AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Vitiosum persuasio (Christel Achenbach)
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Vitiosum persuasio (Christel Achenbach)
Hay quienes otorgan a la noche un sentido de liberación de los placeres reprimidos agónicamente durante el día, hay otros quienes yacen perpetuos en el sueño sin fin buscando la paz y salvación de sus almas condenadas.
La luz de la luna bañaba con su frío tacto un campo de eterno descanso. Cada tumba es una historia de vida, cada epitafio un sentimiento que pretende no desaparecer. La sombra de la muerte deambula danzante deslizándose entre las tumbas, el señor de las tinieblas es el portador de la llave del infierno y la muerte. Que desdicha le ha de tocar a algunos caídos que no encontraron la redención a tiempo, que fortunio abrazarán los que sí lo consiguieron.
El cementerio de montmartre, jardín del eterno descanso resulta ser un sitio que la mayoría de los seres humanos respetan pero que, de todos modos, prefieren evitar. Especialmente cuando la noche cubre los nichos con su manto oscuro pues la oscuridad alberga muchos peligros y ocultismos. Por eso, a esas horas de la madrugada, el cementerio de Paris dormía en su propia desolación.
Como un fantasma más, un joven se mimetiza con el ambiente oscuro. Se podría decir que el cementerio estaba a su merced. Velaba por el descanso eterno de los que ya han partido a una mejor vida. Menguando con los susurros de los espectros y sintiendo la fragancia de flores en descomposición que decoran las tumbas en memoria del recuerdo que los fallecidos dejaron en sus seres queridos. El olor a podredumbre humana no le repugnaba a su sentido del olfato, bastante acostumbrado estaba en su oficio de inquisidor toparse muchas veces con cuerpos en descomposición cuyas marcas post mortem determinarían que clase de criatura nocturna le arrebató la vida al infortunado y daría la pista de sobre quien debía seguir.
No estaba allí precisamente por ser un ser melancólico y solitario que no pudiese concebir la vida sin el ser querido que ya dejó de existir. En esas tierras de respeto yacían bajo tierra ambos padres suyos, sus abuelos y su hermana, pero no estaba allí para lamentar la pronta y violenta partida de todos ellos. El mismo día que sus familiares fueron dejados bajo tierra Michel sepultó todo deje de sentimentalismo con ellos. No se trataba de una taciturna visita, simplemente se trataba de asuntos de oficio.
Al ser un soldado de la fracción uno de la inquisición era su deber merodear por las noches en sitios donde los retorcidos erráticos suelen frecuentar. El cementerio era uno de esos lugares. También pudo ser una calle cualquiera, el hospital de desahuciados, el puerto y muchos lugares más, pero esa noche optó por mezclarse con las animas nocturnas del cementerio para inspeccionar que todo estuviera bien.
De paso le ayudaba de mera distracción. Se abstraía en lo profundo de la noche y la neblina descendiente sobre el campo de muertos, escuchaba respetuosamente el sonido producido por la fricción de las alas de los saltamontes, aquel clásico ruido crujiente que resalta la soledad vivida, y tantas observaciones más. Un nido de cucarachas detrás de una maltratada tumba a ratos captaba su atención, veía como los insectos entraban y salían de un pequeño agujero entre la piedra de la tumba y la tierra húmeda. Fuera de eso no existían mayores actividades. Quizá sería una noche tranquila después de todo.
Michel soltó un suspiro de frustración criticándose a sí mismo el hecho de no haber escogido un lugar mejor para hacer inspección. De momento le quedaba mucha noche por delante, quizá no estaba tarde para ir a otro lugar a percatarse de que todo estuviera bien. Sólo unos minutos más se quedaría en el cementerio, por el momento se mantendría apoyado en ese viejo y seco árbol unos instantes más. El inquisidor sacó de entre su capa un pequeño libro de cubierta negra en cuyo centro se lucía una cruz de metal incrustado como decorativo y simbolismo religioso. Pasó el dedo índice separando las hojas y rebuscó en donde se quedó la última vez que leyó la biblia. No era la primera ni la segunda vez que se leía aquel salmo pero siempre era mantener fresca cada palabra de la santa biblia en la mente.
