AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
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7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Ambiente pesado. Si bien ser admitido dentro de la Corte, ahí, donde la realeza italiana jugaba con la nobleza a dividirse el reino, era considerado un privilegio, Raimondo lo consideraba ya un pasaje gratis a continuas jaquecas que no lo dejaban concentrarse en las audiencias. Oía los problemas de su nación, el estado de la balanza comercial y recibía las siempre irritantes “buenas noticias” de que Rusia se encontraba extendiendo exitosamente sus redes de apoyo internacional. A medida que pasaban las horas en su trono, sus nudillos se volvían cada vez más blancos. ¡No toleraba la incompetencia!, ¡no admitía márgenes de errores!, ¡no soportaba que Valentino supiera manejar su nación con tanta destreza! Pero estaba habituado todos esos dolores de cabeza, nada que no pudiera descargar sirviendo a los criados como cena para sus perros. Valentino, la nobleza, la balanza comercial… todo eso se traducía en nada en comparación a lo que recientemente se había sumado a la lista, algo que se encontraba por encima de su cotidianeidad.
“…y así es como las importaciones de trigo han bajado debido a las heladas que han afectado a nuestros competidores comerciales”
Raimondo no prestaba atención ya a eso. Sus maestros le habían enseñado que gobernar un país requería en su mayoría de previsibilidad, bastante de tirano, un poco de sabiduría, y un puñado de suerte. Con eso ya tenía mentalizada la fórmula para dejar un legado suficientemente prometedor como para que sus descendientes hicieran perdurar triunfantes la dinastía de los Medici. Quedarían plasmados en la historia.
Y como el monarca era tan consciente de sí mismo, sabía con exactitud que su mente se había plagado de enredaderas desde que su inoportuna e indeseada huésped había llegado al palacio con la bendición de la reina madre. Ni siquiera sabía por qué la tenía ahí, bajo su techo, estorbando en el orden que él había impuesto. “Pero hijo, ¿qué es lo que te molesta?” le había preguntado su madre en variadas oportunidades en que lo había visto refunfuñando en dirección a Ginevra. Y claro, nada más ilógico que hallar dañina la presencia de una moza de dieciséis años que lo único que hacía era compartir con su tía, jugar con ese ratón peludo que según ella era un conejo, y estudiar con las destacadas institutrices que se le habían asignado.
—Maldita rata —repetía en su mente el rey de Italia. El Consejo continuaba con la audiencia ignorante del estado de su regente. Raimondo reinaba con la severidad de ningún otro, excepto dentro de su cabeza, un monstruo de proporciones— Hasta a mis siervos has vuelto a hacer sonreír. ¿Qué te has creído? Perra… eso es lo que eres. Una perra con apellido real. —pero todavía no se contestaba a sí mismo una pregunta clave: ¿por qué la mantenía ahí a pesar del desprecio inconmensurable que le causaba?
Apenas terminó la junta, el rey se apresuró a la salida sin siquiera dirigirle una mirada a sus súbditos. Una astilla sofocaba su intelecto. Tenía que sacarla de ahí, fuera como fuera. Y así, sin quererlo ni pensarlo, comenzó a pasearse más a menudo por los lugares que frecuentaba su prima, que no eran muchos. Se limitaba su círculo de acción a la biblioteca de la reina, en donde estudiaba, y al salón preferido de su madre. La observaba a lo lejos por unos segundos y luego continuaba su camino, casi como un tigre examinando los distintos puntos de ataque. Ella ni lo notaba, salvo cuando entraba directamente a las estancias del palacio junto a su guardia real, pero no se le quedaba viendo cuando lo hacía. Lo que a Raimondo había llamado la atención era que siempre encontraba a Ginevra acompañada de figuras importantes, nunca sola con sus doncellas. La respuesta brilló ante sus ojos cuando sus asistentes le informaron que la reina madre planeaba enviar a Ginevra de descanso a la residencia de verano de sus primas de lado materno. Tenía programada la salida dentro de siete días.
—¡Mi madre! —exclamó internamente en su escritorio, dando un fuerte golpe en la madera— Debí haber sabido que mi madre resguardaría a esa zorra. Maldita por haberme parido. Cree que soy predecible bajo su mirada. —detestaba sentirse descubierto, y más por una causa que se hallaba fuera de su control. Se tomó su tiempo, acomodó sus ropas e inhaló vehementemente. Era el rey, podía hacer lo que quisiera, pero si su progenitora quería jugar, jugarían, pero bajo sus reglas— ¿Con que en una semana planeas sacar a tu gatito faldero de la mira de este monstruo, madre? Qué ingenua eres. Como siempre me subestimas; lo hiciste con mi padre y lo haces conmigo. No tienes idea de lo que has hecho. De verdad… no la tienes en lo más mínimo.
La cólera que enceguecía a otros, a él lo convertía en una peligrosa máquina de pensar. Ya que Ginevra se había convertido en la rata invasora de sus espacios, él con todo su sadismo se convertiría en el felino que la marcase. Así fue que esa noche, en su cuarto, justo el monarca se disponía a quitarse su corona un momento para reposar su anatomía y su atribulado ser, puso en marcha su plan de acción, impulsado por una fuerza inexplicable que se había apoderado de su cuerpo. Cubierto por una bata, se dirigió sin demora a la habitación de su prima pequeña, custodiada por un par de guardias inútiles y somnolientos que a Raimondo no le costó despachar con un tajante “Largo”. El monarca estaba tan concentrado en su objetivo que ni se percató de las miradas de pesar que se dieron los vigilantes; era el sentimiento de quienes nada podían hacer por evitar el fatal desenlace.
Por fin tenía la oportunidad de estar a solas con ella; él se la había fabricado. Por su mente cruzaban millares de ideas descabelladas y alarmantes que lo hacían sonreírse. ¿Qué elegiría hacer con ese par de ojos intactos? Podía hacerla de nuevo si quisiera. Estaba todo en la palma de su mano, así de cerca. El poder para invocar al demonio concentrado en un solo monstruo.
—Siete noches… —susurró inaudible, inhalando el aroma de la perfumada Ginevra a través de la puerta. Era dulce, intoxicante. ¡Tenía que ser suyo!— Siete noches es todo lo que necesito para apoderarme de ti.
“…y así es como las importaciones de trigo han bajado debido a las heladas que han afectado a nuestros competidores comerciales”
Raimondo no prestaba atención ya a eso. Sus maestros le habían enseñado que gobernar un país requería en su mayoría de previsibilidad, bastante de tirano, un poco de sabiduría, y un puñado de suerte. Con eso ya tenía mentalizada la fórmula para dejar un legado suficientemente prometedor como para que sus descendientes hicieran perdurar triunfantes la dinastía de los Medici. Quedarían plasmados en la historia.
Y como el monarca era tan consciente de sí mismo, sabía con exactitud que su mente se había plagado de enredaderas desde que su inoportuna e indeseada huésped había llegado al palacio con la bendición de la reina madre. Ni siquiera sabía por qué la tenía ahí, bajo su techo, estorbando en el orden que él había impuesto. “Pero hijo, ¿qué es lo que te molesta?” le había preguntado su madre en variadas oportunidades en que lo había visto refunfuñando en dirección a Ginevra. Y claro, nada más ilógico que hallar dañina la presencia de una moza de dieciséis años que lo único que hacía era compartir con su tía, jugar con ese ratón peludo que según ella era un conejo, y estudiar con las destacadas institutrices que se le habían asignado.
—Maldita rata —repetía en su mente el rey de Italia. El Consejo continuaba con la audiencia ignorante del estado de su regente. Raimondo reinaba con la severidad de ningún otro, excepto dentro de su cabeza, un monstruo de proporciones— Hasta a mis siervos has vuelto a hacer sonreír. ¿Qué te has creído? Perra… eso es lo que eres. Una perra con apellido real. —pero todavía no se contestaba a sí mismo una pregunta clave: ¿por qué la mantenía ahí a pesar del desprecio inconmensurable que le causaba?
Apenas terminó la junta, el rey se apresuró a la salida sin siquiera dirigirle una mirada a sus súbditos. Una astilla sofocaba su intelecto. Tenía que sacarla de ahí, fuera como fuera. Y así, sin quererlo ni pensarlo, comenzó a pasearse más a menudo por los lugares que frecuentaba su prima, que no eran muchos. Se limitaba su círculo de acción a la biblioteca de la reina, en donde estudiaba, y al salón preferido de su madre. La observaba a lo lejos por unos segundos y luego continuaba su camino, casi como un tigre examinando los distintos puntos de ataque. Ella ni lo notaba, salvo cuando entraba directamente a las estancias del palacio junto a su guardia real, pero no se le quedaba viendo cuando lo hacía. Lo que a Raimondo había llamado la atención era que siempre encontraba a Ginevra acompañada de figuras importantes, nunca sola con sus doncellas. La respuesta brilló ante sus ojos cuando sus asistentes le informaron que la reina madre planeaba enviar a Ginevra de descanso a la residencia de verano de sus primas de lado materno. Tenía programada la salida dentro de siete días.
—¡Mi madre! —exclamó internamente en su escritorio, dando un fuerte golpe en la madera— Debí haber sabido que mi madre resguardaría a esa zorra. Maldita por haberme parido. Cree que soy predecible bajo su mirada. —detestaba sentirse descubierto, y más por una causa que se hallaba fuera de su control. Se tomó su tiempo, acomodó sus ropas e inhaló vehementemente. Era el rey, podía hacer lo que quisiera, pero si su progenitora quería jugar, jugarían, pero bajo sus reglas— ¿Con que en una semana planeas sacar a tu gatito faldero de la mira de este monstruo, madre? Qué ingenua eres. Como siempre me subestimas; lo hiciste con mi padre y lo haces conmigo. No tienes idea de lo que has hecho. De verdad… no la tienes en lo más mínimo.
Primera Noche
La cólera que enceguecía a otros, a él lo convertía en una peligrosa máquina de pensar. Ya que Ginevra se había convertido en la rata invasora de sus espacios, él con todo su sadismo se convertiría en el felino que la marcase. Así fue que esa noche, en su cuarto, justo el monarca se disponía a quitarse su corona un momento para reposar su anatomía y su atribulado ser, puso en marcha su plan de acción, impulsado por una fuerza inexplicable que se había apoderado de su cuerpo. Cubierto por una bata, se dirigió sin demora a la habitación de su prima pequeña, custodiada por un par de guardias inútiles y somnolientos que a Raimondo no le costó despachar con un tajante “Largo”. El monarca estaba tan concentrado en su objetivo que ni se percató de las miradas de pesar que se dieron los vigilantes; era el sentimiento de quienes nada podían hacer por evitar el fatal desenlace.
Por fin tenía la oportunidad de estar a solas con ella; él se la había fabricado. Por su mente cruzaban millares de ideas descabelladas y alarmantes que lo hacían sonreírse. ¿Qué elegiría hacer con ese par de ojos intactos? Podía hacerla de nuevo si quisiera. Estaba todo en la palma de su mano, así de cerca. El poder para invocar al demonio concentrado en un solo monstruo.
—Siete noches… —susurró inaudible, inhalando el aroma de la perfumada Ginevra a través de la puerta. Era dulce, intoxicante. ¡Tenía que ser suyo!— Siete noches es todo lo que necesito para apoderarme de ti.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
La primera noche que había pasado en aquel lugar, fue la peor de todas. Recordar la forma en que su primo le había gritado sólo la ponía peor. Nunca había experimentado tanto desprecio, odio, y malos deseos de parte de alguien con tanta intensidad. A la morocha le habían enseñado todo a base de cuidado, delicadeza, elegancia y amor, sobre todo de lo último, la carencia de eso que tanto le habían dado la llenaba de pesadillas, aunque su tía intentaba compensar todo aquello que la lastimaba, nada le quitaría el tormento. Esa primera vez en aquel palacio la hizo sentir cómo moría por dentro. Los primeros malos sueños tenían que ver con la muerte de sus padres, todos los demás iban de la mano de su primo. ¿Por qué la odiaba tanto? Una pregunta que rondaría insistente en esa delicada cabeza. Ojalá pronto lo dejará de hacer, eso le permitiría no tener miedo, dormir un poco más.
Los días siguientes la cosa fue mejorando. Ginevra se dedicó a analizar en silencio, sólo observando la rutina de su rey, todo, desde la hora en que despertaba hasta la hora en que dormía. Resultaba que sólo algunas cosas llegaban a modificarse. Gracias a eso la jovencita podía rondar ciertas zonas sin miedo a encontrárselo en su camino, podría vivir tranquila, sin recordar lo mal que podría ser llamar a ese lugar hogar. Algunos de los sirvientes incluso la protegían indirectamente, aunque eso último ella no lo había notado, y gracias a Dios que no, la pondría peor, el saber que otros se arriesgaban diariamente por ella le llenaría de más temores.
Con una semana en ese lugar, Ginevra ya se sentía cómoda, las pesadillas aunque constantes, disminuyeron, y se tomó el valor de salir a jugar con Esperanza, su conejo. El desayuno lo tomaba con tranquilidad, incluso pudo llegar a tomar algunas clases de baile después de estudiar con sus institutrices. Lo mejor de todo era cuando personas con cargos importantes buscaban su mirada. Ella, quien se la pasaba escondida entre los rincones y la oscuridad, no entendía porque llegaban a interceptarla en el camino. Incluso sus esposas buscaban un poco de la delicadeza de quien no ha sido perturbada.
Su tía Viola se sentía orgullosa de tenerla entre ellos, incluso la llegaba a presumir, una noche, cuando terminó una cena importante, un joven príncipe de un País lejano intentó persuadir a la madre de Raimondo de darle la mano de su sobrina, para la mala suerte de ambas nada se podría sin la bendición del rey, así que prefirió la progenitora del mismo, descartar la idea.
Ginevra ya no extrañaba todo el tiempo aunque se guardaba un momento del día para poder llevar el rostro de sus padres a su mente, de esa manera jamás dejaría que se fueran de su alcance, a veces incluso compartía experiencias con su tía. Todo se sentía mucho mejor.
Una de las mejores noticias que le habían dado desde su llegada, se trataba de su salida del lugar ¿no era gracioso? Quizás, pero para ella era un intento desesperado de supervivencia. Si seguía en ese lugar sin poder darse un respiro terminaría vuelta loca, y claro, no tardarían en enviarla a un hospital psiquiátrico. Incluso debía de ser mucho mejor asistir a un lugar así que quedarse en ese lugar que sólo le causaba dolor. Observar la realidad de la vida resultaba ser un golpe muy fuerte, irse lejos, encontrarse con la compañía de quienes la querían sería tan refrescante.
Muy temprano acomodaron su cabello en forma de una larga trenza gruesa. Tomó el baño de espuma en su tina, dejó que la limpiaran, que la vistieran, y que la acompañaran a tomar el desayuno. Su tía la esperaba con una sonrisa, después de una reverencia perfecta vino el abrazo cariñoso, ese que no necesita protocolo, un beso en la mejilla y se sentaron en una de las orillas para poder tomar un poco de té y lo que quisieran servirles para llenar el estomago y renovar las energías; las clases corrieron como de costumbre, el baile, el paseo y el jugar con Esperanza le hicieron sentir tranquila, unos días más y podría ser libre, y cómo la idea le parecía muy lejana pero al mismo tiempo deseada, esa noche no leyó, más bien se dedicó a seleccionar los vestidos que debía llevar. Nada muy pomposo o exagerado.
– Padre nuestro que estás en el cielo – Juntó sus manos después de haberse arrodillado en la cama. Debía orar antes de dormir, incluso lo hacía al despertar, toda su vida se la debía a Dios, él que estaba en los cielos y la dejó nacer, deambular en aquel mundo, no importaba el dolor, si su señor que se encontraba en los cielos le estaba poniendo esas pruebas ella las acataría y respetaría, sólo él sabía porque hacía las cosas; al terminar su oración la jovencita se levantó, limpió sus rodillas, movió sus sabanas y se recostó en aquella gran cama. Era tan cómoda y suave, siempre terminaba por quedarse dormida al momento, pero esa noche no, se sentía inquieta, insegura, expuesta.
Después de un par de conejitos contados en su cabeza, la respiración de Ginevra se tranquilizó, la jovencita se quedó dormida pero por un breve momento, ya que un movimiento claro la hizo moverse un poco. Abrió uno de los ojos escondida entre las sabanas, una sombra negra se adentró a la habitación. ¡Quizás alucinaba! Si, eso sería; cerró con fuerza los ojos y rezó en silencio para que sus alucinaciones se fueran.
Los días siguientes la cosa fue mejorando. Ginevra se dedicó a analizar en silencio, sólo observando la rutina de su rey, todo, desde la hora en que despertaba hasta la hora en que dormía. Resultaba que sólo algunas cosas llegaban a modificarse. Gracias a eso la jovencita podía rondar ciertas zonas sin miedo a encontrárselo en su camino, podría vivir tranquila, sin recordar lo mal que podría ser llamar a ese lugar hogar. Algunos de los sirvientes incluso la protegían indirectamente, aunque eso último ella no lo había notado, y gracias a Dios que no, la pondría peor, el saber que otros se arriesgaban diariamente por ella le llenaría de más temores.
Con una semana en ese lugar, Ginevra ya se sentía cómoda, las pesadillas aunque constantes, disminuyeron, y se tomó el valor de salir a jugar con Esperanza, su conejo. El desayuno lo tomaba con tranquilidad, incluso pudo llegar a tomar algunas clases de baile después de estudiar con sus institutrices. Lo mejor de todo era cuando personas con cargos importantes buscaban su mirada. Ella, quien se la pasaba escondida entre los rincones y la oscuridad, no entendía porque llegaban a interceptarla en el camino. Incluso sus esposas buscaban un poco de la delicadeza de quien no ha sido perturbada.
Su tía Viola se sentía orgullosa de tenerla entre ellos, incluso la llegaba a presumir, una noche, cuando terminó una cena importante, un joven príncipe de un País lejano intentó persuadir a la madre de Raimondo de darle la mano de su sobrina, para la mala suerte de ambas nada se podría sin la bendición del rey, así que prefirió la progenitora del mismo, descartar la idea.
Ginevra ya no extrañaba todo el tiempo aunque se guardaba un momento del día para poder llevar el rostro de sus padres a su mente, de esa manera jamás dejaría que se fueran de su alcance, a veces incluso compartía experiencias con su tía. Todo se sentía mucho mejor.
Una de las mejores noticias que le habían dado desde su llegada, se trataba de su salida del lugar ¿no era gracioso? Quizás, pero para ella era un intento desesperado de supervivencia. Si seguía en ese lugar sin poder darse un respiro terminaría vuelta loca, y claro, no tardarían en enviarla a un hospital psiquiátrico. Incluso debía de ser mucho mejor asistir a un lugar así que quedarse en ese lugar que sólo le causaba dolor. Observar la realidad de la vida resultaba ser un golpe muy fuerte, irse lejos, encontrarse con la compañía de quienes la querían sería tan refrescante.
PRIMERA NOCHE
Muy temprano acomodaron su cabello en forma de una larga trenza gruesa. Tomó el baño de espuma en su tina, dejó que la limpiaran, que la vistieran, y que la acompañaran a tomar el desayuno. Su tía la esperaba con una sonrisa, después de una reverencia perfecta vino el abrazo cariñoso, ese que no necesita protocolo, un beso en la mejilla y se sentaron en una de las orillas para poder tomar un poco de té y lo que quisieran servirles para llenar el estomago y renovar las energías; las clases corrieron como de costumbre, el baile, el paseo y el jugar con Esperanza le hicieron sentir tranquila, unos días más y podría ser libre, y cómo la idea le parecía muy lejana pero al mismo tiempo deseada, esa noche no leyó, más bien se dedicó a seleccionar los vestidos que debía llevar. Nada muy pomposo o exagerado.
– Padre nuestro que estás en el cielo – Juntó sus manos después de haberse arrodillado en la cama. Debía orar antes de dormir, incluso lo hacía al despertar, toda su vida se la debía a Dios, él que estaba en los cielos y la dejó nacer, deambular en aquel mundo, no importaba el dolor, si su señor que se encontraba en los cielos le estaba poniendo esas pruebas ella las acataría y respetaría, sólo él sabía porque hacía las cosas; al terminar su oración la jovencita se levantó, limpió sus rodillas, movió sus sabanas y se recostó en aquella gran cama. Era tan cómoda y suave, siempre terminaba por quedarse dormida al momento, pero esa noche no, se sentía inquieta, insegura, expuesta.
Después de un par de conejitos contados en su cabeza, la respiración de Ginevra se tranquilizó, la jovencita se quedó dormida pero por un breve momento, ya que un movimiento claro la hizo moverse un poco. Abrió uno de los ojos escondida entre las sabanas, una sombra negra se adentró a la habitación. ¡Quizás alucinaba! Si, eso sería; cerró con fuerza los ojos y rezó en silencio para que sus alucinaciones se fueran.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 30/10/2013
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Girar la manilla de una puerta jamás había tenido tan malicioso y extrañamente adictivo sabor. Se suponía que estaba en su palacio, su territorio, su dominio, pero entrar a la habitación de su prima pequeña deliberadamente cuando las almas que habitaban las paredes de la cuna de su imperio rezaban en sueños para que se alejara de corromper la minúscula esperanza que había comenzado a iluminar los pasillos de la lúgubre edificación sabía a gloria. Más de una sonrisa apagaría esa noche. Las consecuencias podrían durar toda una eternidad y serían por él. Sí, por él. Marcaría su nombre en cada cicatriz que produjera, las pesadillas de los italianos llevarían su rostro impreso. El poder se lo confería la corona, cierto, pero para él no había nada más placentero que gobernar a otros a través del miedo.
