An taitneamh a smaointeoireacht

por **Sinéad O'Neill** Dom Abr 19, 2015 4:41 pm

Pensar, abrir horizontes, derribar puertas cerradas arbitrariamente. La lechuza quería expandirse, pero sus alas no hallaban espacio. Veía un punto abierto en el infinito cuando oía conversaciones tan intensamente reflexivas que se le apretaba la mandíbula del entusiasmo, pero éste se cerraba apenas los participantes se daban cuenta de que entre sus piernas no colgaban dos como en ellos. Era frustrante, porque no importaba cuánto se ofuscara por dentro, las cosas no cambiarían. Pero seguía intentándolo, una y otra vez. Se posaba en territorio masculino no porque fuese masculino, sino porque entre ellos guardaban celosamente el conocimiento que su padre no había guardado de ella. Había creado a una mujer que hablaba, grave pecado.

Frente a la Biblioteca de París, se bajaba rápidamente de su carruaje la heredera irlandesa O’Neill, moviendo los codos hacia los lados como si fuese a golpear a un atolondrado a propósito. La seguía su lacayo, haciendo la señal de la cruz nerviosamente. Ya sabía que cuando la cambiante se movía así, poco y nada había que hacer salvo esperar que estallara la tierra y los tragara a todos. ¿A quién iba a desafiar? Podía arruinar su vida social en París.

Pero asuntos de esa índole a Sinéad no le importaban en ese momento, en esas circunstancias en que la sangre le hervía hambrienta de charlas estimulantes, que le hicieran dudar del suelo que pisaban. Estaba enamorada de una vida que no había vivido, pero que esperaba pacientemente. No obstante, no podía evitar preguntarse: «¿Cuándo llegará?»

Intentaron frenarla, pero en la entrada ella lo dejó bien en claro:

—Quiero entrar. Los hombres, cuando me ven asentarme con ellos, siempre tienen a uno entre sus filas al menos a un imbécil que se da el trabajo de recalcarme que soy la única mujer entre ellos, como la cabra del rebaño, la manzana podrida del canasto, el elemento sobrante. Es lo que los demás piensan también, pero se sienten demasiado importantes como para mancharse las manos. Así funciona esto. —los ojos penetrantes le brillaban como dos puñales de plata— Pero no saben que son ellos los que sobran. No su sexo, sino sus mentes poco y nada pensantes. Cuerpos que lamentablemente no están vacíos, sino llenos de intriga y veneno, corrosivos del amor a la sabiduría. Van por ahí como… diría que como víboras, pero no podría compararlos con un animal más bajo que el ser humano. Pero no les tengo miedo. Yo sólo tengo miedo de que me quiten el placer de pensar.

—Podrían quitaros más que eso, señorita. Mucho más

—Quizás, pero es la vida. Y la vida no es sino una larga espera o una corta primavera.

Se zafó del agarre del lacayo y entró desafiante a la estancia como una ráfaga de viento destrozando las puertas. Sacó un libro del estante, el más pesado que encontró, y lo ubicó sonoramente sobre la mesa. En vez de hacer retumbar altos tacones, hacía tronar sus pasos.

—A su padre no le gustará esto. —pensó preocupado su escolta.[/color]