La luz de la luna bañaba con su frío tacto un campo de eterno descanso. Cada tumba es una historia de vida, cada epitafio un sentimiento que pretende no desaparecer. La sombra de la muerte deambula danzante deslizándose entre las tumbas, el señor de las tinieblas es el portador de la llave del infierno y la muerte. Que desdicha le ha de tocar a algunos caídos que no encontraron la redención a tiempo, que fortunio abrazarán los que sí lo consiguieron.
El cementerio de montmartre, jardín del eterno descanso resulta ser un sitio que la mayoría de los seres humanos respetan pero que, de todos modos, prefieren evitar. Especialmente cuando la noche cubre los nichos con su manto oscuro pues la oscuridad alberga muchos peligros y ocultismos. Por eso, a esas horas de la madrugada, el cementerio de Paris dormía en su propia desolación.
Como un fantasma más, un joven se mimetiza con el ambiente oscuro. Se podría decir que el cementerio estaba a su merced. Velaba por el descanso eterno de los que ya han partido a una mejor vida. Menguando con los susurros de los espectros y sintiendo la fragancia de flores en descomposición que decoran las tumbas en memoria del recuerdo que los fallecidos dejaron en sus seres queridos. El olor a podredumbre humana no le repugnaba a su sentido del olfato, bastante acostumbrado estaba en su oficio de inquisidor toparse muchas veces con cuerpos en descomposición cuyas marcas post mortem determinarían que clase de criatura nocturna le arrebató la vida al infortunado y daría la pista de sobre quien debía seguir.
No estaba allí precisamente por ser un ser melancólico y solitario que no pudiese concebir la vida sin el ser querido que ya dejó de existir. En esas tierras de respeto yacían bajo tierra ambos padres suyos, sus abuelos y su hermana, pero no estaba allí para lamentar la pronta y violenta partida de todos ellos. El mismo día que sus familiares fueron dejados bajo tierra Michel sepultó todo deje de sentimentalismo con ellos. No se trataba de una taciturna visita, simplemente se trataba de asuntos de oficio.
Al ser un soldado de la fracción uno de la inquisición era su deber merodear por las noches en sitios donde los retorcidos erráticos suelen frecuentar. El cementerio era uno de esos lugares. También pudo ser una calle cualquiera, el hospital de desahuciados, el puerto y muchos lugares más, pero esa noche optó por mezclarse con las animas nocturnas del cementerio para inspeccionar que todo estuviera bien.
De paso le ayudaba de mera distracción. Se abstraía en lo profundo de la noche y la neblina descendiente sobre el campo de muertos, escuchaba respetuosamente el sonido producido por la fricción de las alas de los saltamontes, aquel clásico ruido crujiente que resalta la soledad vivida, y tantas observaciones más. Un nido de cucarachas detrás de una maltratada tumba a ratos captaba su atención, veía como los insectos entraban y salían de un pequeño agujero entre la piedra de la tumba y la tierra húmeda. Fuera de eso no existían mayores actividades. Quizá sería una noche tranquila después de todo.
Michel soltó un suspiro de frustración criticándose a sí mismo el hecho de no haber escogido un lugar mejor para hacer inspección. De momento le quedaba mucha noche por delante, quizá no estaba tarde para ir a otro lugar a percatarse de que todo estuviera bien. Sólo unos minutos más se quedaría en el cementerio, por el momento se mantendría apoyado en ese viejo y seco árbol unos instantes más. El inquisidor sacó de entre su capa un pequeño libro de cubierta negra en cuyo centro se lucía una cruz de metal incrustado como decorativo y simbolismo religioso. Pasó el dedo índice separando las hojas y rebuscó en donde se quedó la última vez que leyó la biblia. No era la primera ni la segunda vez que se leía aquel salmo pero siempre era mantener fresca cada palabra de la santa biblia en la mente.