—Aquí está tu vástago, madre; yendo a por tu perra. Apuesto que no previste esto —miró a sus manos con sadismo. Tanto podía provocar con ellas— O lo hiciste, pero no lo suficiente.
Con esa postura el monarca ingresó en terrenos inexplorados hasta el momento y cerró la puerta tras de sí haciendo un mínimo de ruido. No tenía en su palacio bisagras antiguas y oxidadas que lo delataran. Los lujos siempre valían la pena, y más cuando tenía en su mente y en su cuerpo una sombra desgarrándolo desde adentro que lo llevaba directo a profanar lo sagrado y prohibido.
Fijó sus ojos en la figura durmiente, su objetivo, su razón de confusión y putrefacto deseo. Memorizó la escena; el blanco de las sábanas, las cortinas intactas, los femeninos adornos y la cruz en el velador. Nada sería igual después de que él dejara su huella. Que Ginevra estuviera ligada a él por la sangre le daba exactamente lo mismo. Quería algo y con eso bastaba, era lo único y más importante. Era el rey. Haría lo que se le diera la puta gana. Por eso no titubeó en acercarse imponentemente a la cama donde la adolescente dormía, hasta quedar casi en contacto con la misma. La piel de la joven se veía aún más blanca bajo la luz lunar colándose por su ventana. Parecía un ángel, un cordero a punto de ser sacrificado. Y Raimondo bebería su sangre como su verdugo, pero eso no la salvaría, ni a ella ni a nadie. Ginevra estaba ahí por y para él. Debía pagar lo que había hecho; su sentenciador así lo había dispuesto.
Como preparando el altar del holocausto, el rey usó dos de sus dedos para trazar el cuerpo de la muchacha. Delineó primero su nariz; luego se posó sobre sus húmedos labios, sucias armas de una mocosa para probar su paciencia; y se le oscurecieron los ojos cuando acabó con la longitud de su cuello, pues sabía que debajo de él aguardaban dos montes redondeados contenidos bajo esa molesta prenda de dormir. Imaginarla tras esas molestas ropas sólo aumentó su apetito, y como respuesta a aquello pasó una mano por su boca antes de posarla sobre la frente de su prima.
—Así que esto es lo que haces: dormir. Qué fácil debe ser para una rata como dormir tranquila cuando has sido tú quien ha maldecido mi sueño —susurraba con voz tiritona de rencor. No podía detectar con exactitud qué sentía, pero era fuerte. Fue así que bajó al oído de Ginevra y, sin temor a que ésta lo detectase, le susurró con la tibieza de un corazón infernal— Has pasado mucho tiempo comiendo de mi mesa y durmiendo entre mis sábanas. ¿Y sabes una cosa? Nada es gratis en esta vida, sobre todo mi hospitalidad.
Con Raimondo con vivo nadie sería rey; sólo habrá un dios personificado en él mismo. Y con la voluntad real que se le había conferido, el heredero de los Medici bajó sus labios al territorio recientemente marcado de la garganta de la chica, sonriéndose de lo satisfecho que se encontraba con su última y accidental posesión.
—Me pregunto si sentirás esto.
Y en el punto que unía la nuca con la columna, el rey comenzó a expandir su obsesión con los besos de su boca. Comenzó con un simple toque de labios, pero el sabor que iba encontrando a medida que tomaba más de ella. Se dejó entonces recorrer su lengua de fuego de arriba abajo el cuello de su presa, permitiéndose cerrar los ojos momentáneamente para sentir por completo la esencia que acaparaba y luego los abría para no perderse nada del rostro de Ginevra. Acariciaba su cabello desparramado por la cama, los hombros que quería desnudar, todo sin retirar la vista de su ángel apresado. Quería ver sus gestos a medida que se apoderaba de su cuerpo, de su alma. ¡Quería todo de ella, maldita sea!
—Llegó el día de pago, il mio sporco piccolo angelo
—Aquí está tu vástago, madre; yendo a por tu perra. Apuesto que no previste esto —miró a sus manos con sadismo. Tanto podía provocar con ellas— O lo hiciste, pero no lo suficiente.
Con esa postura el monarca ingresó en terrenos inexplorados hasta el momento y cerró la puerta tras de sí haciendo un mínimo de ruido. No tenía en su palacio bisagras antiguas y oxidadas que lo delataran. Los lujos siempre valían la pena, y más cuando tenía en su mente y en su cuerpo una sombra desgarrándolo desde adentro que lo llevaba directo a profanar lo sagrado y prohibido.
Fijó sus ojos en la figura durmiente, su objetivo, su razón de confusión y putrefacto deseo. Memorizó la escena; el blanco de las sábanas, las cortinas intactas, los femeninos adornos y la cruz en el velador. Nada sería igual después de que él dejara su huella. Que Ginevra estuviera ligada a él por la sangre le daba exactamente lo mismo. Quería algo y con eso bastaba, era lo único y más importante. Era el rey. Haría lo que se le diera la puta gana. Por eso no titubeó en acercarse imponentemente a la cama donde la adolescente dormía, hasta quedar casi en contacto con la misma. La piel de la joven se veía aún más blanca bajo la luz lunar colándose por su ventana. Parecía un ángel, un cordero a punto de ser sacrificado. Y Raimondo bebería su sangre como su verdugo, pero eso no la salvaría, ni a ella ni a nadie. Ginevra estaba ahí por y para él. Debía pagar lo que había hecho; su sentenciador así lo había dispuesto.
Como preparando el altar del holocausto, el rey usó dos de sus dedos para trazar el cuerpo de la muchacha. Delineó primero su nariz; luego se posó sobre sus húmedos labios, sucias armas de una mocosa para probar su paciencia; y se le oscurecieron los ojos cuando acabó con la longitud de su cuello, pues sabía que debajo de él aguardaban dos montes redondeados contenidos bajo esa molesta prenda de dormir. Imaginarla tras esas molestas ropas sólo aumentó su apetito, y como respuesta a aquello pasó una mano por su boca antes de posarla sobre la frente de su prima.
—Así que esto es lo que haces: dormir. Qué fácil debe ser para una rata como dormir tranquila cuando has sido tú quien ha maldecido mi sueño —susurraba con voz tiritona de rencor. No podía detectar con exactitud qué sentía, pero era fuerte. Fue así que bajó al oído de Ginevra y, sin temor a que ésta lo detectase, le susurró con la tibieza de un corazón infernal— Has pasado mucho tiempo comiendo de mi mesa y durmiendo entre mis sábanas. ¿Y sabes una cosa? Nada es gratis en esta vida, sobre todo mi hospitalidad.
Con Raimondo con vivo nadie sería rey; sólo habrá un dios personificado en él mismo. Y con la voluntad real que se le había conferido, el heredero de los Medici bajó sus labios al territorio recientemente marcado de la garganta de la chica, sonriéndose de lo satisfecho que se encontraba con su última y accidental posesión.
—Me pregunto si sentirás esto.
Y en el punto que unía la nuca con la columna, el rey comenzó a expandir su obsesión con los besos de su boca. Comenzó con un simple toque de labios, pero el sabor que iba encontrando a medida que tomaba más de ella. Se dejó entonces recorrer su lengua de fuego de arriba abajo el cuello de su presa, permitiéndose cerrar los ojos momentáneamente para sentir por completo la esencia que acaparaba y luego los abría para no perderse nada del rostro de Ginevra. Acariciaba su cabello desparramado por la cama, los hombros que quería desnudar, todo sin retirar la vista de su ángel apresado. Quería ver sus gestos a medida que se apoderaba de su cuerpo, de su alma. ¡Quería todo de ella, maldita sea!
—Llegó el día de pago, il mio sporco piccolo angelo
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Desde su llegada a ese lugar, todos sabían que la pequeña tenía una serie de pesadillas que poco la dejaban dormir. Los guardias a veces escuchaban sus sollozos, incluso uno que otro intrépido se aventuraba a adentrar su cabeza para preguntarle si se encontraba bien. Nadie la dejaba sola, tampoco permitían que se derrumbara, extrañamente con el tiempo la joven comprendió que podrían otros llegar a sentir cariño por su persona, y que la soledad no siempre la acompañaba. Esa noche en particular el mundo de los sueños la estaba tratando de la mejor manera, por eso, cuando abrió los ojos inmediatamente creyó que la sombra era parte de su miedo infundado por su habitación. Ni siquiera había terminado de rezar cuando cayó envuelta en la oscuridad. Cansada se encontraba después de tantas clases y horas de danza.
La pequeña reconocía que su cama era tan cómoda que en ocasiones ni siquiera se quería levantar, quizás por eso también dormía de forma tan placida. En sus sueños se encontraban los rostros de sus padres, no existía accidente alguno, la vida los acompañaba y ella vivía lejos, en Florencia, junto a sus sirvientes, juntos a sus caballos y su amada Esperanza. Lamentablemente sólo eran eso, sueños que se desmoronaban lentamente, que se iban entre sus dedos cómo el agua cristalina, todo al amanecer, cuando el frío de un lugar lleno de tensiones la regresaba a la realidad, pero ya no lloraba, la jovencita había aprendido a ser tan fuerte que guardaba sus lagrimas. Debía enfrentar con la frente en alto lo que Dios le mandó para cumplir.
– Uhmm – Hizo un sonido de complacencia en un principio. Las caricias le relajaron el cuerpo, las creyó parte de un sueño dónde su padre le pasaba los pétalos de una rosa por el rostro. Sin embargo la caricia siguió, y en zonas que sabía prohibidas incluso para quienes te dieron la vida. Lo primero que hizo fue moverse un poco, aunque aún no recobraba conciencia. Se aferró de forma inconsciente a las sábanas que cubrían su cuerpo. Resultaba ser gracioso, dado que todos sabían que una simple cobija no te quita los riesgos a los que puedas estar expuesto. Sin embargo ahí se encontraba la inocencia de Ginevra, mostrando que se sentía más que protegida e invencible entre seda.
Sus ojos se abrieron de golpe al escuchar una voz familiar, un tono grave, masculino e imponente que le estaba dando una sentencia, la advertencia de lo que iba a pasar. La lengua hizo que sintiera escalofríos por todo el cuerpo, ahora no sintió placer, sino más bien un miedo tan profundo que le privó de respirar por unos instantes. Cada musculo de su cuerpo se quedó rígido, no se pudo mover más que para respirar pero porque su cuerpo se lo exigía. Aterrada se llevó las manos a la boca al reconocer al portador del perfume que invadía sus fosas nasales.
Los primeros dos minutos fueron como una condena eterna para la pequeña. Nunca antes había tenido un contacto tan cercano con alguien, estaba mal visto, ella necesitaba seguir las normas de sociedad que sus padres le enseñaron con tanto esfuerzo. Tragó saliva con fuerza, se atrevió a mover sus ojos para poder captar el rostro ensombrecido del demonio que estaba por condenarla. Raimondo se encontraba ahí, mostrando que si creía haberle conocido su crueldad, entonces estaba muy equivocada.
– Por favor, no – Dijo titubeante, su cuerpo le dolía a causa de la rigidez que había tenido momentos atrás. Temblorosa movió las manos que se encontraban al borde de las sabanas. Empujó con miedo, con delicadeza incluso el rostro de su primo, con torpeza movió su cuerpo hacía atrás intentando así poder salir de las garras del lobo feroz. Dio un salto fuera de la cama, siguió dando pasos hacía atrás hasta chocar con la pared cercana a la puerta, pero no se atrevió a salir, la mirada del hombre le advertía que de hacerlo podría ser contraproducente.
– Mi rey, no pensé que fuera a visitarme, me habría quedado despierta hasta que usted llegara, de forma presentable – Intentó ignorar lo que había pasado momentos atrás. Quizás su cabeza había volado demasiado alto, sin embargo ella juraba que había sido real, aquella calidez de la lengua del hombre la había sentido, le había estremecido cada parte de su cuerpo. ¿Qué debía hacer? Su primo era el rey de Italia, y en su corta estancia en aquel nuevo “hogar”, había aprendido que lo que él dijera, hiciera, o pidiera se debía dar y aceptar sin chistar; una reverencia fue lo que vino a continuación. Se acomodó los cabellos para que no estuvieran tan alborotados. Sus manos las dejó entrelazadas a la altura de su regazo, se atrevió a levantar la mirada para poder entender que pasaba frente a ella.
– Usted… ¿Usted lleva tiempo aquí? – Aunque no fuera directa, aquella pregunta dejaba en claro una cosa, ella necesitaba saber con desesperación si su primo había hecho aquello que sintió. Lo sabía, pero necesitaba confirmarlo ¿Él tendría el cinismo de decirle la verdad? La inocente jovencita aún creía en la bondad y el respeto que el monarca podría tener ante ella. ¿Lo tenía? Evidentemente no. Las desgracias en la vida de Ginevra nunca habían sido muchas, sólo se resumían a la muerte de su padre, a las malas caras de su primo, incluso a los gritos. Ella sabía que lo primero era inevitable, una ley universal de la vida, lo según lo atribuía a un mal carácter, pero sólo eso, nada más. Quizás por eso con el corazón en la mano tenía la esperanza de que él no fuera tan malo.
El silencio reinó unos momentos más. La joven sentía la mirada severa del hombre sobre su figura. Algo extraño ocurrió sin duda alguna, ya que dio dos pasos hacía adelante, hacía su primo. Lo pensó unos momentos más para volver a hacerlo. ¿Por qué lo hacía? Ella sola se estaba acercando a lo que sería su ruina.
La pequeña reconocía que su cama era tan cómoda que en ocasiones ni siquiera se quería levantar, quizás por eso también dormía de forma tan placida. En sus sueños se encontraban los rostros de sus padres, no existía accidente alguno, la vida los acompañaba y ella vivía lejos, en Florencia, junto a sus sirvientes, juntos a sus caballos y su amada Esperanza. Lamentablemente sólo eran eso, sueños que se desmoronaban lentamente, que se iban entre sus dedos cómo el agua cristalina, todo al amanecer, cuando el frío de un lugar lleno de tensiones la regresaba a la realidad, pero ya no lloraba, la jovencita había aprendido a ser tan fuerte que guardaba sus lagrimas. Debía enfrentar con la frente en alto lo que Dios le mandó para cumplir.
– Uhmm – Hizo un sonido de complacencia en un principio. Las caricias le relajaron el cuerpo, las creyó parte de un sueño dónde su padre le pasaba los pétalos de una rosa por el rostro. Sin embargo la caricia siguió, y en zonas que sabía prohibidas incluso para quienes te dieron la vida. Lo primero que hizo fue moverse un poco, aunque aún no recobraba conciencia. Se aferró de forma inconsciente a las sábanas que cubrían su cuerpo. Resultaba ser gracioso, dado que todos sabían que una simple cobija no te quita los riesgos a los que puedas estar expuesto. Sin embargo ahí se encontraba la inocencia de Ginevra, mostrando que se sentía más que protegida e invencible entre seda.
Sus ojos se abrieron de golpe al escuchar una voz familiar, un tono grave, masculino e imponente que le estaba dando una sentencia, la advertencia de lo que iba a pasar. La lengua hizo que sintiera escalofríos por todo el cuerpo, ahora no sintió placer, sino más bien un miedo tan profundo que le privó de respirar por unos instantes. Cada musculo de su cuerpo se quedó rígido, no se pudo mover más que para respirar pero porque su cuerpo se lo exigía. Aterrada se llevó las manos a la boca al reconocer al portador del perfume que invadía sus fosas nasales.
Los primeros dos minutos fueron como una condena eterna para la pequeña. Nunca antes había tenido un contacto tan cercano con alguien, estaba mal visto, ella necesitaba seguir las normas de sociedad que sus padres le enseñaron con tanto esfuerzo. Tragó saliva con fuerza, se atrevió a mover sus ojos para poder captar el rostro ensombrecido del demonio que estaba por condenarla. Raimondo se encontraba ahí, mostrando que si creía haberle conocido su crueldad, entonces estaba muy equivocada.
– Por favor, no – Dijo titubeante, su cuerpo le dolía a causa de la rigidez que había tenido momentos atrás. Temblorosa movió las manos que se encontraban al borde de las sabanas. Empujó con miedo, con delicadeza incluso el rostro de su primo, con torpeza movió su cuerpo hacía atrás intentando así poder salir de las garras del lobo feroz. Dio un salto fuera de la cama, siguió dando pasos hacía atrás hasta chocar con la pared cercana a la puerta, pero no se atrevió a salir, la mirada del hombre le advertía que de hacerlo podría ser contraproducente.
– Mi rey, no pensé que fuera a visitarme, me habría quedado despierta hasta que usted llegara, de forma presentable – Intentó ignorar lo que había pasado momentos atrás. Quizás su cabeza había volado demasiado alto, sin embargo ella juraba que había sido real, aquella calidez de la lengua del hombre la había sentido, le había estremecido cada parte de su cuerpo. ¿Qué debía hacer? Su primo era el rey de Italia, y en su corta estancia en aquel nuevo “hogar”, había aprendido que lo que él dijera, hiciera, o pidiera se debía dar y aceptar sin chistar; una reverencia fue lo que vino a continuación. Se acomodó los cabellos para que no estuvieran tan alborotados. Sus manos las dejó entrelazadas a la altura de su regazo, se atrevió a levantar la mirada para poder entender que pasaba frente a ella.
– Usted… ¿Usted lleva tiempo aquí? – Aunque no fuera directa, aquella pregunta dejaba en claro una cosa, ella necesitaba saber con desesperación si su primo había hecho aquello que sintió. Lo sabía, pero necesitaba confirmarlo ¿Él tendría el cinismo de decirle la verdad? La inocente jovencita aún creía en la bondad y el respeto que el monarca podría tener ante ella. ¿Lo tenía? Evidentemente no. Las desgracias en la vida de Ginevra nunca habían sido muchas, sólo se resumían a la muerte de su padre, a las malas caras de su primo, incluso a los gritos. Ella sabía que lo primero era inevitable, una ley universal de la vida, lo según lo atribuía a un mal carácter, pero sólo eso, nada más. Quizás por eso con el corazón en la mano tenía la esperanza de que él no fuera tan malo.
El silencio reinó unos momentos más. La joven sentía la mirada severa del hombre sobre su figura. Algo extraño ocurrió sin duda alguna, ya que dio dos pasos hacía adelante, hacía su primo. Lo pensó unos momentos más para volver a hacerlo. ¿Por qué lo hacía? Ella sola se estaba acercando a lo que sería su ruina.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Y el cordero rechinó de suplicio al verse acorralado por el lobo. Raimondo sintió el olor del miedo bajo sus labios, ese aroma bendito que le hacía saber del efecto que tenía sobre su prima. El rostro del monarca no modificó ni en una sola línea su expresión avasalladora hacia una más compasiva, o por lo menos sorprendida con el despertar abrupto de Ginevra. ¿Por qué debía hacerlo? Se encontraba en su reino, en sus territorios, en su palacio. Podía hacer lo que se le antojara y aterrorizar a la perra era una de esas cosas.
Aunque sí, dejó que corriera, que lo apartara con esas manos de niña escuálida que en su vida había levantado más que una taza de porcelana a la hora del té. Dejó que le temblara la voz, siguiendo la suerte de su cuerpo. Raimondo se dijo que no había nada más patético que una presa intentando huir dentro de la misma madriguera del depredador. Ginevra debía saberlo; estaba acabada, aunque intentase mostrarse complaciente y dispuesta a olvidarlo todo con tal de conseguir un mínimo de paz que su primo no le daría mientras viviese. Se lo advirtió de esa manera con su última intimidante mirada. Le decía, con su sólo gesto: atrévete siquiera a moverte de aquí.
Lo encolerizó el hecho de que Ginevra intentase interrogarlo, por lo que en el acto dio un puñetazo a la madera del armario que logró abrir de par en par las puertecillas. Ella debía agradecer a Dios; si Raimondo hubiera estado más cerca de la joven, la golpeada hubiese sido ella.
—¡Soy yo el que hace las preguntas! Y aprende a conservar tu cabeza gacha mientras te diriges a tu rey si no quieres que te parta la boca a patadas, insolente. —amenazó de entrada.
Tenía además el cinismo de una vieja olvidadiza, viendo lo que quería ver. Maldita rata cobarde que había salido de las cloacas para contaminar su espacio, ¿creía que dejaría pasar así sin más sus gestos al tocarla? Estaba muy equivocada.
—¿Así que fingirás no haberme sentido, perra? —se mofó con crueldad. Si ella intentaba hacer caso omiso, él la forzaría a recordar cada detalle. Tomó con violencia la sábana abandonada a su suerte sobre la cama y la empuñó en su mano derecha, enseñándosela a la adolescente— ¡Aquí, aquí te tuve hace sólo unos instantes! ¿Y sabes qué más? Tienes cara de cachorra, pero gimes como ramera. ¡Eso es lo que eres!
Con desdén arrojó la sábana a un lado y aprovechó la cercanía con su prima para tomarla del cuello y atraerla hacia sí, enfrentando su mirada con la de ella. Esos ojos claros te hacían creer que querían hacer el bien, actuar con recato y promover la caridad junto con las virtudes de una señorita. ¡Puras mentiras! Todas eran bonitas para disfrazar lo asquerosas que eran por dentro, quimeras cizañeras. Así la miraba, culpándola de todas y cada una de las desgracias. Apagaría su luz hasta hacerse con ella.
Con la respiración exagerada debido a la ira y lujuria de sadismo que sentía, apegó su rostro al de Ginevra quedando en contacto por
—Querías que siguiera —susurró sin compasión, clavándole puñales a su prima con cada palabra— Te haces la mojigata, pero no puedes esperar a tenerme dentro. Puerca cochina. Apuesto a que hasta puedo probar la suciedad en estos labios.
