un hombre con bastante prisa. Aquel hombre era Hubert Zwaanswijk, un empresario dueño de barcos pesqueros en el norte cercano a los treinta y tantos que había enviudado recientemente sin haber conseguido herederos. Buscaba casarse nuevamente lo antes posible, y habiendo oído de las hermanas Ristenblatt, había decidido probar suerte en aquel lugar sin importar que fueran de clase media. Lo único que él necesitaba era que le dieran al menos un heredero y que su mujer se encargara de mantener en orden la residencia.No toparon en nada, y en menos de tres semanas, Juweel se convirtió en la señora Zwaanswijk con dieciséis años y su marido con treinta y tres.

Dicen que no había mujer recién casada más feliz que Juweel, amable con todos sus empleados delatando su origen humilde y siempre con una sonrisa de oreja a oreja. esperaba a su marido con los mejores vestidos y lencería que podía conseguir y le escribía a su madre al respecto con tinta lila. Se incrementaron las risas cuando quedó embarazada y se lo comunicó a su esposo. Por fin se cumplirían los sueños de ambos: Hubert obtendría su heredero y Juweel por fin tendría una familia. Pero los caminos se harían escabrosos antes de que pudieran declararse felices en su Edén.

Después de nueve meses, Juweel dio a luz a una saludable niña. Una niña que recibió el nombre de Liene, quien algún día se convertiría en Pascale. Cuando Hubert entró a la habitación después del parto y pudo observar con detenimiento a su esposa y a su hija dijo: «Entonces deberías poder dar a luz a un niño sano». La sangre de Juweel se heló; sonaba a una amenaza y no estaba tan equivocada. Recibía cartas de su madre en donde le informaba que Hubert le preguntaba si su hija era incapaz de darle un varón o no. Fue así que Juweel se propuso darle un varón a su marido aunque fuera lo último que hiciera. Pero el estrés le pasaba la cuenta, pues hacía que su humor empeorara y que no ovulara con regularidad. Todo eso hacía que su marido le diera la espalda. Tenía pavor de perderlo, y a pesar de sus esfuerzos sufría con cada fin de semana que Hubert decidía pasar fuera de casa.

Mientras tanto, pasaba el tiempo sin concebir ningún hijo y Liene pasaba sus horas de infancia sin la atención de su madre, pues ella se encontraba muy ocupada intentando quedar embarazada para retener a su hombre. Su padre tampoco le prestaba atención, pero un buen día, le prestó demasiada. Liene tenía cuatro años y medio cuando ingresó al baño de su padre persiguiendo una mariposa. Él estaba tomando un baño de tina, relajándose con su cabeza hacia atrás. La vio tan inocente y tan dulce jugando, que después de haber sido acosado por su mujer tan penosamente, se sintió tentado. Llamó a su hija para que se acercara, la desvistió, y la llevó con él al agua con el pretexto de bañarla. Y así fue, de una manera que Liene jamás olvidaría. Hubert jugó con los genitales de su hija con sus dedos, riendo con las cosquillas que su niña decía sentir. También frotó su miembro vigorosamente contra la piel de la menor, no penetrándola, pero sí deleitándose con la idea de hacerlo. Le gustó, sobretodo, jugar con sus pechos apenas formados. Luego se eso, la secó y mandó a que la vistieran como si nada hubiera ocurrido. A pesar de que había sido su padre quien la bañado, la niña se sintió mal luego del baño. No supo explicar el por qué.