Michel Évangéliste- Inquisidor Clase Alta
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Re: Vitiosum persuasio (Christel Achenbach)
La llama rojiza se extinguió cuando la caricia de la respiración de Christel la envolvió. El mausoleo quedó a oscuras, ya no se distinguían las formas que otrora habrían aterrado a los valientes muchachos que se aventuraban en las horas nocturnas a interrumpir el eterno descanso de los muertos, no así a la religiosa, acostumbrada como estaba a las criaturas de la noche, a los pecadores y a las bestias encerradas en cuerpos humanos. Había vivido y visto los suficiente para haber alejado los temores que cercaban las almas, había perdido todo y sólo le había quedado Dios, y a Él jamás se lo quitarían, el nunca se iría de su lado. Lo había elegido, primero instigada por la autoridad paterna, por último, con el corazón abierto a su misericordia. Segura de su presencia divina acompañando cada paso que daba, se movía por el mundo con paso firme y decidido, con su porte erguido y femenino ataviado en la oscuridad de los hábitos, que la cubrían entera, de pies a cabeza, sólo dejando que su lozano rostro se exhibiera al público. Sus ojos verdes se apagaron junto a la vela, perdiendo por completo el brillo que se reflejaba en estos gracias al fuego. Bajó los párpados e inspiró profundo, el inicial olor a flores podridas ya no cubría la estancia, sino, que había sido renovado por el aroma de de ramos nuevos y frescos, que Achenbach había colocado en los diferentes jarrones que adornaban el sitio donde los cadáveres de antiguas Madres Superioras eran cobijados tras su partida del mundo terrenal. <<Algún día éste será mi lugar>> pensó sin asomo de duda o miedo. Ese era, simplemente, su destino. Vivir y morir para Dios y, finalmente, descansar junto a sus predecesoras, que llevaron a cabo la misma tarea de guiar a las demás monjas por el camino del Señor.
El chirrido de las rejas oxidadas que pretendían ser una reja, hubiera despertado al más muerto de todo ese cementerio. El sonido agudo retumbó en cada lápida, árbol y mausoleo de los alrededores. Lo punzante del ruido obligó a la mujer a dejar por un instante la tarea, para masajearse las sienes, le había provocado una puntada que permaneció unos cuantos segundos. Se dijo que debía enviar un herrero para que arreglara o tirara a la basura el lamentable pórtico. Debía tener más de medio siglo, y se notaba por la erosión de diferentes partes, que hacía demasiado tiempo que nadie realizaba un mantenimiento. En su vida había demasiadas responsabilidades para detenerse en nimiedades como aquella, y había sido una casualidad su presencia allí. Siempre eran las monjas más jóvenes las que visitaban la estancia de las Superioras fallecidas. Debía revisar quiénes habían sido las responsables, y hacer preguntas sobre por qué no le fue informado el deplorable estado del lugar. Ellas respetaban a sus muertos, oraban por las almas de todas y cada una de las Madres y Hermanas que habían abandonado la Congregación y que ya se encontraban en el Reino de los Cielos.
