Matthieu Saunière

Como primera impresión el hombre evoca la indecencia y la falta de pudor y ética. Es quisquilloso, grosero y vulgar. Posee poca tolerancia y no duda en sacar a relucir lo que piensa sin importarle las consecuencias. A pesar del purgatorio, o más bien círculo del infierno en el que se encuentra, sigue sin aprender la lección básica de hacerle a los demás lo que espera que la vida le retribuya, por tanto no hay negocio mal visto ante sus ojos siempre y cuando le sea recompensado con francos su trabajo. Es taciturno y melancólico, prefiere el silencio en sus momentos de lucidez aunque también suele irse de la legua cuando se encuentra bajo los influjos de sus dos amados, el alcohol y el opio. Lleva sobre sus hombros la culpa de sus actos en el pasado y su conciencia le atormenta en cada instante de su existencia.

Aquello que se ve es más simple de describir que lo permanece oculto bajo capas de experiencia y dolor. Nuestro Matthieu conserva aún algunos tributos que, aunque enterrados, pugnan por salir si la ocasión lo amerita. Puede ser amable y considerado. Posee un corazón con la ilusión de amar y ser amado y los profundos e inmensos sentimientos que le obligan a continuar levantándose en las mañanas y a permanecer sobre el puente en lugar de arrojarse al Sena: el amor perpetuo por su querida hija Gislena.

Matthieu nace en medio de una familia pequeña y fragmentada en un pequeño pueblo a las afueras de Marsella. Su padre, un labriego autoritario y abusivo, su madre una mujer servil y débil. Él y sus dos hermanos menores crecieron en medio del duro trabajo del campo, de injustas y vulgares reprimendas y de infinidad de palizas por parte de su progenitor. No es de extrañar que, no bien contó con la edad suficiente como para poder defenderse solo, el muchacho abandonara sin mirar atrás su hogar. Prometió a su madre que regresaría por ella, a sus hermanos que no los olvidaría mientras les aconsejaba que fueran fuertes y que aguardaran por su retorno. Promesas que olvidó al poco tiempo. Jamás pisó de nuevo aquella casa, nunca supo lo que fue de su madre ni de los dos pequeños que dejó llorando en la puerta en una mañana fría de invierno. Eran esos ojos enrojecidos una de las tantas imágenes que lo perseguían cuando intentaba cerrar los ojos y entregarse a os brazos de Morfeo. Uno de los tantos actos de pesaban sobre su conciencia.

Vagó entre alegrías y tristezas durante algunos años, trabajando para comer y dormir, conociendo pueblos y ciudades y pasando, finalmente, hasta la vecina Italia, emplazándose en Nápoles. En esta ciudad, por vueltas de vida y dotes del destino, consiguió cortejar a una joven de familia acomodada. Francesca y él contrajeron nupcias y se instalaron como pareja gracias a los limitados recursos de los padres de ella. Una cosa los unía más que el idilio del amor o la fogosidad de la pasión: la ambición. Cortados por la misma tijera los dos se empeñaron no solo en vivir a expensas de la familia de Francesca, sino además en conseguir que Matthieu obtuviera un título de abogacía financiado, por supuesto, por la misma bolsa. Fue durante sus años de estudio en la ancestral Universidad de Nápoles donde conoció al Griego Yorgos Chatziantonioli, volviéndose desde entonces amigos inseparables.

Una vez el dinero de la familia de Francesca se extinguió, y dado que Matthieu ya tenía un nombre de prestigio como abogado, la feliz pareja no dudó en cortar los vínculos y apartarse de quienes ya no podía aportarles nada que les interesase. El ascenso de Matthieu fue vertiginoso y en poco tiempo gozaban con dinero suficiente como para ser reconocidos en la elitista clase alta italiana. Tan prodigioso destino se debía, principalmente, al turbulento y obscuro escenario en el que él decidió brillar. No había trabajo demasiado sucio para él. Sin remordimientos ni conciencia urdía engaños y torcía las leyes a su antojo, satisfaciendo a ricos y poderosos sin importarle en lo más mínimo los damnificados por su actuar. Todo secundado y espoleado por su esposa, a quien la avaricia y el deseo de poder sometían por completo. Nunca cortaron vínculos con la familia Chatziantonioli y asistieron gustosos al nacimiento de la tercera hija de la pareja a quien llamaron Diamantina, y de quien Matthieu fue el padrino. Dos años después de que naciera Diamantina el hado brillo sobre los Saunière otorgándoles la dicha de su propio retoño, Gislena.