Con el tormento de su alma Raimondo profanó la boca de Ginevra sin una gota de compasión. Lo único que le importaba era su propia satisfacción y su satisfacción era destruirla, que las heridas que le dejara fueran tan profundas que quedara para siempre condicionada a él. La invadía hasta decir basta. Ni sentir el sabor metálico de la sangre de la doncella lo frenaba; era más, lo incitaba. Se preguntaba cuánto más conseguiría tomar de ella si se lo proponía.
Aún así no era suficiente. Cortó el beso y la arrojó sobre la cama vigorosamente. Que sintiera vergüenza de sí misma.
—¡¿Ves lo que me haces hacer?! —la increpó mientras reptaba sobre el lecho hasta quedar sobre ella apoyado en sus extremidades. Siempre estaría por sobre ella— Lo estabas buscando y lo has encontrado.
Aunque sí, dejó que corriera, que lo apartara con esas manos de niña escuálida que en su vida había levantado más que una taza de porcelana a la hora del té. Dejó que le temblara la voz, siguiendo la suerte de su cuerpo. Raimondo se dijo que no había nada más patético que una presa intentando huir dentro de la misma madriguera del depredador. Ginevra debía saberlo; estaba acabada, aunque intentase mostrarse complaciente y dispuesta a olvidarlo todo con tal de conseguir un mínimo de paz que su primo no le daría mientras viviese. Se lo advirtió de esa manera con su última intimidante mirada. Le decía, con su sólo gesto: atrévete siquiera a moverte de aquí.
Lo encolerizó el hecho de que Ginevra intentase interrogarlo, por lo que en el acto dio un puñetazo a la madera del armario que logró abrir de par en par las puertecillas. Ella debía agradecer a Dios; si Raimondo hubiera estado más cerca de la joven, la golpeada hubiese sido ella.
—¡Soy yo el que hace las preguntas! Y aprende a conservar tu cabeza gacha mientras te diriges a tu rey si no quieres que te parta la boca a patadas, insolente. —amenazó de entrada.
Tenía además el cinismo de una vieja olvidadiza, viendo lo que quería ver. Maldita rata cobarde que había salido de las cloacas para contaminar su espacio, ¿creía que dejaría pasar así sin más sus gestos al tocarla? Estaba muy equivocada.
—¿Así que fingirás no haberme sentido, perra? —se mofó con crueldad. Si ella intentaba hacer caso omiso, él la forzaría a recordar cada detalle. Tomó con violencia la sábana abandonada a su suerte sobre la cama y la empuñó en su mano derecha, enseñándosela a la adolescente— ¡Aquí, aquí te tuve hace sólo unos instantes! ¿Y sabes qué más? Tienes cara de cachorra, pero gimes como ramera. ¡Eso es lo que eres!
Con desdén arrojó la sábana a un lado y aprovechó la cercanía con su prima para tomarla del cuello y atraerla hacia sí, enfrentando su mirada con la de ella. Esos ojos claros te hacían creer que querían hacer el bien, actuar con recato y promover la caridad junto con las virtudes de una señorita. ¡Puras mentiras! Todas eran bonitas para disfrazar lo asquerosas que eran por dentro, quimeras cizañeras. Así la miraba, culpándola de todas y cada una de las desgracias. Apagaría su luz hasta hacerse con ella.
Con la respiración exagerada debido a la ira y lujuria de sadismo que sentía, apegó su rostro al de Ginevra quedando en contacto por
—Querías que siguiera —susurró sin compasión, clavándole puñales a su prima con cada palabra— Te haces la mojigata, pero no puedes esperar a tenerme dentro. Puerca cochina. Apuesto a que hasta puedo probar la suciedad en estos labios.
Con el tormento de su alma Raimondo profanó la boca de Ginevra sin una gota de compasión. Lo único que le importaba era su propia satisfacción y su satisfacción era destruirla, que las heridas que le dejara fueran tan profundas que quedara para siempre condicionada a él. La invadía hasta decir basta. Ni sentir el sabor metálico de la sangre de la doncella lo frenaba; era más, lo incitaba. Se preguntaba cuánto más conseguiría tomar de ella si se lo proponía.
Aún así no era suficiente. Cortó el beso y la arrojó sobre la cama vigorosamente. Que sintiera vergüenza de sí misma.
—¡¿Ves lo que me haces hacer?! —la increpó mientras reptaba sobre el lecho hasta quedar sobre ella apoyado en sus extremidades. Siempre estaría por sobre ella— Lo estabas buscando y lo has encontrado.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
En las historias que su madre le contaba, Ginevra había podido conocer un poco de la maldad que se decía existía en el mundo. Jamás la había palpado, mucho menos sufrido, y su corazón se encontraba intacto del llanto vital. Si los años hubieran pasado mientras sus padres vivían, seguramente nadie hubiera atravesado esa perfecta burbuja. Le habrían conseguido al mejor prospecto, algunos de tan buen corazón como ella, aunque sin llegar al grado de la inocencia. La idea de haber cambiado el libro de su vida tan abruptamente la mareaba. Cada día de su vida que había quedado en el pasado parecía una pincelada del cuadro más maravilloso, ahora todo se tornaba a una obra abstracta llena de colores tan oscuros como el alma de quien decidió mudar el escenario de la pequeña.
Ginevra aprendió en ese momento a conocer cada detalle de su cuerpo. El miedo que se originaba en el centro de su pecho se expandía por cada rincón, por cada recóndito lugar que ella ni siquiera tenía por enterado que pertenecía a ella. Su único movimiento significativo incluso lo tuvo a causa de la inercia al raspar su garganta en busca de saliva para calmar la sequedad. Tantas sensaciones experimentadas de un momento a otro la abrumaban, lo peor es que se trataba de negatividad. Eso no lo sabía manejar ¿qué se suponía que iba a hacer? Si se quedaba callada con la mirada baja el rey la regañaría, si la levantaba también. Su simple existencia lo afectaba, entonces ¿por qué no la dejaba ir? Quizás no la dejaba marchar porque ella se lo había solicitado, si se quedaba callada probablemente él la echaría.
Muchas ideas vinieron a su cabeza. La idea de permanecer en ese lugar por el resto de sus días no le parecía la mejor de todas. Si llegaba a vivir para siempre con el rey todos sus sueños se desplomarían, aunque algunos ya se habían borrado tanto de sus recuerdos, como de su corazón; de pronto algo que jamás creyó podría llegar a pensar se atravesó en su cabeza. ¿Escapar? Aquello resultaba muy atractivo, lo malo es que no tenía el recurso suficiente para poder emprender un viaje. A lo mucho podría llegar al siguiente pueblo, dejar a un prestamista alguno de sus anillos de oro y con eso hacerse de dinero para llegar a su amada Florencia, en aquel lugar podría empacar sus cosas y viajar a un país vecino, con algún gobierno que pudiera protegerla de ese soberano peligroso.
La joven ni siquiera se da cuenta de como lo tiene sosteniendo su cuerpo. Es rápido, o quizás ella demasiado lenta. Probablemente las dos cosas; sus ojos se saltan ligeramente de la sorpresa pero luego se relajan y muestran aún más el miedo que va en aumento y ella no cree que eso pueda ser ya más notable, pero lo es. Su corazón acelerado le hace separar los labios para tomar bocanadas de aire un poco más amplías y poder respirar. Teme por su vida, pero también por vivir sin dignidad, lo peor del caso es que no tiene nada de eso si su primo así lo decide, porque él manda, a fin de cuentas es el rey. No quiere siguientes pasos. lo único que desea es despertar de la pesadilla, pero no es nada que venga creado de sus temores en su mente. Es su realidad.
- Arggg - Sus labios sintieron los estragos de un beso para nada soñado. Su boca que hasta el momento no había sido invadida se sentía más que eso. Su primo, el rey, invadía su espacio personal, se atrevía a pecar bajo la mirada del señor, quien en más de una ocasión en la Biblia decía no se debían cometer tales actos antes del matrimonio, mucho menos con familiares, y si tomaban en cuenta lo cercanos que eran, la cosa iba de mal en peor. A la mañana siguiente se la pasaría rezando de rodillas en la capilla del palacio. Sin levantar la mirada, sin desayunar como penitencia, ella sabía lo que necesitaba hacer para poder obtener el perdón, también podría quedarse todo el día buscando que perdonaran a su primo.
La cercanía del hombre a su cuerpo le ocasionó extrañas reacciones. Nada de aquello lo había experimentado, aunque claro ¿quién va a querer un beso a la fuerza? La idea de poder llegar a tener un esposo como en los cuentos leídos se le escurrió como agua entre los dedos. Nadie que supiera lo que ocurría en esa habitación la querría tomar. Quizás por miedo de la ira del rey, o simplemente porque cómo mujer terminaba por perder su valor a causa de aunque sea una mínima caricia. Su madre cuando se encontraba viva se encargaba de dejar en claro el valor de una mujer limpia, pura, virgen, etc. Le dolía en el alma reconocer que ya no podría honrar esa parte que había cuidado por las enseñanzas de su madre. Porque muchos hombres habían acudido a su casa en busca de la mano de la niña. Pero nadie la tenía, sólo él, quien se encontraba encima.
- Yo… Yo no… No hice nada - Se atrevió a pronunciar aquellas palabras que quizás tornarían peor la situación. - Lo único que deseaba era poder ser aceptada por usted, acaté todas sus reglas, hasta la más mínima, intento que se sienta orgulloso de mi, que me acepte, que me quiera… - Y guardó silencio una gran cantidad de tiempo, Ginevra no sabía si su primo podría llegar a querer a alguien que no fuera él mismo. Se arrepentía de haberle dicho aquello, debía aprender a resignarse a esa realidad que tanto dolía, misma que podía comparar en ese momento con la perdida de sus padres. Raimondo y su tía Viola eran los únicos familiares directos que tenía con vida, debía aceptarlos tal como eran, sin importar la maldad de sus almas o la infelicidad. Dios la había puesto en ese camino de manera sabía, como con todo, la aceptación resultaba un tanto difícil de obtener, no por eso imposible.
- Perdón, de verdad perdóneme, no quiero ser causante de alguna desgracia, del pecado, dígame que necesita de mi para poder mantenerlo feliz, contento, no deseo que me odie - En su mirada se notaba la sinceridad de sus palabras, el dolor porque no la aceptaba, y las ganas de hacer hasta lo imposible porque Raimondo llegara a perdón su llegada.
Ginevra aprendió en ese momento a conocer cada detalle de su cuerpo. El miedo que se originaba en el centro de su pecho se expandía por cada rincón, por cada recóndito lugar que ella ni siquiera tenía por enterado que pertenecía a ella. Su único movimiento significativo incluso lo tuvo a causa de la inercia al raspar su garganta en busca de saliva para calmar la sequedad. Tantas sensaciones experimentadas de un momento a otro la abrumaban, lo peor es que se trataba de negatividad. Eso no lo sabía manejar ¿qué se suponía que iba a hacer? Si se quedaba callada con la mirada baja el rey la regañaría, si la levantaba también. Su simple existencia lo afectaba, entonces ¿por qué no la dejaba ir? Quizás no la dejaba marchar porque ella se lo había solicitado, si se quedaba callada probablemente él la echaría.
Muchas ideas vinieron a su cabeza. La idea de permanecer en ese lugar por el resto de sus días no le parecía la mejor de todas. Si llegaba a vivir para siempre con el rey todos sus sueños se desplomarían, aunque algunos ya se habían borrado tanto de sus recuerdos, como de su corazón; de pronto algo que jamás creyó podría llegar a pensar se atravesó en su cabeza. ¿Escapar? Aquello resultaba muy atractivo, lo malo es que no tenía el recurso suficiente para poder emprender un viaje. A lo mucho podría llegar al siguiente pueblo, dejar a un prestamista alguno de sus anillos de oro y con eso hacerse de dinero para llegar a su amada Florencia, en aquel lugar podría empacar sus cosas y viajar a un país vecino, con algún gobierno que pudiera protegerla de ese soberano peligroso.
La joven ni siquiera se da cuenta de como lo tiene sosteniendo su cuerpo. Es rápido, o quizás ella demasiado lenta. Probablemente las dos cosas; sus ojos se saltan ligeramente de la sorpresa pero luego se relajan y muestran aún más el miedo que va en aumento y ella no cree que eso pueda ser ya más notable, pero lo es. Su corazón acelerado le hace separar los labios para tomar bocanadas de aire un poco más amplías y poder respirar. Teme por su vida, pero también por vivir sin dignidad, lo peor del caso es que no tiene nada de eso si su primo así lo decide, porque él manda, a fin de cuentas es el rey. No quiere siguientes pasos. lo único que desea es despertar de la pesadilla, pero no es nada que venga creado de sus temores en su mente. Es su realidad.
- Arggg - Sus labios sintieron los estragos de un beso para nada soñado. Su boca que hasta el momento no había sido invadida se sentía más que eso. Su primo, el rey, invadía su espacio personal, se atrevía a pecar bajo la mirada del señor, quien en más de una ocasión en la Biblia decía no se debían cometer tales actos antes del matrimonio, mucho menos con familiares, y si tomaban en cuenta lo cercanos que eran, la cosa iba de mal en peor. A la mañana siguiente se la pasaría rezando de rodillas en la capilla del palacio. Sin levantar la mirada, sin desayunar como penitencia, ella sabía lo que necesitaba hacer para poder obtener el perdón, también podría quedarse todo el día buscando que perdonaran a su primo.
La cercanía del hombre a su cuerpo le ocasionó extrañas reacciones. Nada de aquello lo había experimentado, aunque claro ¿quién va a querer un beso a la fuerza? La idea de poder llegar a tener un esposo como en los cuentos leídos se le escurrió como agua entre los dedos. Nadie que supiera lo que ocurría en esa habitación la querría tomar. Quizás por miedo de la ira del rey, o simplemente porque cómo mujer terminaba por perder su valor a causa de aunque sea una mínima caricia. Su madre cuando se encontraba viva se encargaba de dejar en claro el valor de una mujer limpia, pura, virgen, etc. Le dolía en el alma reconocer que ya no podría honrar esa parte que había cuidado por las enseñanzas de su madre. Porque muchos hombres habían acudido a su casa en busca de la mano de la niña. Pero nadie la tenía, sólo él, quien se encontraba encima.
- Yo… Yo no… No hice nada - Se atrevió a pronunciar aquellas palabras que quizás tornarían peor la situación. - Lo único que deseaba era poder ser aceptada por usted, acaté todas sus reglas, hasta la más mínima, intento que se sienta orgulloso de mi, que me acepte, que me quiera… - Y guardó silencio una gran cantidad de tiempo, Ginevra no sabía si su primo podría llegar a querer a alguien que no fuera él mismo. Se arrepentía de haberle dicho aquello, debía aprender a resignarse a esa realidad que tanto dolía, misma que podía comparar en ese momento con la perdida de sus padres. Raimondo y su tía Viola eran los únicos familiares directos que tenía con vida, debía aceptarlos tal como eran, sin importar la maldad de sus almas o la infelicidad. Dios la había puesto en ese camino de manera sabía, como con todo, la aceptación resultaba un tanto difícil de obtener, no por eso imposible.
- Perdón, de verdad perdóneme, no quiero ser causante de alguna desgracia, del pecado, dígame que necesita de mi para poder mantenerlo feliz, contento, no deseo que me odie - En su mirada se notaba la sinceridad de sus palabras, el dolor porque no la aceptaba, y las ganas de hacer hasta lo imposible porque Raimondo llegara a perdón su llegada.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Cada gesto, cada palabra, cada frase salida de la boca de Ginevra provocaba reacciones en el desarticulado rey. No importaba cuánto ella intentase disculparse; no le creía en lo más mínimo. ¡Estaba así por ella, maldita sea! ¿Y ahora se hacía la mojigata? ¡Era inaceptable! Había jugado con él desde su llegada y tenía que asumir las consecuencias. Lo más irónico de todo era que negaba la malicia de sus actos, pero se retorcía bajo su cuerpo como perra en celo, incitándolo. Sumado a eso, resultaba irritable como nunca que malgastara el tiempo en excusas ridículas, distrayéndose de lo realmente importante.
—Calla… —pero continuaba gritando, dentro de su cabeza. Una banshee poderosa lo quería derribar: la suya propia. No lo toleró más— ¡Dije que te callaras!
Una fuerza incontrolable se apoderó de uno de sus brazos para abofetear a la indefensa muchacha en el rostro. El rey no sintió una pizca de arrepentimiento; en efecto, descubrió lo mucho que le había gustado escuchar esa nívea carnecilla quemarse ante su acción. Así que de esa forma podía conseguir mantenerla sometida y a la vez obtener placer sólo con lastimarla. Y él que pensaba que solamente funcionaba con los siervos y los perros. Al parecer su adquisición no se alejaba mucho de ellos. Interesante… muy interesante. La luz de su prima apagada con un simple tacto de oscuridad que él mismo le brindaría las veces que fuera necesario para mantenerla bajo su yugo.
Bajó su rostro hacia el de Ginevra, amenazante y con el semblante serio y silencioso como una tumba, pero con la sonrisa de un macabro asesino. Sentía una adrenalina muy grande de tomar algo tan preciado y prohibido como la inocencia de esa ingenua y aún así tentadora mozuela. Sólo cuando pudo tomar el olor del cabello de la doncella, giró su mentón para que lo mirase a él y sólo a él. Que no se distrajese ni por un segundo, o le iría peor. Aunque pensándolo bien, él jamás negociaba. Se saldría con la suya de una manera u otra.
Sonrió con sadismo ante la piel enrojecida y le habló con malicia a su prima.
—Estúpida niña. Deja de hablar de pecado de una puta vez y date cuenta de la posición en que estás, con quién estás y haciendo qué. —dijo antes de hacer ingresar una de sus manos bajo las faldas de Ginevra, acariciando el interior de sus piernas. Eran tan suaves que quería ser él quien las rompiera. Nadie más le quitaría esa dicha. Sus ojos negros se tornaban tenebrosos de sólo imaginar las cosas que podía hacerle. ¡Podía hacer lo que quisiera y las posibilidades eran infinitas!— No eres más que una perra miserable. Tu peor pecado es hacer que se me ponga dura.
Tomó bruscamente la primera mano que encontró de su prima y la posicionó deliberadamente sobre la zona ardiente de sus ropas que cubría su miembro. Podía verla a ella acariciándolo de arriba a abajo, con esas manos inocentes. Así corrompería cada rincón de su candor hasta convertirla él mismo en la muñeca perfecta, una a la cual pudiese llevar a lo más alto y extremo de sus delirios, como la más completa de sus fantasías. Había tanto en ella para poseer y que todavía no tenía que la poca cordura que le quedaba se desvanecía.
Después de haber abierto los ojos de la muchacha, volvió a posicionar las manos de la misma una a cada lado de su cabeza. No hacía falta casi nada de fuerza para mantenerla allí, así que se dio el lujo de sostener ambas muñecas con una sola mano para terminar de profanar ese cuerpo que lo llamaba. Estaba ahí, el cordero más prometedor para ser sacrificado a su deidad.
—Yo te enseñaré a complacer a tu Rey —y entonces lamió la mano que tenía disponible como quien afilaba su espada antes de darle muerte a su sacrificio en el altar que se había convertido aquella mano y dio una fuerte nalgada al muslo derecho de su presa, maravillándose con el efecto que obtenía. Una perturbadora y adictiva sensación de poder lo llenaba. Ella lo llenaba y lo vaciaba en un instante. Nunca sería suficiente.— Mía… —se lamió la boca.
Y como no lograba hartarse, a esa tunda le siguió otra aún más fuerte en el mismo sitio. Dejaría secuelas, estaba seguro. Al despertarse Ginevra pensaría en él, cuando se bañase lo tendría allí de nuevo, en medio del agua enredándose con ella. La temperatura en el cuerpo del monarca se elevaba, así como también su sadismo. Quería hacerla llorar, suplicar, todo lo necesario para que sus lágrimas también se debieran a él. Atrás dejaría el recuerdo de Ginevra de su familia perdida.
—¡Mía, mía, mía! —comenzó a atender la otra pierna, primero acariciándola y luego marcándola con su agresividad. Esa piel teñida de sangre, ¡qué placer infernal!— [b]¡No te olvides de quién te ha hecho esto, maldita. He sido yo, tu Rey, tu amo!
—Calla… —pero continuaba gritando, dentro de su cabeza. Una banshee poderosa lo quería derribar: la suya propia. No lo toleró más— ¡Dije que te callaras!
Una fuerza incontrolable se apoderó de uno de sus brazos para abofetear a la indefensa muchacha en el rostro. El rey no sintió una pizca de arrepentimiento; en efecto, descubrió lo mucho que le había gustado escuchar esa nívea carnecilla quemarse ante su acción. Así que de esa forma podía conseguir mantenerla sometida y a la vez obtener placer sólo con lastimarla. Y él que pensaba que solamente funcionaba con los siervos y los perros. Al parecer su adquisición no se alejaba mucho de ellos. Interesante… muy interesante. La luz de su prima apagada con un simple tacto de oscuridad que él mismo le brindaría las veces que fuera necesario para mantenerla bajo su yugo.
Bajó su rostro hacia el de Ginevra, amenazante y con el semblante serio y silencioso como una tumba, pero con la sonrisa de un macabro asesino. Sentía una adrenalina muy grande de tomar algo tan preciado y prohibido como la inocencia de esa ingenua y aún así tentadora mozuela. Sólo cuando pudo tomar el olor del cabello de la doncella, giró su mentón para que lo mirase a él y sólo a él. Que no se distrajese ni por un segundo, o le iría peor. Aunque pensándolo bien, él jamás negociaba. Se saldría con la suya de una manera u otra.
