AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Ten cuidado con lo que deseas | Privé
Llevaba siguiéndola durante más de tres horas subido en aquel dichoso carruaje cuando finalmente su coche se detuvo. Miré por la ventana, asegurándome de que no podría verme a través de la espesa cortina de terciopelo negro, sólo para toparme con la belleza de aquella joven en todo su esplendor. Aún no tenía del todo claro qué narices tenían que ver las hermanas Mozart con Aletheïa, pero si la inquisidora me aseguraba de que ellas eran la clave para que pudiera encontrar a aquella cambiaformas que perdí hacía años, no tenía motivos para no creerla. Ni siquiera cuando sabía que su trabajo era precisamente cazar a gente como yo. Aunque no tuviera fama de ser sincera, precisamente. Pero bueno, cualquier pista era válida para mi, así que decidí aceptar su trabajo y encontrar a la menor de las compositoras a fin de poder acceder más fácilmente a conocer a la mayor. Y allí estaba. Esperé pacientemente a que la joven música saliera de aquella cafetería de mala muerte, para seguirla a pie. No quería perderla de vista, no después de haber tardado tanto en encontrarla. ¿Cómo se podía ser tan famosa y a la vez pasar desapercibida con tanta facilidad? Nadie sabía nada de Yvonne Mozart, ni dónde vivía, ni si salía con alguien, ni siquiera si tenía planeado algún concierto en las próximas semanas. Tuve que pagar una buena suma a uno de sus antiguos sirvientes para que me diera el chivatazo acerca de dónde se ubicaba su residencia. Y me sorprendí al darme cuenta de que no era tan grande.
Su rutina también distaba mucho de parecerse a la de otras jóvenes damas de la sociedad. Cada día iba a la biblioteca a devolver unos libros y llevarse otros, luego se desplazaba hasta el puerto y se quedaba varias horas mirando hacia los barcos, para finalmente ir hasta el jardín botánico, lugar al que se dirigía en aquel preciso momento. No tenía demasiado sentido. Y si elegí precisamente ese lugar para encontrarme con ella era porque, horas después, solía desaparecer sin dejar rastro de la ciudad. Era mi única oportunidad. Como de costumbre, la música dejaba a sus sirvientes en la entrada mientras se dedicaba a pasear por los pasillos del jardín, sumida en sus pensamientos. Yo me limité a observarla varios metros por detrás, ideando cuál era la manera más sencilla para abordarla. Y entonces, ocurrió. Estaba tan distraído mirando al frente, que no me di cuenta de que una enredadera hizo honor a su nombre enredándose en mi pie izquierdo. Caí de bruces directamente contra el suelo, aunque tuve tiempo suficiente para poner ambos codos entre el suelo y mi cara. Y menos mal.
Sin embargo, el estruendo fue tal que la joven acabó volteándose. Su mirada me dejó petrificado. Tan intensa, tan directa, como si supiera que había estado allí todo aquel tiempo. ¿Y si era verdad? ¿Cómo reaccionaría? Sin duda, se trataba de un terrible error. Se suponía que yo era un profesional, un espía, un criminal experto, ¿cómo podía cometer un fallo como ese? Y peor, ¿cómo podría arreglarlo? ¿Qué podría decirle ahora para ganarse su confianza y acceder a su hermana? Tenía que improvisar algo. Y rápido. Dibujé una sonrisa entre divertida y aturdida, fingiendo sentir más dolor del que realmente sentía. Dar pena siempre funciona con las mujeres.
