AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Los 120 días de Sodoma.
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Los 120 días de Sodoma.
Una palabra perfecta para el Cardenal es la hipocresía. Hipocresía por perseguir a hechiceros cuando él consultaba libros de artes oscuras, hipocresía cuando recurría al asesinato o al robo para obtener lo que más ansía, hipocresía cuando tenía tratos con nobles y burgueses adinerados acabando con las posibilidades de que los más pobres avancen y de esa forma hacer oídos sordos a las palabras de su Señor, acerca de la humildad y el acercamiento a los necesitados, hipocresía cuando perseguía a la peor calaña y a las mujeres de dudosa reputación, acabando en más de una ocasión en las camas de éstas. Un hipócrita completo, eso era Alphonse de La Rive.
En aquella oscura y fría noche había decidido salir de sus aposentos en el Palais-Cardinal, al norte de la capital francesa, para adentrarse en el barrio rojo de la ciudad. Como era evidente, no llevaba puestos sus atuendos habituales -el rojo sangre propio de los cardenales, la joyas y el oro a rebosar en sus dedos y colgando de su cuello-; sino que había optado por ropajes oscuros -camuflándose así entre las penumbras-, un sombrero de ala ancha que cubriera parte de su rostro y una capa que envolvía su cuerpo, cubriendo buena parte de éste para que así nadie se percatara de quién era realmente. Le acompañaban dos soldados de su Guardia Roja particular -un pequeño ejército al servicio del Cardenal-, también debidamente disfrazados. Lo único que podía revelar su identidad era la cruz que golpeaba sobre su pecho -no tenía porqué llevarla, sobre todo teniendo en cuenta su ateísmo; aún así lo hacía más por costumbre que por otra razón-, y el anillo que delataba su fidelidad a la Santa Sede y el matrimonio -literal- con la Iglesia Católica. Después de todo él era un hombre casado con Dios, y en aquella noche -como en tantas otras- tenía pensado serle infiel.
¿Por qué había decidido escaparse de su palacio para acabar en los peores cuchitriles de la ciudad? Había varias respuestas, y todas ellas igual de válidas. Lo primero, había pasado el día encerrado entre papeleo y más papeleo, teniendo unos pequeños descansos en los que disfrutaba de una de sus lecturas favoritas: Los 120 días en Sodoma, del Marqués de Sade. Aquel hombre perseguido por la Iglesia -qué ironía- y encarcelado en la Bastilla; novela escrita entre las paredes de la prisión. Una historia sobre pecados, sobre rendición, infierno, placeres y lujuria desmedida -mejor no centrarse en la historia completa de esta obra, es más eficaz y correcto dejar volar a la imaginación, marcando ciertas pautas al nombrar que, en ese libro, los personajes disfrutan con torturas terroríficas, violaciones y necrofilia-. Desde luego, los deseos del Cardenal no llegaban a tales puntos de salvajismo -él mismo era consciente de sus particulares gustos, mas no quería acabar en el estereotipo de clérigo cegado por el sexo en todas sus variantes, desde las más habituales a las más propias de animales o cerdos, comiéndose entre ellos-. Como cualquier otro ser humano, tenía sus contradicciones y disfrutaba con lo que estaba prohibido. Sí, aunque lo prohibido fuera por el Estado al que servía, el Vaticano.
En cuanto bajó del carruaje, uno de sus guardias le tendió una mano para que así le fuera más fácil descender, y cuando sus rudas botas de cuero pisaron el suelo; pasó a esconder su cruz en el interior de su chaleco y alcanzar un par de guantes que salvaguardaba en los bolsillos. Se aseguró de colocarse bien éstos, y le hizo un gesto con la cabeza al otro guardia, para que abriera la puerta del susodicho burdel.
Nada más entrar pudo sentir un puñetazo de malos olores, lo nauseabundo del lugar calando en sus huesos y su propia razón gritándole que se fuera de allí, que no terminara tan bajo. Adentrándose en el peor agujero de París -nunca mejor dicho, pues los propios agujeros de aquellas mujeres podían contener los más infames males de Francia-. Sabía que todo, en apariencia, podría parecer sencillo si acordara una cita con alguna prostituta en el que es su hogar, sin embargo algo así llamaría demasiado la atención y, en verdad, estaba harto de las habladurías sobre su persona -numerosos cuchicheos, muchos de ellos ni siquiera ciertos-. La otra opción era acudir al prostíbulo junto a dos personas de confianza, y volver cuando el primer rayo de sol asomara por la ventana de alguna mugrienta habitación. Y así lo hizo.
Nada más entrar por la puerta, la Madame se acercó hasta él y éste le mostró el anillo antes mencionado, la mujer le hizo una pequeña inclinación con la cabeza antes de arrodillarse para besarlo y susurrarle al oído que ella estaba en la misma habitación de siempre -su favorita, tanto la joven que le esperaba a cambio de dinero, como la estancia-. El Arzobispo sonrió, dándole a sus guardias una bolsa repleta de monedas y murmurando en voz baja -él bien sabe que hay oídos escuchando en cada esquina-:
-Divertíos esta noche -les guiñó un ojo, para luego dirigirse a las escaleras y subir éstas, en dirección a la habitación. Las yema de sus dedos cubiertas por el guante paseaban por el pasamanos, canturreando para sí una de las canciones que había aprendido de crío en el seminario.
Y, por fin, llegó al lugar. Ella estaba allí, esperando. La Gran Ramera. Las mujeres apoderándose de los hombres. Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas; con la cual han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación; y en su frente un nombre escrito, un misterio: la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Palabras del Libro de las Revelaciones.
De La Rive lo sabía muy bien. Las mujeres,el mal de la Tierra, la peor de las creaciones.