Sonrió con sadismo ante la piel enrojecida y le habló con malicia a su prima.
—Estúpida niña. Deja de hablar de pecado de una puta vez y date cuenta de la posición en que estás, con quién estás y haciendo qué. —dijo antes de hacer ingresar una de sus manos bajo las faldas de Ginevra, acariciando el interior de sus piernas. Eran tan suaves que quería ser él quien las rompiera. Nadie más le quitaría esa dicha. Sus ojos negros se tornaban tenebrosos de sólo imaginar las cosas que podía hacerle. ¡Podía hacer lo que quisiera y las posibilidades eran infinitas!— No eres más que una perra miserable. Tu peor pecado es hacer que se me ponga dura.
Tomó bruscamente la primera mano que encontró de su prima y la posicionó deliberadamente sobre la zona ardiente de sus ropas que cubría su miembro. Podía verla a ella acariciándolo de arriba a abajo, con esas manos inocentes. Así corrompería cada rincón de su candor hasta convertirla él mismo en la muñeca perfecta, una a la cual pudiese llevar a lo más alto y extremo de sus delirios, como la más completa de sus fantasías. Había tanto en ella para poseer y que todavía no tenía que la poca cordura que le quedaba se desvanecía.
Después de haber abierto los ojos de la muchacha, volvió a posicionar las manos de la misma una a cada lado de su cabeza. No hacía falta casi nada de fuerza para mantenerla allí, así que se dio el lujo de sostener ambas muñecas con una sola mano para terminar de profanar ese cuerpo que lo llamaba. Estaba ahí, el cordero más prometedor para ser sacrificado a su deidad.
—Yo te enseñaré a complacer a tu Rey —y entonces lamió la mano que tenía disponible como quien afilaba su espada antes de darle muerte a su sacrificio en el altar que se había convertido aquella mano y dio una fuerte nalgada al muslo derecho de su presa, maravillándose con el efecto que obtenía. Una perturbadora y adictiva sensación de poder lo llenaba. Ella lo llenaba y lo vaciaba en un instante. Nunca sería suficiente.— Mía… —se lamió la boca.
Y como no lograba hartarse, a esa tunda le siguió otra aún más fuerte en el mismo sitio. Dejaría secuelas, estaba seguro. Al despertarse Ginevra pensaría en él, cuando se bañase lo tendría allí de nuevo, en medio del agua enredándose con ella. La temperatura en el cuerpo del monarca se elevaba, así como también su sadismo. Quería hacerla llorar, suplicar, todo lo necesario para que sus lágrimas también se debieran a él. Atrás dejaría el recuerdo de Ginevra de su familia perdida.
—¡Mía, mía, mía! —comenzó a atender la otra pierna, primero acariciándola y luego marcándola con su agresividad. Esa piel teñida de sangre, ¡qué placer infernal!— [b]¡No te olvides de quién te ha hecho esto, maldita. He sido yo, tu Rey, tu amo!
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Desde que Ginevra llegó a ese lugar se había sentido desprotegida. Cada rincón le hacía sentir vigilada, cómo si el rey tuviera ojos en cada milímetro de las paredes, claro que aquello era imposible, pero su paranoia le arrastraba a pensar de esa forma. Su habitación era su fortaleza, o al menos hasta ese momento. Su primo nunca entraba a esas cuatro paredes porque según la jovencita, él sabía respetar los espacios personales. Evidentemente nadie los tenía, al menos nadie que estuviera viviendo en su nación, porque él era el dueño, el soberano, a quien nadie podría retar. La morocha tenía en claro que si su primo quería, le arrebataría las tierras cualquiera que le desobedeciera o se pudiera en su contra. La realidad le había golpeado con fuerza, todo lo que sus padres le había ocultado en el transcurso de los dieciséis se desmoronó con la mirada de aquel hombre. ¿Odiarlo? Ni siquiera podía hacer eso, porque el odio no era más que un sentimiento negativo, uno que Dios no veía bien, y que por supuesto ella no generaría en su interior.
El primer golpe hizo retumbar algo en su cabeza, incluso sintió un par de punzadas que le recorrían de la mejilla hasta el cráneo, una sensación dolorosa y extraña. Ginevra no tardó en sollozar, aunque de forma muy breve porque el rey ordenaba que se callara. ¿Alguien los estaría escuchando? Porque Raimondo ni siquiera disimulaba con los gritos. La joven se sentía humillada, vulnerable, y un objeto que debía estar listo para jugar con él. Le dolía tanto que tuvo que morderse el labio inferior para no quejarse. Sus ojos grandes que siempre irradiaban el brillo de su interior se habían nublado a causa de las lágrimas que buscaba no dejar caer. ¿Suplicar? ¿Para qué? A veces la misericordia no existe en los humanos, sólo con Dios. La maldad se encontraba en los ojos del hombre, una que seguramente el mismísimo diablo manejaba. ¡Pobre Ginevra! Lo que le estaba.
— Yo no… — Pero sin importar lo que quisiera decir, sin importar las explicaciones, la realidad, nada la salvaría. La resignación suele ser un punto clave para los débiles, para quienes se dejan pisotear, ella debía ser de ese grupo, porque le tocó el peor de los verdugos. Si tan sólo Ginevra tuviera la probabilidad de pedir un deseo, sin duda rogaría por una vida lejos de él, sin que la encuentre.
Ginevra se tensó al sentir la erección de su primo. Su pequeña mano temblaba bajo el firme agarre del caballero. Se quedó pasmada e incluso sus músculos le dolieron por la fuerza que ella generaba para no moverse. Movió un par de veces su delicada mano intentando liberarse de aquella fuerza desmedida que parecía tener aquel demonio. ¡Si! ¡Raimondo era un demonio! El peor de todos, el que estaba destruyendo a una pobre señorita en un abrir y cerrar de ojos. Sin poder evitarlo más las lágrimas empezaron a caer como el agua que resbala en las cascadas. Cristalina, transparente, incluso aquel acontecimiento se veía hermoso, una verdadera obra de arte. Un rostro angelical no debía sufrir de esa manera, resultaba ser un gran pecado para quien generaba su dolor. Evidentemente a su primo no le importaban los pecados, él sabía con exactitud cuando algo estaba mal o no, y obviamente lo que él llegara a hacer, nunca sería malo. Nunca.
— Esto no está bien… — Su voz apenas se escuchaba, era un susurro entrecortado a causa del dolor generado por cada nalgada. Se atrevía a tocarla. Él. Su primo. ¿Qué otra cosa se puede esperar? Ginevra no iba a salir bien librada de eso, de hecho por más descabellado que se escuchara, lo cierto es que sabía lo que podría llegar a pasar. No existiría un cuento de amor, una novela romántica con un príncipe montado en su caballo llegando a rescatarla del horrible monstruo. En la realidad no existían tales cosas. Por el contrario. Si primo la iba a mancillar. ¡Su primo! Sin importar que fuera de la misma sangre, que no existieran casados bajo la bendición de Dios. La pobre Ginevra estaría maldita, los ángeles y arcángeles no la esperarían con los brazos abiertos en el cielo, estaría manchada. Maldita.
El cuerpo de Ginevra comenzó a temblar, inevitablemente buscó poder escapar de las manos de su primo. Lo maldecía de forma consiente por ser tan fuerte, al instante se arrepentía de desearle mal. Por un momento pensó en que su primo era de esa forma a consecuencia de la educación que le habían impartido, sin embargo recordó a su tía Viola, ella jamás hubiera sido tan descuidada con el rey. Ella era una mujer buena, de principios, educada, con valores bien marcados, culpable no era. Aunque la joven no tenía idea de cómo habría sido su tío. Seguramente igual que Raimondo ¿No? Ningún niño nace con tal malicia hasta que la vive, hasta que la experimenta. Tal vez su tía había vivido lo que ella estaba por empezar a experimentar. ¿Por qué la había llevado entonces a la boca del lobo? Una mueca se formó en sus labios y un quejido la acompañó. Dolía, todo aquello que le hacía su primo le dolía.
— ¡Raimondo no! — Se atrevió a tutearlo porque él mismo se atrevía a profanar lo que no le pertenecía. Un coraje especial apareció en el pecho de la joven Di Medici. Quería defenderse, aunque ni siquiera tuviera la idea de cómo hacerlo. Una pequeña luz de esperanza se colocó entre sus huesos al darse cuenta que su primo había aflojado ligeramente el agarre. Aprovechó para jalar sus manos con la ayuda de su peso. El problema es que cayó al suelo de sentón. Se quejó. No había escapatoria. Ella era del rey.
El primer golpe hizo retumbar algo en su cabeza, incluso sintió un par de punzadas que le recorrían de la mejilla hasta el cráneo, una sensación dolorosa y extraña. Ginevra no tardó en sollozar, aunque de forma muy breve porque el rey ordenaba que se callara. ¿Alguien los estaría escuchando? Porque Raimondo ni siquiera disimulaba con los gritos. La joven se sentía humillada, vulnerable, y un objeto que debía estar listo para jugar con él. Le dolía tanto que tuvo que morderse el labio inferior para no quejarse. Sus ojos grandes que siempre irradiaban el brillo de su interior se habían nublado a causa de las lágrimas que buscaba no dejar caer. ¿Suplicar? ¿Para qué? A veces la misericordia no existe en los humanos, sólo con Dios. La maldad se encontraba en los ojos del hombre, una que seguramente el mismísimo diablo manejaba. ¡Pobre Ginevra! Lo que le estaba.
— Yo no… — Pero sin importar lo que quisiera decir, sin importar las explicaciones, la realidad, nada la salvaría. La resignación suele ser un punto clave para los débiles, para quienes se dejan pisotear, ella debía ser de ese grupo, porque le tocó el peor de los verdugos. Si tan sólo Ginevra tuviera la probabilidad de pedir un deseo, sin duda rogaría por una vida lejos de él, sin que la encuentre.
Ginevra se tensó al sentir la erección de su primo. Su pequeña mano temblaba bajo el firme agarre del caballero. Se quedó pasmada e incluso sus músculos le dolieron por la fuerza que ella generaba para no moverse. Movió un par de veces su delicada mano intentando liberarse de aquella fuerza desmedida que parecía tener aquel demonio. ¡Si! ¡Raimondo era un demonio! El peor de todos, el que estaba destruyendo a una pobre señorita en un abrir y cerrar de ojos. Sin poder evitarlo más las lágrimas empezaron a caer como el agua que resbala en las cascadas. Cristalina, transparente, incluso aquel acontecimiento se veía hermoso, una verdadera obra de arte. Un rostro angelical no debía sufrir de esa manera, resultaba ser un gran pecado para quien generaba su dolor. Evidentemente a su primo no le importaban los pecados, él sabía con exactitud cuando algo estaba mal o no, y obviamente lo que él llegara a hacer, nunca sería malo. Nunca.
— Esto no está bien… — Su voz apenas se escuchaba, era un susurro entrecortado a causa del dolor generado por cada nalgada. Se atrevía a tocarla. Él. Su primo. ¿Qué otra cosa se puede esperar? Ginevra no iba a salir bien librada de eso, de hecho por más descabellado que se escuchara, lo cierto es que sabía lo que podría llegar a pasar. No existiría un cuento de amor, una novela romántica con un príncipe montado en su caballo llegando a rescatarla del horrible monstruo. En la realidad no existían tales cosas. Por el contrario. Si primo la iba a mancillar. ¡Su primo! Sin importar que fuera de la misma sangre, que no existieran casados bajo la bendición de Dios. La pobre Ginevra estaría maldita, los ángeles y arcángeles no la esperarían con los brazos abiertos en el cielo, estaría manchada. Maldita.
El cuerpo de Ginevra comenzó a temblar, inevitablemente buscó poder escapar de las manos de su primo. Lo maldecía de forma consiente por ser tan fuerte, al instante se arrepentía de desearle mal. Por un momento pensó en que su primo era de esa forma a consecuencia de la educación que le habían impartido, sin embargo recordó a su tía Viola, ella jamás hubiera sido tan descuidada con el rey. Ella era una mujer buena, de principios, educada, con valores bien marcados, culpable no era. Aunque la joven no tenía idea de cómo habría sido su tío. Seguramente igual que Raimondo ¿No? Ningún niño nace con tal malicia hasta que la vive, hasta que la experimenta. Tal vez su tía había vivido lo que ella estaba por empezar a experimentar. ¿Por qué la había llevado entonces a la boca del lobo? Una mueca se formó en sus labios y un quejido la acompañó. Dolía, todo aquello que le hacía su primo le dolía.
— ¡Raimondo no! — Se atrevió a tutearlo porque él mismo se atrevía a profanar lo que no le pertenecía. Un coraje especial apareció en el pecho de la joven Di Medici. Quería defenderse, aunque ni siquiera tuviera la idea de cómo hacerlo. Una pequeña luz de esperanza se colocó entre sus huesos al darse cuenta que su primo había aflojado ligeramente el agarre. Aprovechó para jalar sus manos con la ayuda de su peso. El problema es que cayó al suelo de sentón. Se quejó. No había escapatoria. Ella era del rey.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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¡Raimondo, no!
Aquella vocecilla pequeña finalmente estalló en un momento de extrema lucidez o lisa y llanamente locura. Por un breve y fatal momento, el rey se sintió invadido por una extraña sensación que lo obligó a aflojar su hasta entonces firme agarre. Un destello atravesó su mente, al igual que un recuerdo que creía perdido: el rostro desesperado de su difunta hermana suplicándose que se detuviera. Ahí, en su cabeza retorcida, durante esa milésima de segundo, se dibujó la memoria de una Mercede rogándole a Raimondo que no desafiase a su padre. Tal vez ella sabía en qué se convertiría su hermano si rompía ese límite. Gran premonición.
Repentinamente el rey cedió ante la leve presión que ejerció Ginevra sólo para volver a encontrarse a sí mismo. Cuando volvió en sí, unos brevísimos instantes después, se dio cuenta de que sus ojos se encontraban tensos, al igual que sus músculos. Era como si un shock de adrenalina lo hubiese dominado de pies a cabeza y luego abandonado con la misma velocidad.
Su muñeca ya no estaba en sus brazos. Fue cuando la notó en el piso, aún más indefensa de lo que se veía bajo su poder. La luz de la luna que se colaba por la ventana la iluminaba por completo, bañándola de plata, casi como si constituyese el sacrificio del altar. ¿Qué había hecho con él? Eso se preguntaba el monarca. ¿Por qué su voz enaltecida lo había transportado a esos oscuros y bien guardados episodios de su vida? No se trataba de un presentimiento o de una suposición; lo había visto actuar.
Fue cuando Raimondo comenzó a entender que su prima pequeña había llegado para convertirse en el más ferviente de sus deseos, pero también en su mayor tortura. ¿Cuántas partes de su ser podía remecer esa mocosa con sólo una chispa de su luz? Era imperdonable que tuviera ese poder, sembrando frustraciones en él. Y ella no tenía idea de lo que provocaba en su totalidad. Iba incluso más allá de la carne que lo llamaba a fundirse con ella. ¿Cuánto había en Ginevra para poseer? ¿Qué se estaba guardando que lo tenía hecho un animal?
No perdió el tiempo ante tantas interrogantes. De repente estaba junto a ella, sujetándola fuertemente contra el piso. No se iría sin respuestas; ¡ella las tenía y las estaba escondiendo! La solución a aquellos enigmas estaba en esos ojos , en su cuerpo, en su piel, en el laberinto que se había vuelto esta lujuria sanguinaria.
—¡Tú! —gritó sin contenerse. Que se levantara la mitad del palacio y que entraran, si se atrevían— ¡¿Qué me estás haciendo?!
Asaltó al boca de ella como si la estuviese golpeando con los labios, sediento de su ser. Aunque Ginevra no se percatara de lo que hacía, no se lo perdonaría. Era embriagante; necesitaba más. Inmunda codicia que no se rompía, que no daba tregua ni señales de un decrecimiento. Terminaría por hacerla pedazos en sus brazos con tal de hacerse con ella. Era tan así que no se fijó cuando dejó la boca de su prima para apegarse a su cuello, succionando vigorosamente esa área en particular en donde se unía el hombro con el resto del cuerpo. Estaba hambriento; ¿de qué?
Se apartó de súbito, percatándose de la fea marca que había dejado en la tez de la doncella. Complacido se sonrió con malicia antes de bajar su boca a ese lugar nuevamente para pasar su lengua de abajo hacia arriba, sintiendo el gusto de esa piel de porcelana reclamada por él. Fue cuando miró a Ginevra espíritu lascivo y omnipotente. Quería que se le grabara una cosa.
—Esto-es-mío —recalcó cada palabra a medida que una de sus manos recorría de arriba abajo el filo del cuerpo de su prima.— No lo olvides.
Con eso dicho, Raimondo se puso de pié y acomodó sus ropas como si nada. A Ginevra no ayudó a levantarse; siquiera la miró. Hacía como si la noche hubiera transcurrido normalmente para ambos, cuando desde ese instante ya nada sería lo mismo. De pronto comenzó a hablarle mientras terminaba de reacomodar unos cuantos amarres de sus ropas que se habían desajustado.
—Quiero verte mañana en la Corte. Te reunirás conmigo allí mismo después de las sesiones. Por tu bien no te atrevas a contradecirme —ordenó con voz neutral. Era sorprendente su frialdad— Ahora duerme. No quiero verte mañana luciendo como una vulgar plebeya. Y ya levántate de allí, si no quieres que te parta como la puta que eres.
Sin más, el depredador salió del sitio que la presa creía su territorio. Ginevra no sabía que adonde fuera, lo encontraría a él. Raimondo mismo se encargaría de eso. Mientras caminaba de vuelta a sus aposentos, reflexionaba sobre lo mucho que le había gustado que los ojos transparentes de la mocosa se nublaran con el temor que hacia él sentía. Era adictivo. Quería que ella lo amase y le temiese por igual. Sería su dios. Se apoderaría de ella. Le quedaban seis noches.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
La oscuridad abandonó el cuarto de Ginevra, incluso el frío fue desapareciendo tanto de su cuerpo, como de la habitación. La joven no asimilaba por completo lo que acabó de ocurrir. Jamás creyó que existiera una persona que le generara tanto miedo, tanto pavor, pero sin duda alguna existía, y era nada más y nada menos que su primo. Cualquiera que tuviera una buena educación pensaría que la familia sería quien más rápido te daría la mano, sin embargo Raimondo era el claro ejemplo de que con ellos aquello no aplicaba. La crueldad mezclada con el gozo de aquel rey la había marcado para siempre. La doncella jamás había dado un beso, sólo aquellos que se otorgaban al saludar a personas importantes en grandes fiestas, pero besos como tal jamás, para ella esos se tenían que dar casada, y con el padre de sus hijos, porque así era la vida, así habían formado las reglas en aquella sociedad.
Tardó un rato más en levantarse, le dolía el cuerpo, pero sobretodo la dignidad. Su moral se había roto tanto como su corazón. La chica al ponerse de pie sintió como su cuerpo temblaba, la adrenalina había bajado por completo y sintió hasta un mareo. Se limpió los ropajes e incluso se los acomodó, tanto como el pequeño moño que colgaba del cuello cubriendo su pecho. Con cuidado caminó hasta el tocador para observar su rostro en el espejo. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus labios hinchados y su cuello marcado. Eso le provocó que las lagrimas cayeran. En ese momento se dio cuenta porque todos en aquel castillo le tenían miedo, el rey no tenía limites, tampoco respeto por nadie. La chica en ese instante se cuestionó que todo habría pasado su tía, aquella pobre mujer que la había recibido para protegerla y que sin darse cuenta la había condenado.
— Estoy bien — Susurró despacio, temiendo que su primo fuera a escuchar, y es que alguien había tocado a su puerta, la voz de un hombre que seguramente sería uno de sus guardias, pobres hombres lo que debieron de haber pasado, se suponía que debían protegerla, de resguardarla de cualquier mal, y lo único que de verdad la había dañado no se encontraba en el alcance de esos hombres para impedirlo. No los dejaría entrar, permitir aquello podría provocar la muerte de los tres. Lo que si no pudo impedir Ginevra es que su tía llegara, entrara y la observara con terror a lo lejos.
— Por favor, tía, me encuentro cansada, desearía poder descansar, el día fue bastante largo ¿me dejaría dormir? — La pequeña Di Medici le sonrió carente de ese brillo personal que la caracterizaba, pero sacó la fuerza necesaria para poder hacerlo. Ella pensaba que de esa manera podría tranquilizar a su tía. No quiso ser irrespetuosa pero se dio la vuelta de inmediato para observar la marca de su cuello. Aquello podría ocultarse perfectamente con los polvos blancos que le ponían para salir a fiestas importantes; cómo si se tratara de un fantasma, como si no estuviera Ginevra avanzó hasta la cama, movió las sabanas de nuevo y se metió en ellas. Incluso cubrió su cabeza, cerró los ojos con fuerza y esperó con tranquilidad hasta escuchar la puerta azotarse y dejarla en soledad. Aquello duró tal vez unos quince minutos, después de eso la joven lloró, lloró hasta quedarse dormida de cansancio, de dolor.