Su rutina también distaba mucho de parecerse a la de otras jóvenes damas de la sociedad. Cada día iba a la biblioteca a devolver unos libros y llevarse otros, luego se desplazaba hasta el puerto y se quedaba varias horas mirando hacia los barcos, para finalmente ir hasta el jardín botánico, lugar al que se dirigía en aquel preciso momento. No tenía demasiado sentido. Y si elegí precisamente ese lugar para encontrarme con ella era porque, horas después, solía desaparecer sin dejar rastro de la ciudad. Era mi única oportunidad. Como de costumbre, la música dejaba a sus sirvientes en la entrada mientras se dedicaba a pasear por los pasillos del jardín, sumida en sus pensamientos. Yo me limité a observarla varios metros por detrás, ideando cuál era la manera más sencilla para abordarla. Y entonces, ocurrió. Estaba tan distraído mirando al frente, que no me di cuenta de que una enredadera hizo honor a su nombre enredándose en mi pie izquierdo. Caí de bruces directamente contra el suelo, aunque tuve tiempo suficiente para poner ambos codos entre el suelo y mi cara. Y menos mal.
Sin embargo, el estruendo fue tal que la joven acabó volteándose. Su mirada me dejó petrificado. Tan intensa, tan directa, como si supiera que había estado allí todo aquel tiempo. ¿Y si era verdad? ¿Cómo reaccionaría? Sin duda, se trataba de un terrible error. Se suponía que yo era un profesional, un espía, un criminal experto, ¿cómo podía cometer un fallo como ese? Y peor, ¿cómo podría arreglarlo? ¿Qué podría decirle ahora para ganarse su confianza y acceder a su hermana? Tenía que improvisar algo. Y rápido. Dibujé una sonrisa entre divertida y aturdida, fingiendo sentir más dolor del que realmente sentía. Dar pena siempre funciona con las mujeres.
Siegfried Götz Wilhelm- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 28
Fecha de inscripción : 01/06/2014
Re: Ten cuidado con lo que deseas | Privé
El corazón de las mujeres, cuando ha sido roto en mil pedazos, se convierte en una auténtica caja de pandora: impredecible, y con la curiosa capacidad de estallarle en la cara a cualquiera que fuese lo bastante tonto como para tratar de abrirla. De abrirlo. De acercarse a él con intenciones amorosas o con la intención de establecer cualquier vínculo emocional, en general. Porque cuando aún no te has recompuesto de tus heridas, no estás preparada para inmiscuirte en otra relación, sea del tipo que sea. Y sí, Yvonne Mozart, una de las jóvenes solteras más cotizadas de la alta sociedad de París, era una mujer herida en aquellos momentos, tal y como llevaba siéndolo desde hacía unos tres años. Desde que esas bestias infames, de pieles pálidas y colmillos largos, le arrebataron al único hombre al que había amado de verdad. A su prometido, aquel que le daba estabilidad y tranquilidad. Que la hacía sonreír y la arropaba en las noches frías, además de actuar como su pilar de estabilidad cuando el mundo parecía tambalearse bajo sus pies. Y en aquellos momentos, lo necesitaba más que nunca. No podía dejar de echarlo de menos, ni de recordar los tiempos vividos con él, por ser mucho mejores. Se sentía sola, desamparada, ignorada por una hermana que parecía estar sumida en su propia irrealidad desde que se encontrase con aquel maldito inquisidor.
Para desquitarse de aquella maraña de sentimientos desagradables, cada mañana rehacía los pasos que en su momento dio con su prometido, como si el hecho de mantener vivo su recuerdo la hiciera sentir más viva, o lo acercara más a él. Era evidente que no lo había superado, aunque se repitiera a sí misma y al mundo que sabía perfectamente que nunca regresaría. No podía remediarlo. Aquella cafetería en medio de los callejones más humildes de París le rememoraba las historias que él le había contado hasta la saciedad. Historias del pasado humilde que él había vivido y ella únicamente había podido imaginar. Porque, a diferencia de él, ella siempre había sido una niña mimada que lo había tenido todo en la vida. Quizá por eso congeniaron tan bien. Se complementaban. La tranquilidad y aplomo de él junto con el nerviosismo y la picardía de ella. Picardía que, debido al luto, se había ido diluyendo junto con aquel sinfín de lágrimas que derramaba, cada noche, sobre su almohada, cuando la soledad se hacía más evidente. Más pesada. Más dolorosa.
