Mila Pfefferberg

Mila Pfefferberg Lewinson nació en el Hospital de Caridad de las Hermanas de la Providencia en Saumur, Francia, como la hija de una madre soltera de pocos recursos, Marianne «Marie» Lewinson, que se desempeñaba como lavandera. Su padre, Fred Pfefferberg, era un vendedor ambulante que comerciaba ropa interior y uniformes a lo largo de los centros comerciales del país mientras su esposa e hijos vivían en condiciones precarias, entre otros motivos porque costaba conseguir trabajo presentándose como judío ante familias católicas. Finalmente unos años después, persuadido con dinero, Fred se casó con Marie. La mujer pasaba enferma y su marido trabajaba por montones. El matrimonio tuvo otros seis hijos: dos mujeres, Karola y Felicia, y cuatro varones, Tibor, Majer, Ignazy y Mozes (nacido muerto)

Cuando Mila contaba con doce años, su madre murió a causa de una bronquitis a la edad de 27 años después de haber transcurrido un largo período en condiciones de miseria y con episodios de asma. Fue entonces cuando su padre envió a sus tres hijos varones a trabajar como jornaleros agrícolas con una familia campesina y a sus dos hijas a un convento de Aubazine, Corrèze, cuya orden religiosa, la Congregación del Sagrado Corazón de María, fue fundada para «asistir a los pobres y rechazados, incluyendo la gestión de hogares para niñas huérfanas y abandonadas». Cuando la muchacha cumplió trece años, le informaron que su padre había muerto. Le dijeron que una pulmonía lo había acabado, pero a la adolescente no se le quitó de la cabeza que en realidad había seguido a su madre. Mila permaneció en el orfanato, donde recibió una estricta disciplina y aprendió a coser, bordar a mano y recitar. Luego de atravesar su adolescencia en el convento, se trasladó a una pensión reservada para las niñas católicas en la ciudad de Moulins.

«Durante mi infancia sólo ansié ser amada. Todos los días pensaba en cómo quitarme la vida, aunque, en el fondo, ya estaba muerta. Sólo el orgullo me salvó».

Con el correr de los años, Mila no volvería hablar con nadie de su pasado e inventaría otras historias al alegar orígenes remotos con el fin de ocultar su semilla marginal y así poder escalar en la pirámide. De hecho afirmó que cuando su madre falleció, su padre viajó a América en busca de fortuna y ella quedó al cuidado de dos tías insensibles. También declaró haber nacido cinco años después y que su madre había muerto cuando contaba con dos años en lugar de doce.

En Moulins, Mila conoció al exoficial de caballería y rico heredero textil francés, Claude Balsan. Con 19 años se convirtió en su amante y suplantó como favorita a la cortesana Georgette d'Alençon. Durante los siguientes tres años, vivieron juntos en su castillo Royallieu cerca de Compiègne, una zona destacada por su bosque de senderos ecuestres y la vida de caza y polo. Su estilo de vida le permitió a Mila llevar una vida de riqueza y ocio, y fomentar su carácter social en fiestas de alto prestigio.

Cuando cumplió los veintiún años, comenzó un romance con uno de los mejores amigos de Balsan, el capitán inglés Stuart Pickering «Hawkeye». De pronto, la fémina de piel blanca como el papel y cabellos negros como los secretos de una mujer se sintió la presa: «Dos caballeros estaban pujando por mi pequeño cuerpo caliente; ¿cómo era posible?». Pero un buen día, aquella subasta no declarada le pasaría la cuenta.

Una noche volvió a su cuarto después de pasar una tarde completa en el jardín botánico de la mano del capitán Pickering. El aire estaba helado; más de lo usual. Ni la luz dorada de las velas aligeró el peso del ambiente cuando la judía cerró la puerta tras de sí con el alma en un hilo. Estaba demasiado silencioso.

«Has mordido la mano que sin falta te ha dado de comer. Mala jugada, pequeña judía traicionera» escuchó en una esquina. La luz de la luna que alcanzaba las baldosas reveló una imagen de Claude que la joven nunca había visto antes. Se veía terriblemente ofendido, como se lo había esperado, desde luego, pero no se veía como un hombre insultado, sino como minotauro injuriado. La hizo sentir insignificante con esa empoderada mirada. El nombre de Mila quedaría reducido a cenizas.

La criatura se acercó a ella agarrándola firmemente de los brazos. La presa cerró los ojos con fuerza sin atreverse a resistirse; si lo hacía la rompería como al cristal; temía y temblaba. La sensación de indefensión aumentó cuando Claude comenzó a romperle la ropa con sus propias manos. Quería humillarla con su falta de tacto, hacerle tanto daño como a la tela que separaba. Entretanto, Mila notaba su respiración tan agitada que presentía que debía escucharse tan fuerte como se veía la furia en Bastan.

«Te suplico» susurró casi inaudible mientras cubría sus pechos expuestos y Bastan terminaba con sus faldas. «Tú no eres… así» le faltó poco para sollozar, pero no lo hizo. Algo le decía que lo enfurecería más si se ponía a llorar. Sólo se resignó a que él dejase a la luz su cuerpo pálido, a ver si con eso abandonaba la furia ciega y volvía a un estado razonable, pero en cambio él se mofó de ella con una risa cruel que hizo que a Mila la piel se le pusiera de gallina. «Te equivocas como nunca. Siempre fui yo. Sólo que siempre subestimaste a la quimera que habita en mí.”