A la mañana siguiente despertaron a la joven una hora más tarde de lo normal. No había problema de que llegara tarde a alguna cita porque se trataba de una mañana libre en la que podía bien hacer cualquier actividad. Cuando la despertaron sus doncellas la trataron con mucha delicadeza, casi como si tuvieran miedo de romperla. La ayudaron a bañarse, a vestirse y cubrieron esa horrenda mancha de su piel nívea. Ginevra salió temerosa de su habitación pero tan sólo dio el primer paso fuera de aquel alcoba recibió muchas muestras de cariño, sonrisas, palabras, incluso uno que otro abrazo de quienes tenían el derecho por ser personajes importantes del reino que llevaba su primo. Tomó el desayuno en total tranquilidad, para su buena suerte el rey había tenido que cumplir unas citas fuera de la estructura y no tendría que verlo hasta el medio día, porque aunque no quisiera se le había ordenado asistir a la corte, después de lo ocurrido la noche anterior jamás se saltaría los mandatos de Raimondo, ni siquiera estando enferma.
Ginevra entró en la corto con tranquilidad. Dio reverencias perfectas, sonrisas pertinentes e intercambió un par de palabras con alguna que otra doncella para poder notarse tranquila, aunque para nada lo estaba. En medio de la corte, al fondo se encontraba Raimondo sentado observando divertido a su alrededor. La chica tuvo que caminar a paso seguro hasta postrarse frente a él, le reverenció, le saludó y se sentó en la zona indicada, porque así su primo había mandado a alguien a que le indicara donde debía ocupar su asiento. No tardaron mucho en llegar los alimentos, las bebidas, la música y los bailes. La joven no entendía que era lo que estaba ocurriendo, que cosa estaban celebrando. Aunque quería averiguarlo una mirada la incomodaba, y al final el rescate de su tía indicándole su clase de danza la sacó del lugar. Se despidió de un gran número de personas y también de su rey, quien no parecía muy contento con la partida de la chica, pero las clases eran primero ¿no? El mismo se las había otorgado.
La luna cubría con un hermoso manto gris la silueta femenina. La joven se encontraba al pie de la ventana peinando sus cabellos largos y oscuros. Ya llevaba puesta la bata de dormir, y se disponía a hacerlo, la noche anterior apenas y había podido descansar, además tanto había llorando que el cansancio se le había acumulado; dejó al poco tiempo el cepillo sobre el tocador, entró a su baño para lavarse la cara, y también la herida. Cómo pudo con todo y bostezo se recostó en la cama. Todo iba tranquilo, todo estaba bien, todo hasta que la puerta del cuarto se abrió y la oscuridad volvió a invadir la habitación.
— Raimondo… — Susurró con suavidad al percatarse que su pesadilla había vuelto ¿Quién más podría ser?
Tardó un rato más en levantarse, le dolía el cuerpo, pero sobretodo la dignidad. Su moral se había roto tanto como su corazón. La chica al ponerse de pie sintió como su cuerpo temblaba, la adrenalina había bajado por completo y sintió hasta un mareo. Se limpió los ropajes e incluso se los acomodó, tanto como el pequeño moño que colgaba del cuello cubriendo su pecho. Con cuidado caminó hasta el tocador para observar su rostro en el espejo. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus labios hinchados y su cuello marcado. Eso le provocó que las lagrimas cayeran. En ese momento se dio cuenta porque todos en aquel castillo le tenían miedo, el rey no tenía limites, tampoco respeto por nadie. La chica en ese instante se cuestionó que todo habría pasado su tía, aquella pobre mujer que la había recibido para protegerla y que sin darse cuenta la había condenado.
— Estoy bien — Susurró despacio, temiendo que su primo fuera a escuchar, y es que alguien había tocado a su puerta, la voz de un hombre que seguramente sería uno de sus guardias, pobres hombres lo que debieron de haber pasado, se suponía que debían protegerla, de resguardarla de cualquier mal, y lo único que de verdad la había dañado no se encontraba en el alcance de esos hombres para impedirlo. No los dejaría entrar, permitir aquello podría provocar la muerte de los tres. Lo que si no pudo impedir Ginevra es que su tía llegara, entrara y la observara con terror a lo lejos.
— Por favor, tía, me encuentro cansada, desearía poder descansar, el día fue bastante largo ¿me dejaría dormir? — La pequeña Di Medici le sonrió carente de ese brillo personal que la caracterizaba, pero sacó la fuerza necesaria para poder hacerlo. Ella pensaba que de esa manera podría tranquilizar a su tía. No quiso ser irrespetuosa pero se dio la vuelta de inmediato para observar la marca de su cuello. Aquello podría ocultarse perfectamente con los polvos blancos que le ponían para salir a fiestas importantes; cómo si se tratara de un fantasma, como si no estuviera Ginevra avanzó hasta la cama, movió las sabanas de nuevo y se metió en ellas. Incluso cubrió su cabeza, cerró los ojos con fuerza y esperó con tranquilidad hasta escuchar la puerta azotarse y dejarla en soledad. Aquello duró tal vez unos quince minutos, después de eso la joven lloró, lloró hasta quedarse dormida de cansancio, de dolor.
A la mañana siguiente despertaron a la joven una hora más tarde de lo normal. No había problema de que llegara tarde a alguna cita porque se trataba de una mañana libre en la que podía bien hacer cualquier actividad. Cuando la despertaron sus doncellas la trataron con mucha delicadeza, casi como si tuvieran miedo de romperla. La ayudaron a bañarse, a vestirse y cubrieron esa horrenda mancha de su piel nívea. Ginevra salió temerosa de su habitación pero tan sólo dio el primer paso fuera de aquel alcoba recibió muchas muestras de cariño, sonrisas, palabras, incluso uno que otro abrazo de quienes tenían el derecho por ser personajes importantes del reino que llevaba su primo. Tomó el desayuno en total tranquilidad, para su buena suerte el rey había tenido que cumplir unas citas fuera de la estructura y no tendría que verlo hasta el medio día, porque aunque no quisiera se le había ordenado asistir a la corte, después de lo ocurrido la noche anterior jamás se saltaría los mandatos de Raimondo, ni siquiera estando enferma.
Ginevra entró en la corto con tranquilidad. Dio reverencias perfectas, sonrisas pertinentes e intercambió un par de palabras con alguna que otra doncella para poder notarse tranquila, aunque para nada lo estaba. En medio de la corte, al fondo se encontraba Raimondo sentado observando divertido a su alrededor. La chica tuvo que caminar a paso seguro hasta postrarse frente a él, le reverenció, le saludó y se sentó en la zona indicada, porque así su primo había mandado a alguien a que le indicara donde debía ocupar su asiento. No tardaron mucho en llegar los alimentos, las bebidas, la música y los bailes. La joven no entendía que era lo que estaba ocurriendo, que cosa estaban celebrando. Aunque quería averiguarlo una mirada la incomodaba, y al final el rescate de su tía indicándole su clase de danza la sacó del lugar. Se despidió de un gran número de personas y también de su rey, quien no parecía muy contento con la partida de la chica, pero las clases eran primero ¿no? El mismo se las había otorgado.
SEGUNDA NOCHE
La luna cubría con un hermoso manto gris la silueta femenina. La joven se encontraba al pie de la ventana peinando sus cabellos largos y oscuros. Ya llevaba puesta la bata de dormir, y se disponía a hacerlo, la noche anterior apenas y había podido descansar, además tanto había llorando que el cansancio se le había acumulado; dejó al poco tiempo el cepillo sobre el tocador, entró a su baño para lavarse la cara, y también la herida. Cómo pudo con todo y bostezo se recostó en la cama. Todo iba tranquilo, todo estaba bien, todo hasta que la puerta del cuarto se abrió y la oscuridad volvió a invadir la habitación.
— Raimondo… — Susurró con suavidad al percatarse que su pesadilla había vuelto ¿Quién más podría ser?
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Hacía mucho que a Raimondo no se le hacía tan extraño despertar, encontrarse frente a frente con este lugar al que le llamaban mundo. Al flexibilizar sus músculos relajados por le descanso notó en su cuerpo una canalla saciedad que le prometía una pronta hambruna. ¿Cómo no? Si hacía sólo unas horas había decidido probar un poco de ese terreno virgen y cercado. Sólo un poco; lo necesario para esparcir el sabor de lo conquistado por la lengua, pero nunca para internarse en las facetas más profundas.
En cualquier otro caso en que hubiera deseado tomar a una mujer, hubiese devorado inmediatamente su esencia entera. Pero se trataba de su prima Ginevra, el ciervo herido de los Medici. Sería fácil satisfacer su propio cuerpo forzándose en ella, pero aquello sólo impactaría en lo físico. No estaría sometiéndose a él; no realmente. Era cierto que Raimondo disponía de suprema potestad sobre Italia, y que aquello, por supuesto, involucraba a Ginevra, pero esa era la parte aburrida. La parte divertida, la desentrañaba el verdadero significado del poder, era que ella siguiese sus órdenes y deseos sin necesidad de decir una palabra. Ahí yacía el sometimiento, en apoderarse de la mente a través de su cuerpo. Sólo así se llegaba al alma.
—La quiero completa —se decía a sí mismo el soberano mientras los sirvientes lo aseaban y vestían. Desde luego que no era capaz de mirarlos a los ojos. Tenían el mismo valor que los insectos del subsuelo. Estaba demasiado dentro de sí mismo como para notar algo fuera de su mente.
Así fue que mecánicamente se dirigió a la Corte a atender los asuntos que preocupaban a la nobleza. Nada fuera de lo común, considerando que la mayoría de los casos trataban de aduanas e impuestos, sin mencionar las crecientes medidas de seguridad que estaban implementando los Señores como respuesta paranoica a lo sucedido recientemente en algunas remotas regiones, donde los trabajadores se habían sublevado. Tontos que no sabían que bajo los ojos de Raimondo no se pondría el sol sin que él lo autorizase, o así tenía dispuesto que fuera. Lo demás era visto como un imposible.
Su momento favorito fue cuando su pequeño y sucio ángel vino a darle los saludos correspondientes a ese día. Raimondo se relajó en su trono y sonrió satisfecho ante lo tan patéticamente perfecta que se veía haciendo sus reverencias de mono adiestrado y esas caras de retrato renacentista.
—Con que nuestra rata se está esmerando para que nadie se entere lo inmunda que es. Felicitaciones, madre; tu sobrina es una excelente actriz. Casi podría equipararse a las rameras de papá. —asintió a su prima con mirada severa.
Pero en cuanto ésta se dio vuelta para volver a su sitio, el rey se fijó en algo que lo molestó profundamente: Ginevra había cubierto las marcas que él había dejado impresas en su cuello la noche anterior. Raimondo apretó fuertemente sus puños sobre el mueble hasta dejar blancos sus nudillos. Quería hacerla pedazos, vengarse por aquella ofensa. Ocultar su huella… ¿con quién demonios creía que estaba tratando? Esa misma noche le inculcaría la siguiente lección.
Parecía que Ginevra estaba buscando que Raimondo fuera más duro con ella. Muy bien, le daría en el gusto. Esta vez el monarca se encaminaba a la habitación de su prima completamente vestido, incluso elegante, como si fuera a una cena con el Cardenal. Aun así sonreía por la mirada, cómplice de sí mismo, porque tenía un secreto de lo que le haría a su vulnerable huésped. Cada vez se pondría peor para ella; se lo haría saber. Así, cada vez que la visitara, ella sufriría todo el día pensando en qué macabra acción llevaría a cabo su captor.
Ingresó a la alcoba sin golpear ni titubear; estaba en su derecho, en su dominio, sobretodo quien en ella intentaba dormir. Cerró la puerta tras de sí. Definitivamente se alegró cuando escuchó hablar a su prima, indicio de que pensar en su visita le había impedido entregarse al sueño; no obstante, le molestó profundamente que dudara de su identidad. Desde luego que no retuvo su malestar.
—¿Esperabas a alguien más, perra? —insultó de entrada a tiempo que apretaba los dientes.
Casi como en reflejo se posicionó junto a la cama en donde se refugiaba la doncella y corrió las sábanas que la cubrían. No se escondería de él, y aunque lograse hacerlo en algún punto mal calculado, terminaría hallándola dolorosamente por su insolencia.
Levantó a Ginevra de los hombros bruscamente, sentándola sobre el colchón, y mirándola con ira. El sólo pensar que alguien estuviera ocupando los pensamientos además de él, le provocaba el descontrol de la única potestad que no tenía: aquella sobre sí mismo.
—¡Dime a quién! ¡¿Quién se ha atrevido a tocarte?! —exigió con súbitos zamarreos. Algo retorcidamente le hizo sentido— ¿¡Fue por él que cubriste mis huellas, maldita?! ¡Contéstame!
La volvió a arrojar a la cama como si fuera una muñeca de trapo. El dolor que le provocaba a la joven no era tema para Raimondo. Tenía que aprender de una vez por todas a quién pertenecía y lo que eso implicaba. Lo aprendería a la mala.
Sin raciocinio de por medio el rey tomó las sábanas que habían cobijado a Ginevra y comenzó a hacerlas pedazos con sus manos frente a su rostro blanquecino.
—¿Aquí lo has hecho yacer, mezclarse con tu olor? ¡Y a mí, a tu rey, no puedes ni dirigirte apropiadamente! —arrojó a las faldas de la muchacha los retazos, repugnándola por un hecho que estaba lejos de ser cierto, pero que para él era una absoluta verdad— Lo mataré… —murmuró con rencor— ¡Juro por tu boca de serpiente que lo mataré!
Se posicionó encima de la adolescente y se dispuso a romper sus ropas. Quería encontrar evidencia del paso de aquel hombre que se había atrevido a meterse en su camino. ¡Ginevra era suya! Nadie tocaba sus cosas. La dejó con sus pechos redondeados expuestos, respirando hacia arriba. Se alejó unos centímetros para admirar lo que había dejado al descubierto. Observó con suficiencia que estaban aquellos montes estaban intactos, sin señal alguna de que hubieran sido saboreados o maltratados, pero aquello no bastaba para dejar satisfecho al rey. No importaba la inocencia de Ginevra; debía ser castigada por ponerlo así. Raimondo nunca estaría saciado, no de ella.
Como un acto totalmente contradictorio a los ejecutados antes, el monarca posó con gentileza su mano derecha sobre la frente tiritona de la chica, acariciándola como su fuera a hacerla dormir.
—Qué impura te has vuelto últimamente, pequeña. Pero no te preocupes; tu rey también puede ser piadoso. —besó su frente y volvió a alejarse. Esta vez fue para remover su pretina y ubicarla hábilmente entre sus manos.— Yo mismo purificaré tu inmundicia.
En cualquier otro caso en que hubiera deseado tomar a una mujer, hubiese devorado inmediatamente su esencia entera. Pero se trataba de su prima Ginevra, el ciervo herido de los Medici. Sería fácil satisfacer su propio cuerpo forzándose en ella, pero aquello sólo impactaría en lo físico. No estaría sometiéndose a él; no realmente. Era cierto que Raimondo disponía de suprema potestad sobre Italia, y que aquello, por supuesto, involucraba a Ginevra, pero esa era la parte aburrida. La parte divertida, la desentrañaba el verdadero significado del poder, era que ella siguiese sus órdenes y deseos sin necesidad de decir una palabra. Ahí yacía el sometimiento, en apoderarse de la mente a través de su cuerpo. Sólo así se llegaba al alma.
—La quiero completa —se decía a sí mismo el soberano mientras los sirvientes lo aseaban y vestían. Desde luego que no era capaz de mirarlos a los ojos. Tenían el mismo valor que los insectos del subsuelo. Estaba demasiado dentro de sí mismo como para notar algo fuera de su mente.
Así fue que mecánicamente se dirigió a la Corte a atender los asuntos que preocupaban a la nobleza. Nada fuera de lo común, considerando que la mayoría de los casos trataban de aduanas e impuestos, sin mencionar las crecientes medidas de seguridad que estaban implementando los Señores como respuesta paranoica a lo sucedido recientemente en algunas remotas regiones, donde los trabajadores se habían sublevado. Tontos que no sabían que bajo los ojos de Raimondo no se pondría el sol sin que él lo autorizase, o así tenía dispuesto que fuera. Lo demás era visto como un imposible.
Su momento favorito fue cuando su pequeño y sucio ángel vino a darle los saludos correspondientes a ese día. Raimondo se relajó en su trono y sonrió satisfecho ante lo tan patéticamente perfecta que se veía haciendo sus reverencias de mono adiestrado y esas caras de retrato renacentista.
—Con que nuestra rata se está esmerando para que nadie se entere lo inmunda que es. Felicitaciones, madre; tu sobrina es una excelente actriz. Casi podría equipararse a las rameras de papá. —asintió a su prima con mirada severa.
Pero en cuanto ésta se dio vuelta para volver a su sitio, el rey se fijó en algo que lo molestó profundamente: Ginevra había cubierto las marcas que él había dejado impresas en su cuello la noche anterior. Raimondo apretó fuertemente sus puños sobre el mueble hasta dejar blancos sus nudillos. Quería hacerla pedazos, vengarse por aquella ofensa. Ocultar su huella… ¿con quién demonios creía que estaba tratando? Esa misma noche le inculcaría la siguiente lección.
Segunda Noche
Parecía que Ginevra estaba buscando que Raimondo fuera más duro con ella. Muy bien, le daría en el gusto. Esta vez el monarca se encaminaba a la habitación de su prima completamente vestido, incluso elegante, como si fuera a una cena con el Cardenal. Aun así sonreía por la mirada, cómplice de sí mismo, porque tenía un secreto de lo que le haría a su vulnerable huésped. Cada vez se pondría peor para ella; se lo haría saber. Así, cada vez que la visitara, ella sufriría todo el día pensando en qué macabra acción llevaría a cabo su captor.
Ingresó a la alcoba sin golpear ni titubear; estaba en su derecho, en su dominio, sobretodo quien en ella intentaba dormir. Cerró la puerta tras de sí. Definitivamente se alegró cuando escuchó hablar a su prima, indicio de que pensar en su visita le había impedido entregarse al sueño; no obstante, le molestó profundamente que dudara de su identidad. Desde luego que no retuvo su malestar.
—¿Esperabas a alguien más, perra? —insultó de entrada a tiempo que apretaba los dientes.
Casi como en reflejo se posicionó junto a la cama en donde se refugiaba la doncella y corrió las sábanas que la cubrían. No se escondería de él, y aunque lograse hacerlo en algún punto mal calculado, terminaría hallándola dolorosamente por su insolencia.
Levantó a Ginevra de los hombros bruscamente, sentándola sobre el colchón, y mirándola con ira. El sólo pensar que alguien estuviera ocupando los pensamientos además de él, le provocaba el descontrol de la única potestad que no tenía: aquella sobre sí mismo.
—¡Dime a quién! ¡¿Quién se ha atrevido a tocarte?! —exigió con súbitos zamarreos. Algo retorcidamente le hizo sentido— ¿¡Fue por él que cubriste mis huellas, maldita?! ¡Contéstame!
La volvió a arrojar a la cama como si fuera una muñeca de trapo. El dolor que le provocaba a la joven no era tema para Raimondo. Tenía que aprender de una vez por todas a quién pertenecía y lo que eso implicaba. Lo aprendería a la mala.
Sin raciocinio de por medio el rey tomó las sábanas que habían cobijado a Ginevra y comenzó a hacerlas pedazos con sus manos frente a su rostro blanquecino.
—¿Aquí lo has hecho yacer, mezclarse con tu olor? ¡Y a mí, a tu rey, no puedes ni dirigirte apropiadamente! —arrojó a las faldas de la muchacha los retazos, repugnándola por un hecho que estaba lejos de ser cierto, pero que para él era una absoluta verdad— Lo mataré… —murmuró con rencor— ¡Juro por tu boca de serpiente que lo mataré!
Se posicionó encima de la adolescente y se dispuso a romper sus ropas. Quería encontrar evidencia del paso de aquel hombre que se había atrevido a meterse en su camino. ¡Ginevra era suya! Nadie tocaba sus cosas. La dejó con sus pechos redondeados expuestos, respirando hacia arriba. Se alejó unos centímetros para admirar lo que había dejado al descubierto. Observó con suficiencia que estaban aquellos montes estaban intactos, sin señal alguna de que hubieran sido saboreados o maltratados, pero aquello no bastaba para dejar satisfecho al rey. No importaba la inocencia de Ginevra; debía ser castigada por ponerlo así. Raimondo nunca estaría saciado, no de ella.
Como un acto totalmente contradictorio a los ejecutados antes, el monarca posó con gentileza su mano derecha sobre la frente tiritona de la chica, acariciándola como su fuera a hacerla dormir.
—Qué impura te has vuelto últimamente, pequeña. Pero no te preocupes; tu rey también puede ser piadoso. —besó su frente y volvió a alejarse. Esta vez fue para remover su pretina y ubicarla hábilmente entre sus manos.— Yo mismo purificaré tu inmundicia.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Desde su llegada al castillo sólo había tenido tres fuertes pensamientos constantes. El primero, el cual resultaba ser el más predominante venía de la mano con la muerte de sus padres. El segundo se relacionaba con lo agradecida y feliz que era alado de su tía, y el tercero, el cual le había resultado el menos importante se arrojaba al tener que evitar a su primo mayor, el rey de Italia. Claramente existían probidades para ella, cómo el tener que seguir instruyéndose para poder ser una excelente esposa, una buena madre, pronto entraría a una edad adecuada para que pudieran prometerla con alguien digno, así que le echaba el doble de ganas a sus actividades, sin embargo sus pensamientos eran ajenos en ocasiones a sus acciones, por eso podía aclarar lo que ocupaba su mente la mayor parte del tiempo. Lo mejor de todo es que nadie entraría ahí para entrometerse, a al menos eso creía.
