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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Virka Tartaxu Lun Nov 24, 2014 9:02 pm

A veces le sorprendían como las cosas incurrían a su alrededor. Llevando una vida digna de su cargo por el día, su única manera de estar en contacto con los acontecimientos políticos y sociales era a veces solo posible a través de las conversaciones de los caballeros o entre los chismorreos de sus criticables compañeras de amistad. Los bailes del palacio ejercían un fuerte atractivo en cuanto a la información se refería, sin embargo, por muy apetitosa que esta pudiera ser, a menudo despreciaba el hecho de que la vida de un burgués de clase real fuera tan aburrida. Pero por las noches y pagando un sencillo voto de silencio de parte de sus sirvientes, ella era libre y podía ir a donde lo deseara, aunque fuera un escándalo que lo hiciera sola. No podía evitarlo, la libertad tenía un costo, un costo muy algo para alguien de su estatus.

Esa noche en particular fue una de esas como cualquier otra, pero totalmente diferente. De esas en las que ni siquiera un libro antiquísimo adquirido de la biblioteca de manera legal, por supuesto, conseguía abstraerla. Sintió el tedio del aburrimiento y el deseo de salir a donde fuera se volvió palpable como el olor de la cera quemándose en la vela junto a su libro antiguo y amarillento. Intento consultarlo por otros breves minutos, pero fue inútil. Cerró el libro, resguardándolo bajo su brazo y apagó la vela auxiliar que se encontraba en la mesa con un ligero soplo de sus labios entre abiertos. No le tomó más de un segundo llamar a su criada de confianza y pedirle que prepararan el coche para salir de inmediato. Tenía tiempo para llegar a la última función del teatro.

La noche afuera era fresca, por lo que cubrió sus hombros con una capa ligera de terciopelo que para nada ocultaba su cuerpo cuidado y delgado. Subió al carruaje y se reclinó en el asiento, observando hacía el exterior, pensativa mientras alisaba la falda de su vestido color bermellón. Esa noche había algo más que la necesidad de salir, que el aburrimiento. Ni siquiera pensó cuando se dirigió hacia allá. Deseaba ver una obra o ¿La obra era el pretexto para algo más? La noche acababa de caer, se cernía sobre París con su manto uniforme y cada vez más plagado de estrellas. Era una noche fresca, pero con mucho movimiento. Alcanzó el teatro en poco tiempo, descendiendo con ayuda de su cochero que le tendió el brazo caballerosamente. Nunca despreciaba esos gestos y no era una mujer que usara banquillos. El escalón del carruaje era suficiente pero al descender parecía ingrávida por un segundo, hasta que sus tobillos quedaban escondidos de nuevo bajo la falda de su vestido.  

La reconocieron de inmediato, recibiéndola con gestos cariñosos y una leve reverencia. Tomó su falda y la alzó al tiempo que hacia la reverencia correspondiente al saludo. Le ofrecieron un palco y aceptó de inmediato. Deseaba observar su alrededor. Nada como un mirador para un espectador astuto. Subió los escalones entre la gente, saludando a los que conocía de la corte que, soportando que fuera sola, le dedicaban unos segundos de atención antes de enfrascarse en más chismorreos en cuanto ella se marchaba escaleras arriba. Uno de los trabajadores del teatro le abrió el palco que, por ahora se encontraba solo. Entró, desnudo sus hombros de la cama y escogió una de las sillas de hasta el frente. Doblo con precisión su capa y dejo esta sobre su regazo, así como el programa que consulto brevemente antes de pasar la vista entre la gente y observarla, dirigiendo pronto su atención al escenario.
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Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Nov 29, 2014 5:47 pm



Podría resultar irónico que él, un hombre obsesionado con el poder, acudiera entusiasmado al teatro para su deleite ante una maravillosa obra como es Doctor Fausto, de  Christopher Marlowe. ¿Quién no conocía la historia, la leyenda del Doctor Fausto? Ése hombre hambriento de conocimiento y poder -al igual que el Cardenal- quien vende su alma al Diablo para conseguir todo lo que ansía. Cierto, de La Rive jamás ha tenido contacto directo con ningún enemigo del Señor, mas todas las mañanas cuando el espejo le devuelve el reflejo de su propia mirada es capaz de avistar en sus azules ojos un leve atisbo de maldad, un ser malévolo dentro de él que sonríe ante el mal que causa a cada paso que da. Un practicante de magia negra y de nigromancia, un hombre que desea participar en las artes oscuras… ¿No es acaso esto similar a los ambiciones del Cardenal? Lo peor de todo es que disfrutaba con ello. Y también que sus ropajes sagrados le eran un magnífico disfraz en su búsqueda y ascenso hacia el poder. Pero hay algo que añadir. Sí, la obra de Marlowe es un gran aliciente para acudir al teatro, sin embargo en aquella noche ése no era su único interés para dejarse ver -¿cuando la Iglesia se había llevado bien con los actores, pobres hombres y mujeres juzgados por dedicarse a ser otras personas sobre las tablas?-.