Incluso aquel dichoso carruaje le recordaba a él. El compositor había escogido expresamente para ella aquel estampado interior de flores rojas y blancas. Le había dicho que le recordaba a ella, a su sonrisa, al rojo de su carmín sobre la eterna palidez de su tez. Blanca. Una lágrima se le escurrió por la mejilla, aunque su semblante permanecía tan impasible e inexpresivo como solía. No soportaba que la gente la mirara con lástima, y mucho menos que aquellos hombres con complejo de caballero de armadura de oro tratasen de conquistarla "salvándola" de una soledad que, si bien era una carga más que pesada, había elegido ella misma. Cuando finalmente el cochero se detuvo delante de su destino, Yvonne estaba tan sumida en sus recuerdos que apenas se había dado cuenta de la hora que era. Ella y su hermana solían tomar juntas el té todas las tardes, siendo este quizá el único momento de paz que ambas tenían de sus respectivas y caóticas vidas privadas. Aprovechaban entonces para poner sus pensamientos en común, y hablar de los conciertos que tendrían que realizar en fechas más próximas. Aunque ya ni siquiera eso era lo mismo. La música, aun siendo su vida, se había convertido en algo tan mecánico que apenas si le aportaba algo de satisfacción. Y eso también comenzaba a lastimarla.
Tras aspirar una larga bocanada del aire cargado del interior del coche, salió al exterior para toparse de lleno con una bocanada de aire caliente. Casi se desmaya. Tras ordenarle al cochero que se quedase justo donde estaba -evitaba todo contacto directo con las personas del género contrario-, se encaminó hacia el interior del jardín botánico ignorando sus miradas de preocupación. Aquel hombre llevaba trabajando para ellas desde que ambas llegaran a París, las conocía desde que eran apenas adolescentes, por lo que era prácticamente de la familia. Aún así, nunca había logrado mantener una relación tan cercana con Yvonne como la tenía con Genie. Porque las relaciones de la pequeña de las hermanas Mozart, si tenían algo en común, era su superficialidad. Incapaz de mantener vínculos más estrechos por aquel miedo a la pérdida, ¿por qué le extrañaba tanto haberse quedado sola? Tomó un par de rosas blancas entre los dedos de su mano derecha, ignorando el escozor y las posteriores gotas de sangre que brotaron de su palma, recriminándose a sí misma el por qué de su actitud. Pero un sonido sordo a su espalda la hizo volverse de inmediato. Y allí, lo vio.
Unos ojos azules como el océano que la miraban de reojo. Una sonrisa radiante. Y un extraño parecido a aquel que había fallecido tiempo atrás. No físicamente, pero había algo en aquella mirada que la hacía recordar a su prometido. Aunque, en realidad, casi todo, de alguna siniestra forma, lograba recordarle a él. Lo encaró, primero con frialdad, escrutando el interior de aquellos orbes que parecían querer decir más de lo que realmente decían, para luego relajarse visiblemente y aproximarse hasta su altura, tendiéndole la mano. - Tened cuidado. Estas baldosas son bastante resbaladizas. -Dejó las rosas a un lado, ahora repletas de pequeñas motas de color carmesí, a fin de ayudarle. A veces eran las mujeres las que debían actuar como caballeros de armadura brillante.
Para desquitarse de aquella maraña de sentimientos desagradables, cada mañana rehacía los pasos que en su momento dio con su prometido, como si el hecho de mantener vivo su recuerdo la hiciera sentir más viva, o lo acercara más a él. Era evidente que no lo había superado, aunque se repitiera a sí misma y al mundo que sabía perfectamente que nunca regresaría. No podía remediarlo. Aquella cafetería en medio de los callejones más humildes de París le rememoraba las historias que él le había contado hasta la saciedad. Historias del pasado humilde que él había vivido y ella únicamente había podido imaginar. Porque, a diferencia de él, ella siempre había sido una niña mimada que lo había tenido todo en la vida. Quizá por eso congeniaron tan bien. Se complementaban. La tranquilidad y aplomo de él junto con el nerviosismo y la picardía de ella. Picardía que, debido al luto, se había ido diluyendo junto con aquel sinfín de lágrimas que derramaba, cada noche, sobre su almohada, cuando la soledad se hacía más evidente. Más pesada. Más dolorosa.