La noche anterior había bastado para que sus pensamientos hubieran cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Desde que despertó las cosas habían tomado un nivel de importancia grande. Empezaba claro con el tener que aguantar la estadía en la casa de su primo, pero más que nada complacer lo máximo que podía al joven para no enojarlo, de esa forma lo podría evitar más. En segundo lugar iba el cuidar a su tía y sorpresivamente al último ya estaban sus padres. No sentía dolor por su perdida, sino que los recordaba con tranquilidad. Su primo se había convertido en una pesadilla constante que no sólo se albergaba en su mente, sino que se había vuelto un sueño real, uno que debía buscar la forma de evitar para que no causara el terror que estaba ocasionando. ¿Cómo evitar a su primo viviendo en su mismo techo? Se leía incluso ilógico.
Si Ginevra que ponía a pensar en lo positivo del asunto, la cosa podría ser buena, aunque ella no entendía como podía encontrar algo bueno después del maltrato de anoche, sin embargo lo había, ya no había llorado durante el día por el deseo de tener a sus padres vivos y con ella. Había sonreído un par de veces por las ocurrencias de las personas que se acercaban a verla, así que no del todo estaba perdido en el castillo. La pequeña chica siempre creyó que la vida por más dolorosa siempre tenía esperanza, claro que era por no haberse topado con anterioridad a su primo, sino otra cosa pintaría.
La joven se encontraba desesperada, buscando la manera de poder descifrar lo que ocurría. Si guardaba paciencia en seis días más podría salir de ese infierno, y si tenía éxito alguno no volvería a regresar. Las vacaciones que su tía le había propuesto resultaban balsámicas, un poco de alivio y gran esperanza. Debía abrazarse a ese próximo futuro para resistir los encuentros que tuviera con su primo, sin importar que llegara a importunar sus noches cómo en ese segundo momento, como en esa segunda noche.
Su primo no podría ser capaz de mancillar su cuerpo, debía tener un poco de educación, de principios. Ella no perdía la esperanza, pero se le iba esfumando cuando la violencia aparecía arremetiendo contra ella y la dejaba muda.
Cuando por fin tuvo una pizca de valor. La jovencita separó los labios con suavidad, sólo de esa forma sabía hacerlo. Ginevra incluso era más suave que la caricia el aire sobre el rostro en pleno verano.
— ¿Tocarme? — Parpadeó asustada — Eso no es posible, eso no ha pasado, ¿cómo me cree capaz? Me han educado bien, me han… — Tragó con fuerza saliva, lo siguen que él hizo lograron que sus ojos se abrieran por completo llenos de sorpresa, de terror. — Yo… — Su cuerpo desnudo apareció sin que ella pudiera imaginarlo. Nadie la había visto de esa manera, había tenido tanto pudor siempre que pocas personas la habían visto con pocas prendas. Sintió su temperatura elevarse por culpa de la vergüenza. Parpadeó por la caricia, por el beso y quiso mover el cuerpo, lamentablemente su primo pesaba demasiado, al menos para ella, y por esa razón, se quedó quieta. — No me mires así… — Pidió con suavidad cubriendo sus pechos con sus brazos al cruzarlos a la altura — Por favor, no lo hagas, me hace sentir mal, nadie ha hecho esto conmigo, eres mi primo — Titubeaba un poco, ¿por qué su primo no le tenía consideración? ¿De verdad la odiaba? ¿Y si de verdad quería hacer algo bien por ella?
Ginevra recordó una platica que tuvo con su padre. La pequeña había visto una mala escena en la calle, una especie de abuso severo por un regaño de un padre a su hijo, ella se había abrumado tanto por la situación que no entendía, y sin embargo su progenitor le explicó que la vida era distinta para algunos, y que las lecciones y las formas en que se educaba podía ser variado, pero buscando lo mejor. Aquel recuerdo hizo poner en duda a la joven sobre las intenciones de su primo. Quizás él no lo veía mal, quizás de verdad el joven estaba buscando su bien, aunque la idea de un bien de forma tan intima no podía entenderlo del todo. ¿Y si de verdad a su primo ella le importaba? ¿Qué tal y en el castillo las enseñanzas eran diferentes? Se sentía confundida, y por esa razón dejó sus manos a los lados dejando que viera lo que quisiera, aunque su rostro se movió y miraba hacía la pared.
— No me haga daño, no por favor… — ¿Qué podría seguir? ¿Qué le haría? ¿Para que pensarlo si eso sólo la estaba angustiando a grandes niveles? Lo mejor para la jovencita era rezarle a Dios en el proceso. Si su primo llegaba a lastimarla al menos no podría entrometerse entre ella y su Dios. Por eso comenzó a rezar cerrando sus ojos. Su Dios era misericordioso, no la abandonaría, no la dejaría simplemente morir en brazos de aquel que parecía el mismísimo demonio.
La noche anterior había bastado para que sus pensamientos hubieran cambiado en un abrir y cerrar de ojos. Desde que despertó las cosas habían tomado un nivel de importancia grande. Empezaba claro con el tener que aguantar la estadía en la casa de su primo, pero más que nada complacer lo máximo que podía al joven para no enojarlo, de esa forma lo podría evitar más. En segundo lugar iba el cuidar a su tía y sorpresivamente al último ya estaban sus padres. No sentía dolor por su perdida, sino que los recordaba con tranquilidad. Su primo se había convertido en una pesadilla constante que no sólo se albergaba en su mente, sino que se había vuelto un sueño real, uno que debía buscar la forma de evitar para que no causara el terror que estaba ocasionando. ¿Cómo evitar a su primo viviendo en su mismo techo? Se leía incluso ilógico.
Si Ginevra que ponía a pensar en lo positivo del asunto, la cosa podría ser buena, aunque ella no entendía como podía encontrar algo bueno después del maltrato de anoche, sin embargo lo había, ya no había llorado durante el día por el deseo de tener a sus padres vivos y con ella. Había sonreído un par de veces por las ocurrencias de las personas que se acercaban a verla, así que no del todo estaba perdido en el castillo. La pequeña chica siempre creyó que la vida por más dolorosa siempre tenía esperanza, claro que era por no haberse topado con anterioridad a su primo, sino otra cosa pintaría.
La joven se encontraba desesperada, buscando la manera de poder descifrar lo que ocurría. Si guardaba paciencia en seis días más podría salir de ese infierno, y si tenía éxito alguno no volvería a regresar. Las vacaciones que su tía le había propuesto resultaban balsámicas, un poco de alivio y gran esperanza. Debía abrazarse a ese próximo futuro para resistir los encuentros que tuviera con su primo, sin importar que llegara a importunar sus noches cómo en ese segundo momento, como en esa segunda noche.
Su primo no podría ser capaz de mancillar su cuerpo, debía tener un poco de educación, de principios. Ella no perdía la esperanza, pero se le iba esfumando cuando la violencia aparecía arremetiendo contra ella y la dejaba muda.
Cuando por fin tuvo una pizca de valor. La jovencita separó los labios con suavidad, sólo de esa forma sabía hacerlo. Ginevra incluso era más suave que la caricia el aire sobre el rostro en pleno verano.
— ¿Tocarme? — Parpadeó asustada — Eso no es posible, eso no ha pasado, ¿cómo me cree capaz? Me han educado bien, me han… — Tragó con fuerza saliva, lo siguen que él hizo lograron que sus ojos se abrieran por completo llenos de sorpresa, de terror. — Yo… — Su cuerpo desnudo apareció sin que ella pudiera imaginarlo. Nadie la había visto de esa manera, había tenido tanto pudor siempre que pocas personas la habían visto con pocas prendas. Sintió su temperatura elevarse por culpa de la vergüenza. Parpadeó por la caricia, por el beso y quiso mover el cuerpo, lamentablemente su primo pesaba demasiado, al menos para ella, y por esa razón, se quedó quieta. — No me mires así… — Pidió con suavidad cubriendo sus pechos con sus brazos al cruzarlos a la altura — Por favor, no lo hagas, me hace sentir mal, nadie ha hecho esto conmigo, eres mi primo — Titubeaba un poco, ¿por qué su primo no le tenía consideración? ¿De verdad la odiaba? ¿Y si de verdad quería hacer algo bien por ella?
Ginevra recordó una platica que tuvo con su padre. La pequeña había visto una mala escena en la calle, una especie de abuso severo por un regaño de un padre a su hijo, ella se había abrumado tanto por la situación que no entendía, y sin embargo su progenitor le explicó que la vida era distinta para algunos, y que las lecciones y las formas en que se educaba podía ser variado, pero buscando lo mejor. Aquel recuerdo hizo poner en duda a la joven sobre las intenciones de su primo. Quizás él no lo veía mal, quizás de verdad el joven estaba buscando su bien, aunque la idea de un bien de forma tan intima no podía entenderlo del todo. ¿Y si de verdad a su primo ella le importaba? ¿Qué tal y en el castillo las enseñanzas eran diferentes? Se sentía confundida, y por esa razón dejó sus manos a los lados dejando que viera lo que quisiera, aunque su rostro se movió y miraba hacía la pared.
— No me haga daño, no por favor… — ¿Qué podría seguir? ¿Qué le haría? ¿Para que pensarlo si eso sólo la estaba angustiando a grandes niveles? Lo mejor para la jovencita era rezarle a Dios en el proceso. Si su primo llegaba a lastimarla al menos no podría entrometerse entre ella y su Dios. Por eso comenzó a rezar cerrando sus ojos. Su Dios era misericordioso, no la abandonaría, no la dejaría simplemente morir en brazos de aquel que parecía el mismísimo demonio.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
“No me haga daño”. “Por favor”. El pequeño y sucio ángel podía aletear inútilmente cuanto quisiera, pero no marcaría diferencia alguna. Era prisionera. Suya, indefensa. Ante ella Raimondo negaba con la cabeza con una expresión casi divertida. Su boca decía felicidad, juego; sus ojos asesinato. Estaba por cortar centímetro por centímetro las alas de aquella inocencia. Y dejó bailar como un péndulo su cinturón frente al rostro aterrado de la virgen semidesnuda. No quería que se perdiera detalle de lo que haría con ella.
—Se han saciado todas tus necesidades y además he permitido que goces de privilegios que sólo una princesa o incluso una reina podría detentar. Es tu turno de saciarme, Ginevra —pronunció su nombre como si fuera una daga utilizada en su contra, rebosante de ríos de sangre viva— Y te lo advierto. La satisfacción de un rey se encuentra custodiada en una prisión repleta de amenazas. Únicamente un ángel de lienzo blanco puede ensuciarse lo suficiente como para pertenecerle y cumplir con sus deseos. Una vez mía, lo serás para siempre.
De nuevo un cambio súbito. La expresión camuflada y siniestra fue tragada por una mayor. Sin el menor cuidado, Raimondo tomó a su prima de sus muñecas y las ató a sus espaldas bien ajustadas con su pretina. Inmovilizada de esa forma la arrastró del antebrazo desde la cama hasta el piso de una de las esquinas de la habitación. No la trababa por lo que era: una persona, sino como su juguete. Sí… eso era… su muñeca. Sólo desistió de deslizarla por el hielo de las baldosas cuando la ubicó de rodillas frente a los espejos que, para poder conciliar mejor el sueño, se encontraban cubiertos por sedas blancas.
—Así que nadie te ha enseñado lo sucia que eres. Yo te lo mostraré —habló como si acabase de hacer un diagnóstico en su cabeza para la grave enfermedad que corroía desde adentro a su prima.— Y para que no lo olvides… —despojó a los espejos de su refugio con la furia de sus manos. Reflejados en esos vidrios se pudo ver el cuerpo semi desnudo de Ginevra, una figura de pecado que no coincidía para nada con la pureza de sus ojos.— ¡Esta eres tú! ¡Mírate! ¡Reconoce a quién te tiene así!
Una posesión, una muy preciada. Era un cuerpo, una muñeca, pero con un inmenso poder. Si Raimondo rozaba la locura naturalmente, ella arrojaba su poca cordura a niveles insospechados. Hacía ver que tenía pocos límites, y eso era peligroso para quien tenía plenas facultades para hacer con vidas ajenas lo que se le antojara. Él sí que disfrutaba estar en su lugar. La sonrisa malvada que esbozaba al exponerla de esa manera daba cuenta de ello. Creía tan ciegamente en su poderío que contemplar a Ginevra desde arriba así, arrodillada e intentando ocultar sus atributos, se sentía un bien absoluto. Lo correcto era que el rey impusiera su voluntad.
—Lección número uno a la hora de ser digna de tu amo: dedicarse a lo que él quiere y solamente a lo que quiere —remarcó caminando alrededor de la figura intacta de la muchacha.
Con ese aire de superioridad se detuvo tras Ginevra y le pasó la punta de los dedos de su mano derecha por el lateral derecho de ese cuello cual hilo de frágil. El contacto fue sorprendentemente suave, como la textura de una pluma, pero venía acompañado con toda la intención de hacer nacer reacciones en cada uno de los espacios del cuerpo de la joven. Quería notar los pezones de la musa endurecidos, ver lo alaciado de su piel ponerse tenso bajo sus caricias. Con mayor lentitud recorrió con los dedos el punto en el que el cuello y el hombro de su presa se unían. Sólo cuando sintió el pulso acelerado del cordero dejó ir las palabras que lo mantendrían así, sin calma.
—Esto es lo que quiero: Ansío tu cuerpo, tu alma, tu placer. Todo de ti. ¿Y sabes qué? —se hincó a las espaldas de ella para soltar un susurro fantasmal— No tengo ni el más mínimo interés en dejar nada para nadie más. —Así, si llegase a morir y a algún puerco se le ocurriera probar a su Ginevra, sus caprichos se verían frustrados en su plenitud. Raimondo se llevaría consigo cada tesoro que guardara esa mujer.
Él hundió su mano en la melena de Ginevra, más poseyéndola que mimándola con sus caricias, y le inclinó la cabeza hacia atrás, mientras con la otra mano coló los dedos por encima de sus pechos, tomando la forma de uno de ellos en un estrujón. Raimondo le arqueó una ceja a modo de amenaza, una que decía: «¿Me tienes miedo? Bien, es bueno que lo tengas. Puedo hacer lo que quiera contigo.». El monarca se fijó en el reflejo de ambos en los tres espejos presentes. Que se pudriera Italia por completo; estaba deseando llevarse esas perlas a la boca, pero no. Tenía otros planes para esa noche. Quería que Ginevra se percatase por sí sola que la intensidad aumentaba en cada encuentro, para que temblase con la idea de que llegase el siguiente.
Liberó el cabello de su prima del agarre. A esa mano le tenía una tarea especial.
—Ahora… abramos tus piernecitas y veamos cómo eres ahí.
—Se han saciado todas tus necesidades y además he permitido que goces de privilegios que sólo una princesa o incluso una reina podría detentar. Es tu turno de saciarme, Ginevra —pronunció su nombre como si fuera una daga utilizada en su contra, rebosante de ríos de sangre viva— Y te lo advierto. La satisfacción de un rey se encuentra custodiada en una prisión repleta de amenazas. Únicamente un ángel de lienzo blanco puede ensuciarse lo suficiente como para pertenecerle y cumplir con sus deseos. Una vez mía, lo serás para siempre.
De nuevo un cambio súbito. La expresión camuflada y siniestra fue tragada por una mayor. Sin el menor cuidado, Raimondo tomó a su prima de sus muñecas y las ató a sus espaldas bien ajustadas con su pretina. Inmovilizada de esa forma la arrastró del antebrazo desde la cama hasta el piso de una de las esquinas de la habitación. No la trababa por lo que era: una persona, sino como su juguete. Sí… eso era… su muñeca. Sólo desistió de deslizarla por el hielo de las baldosas cuando la ubicó de rodillas frente a los espejos que, para poder conciliar mejor el sueño, se encontraban cubiertos por sedas blancas.
—Así que nadie te ha enseñado lo sucia que eres. Yo te lo mostraré —habló como si acabase de hacer un diagnóstico en su cabeza para la grave enfermedad que corroía desde adentro a su prima.— Y para que no lo olvides… —despojó a los espejos de su refugio con la furia de sus manos. Reflejados en esos vidrios se pudo ver el cuerpo semi desnudo de Ginevra, una figura de pecado que no coincidía para nada con la pureza de sus ojos.— ¡Esta eres tú! ¡Mírate! ¡Reconoce a quién te tiene así!
Una posesión, una muy preciada. Era un cuerpo, una muñeca, pero con un inmenso poder. Si Raimondo rozaba la locura naturalmente, ella arrojaba su poca cordura a niveles insospechados. Hacía ver que tenía pocos límites, y eso era peligroso para quien tenía plenas facultades para hacer con vidas ajenas lo que se le antojara. Él sí que disfrutaba estar en su lugar. La sonrisa malvada que esbozaba al exponerla de esa manera daba cuenta de ello. Creía tan ciegamente en su poderío que contemplar a Ginevra desde arriba así, arrodillada e intentando ocultar sus atributos, se sentía un bien absoluto. Lo correcto era que el rey impusiera su voluntad.
—Lección número uno a la hora de ser digna de tu amo: dedicarse a lo que él quiere y solamente a lo que quiere —remarcó caminando alrededor de la figura intacta de la muchacha.
Con ese aire de superioridad se detuvo tras Ginevra y le pasó la punta de los dedos de su mano derecha por el lateral derecho de ese cuello cual hilo de frágil. El contacto fue sorprendentemente suave, como la textura de una pluma, pero venía acompañado con toda la intención de hacer nacer reacciones en cada uno de los espacios del cuerpo de la joven. Quería notar los pezones de la musa endurecidos, ver lo alaciado de su piel ponerse tenso bajo sus caricias. Con mayor lentitud recorrió con los dedos el punto en el que el cuello y el hombro de su presa se unían. Sólo cuando sintió el pulso acelerado del cordero dejó ir las palabras que lo mantendrían así, sin calma.
—Esto es lo que quiero: Ansío tu cuerpo, tu alma, tu placer. Todo de ti. ¿Y sabes qué? —se hincó a las espaldas de ella para soltar un susurro fantasmal— No tengo ni el más mínimo interés en dejar nada para nadie más. —Así, si llegase a morir y a algún puerco se le ocurriera probar a su Ginevra, sus caprichos se verían frustrados en su plenitud. Raimondo se llevaría consigo cada tesoro que guardara esa mujer.
Él hundió su mano en la melena de Ginevra, más poseyéndola que mimándola con sus caricias, y le inclinó la cabeza hacia atrás, mientras con la otra mano coló los dedos por encima de sus pechos, tomando la forma de uno de ellos en un estrujón. Raimondo le arqueó una ceja a modo de amenaza, una que decía: «¿Me tienes miedo? Bien, es bueno que lo tengas. Puedo hacer lo que quiera contigo.». El monarca se fijó en el reflejo de ambos en los tres espejos presentes. Que se pudriera Italia por completo; estaba deseando llevarse esas perlas a la boca, pero no. Tenía otros planes para esa noche. Quería que Ginevra se percatase por sí sola que la intensidad aumentaba en cada encuentro, para que temblase con la idea de que llegase el siguiente.
Liberó el cabello de su prima del agarre. A esa mano le tenía una tarea especial.
—Ahora… abramos tus piernecitas y veamos cómo eres ahí.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
La desnudez era un tema sagrado para ella. No se trataba sólo de el miedo a ser vista sin nada, a ella le enseñaron a tener seguridad de su belleza, sin embargo la cosa iba más allá de eso. La idea de llegar virgen al matrimonio se le había inculcado, pero más que eso, sus padres le dejaron en claro que su cuerpo era suyo, que ella era dueña de el, y que nadie podría tomar sin permiso lo que a ella le pertenecía. Le habían enseñado que no sólo era una figura, sino también su propio templo, el que su Dios le había elegido para que cargara con el camino que tuviera que tener en la tierra. Además, sin amor no se debía dar, ni ofrecer, porque aunque los matrimonios fueran hechos por medio de arreglos, se debía invertir tiempo suficiente para poder encariñarse con quien se compartiría su vida.
Ginevra sabía un poco de "historia" sexual. Se la habían impartido en libros, y también por medio de platicas con su madre y su nana. Fuera de cuidar su cuerpo, le enseñaron que había nacido para concebir, y que era muy normal sentir deseos y placer, sin embargo se debía sentir con el elegido, con el correcto. Su intimidad no podía ser profanada por más de uno, y debía enterrarse la semilla del hombre cuando Dios creyera que se encontraba en el mejor momento para poder criar y ser madre. Lo extraño es que en ese momento lo supo, todas sus creencias desvanecieron, le iba a rezar a otro Dios aunque aquello fuera una gran blasfemia. Su Dios tenía otro nombre en la tierra, y sino se acostumbraba pronto a la idea, sufriría como nunca otra persona.
Raimondo, ese era el nombre de su verdugo y al mismo tiempo su Dios. El hombre que la había recibido con las puertas cerradas y ahora reclamaba por todo lo ofrecido. ¿No era eso acaso una mala broma? Lo era, pero no había de otra, se debía acatar a las reglas del monarca, porque encima de todo, era el rey de la tierra en la que había nacido. Quizás en otras vidas anteriores había sigo un ser oscuro, y por eso en aquella Ginevra estaba pagando su mal. Muchas ideas venían a su cabeza, todas y cada una de ellas la atormentaban, y sí seguía de esa forma entraría a la desesperación, y no podía, necesitaba aguantar.
Miró su reflejo en los espejos, y la desnudes de sus senos. Pocas veces se había visto completamente desnuda, y las pocas veces lo hizo para reconocer sus cambios, al reconocer que estaba dejando de ser una niña. Su desarrollo era evidente, tanto que podía notar el endurecimiento de sus pezones a causa de esa caricia otorgada. ¿Por qué su cuerpo reaccionaba de esa forma? Se sentía traicionada por ella misma. Eso estaba mal. ¡Era su primo! ¿Por qué no lo notaba? ¿Por qué se encontraba tan ciego? La chica echó la cabeza hacía atrás cómo le fue demandado, y lo observó, su garganta estaba sedienta de ella, y no comprendía porqué. ¿Le resultaba bella o simplemente era su deseo por destruirla?