-Buenas noches, Tania -sentenció al final.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Los 120 días de Sodoma.
Las atracciones más interesantes son entre dos opuestos que nunca se encuentran.
El dinero movía el mundo, todos lo sabían, el que dijera que no necesitaba recursos económicos para sobrevivir, estaba simplemente mintiendo. Tania era caprichosa, adoraba tener el poder de elegir al que deseaba, No cualquiera podría estar con ella; porque ella lo había impuesto así. Por suerte nunca le faltaba el obsesionado que subiría la suma de dinero por solamente tener a alguien que parecía inalcanzable. Por el dinero ella bailaba entre las piernas de cualquiera que la pudiera hacer sentir especial; porque aunque quisiera ocultarlo, siempre tenía esa necesidad latente de atención. Era inteligente, había aprendido a disfrutar su trabajo, el cual había comenzado como una tortura, un castigo divino impuesto por dios. Pero luego de los años se había vuelto algo tan rutinario, que ahora parecía que no podía vivir una vida normal, lo necesitaba para poder vivir tranquila.
Ella ya había olvidado lo que significaba la dignidad, poco le importaba saber la descripción que le dieran en la sociedad. Tania no seguía las reglas que a todos los demás querían imponer, por su parte había entrado en un círculo más bajo y vil, el cual tenía sus propias reglas, las cuales no se podían romper fácilmente, porque caro seria el precio. Siempre había estado entre las paredes del burdel por seguridad, pero últimamente comenzaba a sentirse libre, más de lo normal, así que seguía sus instintos y seguía entrando al mundo de las putas traviesas que buscaban abrir las piernas solamente a personas importantes. Su cuerpo amazónico, su tez indígena era una exquisitez para muchos, con solamente verla, una presión entre los pantalones de los hombres comenzaba aparecer.
Esta era una vida de servicios, siempre se buscaba complacer al cliente, mantener contento al hombre por medio de su necesidad primitiva. Una de las formas sencillas de complacer a un caballero, era por su parte visual. Ellos amaban el cuerpo de una mujer, era una atracción simple y si definías bien tus atributos, los hombres estarían encantados. Por eso su vestido era descarado, mantenía un poco de carne a la vista de su piel tostada, su cuerpo definido por la sencillez del corsé. Su mentalidad siempre estaba en aprovechar las oportunidades y sobre todo poder disfrutar; hasta aun más que su propio cliente. Este siempre debía estar en un segundo plano. Claramente había, en ocasiones algunas, excepciones, que le daban un aire nuevo a su servicio.
— ¿Ya has terminado? — pregunto a una de las doncellas, quien asintió. Junto con dos doncellas más terminaban de prepararla para su cliente especial. Eran pocas las ocasiones que necesitaba ayuda de las jóvenes para prepararse para un hombre, pero cuando se trataba de un buen cliente, siempre existían las excepciones. Habían limpiado con vigor cada centímetro de su cuerpo y perfumado cada parte de este mismo. Tenía que lucir impecable, ya que gracias a su buen comportamiento sería importante para las ganancias de aquella casa de placer en donde prácticamente vivía. Cuando las jóvenes terminaron de vestirla y maquillarla, dejo salir un gran suspiro, sin dudarlo. Ellas se retiraron, y pronto Tania también se retiro de aquella habitación para dirigirse a la donde sería realmente el encuentro. Se sintió un poco cohibida al sentir que nadie la esperaba cuando abrió la puerta de los aposentos elegidos por el mismo. ¿Era mejor darse la media vuelta e irse por donde vino? Lo pensó seriamente, pero su cuerpo se movía hacia adelante, aunque su conciencia le decía posiblemente seria buena idea que diera media vuelta y se fuera a casa, dejara toda esta vida lastimosa, pero ella simplemente no podría hacerlo. Eran lamentaciones de toda una vida, que no podía evitar tener en momentos importantes de su vida. — No es hora de pensar en eso, Tania — se regaño. Ella era un ciervo que debía caminar hacia el matadero. Pero Tania se sintió como un animal en su hábitat natural. Se aproximo a la lujosa cama que aparecía como un tesoro en medio de una isla desierta y como infante, encontrando un nuevo juguete llego a tirarse en aquel lugar, para cubrir su rostro con las suaves y aromáticas sabanas que cubrían aquella cama, en donde muchos secretos luego serian susurrados. Se sentó en el borde, notando con cierta curiosidad que se encontraba un maletín en una gran mesa en el fondo de la habitación, pero trato de no mostrar interés en el, ahora solamente debía esperar. Se volvió a acostar en la cama, esta vez boca arriba, mientras todo su cuerpo se hundía entre el colchón suave, disfrutaba los minutos de un paraíso que nunca seria suyo.
Pronto algunos sonidos de paso, le alegraron su corazón, al menos no la habían abandonado. Dio un salto de aquella cama y se levanto antes de que se abriera aquella puerta — Buenas noches, Su eminencia — bajo la cabeza en signo de reverencia. Ya era hora del espectáculo, se aproximo a él sin esperar alguna reacción — ¿Cómo ha estado su viaje? — Pregunto con una suave voz, volvió a inclinarse, mientras tomaba su mano y le besaba aquel anillo que tenía entre sus dedos —Me tienen a la expectativa, me trajeron aquí como un chivo, sin decirme que posibles servicios desea — se quejo sin mucho tabú, mientras giraba su cuerpo y volvió otra vez a sentarse en el borde de la cama. — Aunque por aquel maletín, debo deducir que vamos a tener un “divertido” juego — dedujo con una sonrisa traviesa en sus labios. [/B]
Tania Fernandez- Prostituta Clase Baja
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Localización : En el burdel~
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