Cuando llegó al teatro se sorprendió al ver éste repleto. Sobre todo teniendo en cuenta que últimamente lo que llenaba eran las óperas de compositores extranjeros, los cuáles se atrevían a escribir éstas en alemán y no en el debido italiano. Mozart, Hayden, Bach… ¿Quiénes se creían para cambiar lo que siempre se había hecho de determinada forma? No nos confundamos, Alphonse de La Rive ama al arte de una forma peculiar -el hecho de que ame a algo que no sea a sí mismo ya es peculiar- y entiende que el cambio en este mundo es necesario… Sin embargo se volvía a plantear la misma pregunta, ¿quiénes se creían? Esas obras escritas en alemán para que el inculto populacho pudiera comprenderlas… Eran tiempos convulsos, después de todo.

Todos le recibían con cordiales saludos e inclinaciones, reverencias. Algunos de los más creyentes -o también los que más fingían serlo- se acercaban al Cardenal para reposar sus labios sobre uno de sus anillos, besando éste mientras prácticamente se arrodillaban ante el supuesto religioso. El anillo que muestra su desposorio con la Iglesia de Roma. Mientras se paseaba por los pasillos del lugar sus rojos ropajes -color sangre; sangre de los Santos y los Mártires, del sacrificio de los corderos en la Pascua, el propio sacrificio del Cordero de Dios- destacaban en la multitud, entre las oscuras levitas de los hombres y los suaves colores pastel de las mujeres. La cruz que llevaba colgada en su cuello chocaba de vez en cuando contra su propio pecho, y él mostraba una sonrisa triunfante en su rostro. Entonces, en ese preciso instante, escuchó los cuchicheos que algunas personabas murmuraban ante el desfile de otro aristócrata. O más bien de otra se dijo a sí mismo cuando se percató de quién se trataba. La mujer que esperaba; la Condesa Tartaxu. ¿Se atrevía a rivalizar con la atención que el Arzobispo parisino ansiaba despertar? Sabía que ella pensaba acudir al teatro en aquel preciso instante -el Cardenal tenía confidentes por todas partes-, y necesitaba tener una pequeña y sincera charla con ella. Sabía de sus artes macabras -algo castigado por la Inquisición- y también de la libertad con la que la muchacha se movía por las altas esferas de la sociedad francesa -esto último no le desagradaba, en absoluto. Y bueno, lo primero tampoco. Podría conseguir algo de esos poderesespeciales que la Condesa poseía-.

Habló posteriormente con uno de los acomodadores, para que éste le pusiera en contacto con los responsables del teatro. Unas simples palabras, unas meras amenazas -oh, por Dios Santo, es el Arzobispo de París, puede conseguir casi todo lo que se proponga-. Y dicho y hecho, logró que el palco donde la muchacha se encontrara fuera en exclusiva para los dos.

La obra ya había empezado cuando se dignó a aparecer por allí, sosteniendo una copa de vino que había obtenido en el bar del propio lugar -su alcoholismo no conocía límites-. Antes de sentarse también delante, justo al lado de la aristócrata, se dibujó una siniestra sonrisa en sus labios. Ojalá su plan fuera a la perfección, necesitaba a un hechicero trabajando para él cuanto antes. Y, desde luego, no dudaba en utilizar males artes para obtenerlo.

Marchemos contra los poderes del cielo y colguemos en el firmamento negras flámulas para anunciar la matanza de los dioses.

Los comediantes pronunciaban las palabras que Marlowe había escrito años atrás sobre el escenario. Y el Cardenal se acercó hasta la pelirroja, haciendo una más que exagerada reverencia.


-Condesa… -se sentó a su lado, recolocando sus rojos ropajes y depositando la mirada sobre la mujer-. Qué maravillosa casualidad encontrarnos aquí… ¿no? ¿Quién lo iba a decir? Fausto… -ésas últimas palabras las murmuró dirigiendo los ojos hacia el tablado-. ¿Usted, señorita Tartaxu, cree que es justificable acercarse al mismísimo Diablo con tal de tener en nuestras manos lo que más codiciamos? -jugueteaba con la cruz apoyada sobre su pecho-. ¿Ve la magia como un pecado que debe ser castigado con el fuego del Infierno, aquí en la Tierra, Condesa?