— Primo… — Susurró muy bajo, avergonzada al sentir sus manos, sus dedos largos, finos y fríos tomar sus senos, la pequeña movió sus bazos con fuerza intentando soltar el amarre. Imposible, no había que hacer. Simplemente se lastimó; soltó un quejido fuerte.
— ¿Mi amo? — Sus pensamientos volvieron a nublarse, ¿cómo se le ocurría decirle ello, pero debía complacer, debía de hacerlo en su cabeza la idea de obedecer resultaba que quizás sí lo complacía podría terminar más rápido la noche.
— No hay nada que dejar a alguien más, amo… — Las palabras temblaron y las lagrimas brotaron de sus ojos. Ginevra se estaba metiendo a un terreno oscuro, uno que no tenía un retorno, y ella estaba consiente de ello. Lo que estaba por venir era peor, pero debía obedecer ¿No? Con la ayuda de sus rodillas giró su figura para poder encararlo, sus ojos se encontraban hinchados por la contención del liquido cristalino. Ella estaba mal, y quizás más tarde se encerraría en la capilla del palacio a rezar su perdón, aunque el reino de los cielos ya no fuera su lugar, sabia que no sería digna de él. La pobre chica estiró sus piernas, de esa forma pudo sentarse en el suelo de la habitación. Hizo fuerza en las mismas y se recostó en el suelo. Su mirada no podía estacionarse en la de él. No después de lo que iba a hacer.
Ginevra recargó el talón de sus piernas sobre el suelo, sus rodillas simulaban un arco, sin embargo no las separó, no se encontraba preparada para eso. ¿Por qué debía hacerlo?
— Esto está mal, por favor, déjeme, amo, no estoy lista — Sus brazos estaban resistiendo su peso, aunque su circulación estaba incomodándola. Se relamió los labios unos momentos, estaba desesperada y no encontraba la manera de terminar aquello. — ¿Qué desea mi rey? Dígame que desea que no sea mi cuerpo, yo lo cumpliré, esto no puedo, esto me cuesta, por favor, no me haga mostrarle más de mi, téngame piedad, téngame misericordia, yo paso silenciosa a su lado, como en silencio, y estudio cómo si no estuviera aquí, mis horas de baile se realizan cuando no puede molestarle mi música, hago lo que sea para no molestarlo, para complacerlo de esa manera ¿Por qué no me deja? Por favor — Pero Ginevra podía sentir la rabia de su primo al notar cómo ella le rogaba, y sus piernas se separaron lentamente, aun cubiertas, pero separadas, listas para mostrar el más intimido espacio de su ser.
Ginevra sabía un poco de "historia" sexual. Se la habían impartido en libros, y también por medio de platicas con su madre y su nana. Fuera de cuidar su cuerpo, le enseñaron que había nacido para concebir, y que era muy normal sentir deseos y placer, sin embargo se debía sentir con el elegido, con el correcto. Su intimidad no podía ser profanada por más de uno, y debía enterrarse la semilla del hombre cuando Dios creyera que se encontraba en el mejor momento para poder criar y ser madre. Lo extraño es que en ese momento lo supo, todas sus creencias desvanecieron, le iba a rezar a otro Dios aunque aquello fuera una gran blasfemia. Su Dios tenía otro nombre en la tierra, y sino se acostumbraba pronto a la idea, sufriría como nunca otra persona.
Raimondo, ese era el nombre de su verdugo y al mismo tiempo su Dios. El hombre que la había recibido con las puertas cerradas y ahora reclamaba por todo lo ofrecido. ¿No era eso acaso una mala broma? Lo era, pero no había de otra, se debía acatar a las reglas del monarca, porque encima de todo, era el rey de la tierra en la que había nacido. Quizás en otras vidas anteriores había sigo un ser oscuro, y por eso en aquella Ginevra estaba pagando su mal. Muchas ideas venían a su cabeza, todas y cada una de ellas la atormentaban, y sí seguía de esa forma entraría a la desesperación, y no podía, necesitaba aguantar.
Miró su reflejo en los espejos, y la desnudes de sus senos. Pocas veces se había visto completamente desnuda, y las pocas veces lo hizo para reconocer sus cambios, al reconocer que estaba dejando de ser una niña. Su desarrollo era evidente, tanto que podía notar el endurecimiento de sus pezones a causa de esa caricia otorgada. ¿Por qué su cuerpo reaccionaba de esa forma? Se sentía traicionada por ella misma. Eso estaba mal. ¡Era su primo! ¿Por qué no lo notaba? ¿Por qué se encontraba tan ciego? La chica echó la cabeza hacía atrás cómo le fue demandado, y lo observó, su garganta estaba sedienta de ella, y no comprendía porqué. ¿Le resultaba bella o simplemente era su deseo por destruirla?
— Primo… — Susurró muy bajo, avergonzada al sentir sus manos, sus dedos largos, finos y fríos tomar sus senos, la pequeña movió sus bazos con fuerza intentando soltar el amarre. Imposible, no había que hacer. Simplemente se lastimó; soltó un quejido fuerte.
— ¿Mi amo? — Sus pensamientos volvieron a nublarse, ¿cómo se le ocurría decirle ello, pero debía complacer, debía de hacerlo en su cabeza la idea de obedecer resultaba que quizás sí lo complacía podría terminar más rápido la noche.
— No hay nada que dejar a alguien más, amo… — Las palabras temblaron y las lagrimas brotaron de sus ojos. Ginevra se estaba metiendo a un terreno oscuro, uno que no tenía un retorno, y ella estaba consiente de ello. Lo que estaba por venir era peor, pero debía obedecer ¿No? Con la ayuda de sus rodillas giró su figura para poder encararlo, sus ojos se encontraban hinchados por la contención del liquido cristalino. Ella estaba mal, y quizás más tarde se encerraría en la capilla del palacio a rezar su perdón, aunque el reino de los cielos ya no fuera su lugar, sabia que no sería digna de él. La pobre chica estiró sus piernas, de esa forma pudo sentarse en el suelo de la habitación. Hizo fuerza en las mismas y se recostó en el suelo. Su mirada no podía estacionarse en la de él. No después de lo que iba a hacer.
Ginevra recargó el talón de sus piernas sobre el suelo, sus rodillas simulaban un arco, sin embargo no las separó, no se encontraba preparada para eso. ¿Por qué debía hacerlo?
— Esto está mal, por favor, déjeme, amo, no estoy lista — Sus brazos estaban resistiendo su peso, aunque su circulación estaba incomodándola. Se relamió los labios unos momentos, estaba desesperada y no encontraba la manera de terminar aquello. — ¿Qué desea mi rey? Dígame que desea que no sea mi cuerpo, yo lo cumpliré, esto no puedo, esto me cuesta, por favor, no me haga mostrarle más de mi, téngame piedad, téngame misericordia, yo paso silenciosa a su lado, como en silencio, y estudio cómo si no estuviera aquí, mis horas de baile se realizan cuando no puede molestarle mi música, hago lo que sea para no molestarlo, para complacerlo de esa manera ¿Por qué no me deja? Por favor — Pero Ginevra podía sentir la rabia de su primo al notar cómo ella le rogaba, y sus piernas se separaron lentamente, aun cubiertas, pero separadas, listas para mostrar el más intimido espacio de su ser.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Las súplicas de Ginevra eran lastimeras y débiles, como el quejido de las aves ante la implacabilidad del frío. Raimondo era el invierno. Venía avasalladoramente a llevarse aquello que destellase color libremente, porque le pertenecía. Su prima le pertenecía. Lo que incluyera Italia era de él, pero ella sobretodo. Caería el Papa, hasta el mediterráneo mismo, y aún no sería suficiente para desprenderla de sus garras.
Ante la resistencia de su presa, el monarca apretó sin delicadeza los pechos expuestos. La castigaría las veces que fuese necesario, y las que no lo fuese también. Se acostumbraría a su toque, a responder cuando la llamara y a guardar silencio cuando sus labios la callaran.
—¿Qué dijiste? ¿Estás negándote a mi voluntad? Deseo mirarte —él susurró apartando las piernas de ella lenta, pero vigorosamente— ¿Dónde? Donde yo lo diga.
Raimondo levantó esos muslos blanquecinos hacia arriba y rozó sus dedos contra el montículo aterciopelado.
—Mira… a que tienes un lindo color —dijo entusiasmado con la obra que estaba edificando en su prima.
Que Ginevra sacudiera su cabeza y viera a ambos aterrorizada en los espejos lo excitaba más. Es más, ella ni siquiera debía saber que con el movimiento de sus caderas aumentaba la presión de los dedos de quien quería alejar. La enervación que Raimondo extrajo del cuerpo femenino lo hizo tensarse de placer .
—Mencionaste complacerme. No puedes ofrecerte sin más y luego retirar tu oferta. Puedes hacerlo ante cualquiera, menos ante mí —su voz era penas reconocible bajo la tensión anticipada .
Sus dedos desataron con delicadeza agonizante el frente de su vestido. Ahora no había prenda que cubriera a la adolescente. Una vez suelto, él deslizó sus manos sobre la garganta de la chica, bajando su toque hasta rozar su palma contra las sus pechos y los pezones sensibles que continuaban erectos ante su contacto. Depositó de pronto una mano completa sobre la intimidad de su prima, sintiendo su calor inocente y a la vez promiscuo. Quería llevarla al extremo.
—¿Te parezco salvaje? —gimió en su oreja— Me siento bastante salvaje. Es la respuesta que se les da a las putas como tú.
La sonrisa que él le dio a Ginevra fue tan indomable como la caricia de sus dientes contra la carne de su cuello. Y no se detenía. La punta de su lengua dibujó círculos en su oreja y luego lentamente comenzó a acariciar el monte de entremedio de las piernas de la joven con sus dedos. Quería preparar esa zona para beber su esplendor. La atención de su boca nunca fue gentil. Denotaba una de hambrienta intensidad.
—Te dije que aprenderías a complacer a tu rey —amenazó ante de inyectar su índice en los alrededores la húmeda cavidad.
Que Ginevra le respondiera o no, no le importaba. Estaba siguiendo sus instintos, reclamando lo suyo. Eso sí, buscaba que ella apenas pudiese respirar al sentir sus dedos trazar un camino ardiente hacia el montículo negruzco entre sus piernas de nieve. Los dedos callosos se hicieron suaves como él exploró los pliegues delicados de su sexo. Llevó la punta de uno de sus dedos sobre el rubí escondido haciendo temblar su cuerpo . Pero él sondeó, mas profundamente .
—Observa cómo floreces para mí. Cómo descubro tu estrechez. ¿Habrás siquiera jugado contigo alguna vez? No contestes. Lo sabré. —se hacía más insoportable sentir sus dedos empapados con esa prohibida miel. Era incómodo, pero cierto: A él también comenzaba a faltarle el oxígeno.
Ante la resistencia de su presa, el monarca apretó sin delicadeza los pechos expuestos. La castigaría las veces que fuese necesario, y las que no lo fuese también. Se acostumbraría a su toque, a responder cuando la llamara y a guardar silencio cuando sus labios la callaran.
—¿Qué dijiste? ¿Estás negándote a mi voluntad? Deseo mirarte —él susurró apartando las piernas de ella lenta, pero vigorosamente— ¿Dónde? Donde yo lo diga.
Raimondo levantó esos muslos blanquecinos hacia arriba y rozó sus dedos contra el montículo aterciopelado.
—Mira… a que tienes un lindo color —dijo entusiasmado con la obra que estaba edificando en su prima.
Que Ginevra sacudiera su cabeza y viera a ambos aterrorizada en los espejos lo excitaba más. Es más, ella ni siquiera debía saber que con el movimiento de sus caderas aumentaba la presión de los dedos de quien quería alejar. La enervación que Raimondo extrajo del cuerpo femenino lo hizo tensarse de placer .
—Mencionaste complacerme. No puedes ofrecerte sin más y luego retirar tu oferta. Puedes hacerlo ante cualquiera, menos ante mí —su voz era penas reconocible bajo la tensión anticipada .
Sus dedos desataron con delicadeza agonizante el frente de su vestido. Ahora no había prenda que cubriera a la adolescente. Una vez suelto, él deslizó sus manos sobre la garganta de la chica, bajando su toque hasta rozar su palma contra las sus pechos y los pezones sensibles que continuaban erectos ante su contacto. Depositó de pronto una mano completa sobre la intimidad de su prima, sintiendo su calor inocente y a la vez promiscuo. Quería llevarla al extremo.
—¿Te parezco salvaje? —gimió en su oreja— Me siento bastante salvaje. Es la respuesta que se les da a las putas como tú.
La sonrisa que él le dio a Ginevra fue tan indomable como la caricia de sus dientes contra la carne de su cuello. Y no se detenía. La punta de su lengua dibujó círculos en su oreja y luego lentamente comenzó a acariciar el monte de entremedio de las piernas de la joven con sus dedos. Quería preparar esa zona para beber su esplendor. La atención de su boca nunca fue gentil. Denotaba una de hambrienta intensidad.
—Te dije que aprenderías a complacer a tu rey —amenazó ante de inyectar su índice en los alrededores la húmeda cavidad.
Que Ginevra le respondiera o no, no le importaba. Estaba siguiendo sus instintos, reclamando lo suyo. Eso sí, buscaba que ella apenas pudiese respirar al sentir sus dedos trazar un camino ardiente hacia el montículo negruzco entre sus piernas de nieve. Los dedos callosos se hicieron suaves como él exploró los pliegues delicados de su sexo. Llevó la punta de uno de sus dedos sobre el rubí escondido haciendo temblar su cuerpo . Pero él sondeó, mas profundamente .
—Observa cómo floreces para mí. Cómo descubro tu estrechez. ¿Habrás siquiera jugado contigo alguna vez? No contestes. Lo sabré. —se hacía más insoportable sentir sus dedos empapados con esa prohibida miel. Era incómodo, pero cierto: A él también comenzaba a faltarle el oxígeno.
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
Jamás había mostrado su desnudez ante nadie. Ni siquiera ante sus damas quienes le ayudaban a vestirse. Quizás cuando era una pequeña niña lo había hecho, pero la inocencia de esa edad no representaba peligro alguno, incluso aquellos tiempos los recordaba con ternura, porque al ser apenas una inocente ¿qué se vería o se juzgaría de una niña pequeña mostrando su cuerpecito para ser revisado? Nada.
Los tiempos habían cambiado, ella se había desarrollado, aunque se trataba de una figura pequeña, lo cierto es que su cuerpo estaba perfectamente formado, tenía glúteos firmes que resaltaban en los ropajes, y su cintura era diminuta, sus caderas pronunciadas, y sus senos se estaban desarrollando mejor de lo esperado, incluso había escuchado entre la corte que sería una excelente madre, que podría alimentar bien a sus hijos. Eso al principio le resulto un gran halago, ahora le parecía peligroso.
Ginevra no podía hablar. Estaba asustada. La pobre jovencita se sentía congelada, a penas y su cuerpo reaccionaba. Se sentía entumecida, mareada, era cómo caminar con lentitud hacía una fosa, las brasas comenzaban a quemar su cuerpo. ¡Estaba aterrada! ¿Cómo evitar esos sentimientos tan negativos que la estaban ahogando?
Sin embargo el infierno que había construido Raimondo no era cálido, para nada, era congelante. Sin duda estaba comprendiendo que el infierno mismo se encontraba en la tierra, y que tenia la forma que su rey deseaba que tuviera, al igual que la temperatura, la tortura, y los castigos. Su rey, su primo, su sangre ¿qué más? Era todo para ella y nada a la vez, se daba cuenta que había sido dirigida al peor verdugo. Que no tendría misericordia, pero quizás Dios le estaba enviado esa prueba para poder tener luego una mártir, un ejemplo, una guía, un consuelo para todas esas mujeres maltratadas.
Escandalizada, Ginevra se llevó las manos hasta sus ojos, se cubrió la cara, y al mismo tiempo presionó sus orbes para no dejar pasar visión alguna, cómo si aquel gesto tan inocente pudiera hacerle terminar con la horrenda escena que estaba experimentando. sin embargo su cuerpo reaccionaba de otra manera. Su figura se erizaba con evidencia, y sus pechos se endurecían y no sólo por el tacto, sino por las sensaciones que experimentaba. ¿Qué era eso? Ella no lo sabía. Se sentía bien, y al mismo tiempo experimentaba invasión. Le gustaba y a la vez no. Lo que no disfrutaba era saber que le estaba faltando al respeto a sus padres, quien la habían educado bien, pero sobretodo a su Dios, ese que no se sentiría feliz con sus acciones.
Su cadera buscaba mantenerse fija pero no se podía. Quizás eran las nuevas sensaciones, o quizás era el hecho de sentirse confundida, eso o el conjunto de todo, lo que la hacían moverla, lo que le impedía comportarse firme. La carne era débil, y lo estaba experimentando por completo. Sus labios se separaron, y entonces lo hizo por vez primera en la noche, gimió, y aunque el gemido había sido débil, se notó la satisfacción de su cuerpo. Tembló con fuerza. No pudo sostener más tiempo su rostro así que separó sus manos y sostuvo la alfombra que tenía bajo su cuerpo. Ginevra se sentía tan confundida y su cuerpo le gritaba que se dejara a más. ¡Era una sin vergüenza!
¿Entonces de quién era ella? ¿De Dios? ¿De ella misma? ¿Era de Raimondo? Las dudas comenzaban a invadir su ser. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Qué impedía que la ayudaran? Incluso su tía. Podría ser él el rey más sanguinario, pero la piedad, incluso la lastima podía lograr que cualquier tuviera impulsos suicidas y la ayudara. ¿Nadie le tenía compasión? Las lagrimas llegaron, y también un par de gemidos causados por el placer que estaba experimentando de nuevo. Se iba a volver loca entre pensamientos, sensaciones, deseos, condenas.
¿Gritar o no gritar?Nada hizo, simplemente se entregó a él entre pequeñas resistencias. Ella lo sabía, si se rendía podría ser todo más fácil, pero rendirse también involucraba el no honrar todo lo que había querido, todo lo que deseó, lo que le enseñaron, y lo que ella misma ambicionó.
Los tiempos habían cambiado, ella se había desarrollado, aunque se trataba de una figura pequeña, lo cierto es que su cuerpo estaba perfectamente formado, tenía glúteos firmes que resaltaban en los ropajes, y su cintura era diminuta, sus caderas pronunciadas, y sus senos se estaban desarrollando mejor de lo esperado, incluso había escuchado entre la corte que sería una excelente madre, que podría alimentar bien a sus hijos. Eso al principio le resulto un gran halago, ahora le parecía peligroso.
Ginevra no podía hablar. Estaba asustada. La pobre jovencita se sentía congelada, a penas y su cuerpo reaccionaba. Se sentía entumecida, mareada, era cómo caminar con lentitud hacía una fosa, las brasas comenzaban a quemar su cuerpo. ¡Estaba aterrada! ¿Cómo evitar esos sentimientos tan negativos que la estaban ahogando?
Sin embargo el infierno que había construido Raimondo no era cálido, para nada, era congelante. Sin duda estaba comprendiendo que el infierno mismo se encontraba en la tierra, y que tenia la forma que su rey deseaba que tuviera, al igual que la temperatura, la tortura, y los castigos. Su rey, su primo, su sangre ¿qué más? Era todo para ella y nada a la vez, se daba cuenta que había sido dirigida al peor verdugo. Que no tendría misericordia, pero quizás Dios le estaba enviado esa prueba para poder tener luego una mártir, un ejemplo, una guía, un consuelo para todas esas mujeres maltratadas.
Escandalizada, Ginevra se llevó las manos hasta sus ojos, se cubrió la cara, y al mismo tiempo presionó sus orbes para no dejar pasar visión alguna, cómo si aquel gesto tan inocente pudiera hacerle terminar con la horrenda escena que estaba experimentando. sin embargo su cuerpo reaccionaba de otra manera. Su figura se erizaba con evidencia, y sus pechos se endurecían y no sólo por el tacto, sino por las sensaciones que experimentaba. ¿Qué era eso? Ella no lo sabía. Se sentía bien, y al mismo tiempo experimentaba invasión. Le gustaba y a la vez no. Lo que no disfrutaba era saber que le estaba faltando al respeto a sus padres, quien la habían educado bien, pero sobretodo a su Dios, ese que no se sentiría feliz con sus acciones.
Su cadera buscaba mantenerse fija pero no se podía. Quizás eran las nuevas sensaciones, o quizás era el hecho de sentirse confundida, eso o el conjunto de todo, lo que la hacían moverla, lo que le impedía comportarse firme. La carne era débil, y lo estaba experimentando por completo. Sus labios se separaron, y entonces lo hizo por vez primera en la noche, gimió, y aunque el gemido había sido débil, se notó la satisfacción de su cuerpo. Tembló con fuerza. No pudo sostener más tiempo su rostro así que separó sus manos y sostuvo la alfombra que tenía bajo su cuerpo. Ginevra se sentía tan confundida y su cuerpo le gritaba que se dejara a más. ¡Era una sin vergüenza!