Pasaban los años y Hubert seguía tocando a Liene a espaldas de Juweel. A veces iba directamente a su habitación, la tocaba y se corría entre las caricias que él mismo se propinaba. Otras veces lo usaba de supuesto castigo cuando se portaba mal. Hubert le decía a su hija que no se lo contara a su madre, pues aquel era su juego y no se podía jugar de a tres. Así dejaron a la dueña de casa ignorante de la situación hasta que Liene cumplió siete años y comenzó a reflexionar acerca de las cosas que hacía con su padre, sobre ese algo que no se sentía bien. Un buen día puso una de sus manos cerca de su entrepierna y le preguntó a su progenitora: «Mami, ¿esto se come?». Juweel apenas pudo creer lo que oyó. Todo le comenzó a hacer sentido, desde los días extras que su marido se quedaba en casa hasta el hecho de que la rechazaba con frecuencia en las noches. No sabía qué hacer ni qué pensar. Tenía miedo. Lo único que atinó a hacer fue pasar todo el tiempo con su hija sin perderla de vista, pero ni siquiera lo hacía por Liene, sino por ella, porque su marido ya no la tocaba. Los intentos de Juweel de apartar a su hija de su esposo duraron poco más de un año y no más, porque notaba que Hubert pasaba menos tiempo en la casa, obviamente buscando en otros lados el placer que no obtenía en su propio hogar. La frustración y débil carácter de Juweel hizo que un buen día se arrodillara llorando ante él y le suplicara que se quedara, que le ofrecía a Liene para que hiciera lo que quisiera con ella.

Liene comenzó a temer. Su madre ya no la veía con buenos ojos, incluso sentía su hostilidad. Su padre no se esforzaba en cuidarla, sino que al contrario, ya que con el permiso de su esposa, iba en aumento la intensidad de las caricias. A veces lograba escaparse y esconderse, pero muchas otras no. Su camino se volvió aún más negro el día en que cumplió doce años. Sus padres habían estado esperando el momento en que su hija sangrara por primera vez; podía concebir el varón que habían estado buscando por tantos años. «Ve arriba, Liene. Tu padre te está esperando» No quería ir, pero su madre la tomó de los cabellos y la lanzó al lecho donde Hubert ansiaba tomarla. Y lo hizo. Tomó la pureza que aún permanecía en su hija. La hizo suya varias veces esa noche, sólo para terminar de poseer cada región de su cuerpo. Entretanto, Juweel pasaba el tiempo tocando el piano y bordando. Mientras más ruidosos se escuchaban los gritos, más fuerte presionaba las teclas.

Liene no quería quedar embarazada de su padre, así que sobornaba a la criada para que le trajera hierbas anticonceptivas. Así, pasaron dos años en que Liene no concibió hijos. Juweel creía que su hija estaba maldita por algún demonio y que por eso no engendraba, así que la castigaba duramente con latigazos en el jardín enloquecida por los celos, la rabia y la frustración.

La "salvación" vendría alada para la moza de catorce años con la llegada de su primo Basten, de veinte años, a pasar las vacaciones a su hogar. Al principio Liene se mostraba reacia y se levantaba de la mesa antes de que los demás terminaran por la rabia contenida que tenía contra los hombres en general por el pecado de su padre, pero Basten era amable y refinado, por lo cual resultaba difícil comportarse arisco con él. La química se fue formando entre ellos hasta que Basten quiso dar el siguiente paso y pidió a Hubert la mano de su hija. La respuesta consistió en expulsar al joven de la casa a gritos y calumnias. Como consecuencia, de todas maneras Liene decidió aceptar la mano de su primo y huir con él una noche en que sus padres dormían profundamente.

El matrimonio tuvo un grato comienzo, lleno de esperanzas y sueños por cumplir. Liene se decía a sí misma que se harían mutuamente felices en continuas promesas autoimpuestas pues deseaba con toda su alma que así ocurriera. Aquello se convirtió en obsesión. Liene no permitía que ninguna de las criadas atendiera a su marido, sino solamente los varones, y esperaba compulsivamente junto a la ventana que Bastien regresara de trabajar. No soportaba la idea de que pudiera estar allí afuera con otras mujeres y que no pudiera rastrearlo. Todo eso explotó una noche en que Bastien regresó más tarde de lo usual. Liene lo increpó, exigiéndole saber en dónde había estado y con quién. Cuando su marido se negó a revelarle dicha información, la joven de dieciséis años se sorprendió a sí misma arrodillándose en el piso –tal y como lo había hecho su madre años atrás– rogándole que no la dejara. Pero Bastien ya estaba harto de los celos enfermizos de Liene, así que la ignoró. Cuando se giró para bajar las escaleras, un arrebato de apoderó de la fémina y empujó a su esposo. Producto de aquella agresión incontrolada, el cuello de su hombre se partió, provocándole la muerte. Liene parpadeó varias veces antes de darse cuenta de la cruda verdad: no se arrepentía; en efecto, se sentía aliviada. Se acercó al cuerpo inerte de Bastien, se encadenó al aroma de sus ropas, y besó sus helados labios. Ahora podía respirar. Muerto por ella, sabía que Bastien le pertenecía. Había encontrado la única manera de poseer a alguien. Lo amaba, lo deseaba, y sería sólo suyo hasta el fin de los tiempos.

