AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Félice Ildegarde Moulin
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Félice Ildegarde Moulin
Félice Moulin
N. Completo: Félice Ildegarde Moulin
Edad: 14 años
Clase: Baja
Ocupación: Sobrevivir
Especie: Humana
Nacionalidad: Francesa
Orientación Sexual: Heterosexual
PB: Alexandra Ulesan
Descripción Física
Estatura: 173 cm
Busto: 73 cm
Cintura: 56 cm
Caderas: 82 cm
IMC: Desnutrición moderada (16,5)
Descripción Psicológica
Pensé que nada podía provenir de una rosa rota y disuelta, pero me equivoqué; con su sangre, pinté mi abstracta historia con los dedos en el piso. Pinté la vida de mil colores, no conociendo que tenía sinsabores sino hasta la muerte de mis padres. Pinté en las paredes corazones y alrededor tulipanes de colores. Pinté lagos y riachuelos cristalinos, con ruiseñores y sus trinos. Tracé un horizonte de ámbar dorado y mariposas de variopintos colores. Y en el centro de ese mundo dibujé a una madre con su cría, acariciándole su mejillita. Ideé interminables sonrisas; eran de papá. Maravilloso.
Me di cuenta de que crecí. Con el tiempo se borró mi paraíso de oropel; sólo quedó la fría y estéril pared. ¿Qué colores, qué flores pueden hacerlo renacer? Los corazones se rajaron; las mariposas desertaron; los ruiseñores se enmudecieron. ¡Sin amor los lagos y riachuelos están secos!
Han pasado los noches y mis rosas se han oscurecido. No vale la pena dibujar si saldrán malditas esas caritas tristes. Más me valdría pintar con cenizas; para que las rosas salgan grises. Eso es porque mi madre no existe, y mi padre decidió borrar su memoria junto con la de ella. Mi mejilla sigue virgen desde ese entonces, porque nunca más supo de un beso de aquellos padres que aquí no viven.
Estoy necesitando de la vida un millar de explicaciones, de respuestas a preguntas que nunca les formulé a mis padres y que jamás formularé. No obstante, hoy miro al reflejo en el espejo, y veo con horror a una chica sin fuerzas para levantarse, aunque continúa no sé para qué, un ánima moribunda de amor, sonrisas que no son y una boca que elige callar, aunque su corazón le ruegue: grita ya.
Y nunca nadie le dirá linda. Nadie la mirará con ternura y pasión, como su padre miraba a su madre. Nadie la besará en medio de la lluvia ni arropará para hacerla sentir su calidez. Mejor aferrarse a las rosas, y que éstas derramen su llanto carmesí sobre las manos. Ese será tu consuelo.
Esa muchacha esmirriada en el espejo, la vendedora de rosas sin rumbo, me continúa mirando. Siempre fue la rezagada en un rosal repleto de bellezas; la oscura, en imperios donde se pavonean las princesas con pasteles y vestidos. Y esa pobretona del espejo, también quiere sentirse real, pide a lágrimas mudas que nadie escucha, ser para alguien especial; ser para cualquiera especial.
Y le pregunto al tiempo, cuando llegará mi día, el que mis lágrimas sean reemplazadas por sonrisas de verdad. O un amor eterno para abrirle los brazos a la muerte y decirle: «Te han vencido. No eres tan etérea.»
Historia
¿Llegará el día en que los pobres sean protegidos como una especie en extinción? ¿Habrá zonas de veda, parques turísticos y hasta aldeas más o menos auténticas que ilustren cómo vivíamos? Quizá los visitantes admiren la inteligencia y dignidad con que se puede vivir estrechamente. Pero será difícil explicarles cómo pudo haber pobres en medio de la abundancia. Félice se pregunta cómo los mirarán desde el mañana, los que tendrán el privilegio de vivirlo. ¿Ella? No está tan segura. Ahora respira; de eso tiene certeza. Diría que los de su condición viven sólo el hoy, pero… no lo sabe, pues las calles están silenciosas, y eso se vive o se muere cada segundo. Eso nunca es bueno; mamá alcanzó a enseñárselo antes de morir. Ahora está por su cuenta, pero no siempre fue así.
La señora Bertrand, esa mujer gorda y anciana que Félice recuerda como aquella que corta cabezas de pescado en el mercado, dice que desde el inicio se dieron todas las condiciones fatales necesarias para que hasta el más descerebrado sospechara que llegarían los días que hoy la acompañan. Pero no se podría hablar del hoy si no se contase el ayer, o lo que queda de él.
Félice no conoce el nombre de sus abuelos, pero eso es irrelevante cuando se sabe a lo que se dedicaban. Su abuela era monja, una de muchas jóvenes servidoras de la religión. Creía tan ciegamente en su fe que no sabía de malicia ni de segunda intenciones. Tuvo que aprenderlo de la peor manera: el sacerdote de su templo, mi abuelo, superado por el instinto natural del hombre de la libido y la hipocresía, se coló en su cuarto una noche y la ultrajó reiteradas veces. ¿Cómo sé que desciendo de él? «Pudo haber sido cualquiera» dicen quienes mucho hablan y nada entienden. Félice está segura, por lo que pasó después. En un mundo de muerte, allí, en una catacumba bajo un convento cuyo nombre se espera borrar de la memoria, de aquella religiosa nacieron dos niños: unos mellizos llamados Valéric y Jeanne-Marie. Los bautizaron como hijos de padres desconocidos, dejándoles a ambos el apellido Moulin porque en un molino dijeron haberlos encontrado. A diferencia de los bebés de la mayoría de las novicias, ellos fueron criados allí para servir. Desde pequeños fueron de la mano aprendiendo a rezar, a huir de los castigos de la madre superiora, y a cantar en las sombras, bajo las sábanas, para ahuyentar los males del exterior.