¿Entonces de quién era ella? ¿De Dios? ¿De ella misma? ¿Era de Raimondo? Las dudas comenzaban a invadir su ser. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Qué impedía que la ayudaran? Incluso su tía. Podría ser él el rey más sanguinario, pero la piedad, incluso la lastima podía lograr que cualquier tuviera impulsos suicidas y la ayudara. ¿Nadie le tenía compasión? Las lagrimas llegaron, y también un par de gemidos causados por el placer que estaba experimentando de nuevo. Se iba a volver loca entre pensamientos, sensaciones, deseos, condenas.
¿Gritar o no gritar?Nada hizo, simplemente se entregó a él entre pequeñas resistencias. Ella lo sabía, si se rendía podría ser todo más fácil, pero rendirse también involucraba el no honrar todo lo que había querido, todo lo que deseó, lo que le enseñaron, y lo que ella misma ambicionó.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
El monarca se estremeció al hundir su índice en la cavidad de su prima, descubriendo inquisitoriamente con el pulgar un punto duro y tenso al instante. Se sonrió sádico al comprobar esa estrechez que lo envolvía. Si hubiese hecho ingresar dos de sus dedos, tal vez hubiera desgarrado algo en aquel tierno interior. La mano actuaba por su cuenta, como si de repente hubiera sido poseía por una fuerza malévola y se moviera con autonomía de su cerebro. Es que ya lo había perdido. Así, sin que Ginevra pudiera evitarlo, el masaje de las manos de Raimondo se fue volviendo cada vez más atrevido. Que ella jadeara y quisiera implorarle, para así él negárselo.
No podía dejar el movimiento de sus falanges en aquellos centros nerviosos. Alimentando ese fuego enervaba el suyo propio. Y comenzó a frotar sus caderas hirvientes contra las de su presa, al principio con suavidad, inconsciente de que había comenzado a gemir en la oreja de Ginevra, y luego con frenesí. Sus quejidos a ojos cerrados la buscaban, porque necesitaba oírlos en ella.
Sólo cuando se escuchó a sí mismo sonoramente, hubo un quiebre. Sin previo aviso ni suavidad, Raimondo tumbó a la chica sobre su estómago frente a los espejos. Estaba espléndida en cuatro. No permitiría que dejara de ver su obra en ella. Ubicado detrás de la muchacha, las manos del sanguinario levantaron las femeninas caderas y bajaron con tortuosa lentitud por la piel enrojecida de ese cuerpo virgen, extendiendo la esencia que había capturado y cuyo olor impregnaba todos sus sentidos. Cuando llegó al pubis, se detuvo allí y tuvo que llevarse el índice a la boca, capturando con necesidad esa miel que era solo suya. La vio reflejada. Ella temblaba. Al rey agradó la visión.
Raimondo tomó el cuello de la chica desde atrás, levantándolo dolorosamente hacia arriba como símbolo de sometimiento antes de darle mortíferas órdenes.
—Escucha, inmunda. ¡Óyeme bien y no te atrevas a desobedecer! Esta noche volverás a tu cama y pernoctarás como nunca. Dormirás tan profundamente que llegarás a soñar. Y a quien verás será únicamente a mí haciéndote esto…
Se arrodilló tras su muñeca de porcelana y removió sus ropas superiores. El calor era insoportable. Las manos se ubicaron en el interior de esos muslos blanquecinos ante él. La boca se dedicó entonces a ese punto entre las piernas de Ginevra que latía sin control. Cuando sintió el contacto de la lengua en el clítoris, los párpados comenzaron a flaquearle de la fascinación. Es que no permitiría jamás que su prima se apartara de ninguna manera. Por nada del mudo quería dejar de sentir lo que estaba sintiendo, un placer de someter como nunca imaginó que pudiera experimentar. ¡Que se fuera el mundo al infierno!
—Así me verás… —le dijo entre jadeos— Justo así…
Su ira subía de sólo imaginar que alguien más pudiera tocarla, y eso se traducía en las agresivas intromisiones de su lengua. Necesitaba cada vez más, por lo que cambió la posición de las manos ubicándolas alrededor de las prometedoras caderas de Ginevra, apretando, acercándola a él lo más posible, reteniéndola. Ese centro caliente lo llamaba; asumió la urgencia del cuerpo que traicionaba a la prisionera y se subyugaba al tirano. Posó las manos abiertas sobre sus glúteos y presionó a su vez; su lengua ya no se cortaba, recorría sin cortapisas los rincones más necesitados, jugando con el clítoris y encendiendo un fuego abrasador con el fin de llevarla al borde de la locura; su locura. Se agarró con más fuerza a la muchacha, dejando llagas por la invasión, sin dejar de moverse adelante y atrás. Así seguiría hasta que el orgasmo la llenara por completo y gritara su nombre derrotada.
Raimondo le acarició el trasero y los muslos antes de hacer sus palmas impactar contra ellos, reviviendo las heridas de la noche anterior. Despertar esa sensibilidad, la acumulación de sangre que implicaba, sin duda la confundiría. Ese sería el último paso antes de dominarla. Entonces no podría negarle nada. Adiós a la dulce niña, porque sería sólo para él.
De pronto se apartó, admirando la zona hinchada. Sus curvas estaban igualmente enrojecidas. Cada rincón alterado era por él. Se adueñaba de él. Llevaba su marca.
—¿Sabes una cosa? Te ves como una princesa, o una reina incluso —le dijo, lánguido, con los ojos aún turbios por el deseo. Sólo acercó sus labios al lóbulo de su pariente para humillarla. Esa era su cruel diversión— Pero las princesas no andan exhibiéndose desnudas como una vulgar puta, ni las reinas mojándose descaradamente por todos esos lados que recorrí. Y adivina qué: aquí en mi boca sigue palpitante tu calor.
En un maltrato calculado entre la rabia y el deseo contenido, Raimondo mordió fuertemente a Ginevra en esa zona entre el hombro y el cuello. Que no volviera a taparse ninguna huella que le dejara. No debía existir un solo individuo que no supiera que ella le pertenecía al rey sanguinario. Porque era suya, ¡suya!
No podía dejar el movimiento de sus falanges en aquellos centros nerviosos. Alimentando ese fuego enervaba el suyo propio. Y comenzó a frotar sus caderas hirvientes contra las de su presa, al principio con suavidad, inconsciente de que había comenzado a gemir en la oreja de Ginevra, y luego con frenesí. Sus quejidos a ojos cerrados la buscaban, porque necesitaba oírlos en ella.
Sólo cuando se escuchó a sí mismo sonoramente, hubo un quiebre. Sin previo aviso ni suavidad, Raimondo tumbó a la chica sobre su estómago frente a los espejos. Estaba espléndida en cuatro. No permitiría que dejara de ver su obra en ella. Ubicado detrás de la muchacha, las manos del sanguinario levantaron las femeninas caderas y bajaron con tortuosa lentitud por la piel enrojecida de ese cuerpo virgen, extendiendo la esencia que había capturado y cuyo olor impregnaba todos sus sentidos. Cuando llegó al pubis, se detuvo allí y tuvo que llevarse el índice a la boca, capturando con necesidad esa miel que era solo suya. La vio reflejada. Ella temblaba. Al rey agradó la visión.
Raimondo tomó el cuello de la chica desde atrás, levantándolo dolorosamente hacia arriba como símbolo de sometimiento antes de darle mortíferas órdenes.
—Escucha, inmunda. ¡Óyeme bien y no te atrevas a desobedecer! Esta noche volverás a tu cama y pernoctarás como nunca. Dormirás tan profundamente que llegarás a soñar. Y a quien verás será únicamente a mí haciéndote esto…
Se arrodilló tras su muñeca de porcelana y removió sus ropas superiores. El calor era insoportable. Las manos se ubicaron en el interior de esos muslos blanquecinos ante él. La boca se dedicó entonces a ese punto entre las piernas de Ginevra que latía sin control. Cuando sintió el contacto de la lengua en el clítoris, los párpados comenzaron a flaquearle de la fascinación. Es que no permitiría jamás que su prima se apartara de ninguna manera. Por nada del mudo quería dejar de sentir lo que estaba sintiendo, un placer de someter como nunca imaginó que pudiera experimentar. ¡Que se fuera el mundo al infierno!
—Así me verás… —le dijo entre jadeos— Justo así…
Su ira subía de sólo imaginar que alguien más pudiera tocarla, y eso se traducía en las agresivas intromisiones de su lengua. Necesitaba cada vez más, por lo que cambió la posición de las manos ubicándolas alrededor de las prometedoras caderas de Ginevra, apretando, acercándola a él lo más posible, reteniéndola. Ese centro caliente lo llamaba; asumió la urgencia del cuerpo que traicionaba a la prisionera y se subyugaba al tirano. Posó las manos abiertas sobre sus glúteos y presionó a su vez; su lengua ya no se cortaba, recorría sin cortapisas los rincones más necesitados, jugando con el clítoris y encendiendo un fuego abrasador con el fin de llevarla al borde de la locura; su locura. Se agarró con más fuerza a la muchacha, dejando llagas por la invasión, sin dejar de moverse adelante y atrás. Así seguiría hasta que el orgasmo la llenara por completo y gritara su nombre derrotada.
Raimondo le acarició el trasero y los muslos antes de hacer sus palmas impactar contra ellos, reviviendo las heridas de la noche anterior. Despertar esa sensibilidad, la acumulación de sangre que implicaba, sin duda la confundiría. Ese sería el último paso antes de dominarla. Entonces no podría negarle nada. Adiós a la dulce niña, porque sería sólo para él.
De pronto se apartó, admirando la zona hinchada. Sus curvas estaban igualmente enrojecidas. Cada rincón alterado era por él. Se adueñaba de él. Llevaba su marca.
—¿Sabes una cosa? Te ves como una princesa, o una reina incluso —le dijo, lánguido, con los ojos aún turbios por el deseo. Sólo acercó sus labios al lóbulo de su pariente para humillarla. Esa era su cruel diversión— Pero las princesas no andan exhibiéndose desnudas como una vulgar puta, ni las reinas mojándose descaradamente por todos esos lados que recorrí. Y adivina qué: aquí en mi boca sigue palpitante tu calor.
En un maltrato calculado entre la rabia y el deseo contenido, Raimondo mordió fuertemente a Ginevra en esa zona entre el hombro y el cuello. Que no volviera a taparse ninguna huella que le dejara. No debía existir un solo individuo que no supiera que ella le pertenecía al rey sanguinario. Porque era suya, ¡suya!
Raimondo di Medici- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/08/2013
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Re: 7 noches para apoderarme de ti [Ginevra Di Medici] +18 Abuso
El mundo colapso en ese ese momento. El final de los tiempos había llegado justo para castigar todos los pecadores que se habían formado. Todo estaba siendo un caos a su alrededor, todas las personas estaban siendo sometidas, castigadas, ella podía escuchar gritos que desgarraban gargantas, se imploraba por un perdón que no llegaría, más bien aparecería el castigo divino, ese en el que ella no puede pedir que los perdonen, porque todos han cometido grandes errores.
La luz en su interior brillaba y su cuerpo resultaba ser un lienzo blanco y virginal. No había que castigar en ella, simplemente honrar. Había que aplaudirle, apremiarle por ser una chica autentica, de buenos valores, de gran corazón y siempre respetando la palabra de Dios. No había sido difícil para ella, claro está, sus principios le habían enseñado que hacer el bien resultaba tan sencillo como respirar, por esa razón estaba siendo perdonada, y su bendición estaba dentro de esa habitación, la cual no se destruida por nada del mundo. Estaba siendo protegida por su rey, por aquel estaba en los cielos, y lo irónico es que no sólo la protegía a ella, sino también a ese que estaba siendo el pecado esa noche, su verdugo, su primo.
Ginevra no comprendía porqué Raimondo se empeñaba en hacerla caer en esa oscuridad. ¿Por qué no se empapaba él de su esencia tan buena y pura? ¿Tanto le costaba? Porque no sólo era un rey sanguinario, sino, ante los ojos de ella, el más ciego de todos, pero no podía decirlo, no tenía el valor para hacerlo, estaba segura que de hacerlo su final estaría por volver, y él no tenía derecho de darle un fin, sino el señor de los cielos ¿Verdad?
Mucho era lo que estaba pensando, porque aquello estaba claro, él no podía invadir su mente, y tampoco su corazón. El monarca podía tomar todo lo que quisiera de su cuerpo, pero jamás tendría sus pensamientos, mucho menos su corazón. ¿Cómo le caería eso a Raimondo? ¿Bien ó mal? Porque el varón resultaba ser más inteligente lo que alguna vez en su vida pudo notar en alguien, así que estaba segura él estaba al tanto de eso y más. Nunca la tendría a medias, aunque la ventaja que él llevaba consigo, es que sin duda el deseo de su cuerpo nublaban aquellos dos puntos los sometían, de la misma manera en que ella estaba siendo ultrajada, sin pedir permiso, simplemente haciendo a su voluntad. La pobre jovencita se dio cuenta de la realidad, y que mundo caía pero ella también, bajo el pecado, y que no tardaría en nada en desfilar en aquellas filas que iban en picada a las brazas del infierno. ¡Aquello estaba mal!.
— ¡Raimondo! — El nombre de su primo invadía la estancia, su voz salió con fuerza acompañada de jadeos y gemidos evidentes, estaba disfrutando de las acciones del hombre, porque su cuerpo estaba siendo acariciado, succionado y tomado de maneras que ella jamás imaginó. — ¡Raimondo! — Volvió a gemir con tanta fuerza que estaba segura su voz haría retumbar las puertas. Ya no podía ocultarlo, todos aquellos que estuvieran cerca serían testigos de su propia voz de lo que estaba haciendo su primo con ella. Cada parte de su figura se había envuelto en contra de sus verdaderos sentires, pensamientos y deseos. Se estaba dejando llevar por esa lengua que cómo la serpiente de las sagradas escrituras hacía caer a Adán. — ¡Oh, Raimondo! — No podía dejar de decir su nombre, y es que se escuchaba obsceno, sí, pero en su interior deseaba gritar más, las palabras se quedaban atoradas en su garganta porque no podía continuar. ¡Parecía que le suplicaba por más! Cuando era todo lo contrario.
— ¡No! — Gritó de nuevo al sentir aquella mordida tan dolorosa en su cuello. La pobre chica no pudo contenerlo más y sus lagrimas corrieron con fuerza por sus mejillas, habían hecho un pequeño charco en el suelo descubierto, en el que ella estaba siendo reposada. La jovencita sentía las piernas temblar, y de nuevo se sentía confundida. Era una sensación extraña de placer y dolor que no la dejaban pensar con claridad. Su respiración estaba tan alterada que le costaba trabajo dejar entrar el aire en sus pulmones. Lloraba de forma amarga al sentirse tan humillada y ultrajada. Sus dedos se habían aferrado al suelo y sangraban por la presión que había hecho, además, por su fuera poco, sentía como él seguía invadiendo aquella zona con sus dedos, lo cual terminaba por hacer mas horrible el momento — Por favor… — Pidió en un susurro, porque en su interior el rendirse aún no era una posibilidad.
— No me diga así por favor, mi rey — Le pidió cerrando los ojos con fuerza, de esa manera buscaba detener un poco las lagrimas que le corrían sin querer detenerse. — Por favor, se lo suplico, no me llame así, yo no deseo que me vea de esa manera, yo deseo que sepa estoy para servirle como su prima, como su familiar, no cómo eso que dice, no cómo mujer, yo soy su prima — Repitió aquellas palabras intentando que por primera vez en la noche comprendiera, que algo dentro de la cabeza del rey comprendiera que todo aquello estaba mal. ¿Por qué seguían insistiendo? Ginevra estaba segura que sus palabras entraban por un oído y salían por el otro, sin embargo no perdía las esperanzas ¡No podía! Y eso se lo repetía más de una vez dentro de su cabeza.
— Oh… — Musitó cuando los dedos de su primo hicieron un movimiento especial en aquella zona tan sensible que tenía. Sus piernas se tensaron con fuerza, tanta que incluso llegaron a dolerle, sintió el placer recorrer desde su intimidad hasta expandirse por toda su figura, incluso se escapó entre sus labios haciendo claro un gemido de placer. Ginevra había llegado a un orgasmo que prometía mucho dada la situación. Su liquido transparente empezó a brotar recorriendo sus piernas. No pudo sostenerse más y se recostó dejando que su primo se recostara sobre ella. Clara pose de sumisión ante él.
La luz en su interior brillaba y su cuerpo resultaba ser un lienzo blanco y virginal. No había que castigar en ella, simplemente honrar. Había que aplaudirle, apremiarle por ser una chica autentica, de buenos valores, de gran corazón y siempre respetando la palabra de Dios. No había sido difícil para ella, claro está, sus principios le habían enseñado que hacer el bien resultaba tan sencillo como respirar, por esa razón estaba siendo perdonada, y su bendición estaba dentro de esa habitación, la cual no se destruida por nada del mundo. Estaba siendo protegida por su rey, por aquel estaba en los cielos, y lo irónico es que no sólo la protegía a ella, sino también a ese que estaba siendo el pecado esa noche, su verdugo, su primo.
Ginevra no comprendía porqué Raimondo se empeñaba en hacerla caer en esa oscuridad. ¿Por qué no se empapaba él de su esencia tan buena y pura? ¿Tanto le costaba? Porque no sólo era un rey sanguinario, sino, ante los ojos de ella, el más ciego de todos, pero no podía decirlo, no tenía el valor para hacerlo, estaba segura que de hacerlo su final estaría por volver, y él no tenía derecho de darle un fin, sino el señor de los cielos ¿Verdad?
Mucho era lo que estaba pensando, porque aquello estaba claro, él no podía invadir su mente, y tampoco su corazón. El monarca podía tomar todo lo que quisiera de su cuerpo, pero jamás tendría sus pensamientos, mucho menos su corazón. ¿Cómo le caería eso a Raimondo? ¿Bien ó mal? Porque el varón resultaba ser más inteligente lo que alguna vez en su vida pudo notar en alguien, así que estaba segura él estaba al tanto de eso y más. Nunca la tendría a medias, aunque la ventaja que él llevaba consigo, es que sin duda el deseo de su cuerpo nublaban aquellos dos puntos los sometían, de la misma manera en que ella estaba siendo ultrajada, sin pedir permiso, simplemente haciendo a su voluntad. La pobre jovencita se dio cuenta de la realidad, y que mundo caía pero ella también, bajo el pecado, y que no tardaría en nada en desfilar en aquellas filas que iban en picada a las brazas del infierno. ¡Aquello estaba mal!.
— ¡Raimondo! — El nombre de su primo invadía la estancia, su voz salió con fuerza acompañada de jadeos y gemidos evidentes, estaba disfrutando de las acciones del hombre, porque su cuerpo estaba siendo acariciado, succionado y tomado de maneras que ella jamás imaginó. — ¡Raimondo! — Volvió a gemir con tanta fuerza que estaba segura su voz haría retumbar las puertas. Ya no podía ocultarlo, todos aquellos que estuvieran cerca serían testigos de su propia voz de lo que estaba haciendo su primo con ella. Cada parte de su figura se había envuelto en contra de sus verdaderos sentires, pensamientos y deseos. Se estaba dejando llevar por esa lengua que cómo la serpiente de las sagradas escrituras hacía caer a Adán. — ¡Oh, Raimondo! — No podía dejar de decir su nombre, y es que se escuchaba obsceno, sí, pero en su interior deseaba gritar más, las palabras se quedaban atoradas en su garganta porque no podía continuar. ¡Parecía que le suplicaba por más! Cuando era todo lo contrario.
— ¡No! — Gritó de nuevo al sentir aquella mordida tan dolorosa en su cuello. La pobre chica no pudo contenerlo más y sus lagrimas corrieron con fuerza por sus mejillas, habían hecho un pequeño charco en el suelo descubierto, en el que ella estaba siendo reposada. La jovencita sentía las piernas temblar, y de nuevo se sentía confundida. Era una sensación extraña de placer y dolor que no la dejaban pensar con claridad. Su respiración estaba tan alterada que le costaba trabajo dejar entrar el aire en sus pulmones. Lloraba de forma amarga al sentirse tan humillada y ultrajada. Sus dedos se habían aferrado al suelo y sangraban por la presión que había hecho, además, por su fuera poco, sentía como él seguía invadiendo aquella zona con sus dedos, lo cual terminaba por hacer mas horrible el momento — Por favor… — Pidió en un susurro, porque en su interior el rendirse aún no era una posibilidad.
— No me diga así por favor, mi rey — Le pidió cerrando los ojos con fuerza, de esa manera buscaba detener un poco las lagrimas que le corrían sin querer detenerse. — Por favor, se lo suplico, no me llame así, yo no deseo que me vea de esa manera, yo deseo que sepa estoy para servirle como su prima, como su familiar, no cómo eso que dice, no cómo mujer, yo soy su prima — Repitió aquellas palabras intentando que por primera vez en la noche comprendiera, que algo dentro de la cabeza del rey comprendiera que todo aquello estaba mal. ¿Por qué seguían insistiendo? Ginevra estaba segura que sus palabras entraban por un oído y salían por el otro, sin embargo no perdía las esperanzas ¡No podía! Y eso se lo repetía más de una vez dentro de su cabeza.
— Oh… — Musitó cuando los dedos de su primo hicieron un movimiento especial en aquella zona tan sensible que tenía. Sus piernas se tensaron con fuerza, tanta que incluso llegaron a dolerle, sintió el placer recorrer desde su intimidad hasta expandirse por toda su figura, incluso se escapó entre sus labios haciendo claro un gemido de placer. Ginevra había llegado a un orgasmo que prometía mucho dada la situación. Su liquido transparente empezó a brotar recorriendo sus piernas. No pudo sostenerse más y se recostó dejando que su primo se recostara sobre ella. Clara pose de sumisión ante él.
Ginevra Di Medici- Humano Clase Alta
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