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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Nina Krivosheeva Miér Dic 31, 2014 4:37 pm

La hermandad de la espada se movía. Se desplazaban en las sombras, pero la luz del día revelaba lo acontecido durante la noche anterior. La verdad era que desordenaban las cosas, bastante. En Rusia estaban acostumbrados a la inestabilidad, pero Francia era otra cosa. No eran tan estrictos como los Ingleses, pero vaya que tenían su genio ciertos personajes intocables de la alta sociedad. Sobretodo en París había que olvidarse de la idea de un juicio justo, por lo que el trabajo no tenía fin. Se quedarían un largo rato sacando canas verdes a unos cuantos coleccionistas de libertades.

En medio de cada travesía, tenía que haber una piedra en el zapato. En el caso de un grupo de la hermandad, lo fue que uno de sus camaradas fuese capturado.  No era algo que pasara a menudo, pero cuando ocurría, quienes estaban cerca se movían como hormigas sacudidas por la brisa y se reorganizaban para el auxilio. ¿Cómo supieron del desastre? Generalmente se enteraban por el transcurso de los días, pero esta vez fue por el método menos usual: llegaron rumores desde las tabernas de paso de que un tal Drachevski sería ejecutado durante el ocaso del día siguiente. Simple. Al indagar un poco más en la información, se descubrió que quien lo tenía, apresado en sus mazmorras, era el Cardenal. Ah, bendita Iglesia. Nina ya la extrañaba. Hacía mucho que sentía retorcijones en el estómago y necesitaba de un estímulo que la hiciera vomitar. Pues iría a por ella.

Partieron cinco cazadores al socorro incluyendo a Nina. Los ánimos de libertad estaban allí, pero eso no impedía que surgieran dudas.

¿Y si es una trampa? —le preguntó a Nina uno de sus compañeros.

¿Qué, te asusta? —contestó con fastidio. No era el momento de preguntar esas cosas. ¿De qué les servía contestar interrogantes y reflexiones cuando lo que requerían era actuar?— Mira. Si es una trampa o no, no hace ninguna diferencia. De igual forma lo matarán al anochecer. Y no vamos a quedarnos aquí.

No se habló más durante todo el trayecto.

Fue una verdadera conmoción para Nina volver de la preciosa belleza del crepúsculo de los bosques parisinos, exacerbada por la bruma de la vegetación, con su impactante juego de colores y sombras, y ver toda la lúgubre austeridad de aquel imponente edificio de piedra, con su inmensa miseria, y tener que soportarlo todo con el corazón oprimido, casi de roca.

Fue sorprendentemente sencillo ingresar al inmueble por la cloaca, tanto que esta vez las dudas se sembraron en Nina, haciéndola refunfuñar incluso más fuerte que cuando tenía hambre. Era el sonido que expulsaba cuando algo le olía mal, pero que aun así no podía hacer nada al respecto más que avanzar. Si algo estaba fuera de lugar, lo sabrían.

Llegó a la celda del prisionero justo cuando el sol se ponía, y desde su ventana vio cómo se hundía el disco rojo tras el horizonte, y en el mismo instante en que desapareció, el reo se soltó de las amarras que lo sujetaban, y cayó al suelo como una masa inerte. Era maravilloso, sin embargo, qué poder de recuperación intelectual tenían quienes habían sido privados de su libertad, porque en unos pocos minutos se puso en pie con toda calma, comenzando a mirar a su alrededor.

Nina indicó a sus acompañantes que la dejasen y que permanecieran atrás, porque parecía demasiado fácil el rescate, por un lado, pero también porque estaba ansiosa por saber qué iba a hacer el sujeto. Pero nada hizo; estaba demasiado asustado.

Ignorando tal estado, la mujer sacó de sus ropas un fusil y lo apuntó a la cerradura, pero antes de que disparase, la mirada inyectada de Drachevski la alertó.

¡Krivosheeva! —exclamó.

Reaccionando lo más rápidamente que pudo, la cazadora dio un brinco hacia delante y sacó su espada usando el mismo impulso. Vaya suerte perra, por algo el camino no había estado repleto de trampas. Frente a ella sonreía arrogante el Cardenal en persona, ¡maldita sea! Se cagaba en la hostia, en la virgen y en el puto cáliz.