Incluso aquel dichoso carruaje le recordaba a él. El compositor había escogido expresamente para ella aquel estampado interior de flores rojas y blancas. Le había dicho que le recordaba a ella, a su sonrisa, al rojo de su carmín sobre la eterna palidez de su tez. Blanca. Una lágrima se le escurrió por la mejilla, aunque su semblante permanecía tan impasible e inexpresivo como solía. No soportaba que la gente la mirara con lástima, y mucho menos que aquellos hombres con complejo de caballero de armadura de oro tratasen de conquistarla "salvándola" de una soledad que, si bien era una carga más que pesada, había elegido ella misma. Cuando finalmente el cochero se detuvo delante de su destino, Yvonne estaba tan sumida en sus recuerdos que apenas se había dado cuenta de la hora que era. Ella y su hermana solían tomar juntas el té todas las tardes, siendo este quizá el único momento de paz que ambas tenían de sus respectivas y caóticas vidas privadas. Aprovechaban entonces para poner sus pensamientos en común, y hablar de los conciertos que tendrían que realizar en fechas más próximas. Aunque ya ni siquiera eso era lo mismo. La música, aun siendo su vida, se había convertido en algo tan mecánico que apenas si le aportaba algo de satisfacción. Y eso también comenzaba a lastimarla.
Tras aspirar una larga bocanada del aire cargado del interior del coche, salió al exterior para toparse de lleno con una bocanada de aire caliente. Casi se desmaya. Tras ordenarle al cochero que se quedase justo donde estaba -evitaba todo contacto directo con las personas del género contrario-, se encaminó hacia el interior del jardín botánico ignorando sus miradas de preocupación. Aquel hombre llevaba trabajando para ellas desde que ambas llegaran a París, las conocía desde que eran apenas adolescentes, por lo que era prácticamente de la familia. Aún así, nunca había logrado mantener una relación tan cercana con Yvonne como la tenía con Genie. Porque las relaciones de la pequeña de las hermanas Mozart, si tenían algo en común, era su superficialidad. Incapaz de mantener vínculos más estrechos por aquel miedo a la pérdida, ¿por qué le extrañaba tanto haberse quedado sola? Tomó un par de rosas blancas entre los dedos de su mano derecha, ignorando el escozor y las posteriores gotas de sangre que brotaron de su palma, recriminándose a sí misma el por qué de su actitud. Pero un sonido sordo a su espalda la hizo volverse de inmediato. Y allí, lo vio.
Unos ojos azules como el océano que la miraban de reojo. Una sonrisa radiante. Y un extraño parecido a aquel que había fallecido tiempo atrás. No físicamente, pero había algo en aquella mirada que la hacía recordar a su prometido. Aunque, en realidad, casi todo, de alguna siniestra forma, lograba recordarle a él. Lo encaró, primero con frialdad, escrutando el interior de aquellos orbes que parecían querer decir más de lo que realmente decían, para luego relajarse visiblemente y aproximarse hasta su altura, tendiéndole la mano. - Tened cuidado. Estas baldosas son bastante resbaladizas. -Dejó las rosas a un lado, ahora repletas de pequeñas motas de color carmesí, a fin de ayudarle. A veces eran las mujeres las que debían actuar como caballeros de armadura brillante.