Caminó por el sendero, en ambos costados se veían cruces, lápidas y ángeles, cada uno de diversos tamaños, ninguno igual a otro. Ella, a pesar de su creencia, sabía del poco valor que tenían los cementerios. El cuerpo no era más que el envase, lo verdaderamente menester era el alma; y la de todos los que allí yacían, se encontraban al lado de Dios o, en su defecto, pagando sus pecados en el purgatorio o el infierno. Sin embargo, los humanos estaban aferrados a lo tangible, y a muchos se les hacía imposible salir adelante tras la pérdida de un ser querido. Al menos, tenían una tumba en la que llorar la ausencia, a ella ni siquiera eso le quedaba. Se había consolado, en muchas ocasiones, repitiéndose que era mejor un hijo perdido que un hijo muerto, pero quienes tenían a sus vástagos bajo tierra, estaban seguros de su destino; sin embargo, eso pertenecía a un pasado demasiado lejano para remover sus brazas, tan ardientes que resurgían cuando las tocaba. Apretó la cruz que tenía entre sus manos al distinguir una figura apoyada en un árbol, la silueta era delineada por la tenue luz de la Luna. Varios segundos después se percató de que había estado conteniendo la respiración, y exhaló con suavidad. Continuó su camino, indefectiblemente, pasaría frente al extraño. Al hacerlo, notó un libro entre sus manos, aguzó la vista y descubrió que era la Biblia.
—Buenas noches, Monsieur —saludó con cortesía. Aminoró su marcha, pero continuó caminando. Supuso que nadie que se encontrara en ese horario leyendo la sagrada escritura en un sitio como ese, quería ser interrumpido.
El chirrido de las rejas oxidadas que pretendían ser una reja, hubiera despertado al más muerto de todo ese cementerio. El sonido agudo retumbó en cada lápida, árbol y mausoleo de los alrededores. Lo punzante del ruido obligó a la mujer a dejar por un instante la tarea, para masajearse las sienes, le había provocado una puntada que permaneció unos cuantos segundos. Se dijo que debía enviar un herrero para que arreglara o tirara a la basura el lamentable pórtico. Debía tener más de medio siglo, y se notaba por la erosión de diferentes partes, que hacía demasiado tiempo que nadie realizaba un mantenimiento. En su vida había demasiadas responsabilidades para detenerse en nimiedades como aquella, y había sido una casualidad su presencia allí. Siempre eran las monjas más jóvenes las que visitaban la estancia de las Superioras fallecidas. Debía revisar quiénes habían sido las responsables, y hacer preguntas sobre por qué no le fue informado el deplorable estado del lugar. Ellas respetaban a sus muertos, oraban por las almas de todas y cada una de las Madres y Hermanas que habían abandonado la Congregación y que ya se encontraban en el Reino de los Cielos.
Caminó por el sendero, en ambos costados se veían cruces, lápidas y ángeles, cada uno de diversos tamaños, ninguno igual a otro. Ella, a pesar de su creencia, sabía del poco valor que tenían los cementerios. El cuerpo no era más que el envase, lo verdaderamente menester era el alma; y la de todos los que allí yacían, se encontraban al lado de Dios o, en su defecto, pagando sus pecados en el purgatorio o el infierno. Sin embargo, los humanos estaban aferrados a lo tangible, y a muchos se les hacía imposible salir adelante tras la pérdida de un ser querido. Al menos, tenían una tumba en la que llorar la ausencia, a ella ni siquiera eso le quedaba. Se había consolado, en muchas ocasiones, repitiéndose que era mejor un hijo perdido que un hijo muerto, pero quienes tenían a sus vástagos bajo tierra, estaban seguros de su destino; sin embargo, eso pertenecía a un pasado demasiado lejano para remover sus brazas, tan ardientes que resurgían cuando las tocaba. Apretó la cruz que tenía entre sus manos al distinguir una figura apoyada en un árbol, la silueta era delineada por la tenue luz de la Luna. Varios segundos después se percató de que había estado conteniendo la respiración, y exhaló con suavidad. Continuó su camino, indefectiblemente, pasaría frente al extraño. Al hacerlo, notó un libro entre sus manos, aguzó la vista y descubrió que era la Biblia.
—Buenas noches, Monsieur —saludó con cortesía. Aminoró su marcha, pero continuó caminando. Supuso que nadie que se encontrara en ese horario leyendo la sagrada escritura en un sitio como ese, quería ser interrumpido.