El destino los mantuvo unidos; eran todo lo que conocían y amaban. Envejecerían juntos esos hermanos hasta que Él decidiera llevarlos. Vivían tranquilos y confiados. Eso hasta que un día, una semana posterior a su cumpleaños número quince, mientras cargaban víveres para los demás miembros de la Iglesia, un desconocido lanzó un tomate podrido al rostro de Valéric, y luego llegó uno a los muslos de Jeanne-Marie. Lo que siguieron fueron insultos. «Bastardos, hijos del diablo. ¡Son los bastardos del Padre Collomp!» Horrorizados, huyeron de la muchedumbre y volvieron al templo a guarecerse. Allí ya sabían del escándalo que se había generado en el mercado. En secreto, los religiosos tomaron una decisión: Nadie más podía enterarse; harían a los mellizos desaparecer. Pero Valéric escuchó sus perversos susurros en la oscuridad, y con el coraje que tuvo que hacerse en ese mismo instante, tomó a su hermana y corrieron con lo puesto hacia ninguna parte. Fueron por caminos húmedos, cargados de penumbras, hasta que se subieron al primer tren que encontraron. Abrazados en un rincón, así viajaron para protegerse de los criminales y enfermos que los acompañaban en el vagón.
Lo cierto es que nunca fueron hermanos; fueron su mundo. Ni bien nacieron, se unieron. Ni bien se unieron, se amaron. Apenas tenían dinero para alquilar un cuarto, pero estaban juntos. Eso era lo que importaba. Se las arreglaban para vender flores en el mercado ambulante; Valéric tulipanes y Jeanne-Marie claveles. A nadie en la ciudad dijeron que eran hermanos, sino marido y mujer. Así vivían. Pero no importaba cuánto afecto entre los dos existiera, seguían siendo pobres, bordeando la miseria de esa habitación estrecha y sin luz más que la que entraba por rendijas. Varios hijos llegaron, pero todos murieron en el parto o a los pocos días por las condiciones insalubres. Todos, excepto una niña: Félice. De todos sus hijos, fue a la única que nombraron. Le pusieron su nombre cuando aprendió a caminar de pié; ahí supieron los padres que su retoño sobreviviría.
Las condiciones de vida no mejoraron, pero hacían creer a Félice que el mundo era bueno y que sin importar lo que ocurriera, lo importante era tener amor. Que todo lo demás era prescindible, que pasaba, se renovaba y moría como las flores que vendían. Desde luego que la sobreprotegieron desde niña para no perderla de vista. Era su única esperanza para proyectarse hacia el futuro. Tan así que apenas aprendió a hablar, le encomendaron que vendiera las rosas, la flor favorita de sus padres.
Pero la mujer comenzó a sentirse extraña, con escalofríos inmovilizando su espina dorsal a menudo y fuertes jaquecas opacando su concentración. Necesitaba sentarse más regularmente. Así estuvo hasta que hubo una mañana en que Jeanne-Marie no pudo levantarse para ir a trabajar. Valéric se despertó por el sudor frío de su mujer; revisándola comprobó horrorizado su alta temperatura. Félice y su padre dejaron de ir a trabajar por días, quedándose sin comer para poder alimentar a la madre de la familia, quitándose el pan de la boca para tener las manos libres para aliviarla. No sirvió. Tifus era el mal que la aquejaba y no lograron sacarla de allí. Una noche fatal, en medio de delirios, el sufrimiento de Jeanne-Marie llegó a su fin.
Valéric se quedó absorto con el cuerpo de su hermana y amante entre sus brazos. No lo dejaba ir. No miraba hacia ninguna parte con esos ojos abiertos de par en par, buscando respuestas inútiles. Félice tuvo miedo de su padre, pero por el bien de ambos salió a vender rosas con sus manos heridas por el trabajo sin fin. El cuerpo de Jeanne-Marie comenzó a apestar al segundo día fuertemente. La huérfana de madre tuvo que pedir ayuda a unos vecinos para que le quitaran el cadáver de los brazos al mellizo desamparado. Casi no opuso resistencia; no hizo nada, que fue lo peor.
Desesperada, la niña zamarreó a su padre para que le dijera algo, llorando en su pecho para que saliera de ese estado. Consiguió que él la abrazara de vuelta y así durmieron. Cuando Félice despertó, comprobó con desgarrador desconsuelo que el cuerpo de su padre yacía frío y tenso. Estaba muerto. Valéric Moulin se suicidó con el mismo veneno que usaba para las ratas en la Iglesia de la que huyó con Jeanne-Marie. No hizo fiebre, no hizo nada. Félice dice que fue la pena lo que lo mató. Quizás el universo tenga una respuesta un poco más profunda: los mellizos llegaron juntos, compartieron un vientre, un lecho, una hija, un amor. Era su destino también compartir la muerte. Adonde fueran se seguirían.
¿Ahora? Félice no tiene adónde ir. Lo que gana vendiendo rosas no alcanza para cubrir ni la mitad de un cuarto, mucho menos el piso. Pide a los vecinos que la protejan, pero ya no le abren las puertas como antes. Le aterra dormir en la calle. Está sola. Pero eso no lo es todo: algo le está pasando a su cuerpo.
Félice Moulin- Humano Clase Baja
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Re: Félice Ildegarde Moulin
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Tarik Pattakie- Vampiro/Realeza
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