De la Rive...
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Mensaje por Alphonse de La Rive Dom Ene 11, 2015 2:17 pm



Alphonse de La Rive pecaba de ser muy ambicioso -aunque dependiendo del punto de vista, eso se puede considerar un pecado o no-. Y, dentro de esa ambición, entraban infinidad de tramas y entresijos en pos de alcanzar su ansiado poder. Y el poder, para él, consistía en saberlo todo, en controlarlo todo. En un país como Francia podía resultar complicado -sobre todo si tenemos en cuenta esa chispa revolucionaria que parecía crecer más y más dentro de la población gala-, mas el clérigo tenía oídos en todas partes, y nada -absolutamente nada- escapa a sus ojos. Un 1984 anticuado y menos eficaz, se podría decir. Sin embargo, ¿en quién podías confiar, cuando tu propia posición, cuando los privilegios de la realeza y la Iglesia pendían de un hilo?

La Hermandad de la Espada era algo que -de momento- se le escapaba de entre los dedos. Como siempre hacía, al comienzo les había subestimado. Ellos creían ser un ejército de libertadores, bravos luchadores, héroes de la sociedad -ah, pobres ilusos. La tortura que Alphonse ejercía, aunque fuera a través de otros, sobre sus cautivos no era por el supuesto placer que el dominar provocaba en ciertas personas. No, ni muchísimo menos. Cada una de sus acciones tenía un fin, y nada era en vano. Si seguía por el buen camino, acabaría convirtiéndose en primer ministro de Francia, y si esto sucedía, podría limpiar su amada Francia de los maleantes, de los que se aprovechan del buen cobijo del país, de los indeseables a los que poco les preocupa la prosperidad del pueblo. Él, Alphonse, se justificaba así. Y a sus ojos, los esfuerzos que ciertas personas realizaban para acabar con su persona... eran ridículos, pueriles. Simples ilusos que poco sabían de la auténtica realidad, y de lo que habitaba en ésta. La paz, la armonía de los ciudadanos y el perdón no entraban en su vocabulario, ni en su idea de cómo una nación debía ser. Ellos eran eso, ilusos, luchando por una utopía irrealizable-.

Había tramado un plan de modo que los estúpidos de la hermandad, sin advertir las telas de la telaraña -valga la redundancia-, avanzaran hacia él, el insecto de ocho patas dispuesto a devorarles -y gozar con ello-. Sabía de qué pecaban esa clase de personas: la camaradería y el respeto. Suponía que si capturaba a uno de ellos, si hacía correr la voz de que estaba capturado en una de sus fortalezas, sufriendo las peores de las torturas... ellos acudirían sin dudarlo para rescatarle, a pesar de lo evidente de la circunstancias. Si él, de La Rive, se viera en vuelto en una situación semejante, dejaría a sus aliados atrás, por mucha amistad que hubiera entre ambos -en verdad lo había hecho más de una vez-. Ya que si se anhela conseguir algo, hay que aceptar todos los desafíos que vayan apareciendo en el camino que nos conduce a ese anhelo.

Y allí estaba, ordenando a sus guardaespaldas particulares, la Guardia Roja del Cardenal. En los últimos días muchos de ellos habían sido asesinados en los calabozos que vigilaban. Y eso era algo que el clérigo no podía permitir. Si se quiere que las cosas salgan bien, debe hacerlas uno mismo. Ahí la razón de sus paseos por los tenebrosos y húmedos pasillos.

Sus indicaciones habían sido bien sencillas -y para su grata sorpresa nadie decidió actuar por cuenta propia, todo había sucedido como él lo había planeado-. Dejar vía libre para aquellos indeseables, de forma que su ascenso por las cloacas, y su camino hacia la celda de su compañero fuera fácil, sencilla. Para que así, él, Alphonse de La Rive, pudiera verlos cara a cara, y poner fin a aquella pantomima con sus propias manos.

Debía reconocer que el chico era fuerte. En la Hermandad de la Espada debían tomarse muy en serio los entrenamientos, y no sólo eso, si no también el no hablar bajo tortura. El rostro del muchacho parecía irreconocible bajo la sangre ya reseca, la nueva que brotaba de sus heridas, y los múltiples moratones que anidaban sobre su piel. Daba verdadera lástima -Alphonse no le había golpeado ni una sola vez, prometido. Él había dado las órdenes, mas estaba completamente limpio de cualquier culpa-.

Los miembros de la Hermandad avanzaron rápidamente, llegando hasta el susodicho calabazo. Desde las sombras, Alphonse  observaba sin perder detalle, junto a cuatro guardias a sus espaldas. Cuando una cría -porque eso era a ojos del eclesiástico, una niña jugando a ser una defensora de las vidas ajenas-, sacó de sus ropas el fusil, él decidió avanzar de entre la oscuridad, dejándose ver en toda su plenitud. El rojo de sus ropajes y la cruz de oro llamaban la atención entre tanta sobriedad, además de la copa de vino que portaba, dando algún que otro sorbo de vez en cuando.