De rodillas cayó la fémina al piso frío cuando Claude la arrojó al mismo después de haberle arrancado el último retazo de ropa. Frente a ella los espejos le refregaban en la cara la posición en la que se encontraba. «No estás en una obra. Es absolutamente real. No hay ensayos ni errores; sólo actos.» dijo la voz de su captor a sus espaldas antes de levantarla por el cuello para que observase su reflejo en plenitud. No quería mirarse, pero él la obligó a mantener los ojos abiertos jalando de su cabello hacia atrás. «Siempre te gustaron las tragedias griegas. Ahora estás en tu propia escena. En este acto la hetaira Friné es revelada al areópago. ¡Míralos al igual que lo hiciste conmigo y el bastardo de Pickering!»

Él ató las manos de ella tras de sí con una de las mismas piezas de ropa que había arrancado y acercó un cuchillo a su rostro. Cuando sintió el hielo del acero presionar contra su cuello, Mila pensó que era su fin y cerró sus ojos resignada, mas el doble de temerosa. Así le pareció hasta que sintió el ruido del mismo al impactar contra el piso. Seguidamente le siguió el sonido de la carne. Se atrevió a mirar hacia abajo y allí estaba Claude Balsan inerte con sangre saliendo de su boca. Un alarido de espanto se oyó en la habitación. La judía no recordaba haber gritado más fuerte en toda su vida. Y para peor se quedó con el cadáver de su antiguo amante hasta la mañana siguiente, cuando los sirvientes comenzaron a inquietarse con la ausencia de ambos. Nunca se supo de qué había muerto, aunque se especuló veneno y tuberculosis, sin llegar a ninguna conclusión convincente.

«Su muerte fue un golpe terrible para mí. Al perder a Balsan, lo perdí todo. Lo que siguió no fue una vida de felicidad»

Mila no dudó un segundo cuando tomó unas cuantas pertenencias en su equipaje y se marchó sin mirar atrás. Atrás quedaría ese mundo al cual no pertenecía, incluyendo fiestas de la alta sociedad, superficialidades banales, el capitán Pickering y también Claude Bastan. Volvería a ser Mila Pfefferberg, y aunque le aterrase la idea de volver a ser esa niña esmirriada sin futuro, más temía revivir aquel negro episodio.

Eran tantas las emociones acumuladas que no podía concentrarse en lo que hacía. Estaba ausente, ida. Eran tan así que solamente pudo llegar a una parte: el teatro. Era hora de aplicar lo aprendido bajo las alas de Bastan. No tuvo éxito en la comedia, pero sobresalió como actriz de tragedias. Algo extraño le pasaba en esas escenas en que era víctima del destino fatal. Le daba pavor recordar cuando estuvo a punto de morir humillada, pero amaba la actuación, la tragedia. Como resultado terminó amando lo vivido en un síndrome de Estocolmo que ni ella pudo explicarse. Sólo entendía que volviendo a pasar las escenas en su cabeza, los papeles fluían y se convertía en sus personajes. Antes de cada escena se tocaba el cuello pensando en qué hubiera ocurrido si el filo hubiese trazado un camino de sangre en su cuerpo. Imaginar la sangre correr le producía un prohibido placer, uno que hasta el día de hoy no menciona a nadie.

No ha dormido con nadie desde ese entonces. Es que ya nada más le llama tanto la atención como el sentimiento de esa noche. Al fin y al cabo, aquel hito hizo que se transformara en quien siempre quiso: la viva imagen de una tragedia. Siente el placer a través de ello. Lo único que la frustra es no haber podido concluir el acto. Aún le tiene espanto al recuerdo, pero le causa tantas sensaciones distintas que es adicta a él. Si pudiera extenderlo… si pudiera hacerlo durar… hacer sangrar la tarima…

Melancólica hasta decir basta. Su rostro pálido y ojos profundos no son más que el resultado de lo que ha vivido. Se ha acostumbrado a andar sola, sin lazos fuertes que la derriben, ya que de esos tuvo desde que tiene memoria. Aun así, se comporta gentil con sus compañeros de trabajo e incluso con extraños, pero aunque sonría no es raro que con quienes interactúa sientan de repente una sensación de tristeza. Y es que se siente perdida. Es una perdida buscando un camino. Por ahora todo lo que tiene es el teatro para centrarse. La actuación hace que decanten sus emociones; la hacen olvidar que camina sin rumbo. Va hacia adelante y con eso basta. Mirar hacia los lados le da miedo.

Cuando siente que algo le gusta, casi nunca lo dice con palabras, pero en su defecto instintivamente se toca el cuello fruto de los hechos que la marcaron. Sin embargo, trata de no hacerlo en público. No es consciente cuando lo hace. Sólo se encuentra de esa manera.

Le cuesta dormir por las noches. Quedarse sola con sus pensamientos le hace mal. Por eso es de las que se queda hasta tarde en el teatro a pesar de que sus colegas y en ocasiones hasta sus jefes le digan que vaya a descansar. No es que no quiera, es que no puede. La actuación no es únicamente lo que le da de comer; es lo que la mantiene viva. Es la manera que tiene de abstraerse del mundo, vivir a través de otros: los personajes a los que hace moverse dentro de una obra. Es más fácil llorar lágrimas ajenas antes que las propias. Es lo que hace. A pesar de eso, da la impresión de que Mila siempre estuviera a punto de llorar, pero no lo hace. Hace muchos años que no llora más que en sus números teatrales.

A pesar de que ahora tiene una vida que se podría considerar dentro de lo normal, no ha hecho esfuerzo alguno por volver a encontrarse con su familia. La respuesta que tiene para ello es que Mila ya no está aquí. Mila murió la noche en que Claude Bastan intentó hacerla pedazos lentamente. Ahora solamente queda su fantasma. Es un fantasma que revive en cada escena, reencarnando en una persona diferente después de cada presentación. Vive en todas las pieles funestas, excepto en la propia.

Si lo hiciera, se daría cuenta de que el miedo se ha equiparado al placer.