Cuatro años después de tan feliz acontecimiento, los Saunière fueron invitados a pasar algunos meses en la propiedad de los Chatziantonioli, en Grecia. Aunque el objetivo principal de la visita era apoyar a su amigo en algunos temas escabrosos relacionados con sus negocios, aprovecharían para conocer a la cuarta hija de la pareja, una recién nacida. El dinero puede ser tanto una bendición como una maldición, y cuando se consigue todo lo que se anhela se pierde por completo el rumbo. Las mentes débiles, aquellas incapaces de fijarse una nueva meta, sucumben ante el peso de un destino sin objetivo y declinan en medio de las más profana y decadente miseria del alma y el espíritu. Matthieu se encontraba justo en el borde de este abismo. Con más dinero del que podía gastar, una esposa que ya no le satisfacía y una hija que, si bien amaba con toda su alma, casi no conocía ni disfrutaba. Poco a poco fue cayendo en el alcohol y las apuestas se convertían en su salvación diaria. Así, una vez en Grecia, su primer impulso fue encontrar un lugar de mala muerte en el cual pudiese jugar parte de su fortuna. Desafortunadamente, la falta de lucidez debido a la gran cantidad de vino ingerido le llevó a cometer la peor atrocidad de todas: apostar a su propia hija en una mano de póker la cual perdió.

Las desgracias nunca vienen solas y el desafortunado incidente con los apostadores, que resultaron pertenecer a una de las mafias más temibles de toda Grecia, le llevó a aceptar parte de las recomendaciones de su esposa en contra de su gran amigo. Yorgos, confiado en su consejo, cayó en la ruina y en medio de su desesperación se quitó la vida dejando a su numerosa familia sumida en el dolor y en la completa pobreza. Por su parte Matthieu, angustiado por la posibilidad de perder a su adorada Gislena embaucó a sus deudores haciéndoles creer que su hija era, en realidad Diamantina. La desaparición de la niña se sumó a la lista de desgracias de la familia Chatziantonioli mientras los Saunière regresaban a la patria natal del patriarca.

Se instalaron en París donde el peso de lo que había hecho atormentaba día a día a Matthieu. Podía ver en su propia hija el rostro de aquella a la que había sacrificado. La relación con su esposa empeoraba segundo a segundo y su antiguo prestigio no significaba nada en absoluto en la nueva ciudad. Viendo como su marido cedía poco a poco al cargo de conciencia Francesca decidió tomar el asunto en sus manos. No era secreto para él el que ella le engañara. La lista de amantes superaba por mucho lo que él hubiese creído posible. Pero fiel al amor por Gislena, y respetuoso, a pesar de todo, de la reputación de Francesca, nunca optó por destapar el asunto. Ella, sin embargo, sí se escudó en la conducta errante de su esposo, en las apuestas y el alcoholismo para calumniarlo y, en el momento oportuno, despojarlo de todos sus bienes y lanzarlo a la calle como un desposeído.

El dolor de esta traición le hundió en el más profundo de los pozos. Repudiado por su esposa, apartado de su hija y teniendo que volver a que trabajar para poder comer. El poco dinero que le sobraba después de pagar la renta de un cuartucho en la ciudad lo gastaba en sus recreaciones predilectas y en algunas nuevas que había adquirido, la visita frecuente a burdeles y el consumo de opio. El karma volvía a él para cobrarle con lágrimas y sangre una a una todas las malas acciones cometidas en su vida.