-Ilustrísima, por favor. Un poco de educación no estaría de más, ¿no te parece? -murmuró él, haciendo un gesto con la cabeza a sus guardias, de modo que éstos mostraron sus propias espadas, y uno de ellos abrió el calabozo, entrando en éste para volver a encadenar al prisionero. Sin ellos, lo más probable es que el arzobispo estuviera perdido. Él solo sabía desenvolverse en el arte de la esgrima, nada comparable a las seguramente buenas capacidades de aquella muchacha y sus acompañantes-. Te recomiendo guardar la espalda, joven. Sé razonable, nosotros somos más. Y la vida de tu amigo pende de un hilo. Hilo que puedo cortar como si de una moira me tratara; Átropos portando la tijera que acabaría con todo -dirigió su azul mirada al chico. Él agonizaba, aunque procuraba mostrarse más enérgico de lo que en verdad estaba-. Así que decidme, ¿qué pretendéis con este juego, con vuestra Hermandad de la Espada? -tono de burla en sus palabras. Después de todo, la que parecía ser la líder de aquel grupo no superaría los veinte años... ¿cómo usaban ir en contra la Iglesia, contra sus intereses? Siguió los pasos de aquel guardia, adentrándose en el calabozo y dando unos decididos pasos hacia el chaval. Con la mano que portaba la copa, removía el licor de su interior, y con la que quedaba libre le tomó de los cabellos, enredando sus dedos entre ellos, posteriormente tirando de éstos con fuerza, logrando que él alzara su cabeza, para así poder apreciar aquel maltratado rostro-. El aroma del vino es una gloria de Dios, ¿verdad? -murmuró en un susurro, pero procurando que todos pudieran oírle, pasando la mencionada copa por la nariz del chiquillo, mostrando finalmente una sonrisa de autosuficiencia.  
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Mensaje por Nina Krivosheeva Vie Feb 27, 2015 8:18 pm

«Ilustrísima y tu puta madre» pensó Nina. Ya recordaba por qué había dejado Rusia y a su familia atrás. Esas exigencias hipócritas para esconder caretas todavía más farisaicas. Enfocó sus ojos de fiera, herido en su orgullo por no hallar cómo manejar esta evidente trampa, pero no debía demostrar que sangraba por dentro. Como pudo aflojó esos puños dispuestos a romperle la nariz a cualquier sujeto que se le atravesara sin importar las consecuencias, porque sí era relevante. Ya no era una quinceañera. Estaba en juego la vida de otros. Y no parecía haber escapatoria.

Nina no era la líder; por no tener nada colgando entre las piernas ese derecho se le había vetado incluso para soñarlo.

¿Él? —negó con su cabeza con suficiencia. No necesitaba de las ropas exquisitamente tejidas de Alphonse De La Rive para imponer que otros levantaran su faz al dirigirle la palabra. Altivo era ese tigre que su padre había querido por todos los medios enjaular— No. Drachevski no es ningún amigo, señor. Es un compañero, uno de verdad. Nada similar a estos perros que trajiste a contaminar el aire puro de esta celda, autómatas del orden. Tienes esclavos bastante caros, pero ninguno estaría dispuesto a dar su vida por ti.

Fue testigo de cómo al prisionero lo jalaban del cabello como a un muñeco de trapo, sólo que éste sentía desgarrársele el cuero cabelludo con tan escasa conmiseración. Miserable, cobarde. Infinitos epítetos se le ocurrían a la cazadora. Estaban fritos. O hacía una jugada maestra que arriesgara el mundo y lo prometiese de vuelta, o perdería incluso lo que no era suyo.

Te diré un secreto: Ni es esto nuestra hermandad ni es este tu reino. Tienen ambos su propia razón. Pero eso no lo entiendes. No ves más allá de la punta de esa nariz que con gusto partiría a la mitad.

Ahí estuvo su movimiento radical: de un salto rodó hacia delante por el piso sin soltar el acero y se puso de pié justo frente al religioso, amenazándolo con el filo de su espada. Claro que para cuando llegó a su cuello, otras tres armas apuntaban hacia su cuello. No importaba. No a Nina Krivosheeva, la sin hijos, la que nunca pisaría el altar. ¿Y el resto de los hombres? Ya habían dejado descendencia. El camino de un cazador era breve, fatal, pero repleto de una gloria que solamente ellos conocerían durante el suspiro antes de expirar.

Pero te diré: no hace falta entender cómo arde el fuego para quemarse con él. Adelante, De La Rive. Dicen que con la garganta cercenada se bebe mejor.

«Estás loca», «Se te pasó la mano esta vez, Nina». Aquellos fueron sólo unos cuantos pensamientos que se escaparon de sus compañeros. Vivirían o morirían todos a la vez.
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