Genie M. Mozart- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 55
Fecha de inscripción : 12/12/2013
Re: Ten cuidado con lo que deseas | Privé
Y allí, desde el suelo, pude observar maravillado los gráciles movimientos de la dama, sus larguísimas piernas, la dulzura de su rostro frente a la dureza y frialdad que brillaba en el fondo de su mirada. Su simple presencia era una perfecta contradicción. No me extrañó nada en absoluto que el esposo de la vampiresa que me había ordenado seguirla se hubiese quedado prendado de una de las hermanas Mozart. Porque de las dos, se suponía que la que tenía justo delante era la menos hermosa. ¡No podía imaginarme a la otra! Y sinceramente, ¿quién en su sano juicio no hubiera preferido disfrutar del dulce y sutil bocado de aquella humana en contraposición de la cruel y sanguinaria Aletheïa? Pensar lo contrario sería un disparate. Seguí sonriendo hasta que la dama pareció superar su reticencia inicial a acercarse. Algo parecía confundirla, una especie de lucha interna en la que, por supuesto, había ganado la parte que quería acercarse a mi. Nunca lo había dudado, en realidad. Las mujeres son otra de mis muchas facultades. Conquistarlas se me hace tan sencillo... Observé también, aunque esta vez con cierto escepticismo, el lento gotear de aquel líquido carmesí directamente de sus manos. Desde luego, no era una jovencita para nada convencional. Otra, en su lugar, estaría lloriqueando en busca de un galán que la ayudara con semejante herida. Pero ella, no. Ella se acercó a mi, con la misma frialdad que sus ojos despedían, y me ofreció la mano que no estaba herida. La acepté gustoso y me levanté despacio, sin dejar de clavar mis ojos en su mirada. Quería derretir ese hielo que la llenaba por dentro. Y tenía que conseguirlo, para cumplir con mi misión.
- Tristemente ya me he dado cuenta... De forma un tanto brusca, eso sí. Menos mal que vos estabais cerca para ayudarme. Muchas gracias, mi salvadora... -Ignoré su mirada irónica en cuanto de mis labios salieron disparadas aquellas palabras. Evidentemente, no había sido para tanto, pero si algo sabía de la gente como ella, proveniente de las más altas esferas de la sociedad, era que pese a su frialdad, los halagos le encantaban. Seguí sonriendo con simpleza, como si más que estar agradecido estuviese hechizado por su figura, por su rostro, por aquellos labios finos pero carnosos que parecían llamarme. Sin duda, cualquier otro hombre en mi lugar sí que se hubiera sentido hechizado por la belleza áspera que era Yvonne Mozart. Pero yo no era como el resto de hombres, eso estaba claro. Yo perseguía al fantasma de mi amor infantil, como si las esperanzas por recuperarla fueran mi motor para seguir caminando... Y ciertamente, así era. Le tendí un pañuelo y le señalé la mano herida, sin dejar de sonreír, aunque mi mente estaba a esas alturas bastante lejos de aquel jardín botánico. - Deberíais cubrirla o se infectará. ¿Han sido las rosas, no? Unas flores harto traicioneras si no se sabe cómo tomarlas. Además, a vos os pegan más los tulipanes. Fuertes, resistentes, pero a la vez delicados.... -Ahora que lo pensaba, realmente sí que se parecía a una de aquellas flores que yo mismo tenía plantadas en el modesto jardín de mi residencia. No eran como el resto de flores, que morían con el invierno y florecían con el verano. Siempre estaban en flor, como si se resistieran a que el clima hiciera estragos a su belleza. Sí, sí que se parecían. Más de lo que al momento de decirlo había pensado.
- Bueno, no pretendo ser una molestia para vos, aunque... me resulta extraño que alguien como vos, elegante, y famosa, esté sola en un lugar como este. ¿No teméis que os aborde una jauría de seguidores conocedores de vuestras obras? Porque incluso yo, que soy más del arte del pincel, conozco muchas de ellas, mademoiselle Mozart. Y me parecen impresionantes. -Mi sonrisa se ensanchó visiblemente. De hecho, tenía gran parte de su música guardada para ocasiones especiales. La chica, como su hermana, tenía talento, pero mientras la otra era elegante, ordenada, y con mucha técnica, la música de Yvonne Mozart era desenfadada, fresca y, en el fondo, estaba llena de dolor. De vacío. Justo lo mismo que yo sentía cuando, al anochecer, recordaba que podía tener todo el oro del mundo, pero no había recuperado lo único que había amado de verdad. Supongo que en eso éramos similares. Aunque lo mío tuviese solución, y lo suyo no. - Y decidme... ¿visitáis este jardín muy a menudo? Seguro que no soy el primer hombre que rescatáis del suelo por caerse en estas baldosas... -El humor, como técnica de conquista, siempre había sido más efectivo para mi que recordarle a las mujeres hermosas lo mucho que lo son. Ya lo saben. Están cansadas de oírlo y de que las juzguen como simplemente un rostro bonito, más que otra cosa. Con el tiempo, había aprendido que lo mejor era tratarlas de igual a igual. De persona a persona. Aunque sin olvidar recordarle de vez en cuando sus muchos talentos, que no belleza. Y talento, Yvonne Mozart, tenía de sobra.