Y esperó su respuesta, acomodándose en el asiento a sabiendas de que nadie les molestaría en la función que acarraría en apenas unos segundos. Y no me refiero a la función del escenario; Marlowe y su Fausto ya habían pasado a un segundo plano.
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Mensaje por Virka Tartaxu Sáb Dic 13, 2014 11:17 pm

Fausto. Se llevó una sorpresa cuando descubrió, ya llegando al teatro, que era la obra que se presentaba en ese momento. La trágica historia del doctor Fausto. Oportuno y elegantemente distracto. El escenario perfecto para entretenerse un rato. Empero, conservando su talante, nunca dejo que nadie advirtiera la agradable sorpresa recibida cuando traspuso las puertas dobles de madera labrada con vetas de oro del teatro. No había acudido para ver la obra, pero, si lo que deseaba no ocurría, si su sexto sentido le fallaba esa noche, por lo menos tendría una buena obra que observar a su disposición. Lo cierto es que, poco después, la señal deseada apareció, y la tomó ligeramente desprevenida. La puerta se abrió a sus espaldas, con la obra ya iniciada en el escenario, pero tras el desconcierto inicial ella permaneció impasible, con la espalda recta sin tocar el respaldo, enfundada elegantemente en su vestido bermellón, digno acto del desprecio de los colores claros que le parecían tan aburridos.

Señor Cardenal… — Controló su tonó de voz a la perfección al tiempo que, simulando una agradable sorpresa, se ponía de pie. Con gesto displicentemente amable, tomó los costados de la falda de su vestido e hizo una reverencia respetuosa aunque corta, agachando su cuerpo lo necesario para que el gesto quedara firmemente construido. Acto seguido regresó a sentarse, con la espalda recta y la cabeza derecha, observándole de frente, girando levemente su cuerpo con educación. — Seguro lo es Cardenal. La presentación en escena perfecta. — Giró la cabeza al escenario, observando unos segundos la pantomima de la obra. Pero ni siquiera la estaba mirando. — Bueno, eso depende de si lo que codiciamos realmente vale la distancia que uno desea librar para obtenerlo...

Observó al Cardenal de reojo por unos segundos antes de volver a girarse a mirarle. El programa sigue cómodamente instalado en su regazo, en el arco de sus muslos, sobre la capa que antes la protegió del frio de la noche. Este era el momento, no había duda al respecto. El mismo Cardenal había llegado hasta ella con lo que parecía ser una invitación que no podía rechazar. Sintió una fuerte ansiedad  corroerle el pecho, inflamarla de sensaciones privadas, de emociones perversas que nunca compartía con nadie. Pero en su exterior, era la imagen de la elegancia, la impasibilidad y la concentración. Bendita la hora en la que se levantó de su mesa y alcanzó el teatro como destino predicho. Y no, no es que fuera una persona muy religiosa.

Pero en lo personal, señor Cardenal, me considero alguien que sin duda se encarga de sus propios deseos sin ayuda. Puede que pudiera cumplirlos sin la intervención divina de alguna criatura como el Diablo, aunque sin duda sería más sencillo que hacerlo por mí misma. Después de todo, ¿Qué cosa codicia una mujer en tiempos como esté? Me parece demasiado sencillo así como imposible. Es un eufemismo a mi propia condición de dama y aun  así, suena maravilloso cuando lo pronuncio en mi mente. — Hizo una breve pausa, observando aquel gesto de sus dedos, como jugaba con el crucifijo, interpretándolo según su propio saber. — He sido algo atrevida al mencionar de esa forma al Diablo… Espero pueda perdonarme por ello. — Guardó silencio durante otro momento, pero su mirada cambió ligeramente para, en seguida, sonreír ligeramente y volver la mirada al escenario. — Disculpe Cardenal, pero, me parece que esta usted insinuando que soy una pecadora. No niego lo que soy, lo que usted sabe que soy, así que mi respuesta es no.  La magia es solo otra interpretación del mundo, sin embargo, estoy de acuerdo en que hay pecados que se comenten con magia o, a través de la magia, que merecen ser castigados. Sí. — Le hubiera gustado tener su abanico a la mano, poder hacer un gesto elocuente mientras conversaban. — Debo admitir que me siento muy interesada por sus preguntas…. Imagino que todo esto llevara a algún punto en concreto ¿No es así, señor Cardenal? Quisiera escucharlo sin rodeos.  
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