Christel Achenbach- Humano Clase Media
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Re: Vitiosum persuasio (Christel Achenbach)
“Él restaura mi alma; me guía por senderos de justicia por amor de su nombre. Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.” Salmos 23:4
Dios, eterno y perfecto. Que con su misericordia y benevolencia le iluminaba cada día permitiéndole ver a través del velo de la oscuridad. ¿Cómo no estar a su más humilde disposición? Jehová siempre le había entregado tanto a la humanidad y a cambio las personas se vanagloriaba regocijándose como puercos en el lodo en sus actos impuros y vanidosos olvidando la mano gentil de Dios quien acaricia tristemente la mejilla de aquellos hijos que parecen olvidar a su buen padre.
Para el inquisidor, aquellos que se alejan de las enseñanzas de Dios y abrazan el pecado capital como su máximo aliado, aquellos que se dejaban envolver por las alas roídas y oscuras de Lucifer, no merecían misericordia alguna. No sólo aquellos condenados seres discípulos del demonio, criaturas aberrantes que no merecían tan siquiera pisar el mundo perfecto que Dios creó para sus hijos. También despreciaba a quienes blasfemaban contra las santas escrituras, aquellos antirreligiosos que ponían en duda la existencia de Dios.
Job, el buen Job, el enigmático y escalofriante Job, pensaba como Michel lo hacía. Ambos deseando que las tinieblas y la oscuridad más profunda se apoderasen de aquellos oscuros. Pidiendo que el terror invadiera sus almas y que el mismo día fuera una negrura imperecedera para ellos. Pero era aquí en donde tanta disciplina le hacía olvidar la clemencia que debía tener por todo aquel que alguna vez fue hijo de Dios. ¿Merecían piedad? Al juicio de un inquisidor como él la respuesta invariablemente era negativa. Su vida estaba a la merced de la obra de la iglesia y la santa inquisición. El vicario de Dios en la tierra pedía por la caza de aquellos herejes, y los inquisidores deben hacer efectiva la humilde súplica del papa.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una aguda y talante estridencia. Inmediatamente se puso en alerta, sin moverse ni un centímetro de su ubicación ni variar de posición más seguía con la vista clavada en las hojas del santo libro. No siempre el peligro era lo que asechaba en las noches. Incluso en lugares tan olvidados como el cementerio existían personas que rezaban por las almas de quienes ya no pertenecen a este mundo. Pero, por precaución, debía tener todos los sentidos en vigilia.
Entonces vio una figura a lo lejos, caminando con un paso seguro entre las tumbas y mausoleos. Posiblemente esa persona visitó más de alguna vez el cementerio pues no existía un deje de confusión en sus pasos ni señal de extravío. Conforme se aproximaba pudo divisar más claramente una figura delgada y femenina. El inquisidor le siguió con la mirada seria con intención de escrutar su persona. Cuando estuvo más cerca, aquella misteriosa alma le saludó. Él se mantuvo distante y sin responder, socialmente no era del tipo de personas muy amigables y era extraño toparse con alguien a esas horas de la noche pero al centrar más atención en ella notó sus hábitos religiosos y no pudo más que sentir respeto por aquella persona.
—Buenas noches— Contestó el saludo inclinando levemente la cabeza y respetando la educación con la que se debe tratar. Pensó en las innumerables posibilidades que llevaron a esa persona a estar en el cementerio a esas horas pero sería un imprudente y mal educado indagar directamente en sus motivos. Quizá su rostro le sonaba, quizá no. Michel cerró con cuidado y suavidad la biblia en sus manos para posteriormente guardarla de donde mismo la había sacado. Irguió su figura y restó un par de pasos de distancia, los sensatos. Supuso que el camino que ella buscaba era la despedida del cementerio, mismo que a esas horas él debía tomar para hacer guardia en otro sitio. Cubrió un poco más la frente con la tela de la capucha de la túnica oscura que llevaba, buscó la manga de la túnica con la mano contraria para meterla allí, misma acción con la otra mano. —Tranquilas noches...Sin embargo, sospecho que las actividades malignas de estos alrededores puedan atentar contra vuestra seguridad y la mía propia, ¿Qué mejor que dos almas caminando por un mismo sendero? Por eso, pregunto con el respeto debido, ¿Es en demasía imprudente pedir escoltarle en su trayecto sin importunar vuestra soledad reflexiva? — Con voz tranquila le preguntó a la dama.