- Tristemente ya me he dado cuenta... De forma un tanto brusca, eso sí. Menos mal que vos estabais cerca para ayudarme. Muchas gracias, mi salvadora... -Ignoré su mirada irónica en cuanto de mis labios salieron disparadas aquellas palabras. Evidentemente, no había sido para tanto, pero si algo sabía de la gente como ella, proveniente de las más altas esferas de la sociedad, era que pese a su frialdad, los halagos le encantaban. Seguí sonriendo con simpleza, como si más que estar agradecido estuviese hechizado por su figura, por su rostro, por aquellos labios finos pero carnosos que parecían llamarme. Sin duda, cualquier otro hombre en mi lugar sí que se hubiera sentido hechizado por la belleza áspera que era Yvonne Mozart. Pero yo no era como el resto de hombres, eso estaba claro. Yo perseguía al fantasma de mi amor infantil, como si las esperanzas por recuperarla fueran mi motor para seguir caminando... Y ciertamente, así era. Le tendí un pañuelo y le señalé la mano herida, sin dejar de sonreír, aunque mi mente estaba a esas alturas bastante lejos de aquel jardín botánico. - Deberíais cubrirla o se infectará. ¿Han sido las rosas, no? Unas flores harto traicioneras si no se sabe cómo tomarlas. Además, a vos os pegan más los tulipanes. Fuertes, resistentes, pero a la vez delicados.... -Ahora que lo pensaba, realmente sí que se parecía a una de aquellas flores que yo mismo tenía plantadas en el modesto jardín de mi residencia. No eran como el resto de flores, que morían con el invierno y florecían con el verano. Siempre estaban en flor, como si se resistieran a que el clima hiciera estragos a su belleza. Sí, sí que se parecían. Más de lo que al momento de decirlo había pensado.
- Bueno, no pretendo ser una molestia para vos, aunque... me resulta extraño que alguien como vos, elegante, y famosa, esté sola en un lugar como este. ¿No teméis que os aborde una jauría de seguidores conocedores de vuestras obras? Porque incluso yo, que soy más del arte del pincel, conozco muchas de ellas, mademoiselle Mozart. Y me parecen impresionantes. -Mi sonrisa se ensanchó visiblemente. De hecho, tenía gran parte de su música guardada para ocasiones especiales. La chica, como su hermana, tenía talento, pero mientras la otra era elegante, ordenada, y con mucha técnica, la música de Yvonne Mozart era desenfadada, fresca y, en el fondo, estaba llena de dolor. De vacío. Justo lo mismo que yo sentía cuando, al anochecer, recordaba que podía tener todo el oro del mundo, pero no había recuperado lo único que había amado de verdad. Supongo que en eso éramos similares. Aunque lo mío tuviese solución, y lo suyo no. - Y decidme... ¿visitáis este jardín muy a menudo? Seguro que no soy el primer hombre que rescatáis del suelo por caerse en estas baldosas... -El humor, como técnica de conquista, siempre había sido más efectivo para mi que recordarle a las mujeres hermosas lo mucho que lo son. Ya lo saben. Están cansadas de oírlo y de que las juzguen como simplemente un rostro bonito, más que otra cosa. Con el tiempo, había aprendido que lo mejor era tratarlas de igual a igual. De persona a persona. Aunque sin olvidar recordarle de vez en cuando sus muchos talentos, que no belleza. Y talento, Yvonne Mozart, tenía de sobra.
Siegfried Götz Wilhelm- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 01/06/2014
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