Viendo que no podría quedarse después de haber asesinado a su marido, Liene rompió la caja fuerte de Bastien, tomó todo el dinero que pudo más las ropas de su fallecido cónyuge, y se marchó en el primer tren que la llevara lejos de su país natal. Su próximo destino fue Bélgica. Allí cambió su cabello castaño por uno pelirrojo y su antiguo nombre por el de Iana du Bus de Gisignies, cuidando llevar un apellido noble para captar compañías de alta alcurnia; los hombres de dinero tenían más cosas que los modestos, así que podía obtener más de ellos, prolongar su existencia, sus recuerdos, todo lo que tenían. Sin querer, había desarrollado una manía por ese ciclo de casarse y posteriormente quedarse con esa persona para siempre. Usando el dinero de la herencia para educarse en el arte de la más sutil pero poderosa seducción, consiguió convertirse en una manipuladora que resultaba auténtica a quien tratase con ella. Sólo convirtiendo a otros en títeres sabía vivir. No tardó en llegar su segundo esposo, el importador de café Louis Berckmans. Iana tenía veinte años y él cuarenta y dos. No se daba cuenta de que elegía hombres muy mayores, casi como si estuviera jugando a reemplazar la pertenencia que sentía su padre con respecto a ella. La verdad que ella desconocía era que se sentía sola y desamparada cuando no estaba el sentimiento de posesión de por medio. Con Lois también descubrió que temblaba con la idea de tener hijos. No dejaba de tomar sus hierbas anticonceptivas a pesar de que su marido esperaba herederos. La idea de parir una niña le helaba la garganta, la ahogaba. Sucedía que quería dejar a la pequeña Liene atrás, y sentía que no podría hacerlo si una nueva vida acababa en sus brazos. Entonces, temiendo ver llegar el día en que su esposo le exigiría hijos sin obtener respuesta, Iana lo llamó a la tina en la que estaba tomando un baño seductoramente, y atrayéndolo hacia ella para que se le uniera en el agua. Como en una trampa mortal, la mujer asfixió a Louis en la bañera sin dejar de mirarlo. Vio lentamente como de sus labios se escapaban burbujas de oxígeno hasta la muerte. Entonces repitió el ritual por tercera vez: se llevó el dinero, las ropas de su fallecido esposo, y se marchó del país.

Ya ni consciente era de lo que hacía. Estaba hechizada por ese círculo vicioso al que había entrado. Se compraba todo lo que podía con el dinero de sus ex maridos; vestidos, joyas. Incluso se miraba al espejo preguntando a sus fantasmas «¿Cómo me veo, querido?»

Eligió Alemania como tercer hogar, en donde tiñó su cabello rubio y cambió su nombre al de Ernestine von Wartenburg. A sus veinticuatro años se casó con Yorck von Hannover, un noble de Berlín. Fue quien menos duró (cuatro meses), pues la dejaba sola casi todo el tiempo y visitaba burdeles con frecuencia. Ninguno de los dos se amaba, pero Ernestine se negaba a dejar que fuera de otra. Como no le conservaba respeto, tomó una soga y lo asfixió por detrás mientras revisaba papeles en su escritorio. El ciclo se repetía y no daba tregua para terminar.

Acaba de llegar a Francia ya con veintisiete años, el cabello oscuro, y una astucia de temer. Ha adoptado el nombre de la fallecida hija de un reconocido noble de Orleans llamado Pierre Osmont d'Amilly. Con esa tarjeta de presentación se ha asentado entre las residencias de los ricos, buscando nuevos horizontes que conquistar y otro corazón del cual se pueda adueñar. Se dice que Pascale ya ha posado sus ojos aguileños en alguien. El dinero se acaba. Tiene poco tiempo para conquistarlo.