Para el inquisidor, aquellos que se alejan de las enseñanzas de Dios y abrazan el pecado capital como su máximo aliado, aquellos que se dejaban envolver por las alas roídas y oscuras de Lucifer, no merecían misericordia alguna. No sólo aquellos condenados seres discípulos del demonio, criaturas aberrantes que no merecían tan siquiera pisar el mundo perfecto que Dios creó para sus hijos. También despreciaba a quienes blasfemaban contra las santas escrituras, aquellos antirreligiosos que ponían en duda la existencia de Dios.
Job, el buen Job, el enigmático y escalofriante Job, pensaba como Michel lo hacía. Ambos deseando que las tinieblas y la oscuridad más profunda se apoderasen de aquellos oscuros. Pidiendo que el terror invadiera sus almas y que el mismo día fuera una negrura imperecedera para ellos. Pero era aquí en donde tanta disciplina le hacía olvidar la clemencia que debía tener por todo aquel que alguna vez fue hijo de Dios. ¿Merecían piedad? Al juicio de un inquisidor como él la respuesta invariablemente era negativa. Su vida estaba a la merced de la obra de la iglesia y la santa inquisición. El vicario de Dios en la tierra pedía por la caza de aquellos herejes, y los inquisidores deben hacer efectiva la humilde súplica del papa.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una aguda y talante estridencia. Inmediatamente se puso en alerta, sin moverse ni un centímetro de su ubicación ni variar de posición más seguía con la vista clavada en las hojas del santo libro. No siempre el peligro era lo que asechaba en las noches. Incluso en lugares tan olvidados como el cementerio existían personas que rezaban por las almas de quienes ya no pertenecen a este mundo. Pero, por precaución, debía tener todos los sentidos en vigilia.
Entonces vio una figura a lo lejos, caminando con un paso seguro entre las tumbas y mausoleos. Posiblemente esa persona visitó más de alguna vez el cementerio pues no existía un deje de confusión en sus pasos ni señal de extravío. Conforme se aproximaba pudo divisar más claramente una figura delgada y femenina. El inquisidor le siguió con la mirada seria con intención de escrutar su persona. Cuando estuvo más cerca, aquella misteriosa alma le saludó. Él se mantuvo distante y sin responder, socialmente no era del tipo de personas muy amigables y era extraño toparse con alguien a esas horas de la noche pero al centrar más atención en ella notó sus hábitos religiosos y no pudo más que sentir respeto por aquella persona.
—Buenas noches— Contestó el saludo inclinando levemente la cabeza y respetando la educación con la que se debe tratar. Pensó en las innumerables posibilidades que llevaron a esa persona a estar en el cementerio a esas horas pero sería un imprudente y mal educado indagar directamente en sus motivos. Quizá su rostro le sonaba, quizá no. Michel cerró con cuidado y suavidad la biblia en sus manos para posteriormente guardarla de donde mismo la había sacado. Irguió su figura y restó un par de pasos de distancia, los sensatos. Supuso que el camino que ella buscaba era la despedida del cementerio, mismo que a esas horas él debía tomar para hacer guardia en otro sitio. Cubrió un poco más la frente con la tela de la capucha de la túnica oscura que llevaba, buscó la manga de la túnica con la mano contraria para meterla allí, misma acción con la otra mano. —Tranquilas noches...Sin embargo, sospecho que las actividades malignas de estos alrededores puedan atentar contra vuestra seguridad y la mía propia, ¿Qué mejor que dos almas caminando por un mismo sendero? Por eso, pregunto con el respeto debido, ¿Es en demasía imprudente pedir escoltarle en su trayecto sin importunar vuestra soledad reflexiva? — Con voz tranquila le preguntó a la dama.
Michel Évangéliste- Inquisidor Clase Alta
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Re: Vitiosum persuasio (Christel Achenbach)
Aquel misterioso joven estaba rodeado por un halo de espiritualidad que Christel pocas veces había visto. La religiosa conocía los pormenores de la Iglesia para reconocer a los que integraban sus filas practicando algo más que sermones y haciendo algo más que caridad. A pesar de la rigidez de su carácter, y de que le habían ofrecido ingresar al Santo Oficio, a la prusiana le parecía absurdo el entrenamiento militar al que se sometía a hombres y bestias por igual. Consideraba a los inquisidores esclavos de un Dios que no era el mismo que el de ella, pues el Dios al que ella rezaba cada día y al cual le había entregado su cuerpo y alma, era misericordioso y no enviaba a sus hijos a una guerra ni a una muerte segura. Su concepto sobre los sobrenaturales, especialmente el referido a las criaturas nocturnas, era muy distinto al que se pregonaba en las lindes religiosas. Los consideraba almas errantes que debían ser llevadas al camino del Señor, no por el uso de la coacción episcopal, sino, a través de la evangelización. No los culpaba por su accionar, nadie que supiera que viviría eternamente podía seguir el sendero correcto. Christel confiaba en que la misión de los católicos no era condenar a los más necesitados de fe, sino ofrecerles la palabra de Dios. La rubia sabía de las torturas, del entrenamiento casi inhumano y de la corrupción que se ocultaba tras la fachada de la Inquisición. No pudo más que sentir pena por alguien de tan corta edad involucrado en aquellos escabrosos asuntos.
Pensó en Bastian, su hijo perdido, quizá muerto. Él siempre rondaba su cabeza, y en más de una ocasión se le había ocurrido que esté en la Inquisición. Sabía de los reclutas extremadamente jóvenes que se unían a las filas del Santo Oficio, ya sea obligados o por propia decisión. Elevaba una plegaria por él cada día, cada noche. Hacía mucho tiempo que no vertía lágrimas, ni siquiera por el recuerdo de su retoño, del cual la separaron a los pocos días de haber parido. En sus momentos de menor amargura, lo imaginaba creciendo en un hogar rodeado de amor, junto a padres que lo acogieron como si fuese de su propia sangre, lleno de hermanos y armonía. En otros, cuando la oscuridad de la vida se cernía sobre su alma, albergaba las peores situaciones. Era consciente de que jamás sabría de él, de su destino, de si había sobrevivido al destete, a la separación, a un posible viaje, a la niñez, a la vida; de cuál había sido su suerte o su fatalidad. Intentó arrancar de su mente aquellos pensamientos tristes, le hacía daño lacerar su corazón asociando a los jóvenes con Bastian; no era la primera vez que le ocurría tal sensación, pero nunca auguraban cosas buenas. Christel no se encariñaba con nadie, y prefería mantener la distancia con quiénes la rodeaban, salvo con los niños de los orfanatos y de la calle. Ellos eran su refugio.
—Quien no debe no teme, Monsieur —aseguró aminorando su marcha, para que el joven se pusiera a la par— Pero acepto su compañía, siempre es bueno caminar acompañada —aseguró con cordialidad. — Su merced es aún muy joven, hace bien en preservarse, más mi humilde persona ya ha transitado mucho para que alguien como usted vele por mi seguridad. Se lo agradezco, de todas maneras —inclinó la cabeza con cordialidad. —Dios siempre está a nuestro lado, camina al costado derecho de cada uno, indicándonos el camino correcto, dándonos las señales a seguir. Está en las personas saber tomarlas o no —se tomó el tiempo para mirar de reojo aquellas facciones que denotaba la escasa edad del muchacho, mucha menos de la que había imaginado a la distancia. Nuevamente, aquella sensación de pena le surcaba el pecho. En la juventud, que era el tesoro de la humanidad, debían disfrutar y equivocarse, no vivir bajo aquellos dogmas casi siniestros. Ella pensó en la cantidad de religiosas que recibía cada año, algunas eran casi niñas; a veces recapacitaba de la dureza con las que las trataba, pero sus enseñanzas iban más allá del terrorífico régimen en el cual se experimentaba con toda clase de seres. Christel no había perdido su humanidad, a pesar de las durezas de la vida.
Pensó en Bastian, su hijo perdido, quizá muerto. Él siempre rondaba su cabeza, y en más de una ocasión se le había ocurrido que esté en la Inquisición. Sabía de los reclutas extremadamente jóvenes que se unían a las filas del Santo Oficio, ya sea obligados o por propia decisión. Elevaba una plegaria por él cada día, cada noche. Hacía mucho tiempo que no vertía lágrimas, ni siquiera por el recuerdo de su retoño, del cual la separaron a los pocos días de haber parido. En sus momentos de menor amargura, lo imaginaba creciendo en un hogar rodeado de amor, junto a padres que lo acogieron como si fuese de su propia sangre, lleno de hermanos y armonía. En otros, cuando la oscuridad de la vida se cernía sobre su alma, albergaba las peores situaciones. Era consciente de que jamás sabría de él, de su destino, de si había sobrevivido al destete, a la separación, a un posible viaje, a la niñez, a la vida; de cuál había sido su suerte o su fatalidad. Intentó arrancar de su mente aquellos pensamientos tristes, le hacía daño lacerar su corazón asociando a los jóvenes con Bastian; no era la primera vez que le ocurría tal sensación, pero nunca auguraban cosas buenas. Christel no se encariñaba con nadie, y prefería mantener la distancia con quiénes la rodeaban, salvo con los niños de los orfanatos y de la calle. Ellos eran su refugio.
—Quien no debe no teme, Monsieur —aseguró aminorando su marcha, para que el joven se pusiera a la par— Pero acepto su compañía, siempre es bueno caminar acompañada —aseguró con cordialidad. — Su merced es aún muy joven, hace bien en preservarse, más mi humilde persona ya ha transitado mucho para que alguien como usted vele por mi seguridad. Se lo agradezco, de todas maneras —inclinó la cabeza con cordialidad. —Dios siempre está a nuestro lado, camina al costado derecho de cada uno, indicándonos el camino correcto, dándonos las señales a seguir. Está en las personas saber tomarlas o no —se tomó el tiempo para mirar de reojo aquellas facciones que denotaba la escasa edad del muchacho, mucha menos de la que había imaginado a la distancia. Nuevamente, aquella sensación de pena le surcaba el pecho. En la juventud, que era el tesoro de la humanidad, debían disfrutar y equivocarse, no vivir bajo aquellos dogmas casi siniestros. Ella pensó en la cantidad de religiosas que recibía cada año, algunas eran casi niñas; a veces recapacitaba de la dureza con las que las trataba, pero sus enseñanzas iban más allá del terrorífico régimen en el cual se experimentaba con toda clase de seres. Christel no había perdido su humanidad, a pesar de las durezas de la vida.
Christel Achenbach- Humano Clase Media
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Miér Sep 18, 2024 9:16 am por Afiliaciones
» REACTIVACIÓN DE PERSONAJES
Mar Jul 30, 2024 4:58 am por Frederick Truffaut
» AVISO #49: SITUACIÓN ACTUAL DE VICTORIAN VAMPIRES
Miér Jul 24, 2024 2:54 pm por Nigel Quartermane
» Ah, mi vieja amiga la autodestrucción [Búsqueda activa]
Jue Jul 18, 2024 4:42 am por León Salazar
» Vampirto ¿estás ahí? // Sokolović Rosenthal (priv)
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